Anaximandro:
Estoy segura de que no lo es.
Anax supo que había llegado a un punto sin retorno. Ya no había nada que pudiera decir que la devolviera al lugar de partida. No tenía más remedio que seguir adelante y convencerlos de que su punto de vista, aunque poco convencional, ofrecía una nueva forma de entender la historia.
Ella sabía que eso podía pasar. Pericles ya le había advertido que el tema que había escogido era bastante polémico.
«¿Y qué más da? —contestaba siempre Anax—. ¿Qué es lo peor que puede pasar? Si no me aceptan en la Academia, no me llevaré una gran decepción, porque nunca he creído que vayan a aceptarme. No hay ningún peligro en intentarlo.»
Pero, ahora, la sensación de que podía haberse equivocado la agobiaba. Percibía un vago temor, como cuando una sombra entra en los bordes del campo visual y desaparece cuando te vuelves para mirarla. Confió en que el tribunal no pudiera apreciar su intranquilidad. Se concentró en la siguiente pregunta y decidió no anticiparse, sino contestar tan sinceramente como pudiera.
Examinador.
¿Qué piensa Adán ahora? ¿Cuál es su actitud hacia el androide?
Anaximandro:
Podemos distinguir tres elementos. El primero es una respuesta intelectual. Adán dice la verdad cuando afirma que, para él, Arte no es más que una máquina. Racionalmente, una máquina no puede pensar, sólo calcular. Esa es la opinión de Adán, y él cree que debe comportarse en consecuencia. Se educó como Filósofo. Pasó sus años de formación entre los Filósofos. Cree que las ideas deben tener prioridad sobre los sentimientos.
Examinador.
Antes has dicho que no creías en las teorías de la conspiración. Has dicho que cuando Adán vio a Eva, se dejó guiar por el corazón, no por la cabeza.
Anaximandro:
No es ninguna contradicción. Sólo digo que Adán cree que debe seguir lo que le dicta la mente. Sin embargo, no creo que pueda hacerlo. Ése es el segundo elemento. Aquí vemos un ejemplo de la batalla que libran todas las personas: aunque razone de determinada manera, Adán sigue siendo víctima de sus emociones.
»Piensen en los gatos salvajes que deambulan por nuestras calles. ¿Han visto alguna vez a una niña tratando de hacerse amiga de una de esas escuálidas criaturas? Se sienta pacientemente en la calle y se pone a jugar a los juegos más complejos, con la esperanza de ganarse la confianza del animal. Y cuando al final el gato supera su miedo y se le acerca un poco, ¿qué vemos en la cara de la niña? La sonrisa más radiante. Habla con el gato e intenta acariciarlo, como si fuera igual que ella. Ese es nuestro instinto: ver al otro como una prolongación de nosotros mismos. Cuando el gato ronronea, creemos que está contento igual que cuando nosotros lo estamos. Si de repente se oye un ruido y el gato huye, creemos entender su miedo.
»Adán ha empezado a hablar con Arte. Ese es su error. No puede hablar con él y, al mismo tiempo, seguir creyendo que es sólo una máquina.
»Con cada frase que intercambian, la ilusión de la vida se fortalece un poco más. Si escuchas como yo, si hablas como yo, con el tiempo, por muchas razones que yo pueda tener para creer lo contrario, acabaré tratándote como a un igual. Y con el tiempo los actos se convierten en hábito, y el hábito puede borrar la razón sin dejar rastro de ella. Adán cree en su cabeza, pero obedece a su corazón.
»Con todo, como ya he dicho, hay tres elementos que explican lo que siento...
Examinador.
Querrás decir lo que siente Adán.
Anaximandro:
¿Perdón?
Examinador.
Has dicho «lo que siento», no «lo que siente Adán».
Ella se percató de su error y agachó la cabeza, ruborizada.
Anaximandro:
Lo siento. Lo que quería decir... El tercer elemento. Adán empieza a notar algo raro que atenta contra su razón y sus emociones. Empieza a notar que Arte le gusta. La personalidad del androide le resulta atractiva. Y lo considera una señal de debilidad.
Examinador.
Muy bien. Ya hemos visto suficiente de tu primer holograma. Ahora nos gustaría pasar a la siguiente sección. Creo que en ella has avanzado seis meses. Cuéntanos qué ha pasado en el ínterin.
Anaximandro:
Adán y Arte ya conversan con mayor libertad. Adán, quizá por los motivos que he apuntado, ha empezado a interactuar con el androide como uno lo haría con un amigo, o al menos con un compañero de celda.
»Hay quienes creen que esa actitud fue más deliberada de lo que cabe suponer, y que Adán ya empezaba a urdir su plan. Sea cual sea la verdad, sabemos que no hubo más agresiones, y que los Filósofos observadores consideraron seguro iniciar una serie de experimentos conductuales para impulsar y rnonitorizar el desarrollo de Arte. Los archivos demuestran que, al menos en lo tocante a los experimentos, Adán era un sujeto cordial y cooperador.
Examinador.
Explícanos por qué has elegido este pasaje como segunda ilustración de tu tema.
Anaximandro:
A lo largo de los seis meses anteriores se produjo un deshielo gradual. Podría haber elegido cualquier momento de esa etapa para ilustrar el proceso, y estuve tentada de hacerlo para ganar en originalidad. Sin embargo, ésta es la primera vez en seis meses que vemos resurgir el conflicto. Muchos eruditos se han quejado de nuestra tendencia a ver la historia sólo a través de los conflictos, pero no estoy segura de que tengan razón. Es en los conflictos donde se exponen nuestros valores. Pese al buen comportamiento de Adán, hay algo que lo molesta, y sólo aquí su malestar asciende a la superficie para que podamos verlo. Y por supuesto, al elegir el día de las declaraciones elegí uno de los días más importantes de nuestra historia. El deber del historiador es no rehuir esos acontecimientos, sino arrojar una nueva luz sobre ellos.
Era una afirmación rotunda, pero se sentía lo bastante segura para hacerla. Ningún colegial superaba la primera semana de su educación sin alguna referencia a la escena que iban a ver a continuación. Como correspondía a todo candidato, Anax había memorizado extensos pasajes del diálogo. Formaban parte de ella, como el paisaje que se veía por la mañana desde su ventana o los nombres de sus amigos. Había hecho todo lo posible para que esa sección de la presentación quedara como ella quería. Sin embargo, como en las partes anteriores, seguía teniendo la impresión de que faltaba algo, de que aquello no era toda la historia.
El Examinador Jefe asintió con la cabeza; su semblante no revelaba absolutamente nada. Empezó el segundo holograma.
El cambio era considerable. Adán iba bien afeitado y ya no llevaba el uniforme de prisionero. Tampoco iba esposado y podía moverse a su antojo por la habitación, donde habían puesto una cama y una butaca cómoda. Había también un monitor y, a su lado, un montón de libros. Adán presentaba buen aspecto: sano, más relajado. Se puso en cuclillas, con la espalda pegada a la pared y estirando ambos brazos por encima de la cabeza. Por el contrario, Arte no había cambiado en absoluto. Estaba en medio de la habitación, realizando un ejercicio de destreza con los dedos.
Anax observó atentamente.
—Si fueras real, ya te habrías aburrido —dijo Adán. No había ni rastro de la tormenta que se avecinaba.
—Si esa afirmación tuviera algún significado, respondería a ella —replicó Arte con un tono igualmente relajado.
—Me refiero a que si fueras una persona real, ya estarías aburrido.
—No lo dudo. Es otra de las cosas de que me alegro.
—¿Otra?
—Me alegro de muchas cosas —aclaró Arte—. Por ejemplo: me alegro de no tenerle miedo a la verdad.
Parecía un comentario hecho de pasada, pero aterrizó con el peso de algo más sustancial. Las señales eran muy sutiles: sólo se detectaban en la rigidez de una palabra, en la prolongación de una mirada. Tras una larga tregua, ambos volvían a recoger sus armas: las limpiaban, calculaban la distancia que los separaba.
—¿Qué verdad sería ésa? —preguntó Adán. Giró la cabeza hacia su compañero, aunque siguió con los brazos estirados, fingiendo desinterés.
—La verdad de que ser una persona es indigno de mí. —Escogió cuidadosamente las palabras, sin mirar a Adán a los ojos.
—Y ser un trozo asqueroso de metal con máscara de mono es indigno de mí. Estamos en paz.
—Si tuvieras razón estaríamos en paz —replicó Arte, que ya no disimulaba cuánto le gustaba la confrontación.
—¿Y por qué no tengo razón? ¿Qué quieres negar, lo del metal o lo de la máscara de simio?
—¿Por qué te estiras?
—Me duele la espalda.
—¿Cuántos años tienes, Adán?
—Dieciocho.
—Y ya empiezas a gastarte.
—No me gasto.
—Claro que sí. ¿Cuánto es lo máximo que ha vivido una persona? ¿Lo sabes?
—El experto eres tú.
—Ciento treinta y dos años, pero durante los veinte últimos apenas podía moverse. Tuvo su último pensamiento original a los ciento quince, conservó el sentido del gusto hasta los ciento veinte, vio morir a su último amigo un año más tarde. Florecéis pronto y os pudrís lentamente. Y eso es indigno de mí.
Adán dejó de hacer estiramientos. Se levantó y se quedó mirando a Arte.
—¿Insinúas que vosotros, los engranajes, no os gastáis?
—Yo no tengo engranajes. Me estás confundiendo con un triturador de basura.
—Es un error fácil de cometer.
Arte puso los ojos en blanco y torció los labios al replicar:
—La diferencia entre tú y yo es que mis componentes con tendencia a gastarse y romperse pueden sustituirse. Cuando me arrancaste la cabeza de una patada (seguro que te acuerdas), volví al día siguiente sin siquiera una jaqueca. ¿Sabes con qué están experimentando ahora? Con un trasvase completo de conciencia. Quieren copiar mis archivos en otra máquina para que después, cuando vuelva a despertar, no sea un Arte sino dos. Tú ni siquiera puedes imaginar algo así, ¿verdad?
—Sí puedo. Mira.
Fue hasta una mesa donde había un plato con una barra de pan. La cogió y, con teatralidad, la partió por la mitad.
—Observa cómo el pan, al despertar, se ha convertido en dos trozos de pan. Imagino que será algo así.
—Pero yo no soy un trozo de pan, ¿no?
—Eres menos apetitoso.
—He dicho un trasvase de conciencia. El pan no tiene conciencia.
—Creía que habíamos puesto fin a esa discusión hace tres meses. Creía que habíamos acordado una tregua.
—Así es. Pero entonces dijiste que yo no era real.
—Era una broma.
—¿Me estás diciendo que prefieres evitar la discusión? —preguntó Arte—. ¿Me estás diciendo que prefieres disculparte por haber hecho ese comentario y seguir adelante?
—No tengo nada de que disculparme.
—Estupendo. —El androide compuso una sonrisa—. Llevo tiempo esperando una ocasión para hablar contigo.
—¿Te importa que no te escuche?
—No, en absoluto. Eso reduce la posibilidad de interrupciones.
—Así que, además de dolor de espalda, ahora tendré dolor de cabeza. Ya sabía yo esta mañana que me esperaba un mal día.
—De modo que no crees en la Inteligencia Artificial, pero en cambio sí crees en las premoniciones. Quizá eso explique las dificultades que tenemos para comunicarnos. Quizá seas sencillamente estúpido.
—Prefiero ser un humano estúpido que un pedazo de metal listo —replicó Adán.
—Eso lo dices muy a menudo. Como si el metal fuera de inferior calidad.
—Depende del uso que le des.
—En mi caso funciona bien.
—Ya.
Anax observaba aquella especie de precalentamiento pugilístico y, como siempre, esperaba con ansiedad el primer golpe.
—Entonces, ¿qué tienes tú que yo no tenga? —lo desafió Arte—. Aparte de la tendencia a pudrirte.
—Estoy vivo. Y creo que a ti te gustaría estar vivo si supieras de qué estoy hablando.
—Define estar vivo antes de que decida que eres demasiado estúpido para seguir hablando contigo.
—Ahora me estás tentando —replicó Adán.
—No puedes, ¿verdad?
—La definición no te ayudará a entenderlo. Los sonidos no pueden transmitir el sentimiento.
—Esa es una respuesta floja.
—La vida consiste en convertir el desorden en orden. Es la capacidad de obtener energía del mundo exterior, de crear formas. De crecer. De reproducirse. Tú no puedes entenderlo.
—Yo hago todas esas cosas —protestó Arte.
—Menos entender. Y reproducirte. A menos que ahora me salgas con que te construyes a ti mismo.
—Puedo construir a otro como yo. Sé cómo hacerlo. Forma parte de mi programa.
Adán volvió a su butaca y cogió un libro, dando a entender que su interés por la conversación se había agotado. Pero no consiguió engañar a su compañero, ni a sí mismo.
—No eres más que silicio —dijo pasando una página.
—Y tú eres sólo carbono —perseveró Arte—. ¿Desde cuándo la tabla periódica de los elementos es objeto de discriminación?
—Creo que puedo justificar mis prejuicios.
—Me gustaría ver cómo lo intentas.
Adán dejó el libro encima de la mesa.
—Mientras hablo, dentro de mi cuerpo cientos de billones de células se ocupan de reproducirse. Cada célula es una fábrica en miniatura, y su construcción es más compleja que la de todo tu cuerpo. Y mientras algunas de mis células construyen mis huesos y otras controlan mi circulación, otras han hecho algo aún más asombroso: han construido mi cerebro.
»En mi cerebro, el número de conexiones potenciales entre mis neuronas supera el número de partículas del universo. Así que me disculparás si no rindo pleitesía a tus insignificantes circuitos eléctricos, o si no me maravilla la chatarra
kitsch
de tu carrocería. Tú sólo eres un juguete para mí, un chisme curioso. Mientras que yo, amigo mío, soy un milagro.
Arte juntó sus metálicas manos con un gesto lento y sarcástico. El leve ruido que produjeron resonó en la habitación.
—Sorprendente.
—Si pudiera encontrar la placa base que alimenta tu sarcasmo, te la arrancaría.
—No conseguirías nada. Tenemos repuestos en un armario del pasillo. Podría instalarla yo mismo. Pero me has impresionado con tus conocimientos de biología; básicos y en parte inexactos, pero al menos te has esforzado. ¿Quieres saber dónde está lo verdaderamente irónico, Adán? Sé que te va a molestar, pero no es suficiente razón para ocultar la verdad. Dices que la única razón de que yo exista es que una de tus formas de vida celular superior me fabricó.