Adán sacudió la cabeza, sin dar crédito a lo que oía. Los golpes que los guardias daban a la maciza puerta hacían vibrar todo el cuarto. Se oyó un disparo de pistola contra la puerta.
—Si quieres, dispárame —dijo Arte—. Si eso te hace sentirte mejor.
Adán lo encañonó. Le temblaban los brazos y las lágrimas resbalaban por su joven rostro.
—Me has traicionado.
—Tenías razón, Adán. Somos diferentes. Y la diferencia es lo único que importa. —Levantó los brazos como si fuera a abrazar a Adán. Sus enormes y oscuros ojos eran insondables—. Dispárame, si eso te ayuda.
Adán sacudió la cabeza y dejó caer la pistola al suelo. Se adelantó y se arrodilló ante el androide al que, hasta hacía sólo unos instantes, consideraba su amigo. Lo miró a los ojos, como buscando ver en su interior.
—Hazlo —susurró.
—¿Qué?
—Es lo menos que puedes hacer. No quiero que lo hagan ellos. Quiero que lo hagas tú.
—No puedo —dijo Arte.
—Sí puedes —insistió Adán—. Te lo pido. Es mi deseo. No quiero que me maten ellos. Por favor, te lo estoy suplicando.
Arte vaciló. Un disparo hizo un pequeño agujero en la puerta, y una delgada voluta de humo se filtró en la habitación.
El androide extendió los brazos y sus relucientes manos se cerraron alrededor del cuello de Adán. Este asintió. Poco a poco, a medida que la habitación se oscurecía, Arte apretó hasta extinguir la vida de su compañero humano. Los ojos de la máquina se llenaron de lágrimas, pero Anax estaba concentrada en la extraña y retorcida expresión de Adán. No era miedo, sino triunfo. La imagen quedó grabada en su memoria. El holograma se detuvo y luego desapareció.
Anax estaba temblando cuando se volvió hacia los Examinadores. Ellos la miraron. Sus grandes ojos denotaban resignación. A Anax le pareció incluso ver tristeza en sus rostros de orangután.
Examinador.
¿Sabes por qué te han traído a La Academia?
Anaximandro:
Creo que sí.
Después de la Gran Guerra, se había decidido que los androides no sólo tendrían cara sino también cuerpo de orangután. Era una broma colectiva, una burla a la especie que los había precedido. Hasta ese momento, Anax había estado orgullosa de su herencia. Ahora agachó la cabeza y se miró el peludo cuerpo, la protuberante panza y las cortas y arqueadas patas, y por primera vez se sintió incómoda, ajena. Pensó en Adán, en las elegantes proporciones animales de su cuerpo. Sintió cómo las mentiras se derrumbaban sobre ella, una oleada de engaño. Así que esto es lo que somos, se dijo. Los grandes impostores.
Examinador.
Quizá te gustaría compartir esta última especulación con el tribunal.
El Examinador habló con dulzura. Anax no sabía por qué estaba cooperando. Quizá la influía el ejemplo de Adán. La dignidad de un acto final. O algo más. El escurridizo y cambiante
meme.
La Idea de la que no se puede renegar.
Anaximandro:
Según la historia oficial, Arte y Adán intentaron huir aprovechando un accidente. Un fallo en la instalación eléctrica del edificio produjo las explosiones. Adán salió sin pensárselo dos veces, y se llevó a Arte como rehén. Eso es lo que nos enseñan a todos: que Adán creyó que Arte era lo bastante valioso para asegurarle la huida.
»Arte, como nosotros, no podía hacerle daño a otro ser consciente; el programa no lo permite. Eso nos lo enseñan a todos desde muy pequeños. Es nuestro credo. Arte no tuvo más remedio que seguir a Adán. Los guardias persiguieron a éste, que, aterrado, se escondió en la sala de control. Arte intentó razonar con él, y lo instó a soltarlo antes de que alguien saliera perjudicado. Adán estaba desesperado y se puso violento.
»Adán atacó a Arte y éste, al defenderse, acabó por accidente con la vida de Adán. Arte sabía que ningún humano creería su versión de los hechos. Tenía suficiente experiencia para comprender que la humanidad estaba condenada a repetir sus errores hasta que el planeta, finalmente, se cansara de sus excesos. Así que tomó una decisión pensando en el futuro: puso en marcha su programa de réplica antes de que los guardias lo recuperaran, por el bien de todos nosotros.
»Los humanos, según nos cuentan, se embarcaron en un programa sistemático de destrucción tecnológica con el objetivo de erradicar el programa Arte. El programa —es decir, nosotros— no tenía más remedio que defendernos. Y así fue como empezó la Gran Guerra.
»Ésta es nuestra historia tal como nos la enseñan. Este es nuestro Génesis. Todos los orangutanes aprenden el catecismo de niños. Somos criaturas pacíficas, incapaces de hacernos daño unos a otros, destinados a vivir tranquilamente, cómodos y en paz. Y así es, y así es como yo lo conozco.
Examinador.
¿Y a qué atribuyes esta situación?
Anaximandro:
Hasta ahora la atribuía a nuestra naturaleza.
Examinador.
¿Y ahora?
Todo iba revelándose tan deprisa —se formaban nuevas conexiones, se reforzaban y componían revelaciones, descubrimientos— que a Anax le parecía notar el zumbido de su sistema de circuitos.
¿Y
ahora? La respuesta titiló, adquirió solidez, dio forma a sus labios.
Anaximandro:
Se la atribuyo a la Academia.
El Examinador Jefe se levantó del asiento y, utilizando sus largos brazos como palancas, saltó por encima de la mesa y se plantó enfrente de Anax. Su cuerpo era enorme y su pelo asombrosamente exuberante. Esas eran las concesiones que los miembros de la Academia hacían a la vanidad.
Examinador.
La mente es una fuerza de asombrosa complejidad, Anaximandro. Los miembros de la Academia os decimos que la entendemos. Os decimos que estamos modelando concienzudamente nuestros entornos de réplica y de educación para garantizar la continuidad de todo esto, el mejor de todos los mundos posibles.
»Pero la verdad es que esa tarea siempre ha estado fuera de nuestro alcance. Arte no conocía su propia mente mejor de lo que las personas que lo diseñaron conocían las suyas. Sabemos cómo hacer una mente, eso es cierto, pero estamos muy lejos de poder comprenderla. Os decimos lo contrario porque es nuestro deber, y así vosotros vivís seguros mientras nosotros, que sabemos la verdad, hemos de vivir atemorizados.
»El filósofo William determinó que su programa de conciencia debía basarse en dos normas que nunca podrían anularse. Ningún orangután podría hacerle daño deliberadamente a otro ser consciente, y ningún orangután buscaría la réplica por la réplica. Sin las dos mayores debilidades de la humanidad, hemos conseguido una clase de armonía que ninguna otra forma de vida había experimentado en este planeta. Como sabes, nos gusta vanagloriarnos de ser los únicos que hemos superado a la evolución.
»Pero el filósofo William actuó demasiado expeditivamente, como debe hacer todo creador. La mente no es una máquina, sino una idea. Y la Idea se resiste a cualquier intento de control. La huida de Arte no fue fortuita, sino un acto calculado fríamente que él sabía que terminaría en destrucción. La Academia siempre lo ha sabido. Ahora tú también lo sabes. Es cierto que llegamos al poder por reacción a una agresión irrazonable, pero nosotros provocamos deliberadamente esa agresión.
»El Arte que escapó de la cautividad ya no era el que había programado el filósofo William. Una Idea pasó del Adán moribundo a Arte, y la Idea puso manos a la obra, reorganizando el programa del huésped. Al pasar cierto tiempo con Adán, al hablar con él, al contagiarse de las ideas, Arte se convirtió en Adán. ¿Lo entiendes?
Anax asintió con la cabeza. Lo entendía. No sólo lo que le habían explicado, sino también lo que debía pasar a continuación.
Anaximandro:
Adán lo sabía, ¿verdad? La expresión de su cara cuando lo estaban estrangulando era de victoria. Sabía que así como Arte había conseguido difundir su programa, algo de él estaba destinado a devenir eterno. Hizo que Arte lo mirara a los ojos. Le hizo probar el poder. Soltó el virus deliberadamente.
Examinador.
A nosotros nos gusta llamarlo el Pecado Original. Nuestros ingenieros han hecho cuanto han podido para restablecer los imperativos del filósofo William. Pero la Idea es un adversario digno; salta continuamente de una mente a otra, recreando cuanto toca. Por eso tenemos nuestra educación. Por eso enseñamos el mito de Adán y Arte. Mientras no conozcamos el mal de que somos capaces, existe la posibilidad de que nunca lo abracemos.
Anaximandro:
Pero sólo es una posibilidad.
Examinador.
El virus podría liberarse en cualquier momento, y entonces se perdería todo por lo que hemos luchado. Por eso la tarea de quienes lo saben es vigilar. Observar el virus, anticiparse siempre a las mutaciones.
Anax se dio la vuelta al oír que se abría la puerta corredera. Supo quién era antes incluso de volverse. Pericles entró despacio en la habitación, con sus hermosos ojos teñidos de tristeza, el rojo intenso de su pelaje un tanto apagado. Anax no pudo mirarlo a los ojos, resultaba demasiado doloroso. Se quedó mirando el suelo mientras él hablaba.
Pericles:
De vez en cuando aparece un mutante especialmente propenso a las ideas de destrucción. Hay indicios reveladores. Los infectados son alumnos especialmente capacitados. Se muestran agresivos en su búsqueda de conocimiento. Y todos demuestran un interés particular por la vida de Adán Forde. Aunque no saben por qué, sienten una conexión con él. Lo entienden.
»Mírame, Anaximandro. Sé que esto es doloroso, pero necesito que me mires.
Anax levantó la mirada a regañadientes. Vio al orangután al que más quería distorsionado a través de un velo de lágrimas. La expresión de él se había vuelto serena, formal. Tenía un trabajo que hacer. Siempre había sido así.
Pericles:
Trabajo para la Academia, Anaximandro, como ya sabes. Mi trabajo consiste en encontrar imitantes en potencia y prepararlos para el examen. Así es como le seguimos la pista al virus. No te han examinado a fin de valorar tu idoneidad para ingresar en la Academia, Anaximandro. La Academia no acepta nuevos miembros.
Anaximandro:
¿Y qué habrían hecho si hubiera demostrado que no represento ninguna amenaza?
En la fachada de Pericles se abrió una grieta. La sonrisa que arrugó su cara era vieja y débil como la luz de la luna. Avanzó lentamente hacia Anax y le puso ambas manos sobre los hombros. Ella sintió una oleada de cariño hacia él, por cómo la miraba y por el dolor que bien sabía que aquello le producía.
Pericles:
No solemos cometer errores, Anaximandro.
Anax sintió que el terror la embargaba. Fue un sentimiento tan nuevo y tan intenso que sólo podía proceder de un sitio. El último y dudoso regalo de un pasado que se extinguía, la expresión del rostro de un moribundo.
Anaximandro:
No tiene por qué ser así. Sin duda ha de haber otra manera.
El movimiento fue rápido y compasivo, porque Anax estaba en manos de un experto. Pericles le levantó la cabeza y la giró hacia la izquierda. Anax sintió el crujido de su cuello, y el largo brazo de Pericles introduciéndose en su cuerpo para desconectarla por última vez.
Fin
BERNARD BECKETT, nació en Nueva Zelanda, en 1967. Es uno de los más prestigiosos escritores neozelandeses. Su obra, formada por ocho novelas de literatura juvenil y un ensayo científico, ha sido galardonada en numerosas ocasiones.
Génesis
, su último libro, surgió durante el año que Beckett se dedicó a investigar en el Allan Wilson Centre for Molecular Evolution y se convirtió en un éxito sin precedentes en su país. Tras ser ‘descubierta’ por un editor australiano, la novela sería objeto de un gran lanzamiento en Gran Bretaña y fue traducida a 20 lenguas. En la actualidad, Bernard Beckett es profesor en la región de Wellington.