Justo entre Jessica Spearing y la compañera negra del servicio de seguridad del Connaliy Building.
—Vaya, vaya, vaya; mira quien tenemos por aquí, Mayfield.
—El genuino chico listo, Spearing.
Tenían la mirada brillante, los dientes desnudos en sendas muecas siniestras, los brazos colgando a los costados.
—Te advertimos que no molestaras al jefe, chico listo —dijo Spearing.
—Pero no haces caso a las advertencias; no eres tan listo como creíamos, chico listo —dijo Mayfield.
—¡Paso libre, preciosas! —cerré los puños de manera ostensible—. Es de todo punto imprescindible que dialogue con Teo.
Las negras hablaron entre ellas. Aquello las divertía.
—No ha entendido, Mayfield.
—Padece una pulsión irreprimible...
—¿Qué crees que va a hacer el chico listo, hermana?
—¿Será capaz de pegarnos, Spearing?
Avisé:
—Pegaros no, pero u os apartáis u os araño.
Continuaron con el cachondeo privado.
—Además de listo, el chico listo parece duro, Mayfield.
—Probemos cuán duro es el chico listo, Spearing.
Antes de que tuviera tiempo de adivinarle la intención la negra de seguridad pasó a mi espalda, agarró el abrigo y la chaqueta por el cuello y me los bajó hasta los codos, inmovilizando mis brazos de una forma tan segura como si me los hubiera atado con una cuerda. Jessica me enterró el puño en el estómago con la misma energía que si se tratara de Joe Louis y cuando me doblé hacia adelante la apellidada Mayfield me enderezó con un golpe de los nudillos en la misma punta de la barbilla.
Seguidamente la Spearing me tomó por la corbata hundiendo el pulgar en mi nuez, al tiempo que acercaba el rostro hasta tocar el mío. Casi vomité de asco al tener su cara negra tan cerca.
—Eres malo, chico listo —dijo con un suspiro—. Te empeñas en ser una molestia.
Me golpeó con la mano abierta en ambas mejillas haciéndome bastante daño, porque ya tenía los carrillos trabajados por Mistress Connally aquella misma jornada. Me arrojó contra la Mayfield. La otra morena me tomó afectuosamente con los brazos en torno al cuello como si fuera a besarme. Pensé que si lo hacía me desmayaría de asco.
—Éste es el último aviso, chico listo.
Metió la rodilla entre mis piernas y la elevó con toda la fuerza de que era capaz.
No me besó. Pero me desmayé igualmente.
Recuperé la consciencia tumbado en el Sedán con una corriente de fuego bajándome por la garganta y un volcán localizado entre piernas. Archer me había puesto la cabeza contra el respaldo de la butaca y vertía generosamente entre mis dientes whisky de un frasco de bolsillo. Me atraganté, tosí y alejé el botellín con un gesto.
—Caray, señor; no debería haberlo hecho.
—¿Hacer qué? —interrogué sin entenderle.
—Dejarse atrapar por las vigilantes para que yo pudiese practicar haciendo el trabajo mientras usted las entretenía permitiendo que le pegaran.
No deshice el equívoco. Era bueno que alguien me guardase respeto, después que tres tías hediondas se habían dedicado a perdérmelo a lo largo del día. Nos encontrábamos a dos millas del rancho. La noche estaba cerrada del todo.
—¿Cómo ha ido la cosa, chico? —dije, mientras me recuperaba paulatinamente.
—A pedir de boca, señor. Cuando oí que se dejaba apresar comprendí su plan, salté el muro por el otro lado y atisbé el ventanal del salón sin ser visto. El objetivo se hallaba en plena juerga con las hermanitas.
Archer había conseguido fotografías del presidente, la secretaria y la directora de publicidad de la C. O. C., con una cámara especial, desnudándose mutuamente. Luego pasaron al dormitorio, donde las cortinas estaban corridas. Según pudo escuchar mi ayudante la fiesta fue monumental. Hubo estallidos de botellas de champaña, rotura de copas y muebles y Teo, por las trazas, se acostó primero con la pequeña de las Diabetes y después con la mayor; y como despedida con las dos a la vez. Superó su marca de días anteriores.
—Aquí tiene la película, señor —concluyó—. Pienso que con la grabación del ascensor y esto, hemos reunido material suficiente para su caso.
Convine que así era, felicitándole por haberse portado como un profesional veterano, anunciándole que al día siguiente enviaría un cheque a la Continental y unas líneas elogiosas para el Viejo por la calidad de sus servicios. Se fue más contento que unas pascuas y regresamos cada uno en nuestro coche.
Me tomé un veronal antes de meterme en la cama, porque si no seguramente me pasaría otra noche casi en blanco.
Teo me tenía furioso. Caminaba hacia su ruina con la inocencia de un recién nacido; ignoraba que Tatiana tomaba a pechos lo del divorcio, lo que significaba que con unos pechos como los suyos lo tomaba mucho; se creía muy discreto, cuando en los ambientes de cotilleo se conocía su calendario de crápula al dedillo. Un jovencito principiante como Archer obtenía en dos sesiones material suficiente para montar en su contra un caso de hierro. Y cuando los hados le favorecían poniendo el trabajo en manos de la única persona con la sensibilidad necesaria para actuar desinteresadamente a su favor, él se empeñaba en esquivarle y para más inri le echaba encima a sus matonas de color.
No me quedaba más opción que actuar rápido al día siguiente, antes de que expirara el plazo dado por Mistress Connaliy.
Apagué la luz sin mirar ni una sola vez la foto de Teo que tenía sobre la mesilla de noche. Estaba enfadadísimo con él.
Alcancé el aparcamiento de "The Dancers" cuando comenzaba a oscurecer la tarde del viernes fiando plenamente en la historia de Witicky, que resultó cierta puesto que el "Rolls Royce Silver Wraith" aparecía inconfundible entre los demás automóviles estacionados. Después de comprobar que Jessica no se hallaba a la vista dejé el Sedán al lado de aquél, como un enano contrahecho junto a un bello gigante.
En aquella ocasión hacía un frío de chuparse los dedos, si chuparse esa cosa no estuviera tan feo, y caían blancos copos de nieve. El propietario del "Rolls" debía estar en el restaurante madurando a Miranda Dos Santos, la telefonista brasileña, para escarnio de la chófer. Me fui hacia el portero haciendo crujir la nieve bajo las suelas de los zapatos que me había comprado por la mañana.
—Cinco pavos —le enseñé el billete— si me cuenta lo que hace Míster Connally en este momento.
Miró de forma impertinente desde el sombrero beige a los zapatos del mismo color, pero uno ya está acostumbrado a esa clase de miradas. Tomó el papiro y lo hizo desaparecer con habilidad de prestidigitador.
—Está meando —declaró.
Por fin la Fortuna, vieja aliada de los Flower, volvía a acordarse de mí.
Penetré en el retrete de caballeros del local. Está montado estilo pompeyano, con lujo sobrio y elegante. No había otros ocupantes que T. W., III y yo. Por un instante me recreé contemplando la esbelta figura, de cara a la pared, frente a la taza. Nadie llevaba el esmoquin con más garbo que Teo. A nadie había visto mear con más elegancia. Terminó su quehacer, se abotonó con mimo exquisito y se dio la vuelta. Entonces me vio. Su oscura mirada denotó temor.
—¡Flower! ¿Qué es lo que pretende?
No me sorprendió demasiado que conociera mi nombre.
—Hemos de hablar: cuestión de vida o muerte.
—¿Aquí? ¿Qué pretende, loco? ¿Mi perdición? —Añadió apresuradamente—: Dentro de dos horas en el invernadero del 312 de Barbacoa Avenue, en Montecito. Allí tengo una casa que nadie conoce.
—Me gustaría que fuera antes...
—Necesito ese tiempo para terminar de cenar, acabar con Miss Dos Santos, mandar a casa a Jessica y llegar allá. Por lo que más quiera, Flower: sea discreto.
Dicho esto salió como alma que llevara el diablo.
Ocupé la taza que Teo había dejado libre. Traté de hacer pis, sin conseguirlo. Me embargaba la emoción. ¡Teníamos una cita!
Conduje hacia Sunset Boulevard y torcí a la derecha. Maté el rato tomando un sandwich por el camino y con tiempo sobrado alcancé Montecito, enfilando por los álamos de Barbacoa Avenue. Dejé el Sedán a una distancia respetable y caminé despacio, arrebujado en el abrigo, hasta una hermosa construcción de una sola planta.
La vivienda estaba a oscuras. La cancela no se encontraba cerrada con llave. La franqueé y rodeé la casa por un sendero de losas francesas hasta dar con el invernadero. La puerta tampoco tenía echado el seguro. La abrí, pasé al vestíbulo, empujé otra puerta interior y la traspuse. Hacía un calor tropical, en contraste con el frío exterior. El aire era espeso, húmedo, cargado de vapor e impregnado del perfume empalagoso de las orquídeas africanas y el perejil en flor. Las paredes y el techo se veían saturados de vapor y grandes gotas de agua salpicaban el perejil. Las plantas lo llenaban todo con grandes hojas carnosas y tallos como penes de cadáveres recién lavados.
Prendí la luz. Encontré una mesita de mimbre portugués rodeada por media docena de sillones del mismo material. Me dejé caer en uno de ellos y prendí uno de mis cigarrillos. Cuando lo llevaba poco más que mediado compareció Teóphilus Warren III, con abrigo oscuro de cuello de terciopelo sobre el esmoquin. Corrió a mi encuentro y me abrazó de modo frenético.
—No haga eso, Míster Connally —avisé—, o no respondo de mí.
Me miró con sus ojazos negros.
—¿Es que no lo has adivinado? —dijo con un suspiro—. Soy "gay".
—No.
Yo
soy Gay. Usted es Teo.
—Soy Teo. Pero también soy "gay".
—Teo. ¡Teo!
—¡Gay! ¡Gay!
Una tempestad me rugía en la cabeza. Otra tempestad, en el pecho. Las piernas se me aflojaron y caí en el sillón. Dos almas gemelas. Los mismos gustos. Las mismas aficiones. Mas ¿y sus orgías lujuriosas con las empleadas? No podía dar crédito a sus palabras. Me tomaba el pelo. Jugaba conmigo.
Habló entrecortadamente.
—Me estabas poniendo frenético, oye. Tú, paseando por la acera del
building
el martes, oye, con una ropita divina, y yo mirándote desde el despacho con unos prismáticos. Y luego, montando en un Sedán turquesa demencial, monísimo. Después, tu Sedán pegadito al culo de mi Rolls, oye. Después, tus pasos sonando en el pasillo del "Luxor" cuando me tocaba estar encerrado en una sucia habitación con Jessie, oye. Y luego, viniendo al
building.
Y después, acudiendo al rancho. Y al final se te ocurre abordarme en el retrete.
—Debía hablarte. Soy investigador privado, contratado por Tatiana.
—¡Zorra!
—¿Es por mí?
—Es por ella.
—Vaya, menos mal... —me alegré—. Debía avisarte que busca el divorcio, pero no temas: no haré nada que te perjudique.
—Lo sé, lo sé...
El calor era insoportable. Me quité el abrigo. Teo me imitó.
—Pues no comprendo nada —dije—. Si eres "gay", ¿cómo te tiras una tía distinta cada día?
—¡Huy, qué detective tan tonto! —rió poniéndome la mano en la rodilla—. ¿No te has dado cuenta? Teatrito puro
coraçao
.
—Anda, sé bueno y explícame el lío.
—Mira, oye. Mi viejo siempre fue un calentón de mil pares de bigotes. El día en que Tatiana entró a trabajar como ayudante de las auxiliares de limpieza, le correspondió fregar los suelos del despacho del presidente, como prueba de aptitud, estando él dentro. Cuando papá la vio a cuatro patas, con las tetas escapándose del escote, el culo yendo adelante y atrás mientras pasaba el trapo por el mármol, y las faldas descubriendo el muslamen, el viejo se le subió a la grupa sollozando que le daría lo que quisiera con tal de que no le obligara a apearse.
—¡Qué basto!
—Los hay groseros, sí. El caso es que antes de diez minutos le entregó los mejores cargos de la compañía y telefoneó comprándole tres visones, dos automóviles, un yate, una casa de veinte habitaciones en La Jolla y diez kilos de brillantes, esmeraldas y otras piedras variadas. Y todo sin bajarse de la montura, oye.
—Vaya carrera —comenté, jugueteando con los dedos de Teo.
—Figúrate. Como secretaria del viejo Tatiana lo hacía todo. Y cuando digo
todo
ya puedes adivinar a qué me refiero, conocidos sus comienzos, oye. Papá, encantado con sus habilidades, maquinó dejarle el imperio, y para que la cosa resultara más discreta nos obligó a casarnos. El pedazo de cabrón estableció sus condiciones en el testamento: si Tatiana y yo nos separábamos por cuestión de faldas habría de pasarle una suculenta pensión; pero si era por cosa de pantalones, entraría en juego una serie de cláusulas que dejaría toda la C. O. C., en su poder y a mí en la miseria.
—Así que el muy cerdo sabía del pie que cojeabas...
—Natural, oye, que para eso era mi papá. Supo arreglárselas para montarla, primero en un sentido y luego en el otro. Todo ello sin dar un escándalo.
Como seguía sudando me quité la chaqueta, plegándola cuidadosamente. Teo me imitó.
—¿Cómo fue entonces vuestra vida?
—Ni nos veíamos Tatiana y yo. El viejo, en vez de disfrutar de la secretaria, se lo pasaba fenómeno con su nuera. A mí me venía de perlas, oye, para hacer mi vida y no tener que meterme en la cama con una bestia. Lo malo fue cuando papá cascó.
—¿Por el atracón de pipas?
—Eso dijimos a los periódicos. En realidad se desnucó al intentar el salto del tigre desde los archivos del despacho. Tatiana explicó a la policía que calculó mal, pero para mí que se apartó cuando papá iba por el aire; porque tenía ambiciones de dinero sin tanto viejo encima.
Notaba húmedas las axilas. Los rodetes bajo los brazos me enferman. Aflojé el nudo de la corbata. Al notar mi incomodidad, Teo propuso, gentil:
—Mejor será que nos quitemos las camisas, Gay, que esto parece la selva, oye.
Nos quedamos con los torsos desnudos. Le pedí que me explicara lo de las empleadas buenísimas y la ficción de que se las pulía por turno riguroso.
—Fue una astucia que me inventé. Para no sufrir tentaciones que fueran un arma para Tatiana, despedí a los hombres y llené el
building
de niñas, que además de darme fama de ligón me eximirían de tener que cohabitar con la ninfómana de mi mujer. Se me ocurrió montar el show pornográfico de la aventurita diaria y así no me acerco a ella, con la excusa de que estoy fatigado. Les pago unos extras por acompañarme a hoteles, al rancho o dejarme ir a su apartamento, y ponemos un disco que suene a orgía para engañar a cualquiera que pueda fisgar, mientras nos dedicamos tranquilamente a leer el periódico.