Gataca (17 page)

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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Intriga, Poliiciaca

BOOK: Gataca
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—No recordaba, o, mejor dicho, ignoraba, que cromañones y neandertales hubieran cohabitado.

—Lo hicieron durante varios miles de años. El neandertal se extinguió mientras que el
Homo sapiens
siguió evolucionando. Aún se ignoran las causas de la extinción del neandertal, aunque hay varias teorías. Por ejemplo, su menor capacidad para adaptarse al frío. Pero Éva Louts tenía sus propias certezas. Creía firmemente en la exterminación del neandertal por el cromañón.

—¿Exterminación? ¿Se refiere a una especie de genocidio?

—Exactamente.

Genocidio… Volvía a aparecer aquel término, en mitad de una nueva investigación. Un año más tarde, Lucie se encontraba otra vez con la manifestación de la locura humana. Eliminó los numerosos recuerdos que, de forma instantánea, afluían de nuevo a su mente, y trató de volver a concentrarse.

—Un genocidio prehistórico… ¿Es verosímil?

—Es una teoría como otra, defendida por ciertos paleontólogos. Para Louts, el cromañón era físicamente más fuerte, más alto y más agresivo. Y los más fuertes con seguridad se reproducen mejor, puesto que eliminan a sus adversarios en cuanto se les presenta la oportunidad.

Lucie no respondió, pensaba en los bebés de los tiburones toro, en aquella competición intrauterina que tenía el objetivo último de asegurar la diseminación de los genes a través de la reproducción. Pensaba también en nuestros miedos innatos a las serpientes o las arañas. ¿De dónde procedían esos terribles instintos de depredación o de preservación? ¿Estaban grabados en el patrimonio genético legado por las generaciones pasadas?

Pasaron junto a unos montones de cenizas ennegrecidas que parecía que se dispersarían a la menor corriente de aire. Restos de fuegos de hacía una eternidad. Lucie imaginó los rostros sonrojados, casi simiescos, los cuerpos con un olor bestial, cubiertos de pieles de animal, reunidos alrededor de las llamas y profiriendo gritos guturales. Veía el sudor espeso exudado por sus cuerpos nudosos, sus sombras grotescas deslizándose por las paredes. En un momento de angustia, se dio la vuelta: la pared translúcida del glaciar había desaparecido al igual que todo resto de claridad. Un verdadero salto a la prehistoria. Su imaginación trabajaba a marchas forzadas. ¿Y si se produjera un desprendimiento brutal que los bloqueara allí, a Marc y a ella? ¿Y si no volviera a ver a su hija? Y si…

Avanzó al frente, siguiendo los pasos de su acompañante, que ya se había alejado. Tenía que hablar, necesitaba una descompresión.

—Discúlpeme, Marc, pero ¿esos hombres de los hielos ya no están ahí, verdad?

—No, claro que no.

—En ese caso, ¿qué hacemos aquí? ¿Por qué Éva Louts hizo todo este camino para venir a un sitio que debía de saber que estaba vacío?

Marc se volvió hacia ella y la miró fijamente. Unas nubecillas blanquecinas salían de su boca.

—Precisamente porque esta cavidad no está totalmente vacía.

Lucie sintió que una corriente de aire le llenaba la garganta e invadía cada una de sus arterias. Era igual que respirar cuchillas de aire que herían las mucosas y los conductos internos. La cabeza comenzaba a darle vueltas. El esfuerzo, la altitud, el espacio cerrado… Se daba sólo diez minutos más allí dentro, porque los espacios cerrados la oprimían. Los gritos de Clara resonaron en sus oídos. Clara, Clara, Clara… «Mamá no está ahí.» Respiró profundamente, apoyada contra la pared. Sólo tenía un deseo, volver junto a Juliette, abrazarla. Marc percibió su trastorno.

—¿Va todo bien?

—Sí, sí… Sigamos…

Por fin llegaron al fondo. Una zona ancha, circular, parecida a una cúpula. El guía dirigió entonces su linterna hacia una pared, a uno de los lados.

Lucie abrió los ojos como platos.

Ante ellos aparecieron unas manos pintadas en negativo. Decenas de manos espesas, espantosas, calcadas con pigmentos rojos y ocres. Marc se aproximó a una de ellas y puso su propia mano sobre el dibujo.

—Es el primer gesto que Éva Louts hizo al llegar aquí.

—Manos derechas… Montones de manos derechas…

—En efecto. Los hombres prehistóricos extendían su mano derecha y soplaban pigmentos a través de un tubo que sostenían con su mano dominante. Eran, por lo tanto, zurdos…

Lucie observó las obras pictóricas, con la nariz hundida en el chaquetón, con los brazos cruzados para calentarse. Imaginaba a aquellos hombres de la edad de piedra, primitivos, animados ya por la voluntad de transmitir su saber, su cultura tribal, dejando trazas de su paso. Una memoria colectiva que se remontaba a decenas de miles de años atrás.

—Louts sólo tomó algunas fotos. Pero este descubrimiento no era más que el aperitivo, si puedo decirlo así. Lo que verdaderamente le interesaba está detrás de usted, en la otra pared.

Lucie se volvió.

Su haz de luz desveló entonces lo inimaginable.

El fresco rupestre representaba una manada de uros. Doce animales al galope, de tonos rojos, negros y amarillos, que parecían huir de un hipotético cazador. El trazo era limpio, preciso, lejos del arcaísmo asociado a menudo a aquellos hombres prehistóricos.

Los uros estaban pintados al revés.

Como en la celda de Grégory Carnot.

Aturdida, Lucie se aproximó a la pared y deslizó los dedos sobre la superficie lisa. Aquellos seres primitivos, situados en el otro extremo de la escala de la humanidad, le parecieron de repente muy cercanos. Como si le susurraran al oído.

—¿Cuándo me ha dicho que fue descubierta la gruta?

—Fue durante la temporada de esquí. En enero de este año. Son curiosos esos dibujos al revés, ¿no cree? ¿Cómo es posible que un cromañón o un neandertal, ignoro qué especie pintó eso, tuviera semejante lucidez mental? Y, sobre todo, ¿por qué pintar al revés? ¿Por qué motivo?

Lucie reflexionaba a toda velocidad. La gruta fue descubierta en enero de 2010… Grégory Carnot fue encarcelado en septiembre de 2009. Y, según el psiquiatra, ya dibujaba al revés. Por lo tanto, no podía estar al corriente de la existencia de aquel fresco.

Había que rendirse ante la evidencia. Dos individuos, separados por más de treinta mil años, habían mostrado los mismos síntomas. Y ambos eran, al parecer, zurdos.

Un caso extraño, desconocido por los neurólogos, dijo el psiquiatra del hospital. Lucie había descubierto dos en menos de dos días. Dos casos separados por milenios.

Se sentía aún peor, con la sensación de estar violando una tumba. ¿Qué había sucedido en aquella gruta? ¿Los hombres de los hielos se vieron sorprendidos por el frío, por una tormenta o por la falta de alimentos? ¿Qué hacían un cromañón y una familia de neandertales en plena montaña? ¿Ambas especies se codeaban a pesar de la hipótesis del genocidio? ¿Se reproducían entre sí, a pesar de sus diferencias genéticas? ¿Su cruce daba como fruto monstruos? ¿Tenemos, en nuestras células, algo de neandertal?

Lucie pensó en Éva Louts, que había querido ver con sus propios ojos aquellos dibujos, probablemente publicados en revistas especializadas. Tal vez había deseado «sentir» a aquellos seres de otros tiempos. Comprender su funcionamiento y el significado de aquellas pinturas.

¿Qué había desencadenado en ella aquel descubrimiento? ¿Qué había deducido de él? ¿Tenía relación con su asesinato?

Con un montón de preguntas en mente, Lucie se aproximó de nuevo a Marc.

—¿Éva Louts no le dijo nada más?

—No. Fotografió esos dibujos y luego descendimos de nuevo. Acto seguido me pagó y siguió su camino. No he vuelto a verla.

Lucie permaneció unos segundos dubitativa, tratando de ponerse en el lugar de la estudiante. ¿Volvería a la capital directamente después de aquella simple visita y de haber hecho unas fotos? ¿No habría tenido la curiosidad de dirigirse al laboratorio de paleogenética para ver a aquellos seres prehistóricos? Con mayor motivo porque Lyon se hallaba en el camino de vuelta.

A todas luces, la estudiante se había entregado a un siniestro cara a cara con cuatro seres de otra época, que habían atravesado la eternidad y conservado sus secretos en las tinieblas de una gruta destinada, sin duda, a no ser descubierta nunca.

18

En el límite del distrito V, el Jardin des Plantes ofrece un espectáculo mágico en las mañanas de septiembre. Una luz rojiza, de ésas características de finales de verano, cae en diagonal sobre el ramaje de los grandes cedros centenarios y se deposita sobre las hojas. Los corredores desaparecen por los caminos aún húmedos por la lluvia de la víspera y los jardineros comienzan a podar los arbustos en previsión de las estaciones más crudas. Todo incita al sosiego y al reposo. En esa época del año, los grupos escolares parisinos aún no se han adueñado del parque y de sus museos.

Sharko y Levallois entraron en el vestíbulo de la Gran Galería de la Evolución, un edificio macizo erigido en otra era. Sobre ellos, la inmensa vidriera dejaba entrar una luminosidad anaranjada que se extendía por los tres niveles organizados alrededor de una nave central. Sin ni siquiera penetrar en el corazón del museo podían distinguirse extraños esqueletos, cabezas de jirafa disecadas, centenares de vitrinas que albergaban las especies animales. La vida, allí más que en cualquier otro sitio, había decidido quedar al desnudo.

Clémentine Jaspar aguardaba frente a la recepción, con una gruesa carpeta de cartón entre las manos. La primatóloga vestía un pantalón marrón de pinzas y una camisa caqui de amplios bolsillos, y fácilmente se la hubiera podido confundir con una guía o una excursionista perdida en el centro de la capital.

Los policías la saludaron. Sharko le dirigió una sonrisa sincera.

—¿Cómo se encuentra
Shery
?

—Sigue costándole expresarse. Le llevará tiempo recuperarse, a su avanzada edad. Y no hay psiquiatras para chimpancés.

Rápidamente, la primatóloga echó balones fuera.

—¿Y su investigación, avanza?

—Bastante. De momento estamos recopilando todos los elementos antes de extraer conclusiones.

El comisario señaló con el mentón hacia la carpeta.

—De hecho, cuento sobre todo con lo que pueda explicarme acerca de esta tesis.

Jacques Levallois, que había permanecido algo alejado, le dio una palmadita en el hombro a su colega.

—Voy a tratar de encontrar al director o a alguien que pueda informarme sobre el fósil. Hasta luego.

Jaspar lo miró alejarse, y luego se dirigió hacia los tornos.

—Vayamos a la galería, si me permite. Creo que no hay mejor lugar para explicarle de qué trata.

Mientras Sharko sacaba su cartera para comprar una entrada, ella le tendió una.

—Aquí tengo pequeños privilegios. Es casi mi segundo hogar.

El comisario le dio las gracias. Vivía en la región desde hacía más de treinta años y, sin embargo, jamás había estado en aquel museo, ni en la mayoría de los museos parisinos. El era más de cárceles, tribunales y hospitales psiquiátricos. La ronda macabra de instituciones que había marcado el ritmo de su vida.

Cruzaron las barreras y entraron en la nave. Avanzaban entre reproducciones a tamaño natural de tiburones, elefantes marinos y rayas gigantes. Lo más impresionante era el esqueleto de una ballena suspendido, desmesurado, que exponía claramente los misterios de la naturaleza. ¿Qué mágico secreto había dado forma a aquellas gigantescas vértebras, casi tan grandes y pesadas como un hombre? ¿Había alguna finalidad tras tanta perfección?

Jaspar ascendió un tramo de escaleras hasta el primer nivel, dedicado a las especies terrestres. En el centro, centenares de animales de la selva parecían huir de un incendio imaginario. Búfalos, leones, hienas, antílopes, inmovilizados en su carrera. La primatóloga pasó junto a algunas vitrinas y luego se detuvo ante la de los lepidópteros. Centenares de insectos voladores, clavados sobre un corcho, numerados, identificados con precisión: tipo, clase, orden, familia, género, especie. Se sentó en un banco e invitó a Sharko a hacer lo mismo, y luego abrió la gruesa carpeta verde.

—Le daré esta copia de la tesis de Éva. En ella encontrará mis notas.

Hablaba ahora con gravedad. Sus rasgos estaban tensos, fatigados. Sharko hubiera puesto la mano en el fuego porque no había dormido en toda la noche, sumergida en la lectura. Alrededor de ellos, algunos estudiantes acababan de llegar y se sentaban por el suelo con las piernas cruzadas, con papel y rotuladores en las manos. Dibujantes… Probablemente, una clase de plástica.

Sharko centró su atención en su interlocutora.

—Explíqueme qué había descubierto Éva Louts.

Jaspar reflexionó. Parecía buscar la mejor manera de abordar un tema que parecía complejo.

—Louts había hallado una relación entre la lateralidad y la violencia.

La violencia.

Aquella palabra estalló como un petardo en la cabeza del comisario. Porque había sido la punta de lanza de su importante investigación del año anterior y volvía de nuevo al ataque. Porque de inmediato se impuso ante él la imagen de Grégory Carnot… Pensó también en Ciudad Juárez, una ciudad de fuego y sangre donde el terror se manifestaba en su forma más bruta. ¿Era ése el vínculo entre la ciudad mexicana y Carnot? ¿La violencia?

La violencia, por doquier, bajo todas sus formas, que se aferraba a él de una manera extraña, como una sanguijuela.

La primatóloga lo devolvió a la realidad.

—Para que pueda entender la esencia de su trabajo, previamente debo explicarle algunos principios apasionantes acerca de la Evolución. Es muy importante que me escuche con atención.

—Haré lo posible.

Con un movimiento circular del brazo, Clémentine Jaspar abarcó las especies que poblaban la magnífica galería. Peces, coleópteros, crustáceos y mamíferos.

—Si esas especies habitan hoy nuestro planeta, si existe esa pequeña libélula, que parece tan frágil, es porque está mejor adaptada para sobrevivir que un dinosaurio. Mire esos animales, sus excrecencias, la forma de su cascarón, de su cola, su color. Son ejemplos llamativos de adaptación al medio y todos tienen una función: ataque, defensa, camuflaje…

Señaló con el mentón una vitrina en particular.

—¿Ve esos dos animales frente a usted? Son dos mariposas del abedul. Obsérvelas atentamente, ¿qué ve?

Con las manos a la espalda, Sharko se acercó a la vitrina, intrigado.

—Dos polillas completamente idénticas, una de las cuales tiene las alas más blancas y la otra más negras.

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