Garras y colmillos

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Authors: Jo Walton

BOOK: Garras y colmillos
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Este es un libro curioso y diferente. Narra la historia de una familia que se enfrenta a la muerte de su padre, de un hijo que acude a la ley para reclamar su herencia, de otro que se atormenta con la confesión que le hizo su progenitor en su lecho de muerte; de una hija que se enamora, de otra que se implica en el movimiento abolicionista y de una más que se sacrifica por su marido.

Salvo que todos los protagonistas de esta historia son dragones de garras y colmillos ensangrentados...

Tenemos aquí un mundo de políticos y estaciones de ferrocarril, de cortejos y mansiones en el campo... Un mundo en el que al morir un anciano, los miembros de su familia se reúnen... Una sociedad en la que los miembros más poderosos se aprovechan de sus privilegios para hacerse más fuertes.

Jo Walton

Garras y colmillos

ePUB v1.0

Garland
07.01.12

I. La muerte de Bon Agornin
1
Una confesión

Bon Agornin se retorcía en su lecho de muerte, batía las alas como si quisiera volar a su nueva vida en su viejo cuerpo. Los médicos habían sacudido la cabeza y se habían ido, hasta sus hijas habían dejado de decirle que estaba a punto de ponerse bien. Posó la cabeza en el oro ya escaso que ocupaba su gran caverna subterránea, llena de corrientes; luchaba por mantener la serenidad y respirar. Le quedaba muy poco tiempo para influir en todo lo que debía venir después. Quizá fuera una hora, es posible que menos. Se alegraba de dejar atrás los dolores de la carne, pero ojalá no tuviera tanto de lo que arrepentirse.

Gruñó y cambió de postura sobre el oro, intentaba pensar de la forma más positiva posible acerca de los acontecimientos de su vida. La Iglesia enseñaba que no eran ni las alas ni las llamas lo que le proporcionaban a uno un renacimiento afortunado, sino la inocencia y la tranquilidad de espíritu. Luchó por conseguir esa calma afortunada. No era fácil lograrlo.

—¿Qué te ocurre, padre? —le preguntó su hijo Penn acercándose ahora que Bon se había quedado quieto al tiempo que extendía una garra delicada para acariciar su hombro.

Penn Agornin, o más bien el bienaventurado Penn Agornin, pues el joven Penn ya era pastor de la Iglesia, creía entender lo que inquietaba a su padre. Por su cargo había asistido a muchos moribundos y se alegraba de estar allí para ayudar a su padre a bien morir y ahorrarle la presencia de un extraño en estos momentos. El pastor del pueblo, el bienaventurado Frelt, no era en absoluto el mejor amigo de su padre. Llevaban años librando una callada disputa, una disputa que, en opinión de Penn, no era nada propia de un pastor.

—Cálmate, padre —dijo—. Has llevado una buena vida. De hecho, es difícil pensar en alguien que deba tener menos que temer en su lecho de muerte. —Penn admiraba mucho a su padre—. Empezaste con poco más que un nombre noble y has llegado a alcanzar los veintiún metros, con alas y llamas, una espléndida hacienda y el respeto de todo el distrito. Cinco de tus hijos sobreviven hasta este día. Yo estoy en la Iglesia y por tanto a salvo. —El joven levantó un ala, atada con el cordón rojo que, para los devotos, simbolizaba la dedicación del pastor a los dioses y los dragones, y para los demás significaba solo la inmunidad—. Berend está bien casada y tiene hijos, su esposo es poderoso y un noble con el título de ilustre. Avan se está abriendo camino en Irieth. El suyo es quizá el rumbo más peligroso, pero tiene amigos fuertes y lo ha hecho bien hasta ahora, como lo hiciste tú antes que él. En cuanto a las otras dos, Haner y Selendra, si bien son jóvenes y vulnerables, nada has de temer. Berend se hará cargo de Haner y se ocupará de que haga un buen matrimonio bajo la protección de su marido, y yo haré lo mismo por Selendra.

Bon respiró con cuidado, luego exhaló una nubecita de fuego y humo que Penn esquivó con destreza.

—Todos debéis ser fieles a mi acuerdo —dijo Bon—. Los más jóvenes, que no están asentados, deben quedarse con mi oro, lo que quede de él. Tú y Berend ya habéis empezado a acumular vuestras provisiones, así pues debéis tomar solo un trozo simbólico cada uno, y que los otros tres compartan lo poco que quede. No he amasado una gran reserva pero será suficiente para ayudarlos.

—Ya habíamos llegado a un acuerdo sobre eso, padre —dijo Penn—. Y, por supuesto, ellos tomarán las porciones más grandes cuando te comamos. Berend y yo ya estamos establecidos, mientras que nuestro hermano y hermanas están aún necesitados.

—Tú siempre has sido lo que los hermanos deben ser para con los suyos —dijo Bon y exhaló más humo con un suspiro—. Quiero confesarme, Penn, antes de morir. ¿Querrás oír mi confesión?

Penn se retiró un poco y plegó las alas con fuerza a su alrededor.

—Padre, conoces las enseñanzas de la Iglesia. Hace ya tres mil años, seis vidas de dragón, que la confesión dejó de ser un sacramento. Hiede a la Era de la Subyugación y a las costumbres paganas de los yargos.

Bon puso en blanco sus enormes ojos dorados. Había ocasiones en las que su hijo, siempre tan pendiente del decoro, le parecía un extraño. Penn jamás habría podido soportar lo que él había soportado, nunca habría sobrevivido.

—Seis vidas es lo que quizá te hayan enseñado, pero cuando yo era joven había sacerdotes que seguían dando la absolución a los que la querían. Solo durante mi vida y la tuya se ha convertido el perdón en pecado. Lo que estaba mal era pagar por la absolución, no perdonar las cargas de aquellos que querían dejarlas atrás. El rito de la absolución sigue estando en el libro de oración. Frelt me lo habría negado, lo sé, por puro rencor, pero creía que tú tendrías el ímpetu suficiente para hacerlo.

—Y con todo es un pecado, padre, un pecado contra el que la Iglesia predica con tanta firmeza como contra el vuelo de los sacerdotes. —Penn flexionó de nuevo el ala atada—. No es un artículo de fe, cierto, sino una diferencia en las prácticas que ha surgido con el tiempo. La confesión es ahora detestable. Me es imposible darte la absolución. Si alguien lo descubriese, perdería mi cargo. Además, mi propia conciencia no lo permitiría.

Bon cambió de nuevo de postura y sintió que se le caían unas escamas sueltas al oro que esperaba debajo. No le quedaba mucho tiempo y tenía miedo.

—No te estoy pidiendo la absolución si no puedes dármela. Pero creo que moriré más tranquilo si no me llevo este secreto conmigo. —La voz le sonaba débil incluso a sus propios oídos.

—Puedes contarme lo que desees, mi querido padre —dijo Penn mientras volvía a acercarse—. Pero no puedes llamarlo confesión ni decir que lo haces porque soy pastor. Eso podría poner en peligro mi vocación si llegara a saberse.

Bon miró los cordones rojos de las alas de su hijo y recordó lo que había pagado para que lo aceptaran en la Iglesia, y toda la buena fortuna que había conocido su hijo allí desde entonces.

—¿No es maravilloso lo bien que le ha ido a tu amiguito Sher? —dijo. Luego sintió el dolor que se le extendía de los pulmones y quiso toser, pero no se atrevió. Penn había cogido aire para responder, pero se contuvo y dejó que se le escapara el aire poco a poco por el hocico mientras contemplaba en silencio la lucha de su padre. El pequeño Sher, en otro tiempo compañero suyo de colegio, era ahora el eminente Sher Benandi, señor de su propio dominio, y Penn era su pastor, dueño de una casa, con esposa e hijos.

—Está en la naturaleza del dragón comerse a sus congéneres —dijo Bon por fin.

—En estos días… —empezó Penn.

—Sabes que fui el único superviviente de mi familia, el único de mis hermanos y hermanas al que le crecieron las alas —continuó hablando por encima de la voz de su hijo—. ¿Tú creías que el eminente Telstie se los había comido, o quizá su mujer, la eminente Telstie? Es cierto que se comieron a algunos, bajaban del cielo en picado para devorar a los más débiles y siempre me dejaban a mí vivo porque era el mayor y el más fuerte. Se aferraban a la idea que enseña la Iglesia, que estaban mejorando la raza de los dragones al comerse a los más débiles; incluso fueron amables conmigo. No les perdoné que se comieran a mi padre y hermanos. Sin embargo, fingí ser su amigo, suyo y de sus hijos, pues mi madre tenía poco poder para protegerme o evitar que nos comieran a todos si así lo decidían. Se habían llevado el oro de mi padre y no teníamos nada salvo nuestro nombre. Cuando ya no quedábamos más que tres, a mí me habían crecido las alas pero solo medía algo más de dos metros; estaba listo para dejar mi hogar e ir en busca de fortuna, pero corría un grave peligro si lo hacía. Necesitaba más envergadura y más fuerza, y no podía obtenerla de la carne de ternera. Fui yo el que se comió a mi hermano y a mi hermana, los que quedaban.

Penn se quedó inmóvil al lado de su moribundo padre. Nada de lo que hubiera imaginado que le pudiera decir el anciano dragón lo habría escandalizado más.

—¿Moriré del todo? —preguntó Bon—. ¿Caerá mi espíritu como la ceniza del humo tal y como enseña la Iglesia? ¿O renaceré convertido en un cordero de lana que se queda atrapado en los dientes del hambre de alguien, o peor aún, un gusano que se arrastra, o uno de esos odiosos yargos sin alas? —Se encontró con los ojos de su hijo; Penn seguía mirando asombrado a su padre—. He llevado una buena vida desde entonces, como tú has dicho. Me he arrepentido amargamente de mis actos muchas veces, pero
era
joven y tenía hambre, no había nadie que pudiera ayudarme y era grande la necesidad que tenía de alejarme volando.

Las escamas de Bon caían con un tamborileo constante. Su aliento era más humo que aire. Los ojos se le estaban empezando a nublar. Penn era pastor de la Iglesia y había asistido a muchas muertes. Sabía que solo le quedaban unos minutos. Extendió las alas y comenzó a recitar la última plegaria.

—Vuela ahora con Veld, ve libre a renacer con Camran a tu lado… —Pero el humo se le atragantó en la garganta y no pudo continuar. Había leído el viejo rito de la absolución una vez, fascinado y horrorizado al mismo tiempo; su padre tenía razón al decir que seguía presente en el libro de rezos. Era la absolución lo que su padre necesitaba, y un espíritu limpio para continuar. Penn era un dragón joven y convencional, y pastor de la Iglesia, pero quería a su padre—. Es una simple costumbre, no hay ninguna razón teológica tras ello… —murmuró. Levantó las garras ante los ojos de su padre, donde pudiera verlas—. He oído tu… —dudó un instante, era la palabra lo que sonaba tan mal, ¿podría llamarlo otra cosa? No, no si quería proporcionarle a su padre el consuelo y la absolución que necesitaba—, tu confesión, digno Bon Agornin. Yo te absuelvo y te perdono en el nombre de Camran, en el nombre de Jurale, en el nombre de Veld.

Vio una sonrisa en lo más profundo de los ojos de su padre, que ya se apagaban, sustituida después por un momento de paz y luego, por último, como siempre, una intensa sorpresa. Por muchas veces que Penn lo viera, nunca terminaba de acostumbrarse a ello. Se preguntaba con frecuencia qué había más allá de las puertas de la muerte que, por muy preparado que estuviera el dragón moribundo, siempre lo asombraba. Esperó el momento prescrito, repitió la última plegaria tres veces por si los ojos empezaran a girar de nuevo. Como siempre, no ocurrió nada, la muerte era la muerte. Extendió con delicadeza una garra y se comió los dos ojos, como le correspondía siempre al pastor. Solo entonces llamó a sus hermanos con el grito ritual:

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