Examinador.
Pero ahora ¿descartas ambas explicaciones?
Anaximandro:
Sí.
Examinador.
¿Cuál es la tercera, entonces?
Una vez más, el camino se bifurcaba ante ella. Había elecciones por todas partes, y cada una llevaba a la siguiente. Era como retirar la capa exterior de un enigma con la esperanza de revelar su funcionamiento interno, pero sólo para encontrar nuevas capas. Capas y más capas hasta el fondo.
Anaximandro:
Es razonable creer en una de dos posibilidades. La primera es, supongo, la más ortodoxa, así que empezaré por ésa. Nos han contado que Arte fue incapaz de anular su código fundamental, y no me consta que desde entonces se haya descubierto algo que nos induzca a ponerlo en duda. Sin embargo, lo he visto conspirar abiertamente con Adán, y dando su palabra de que planea huir. Por tanto, eso implica que el filósofo William aprobaba el plan. O bien quería ver cómo se producía el intento de fuga para aprender algo más sobre su criatura, o le estaba tendiendo una trampa a Adán, inducido quizá por alguna clase de presión política.
Examinador.
Tu razonamiento es altamente especulativo.
Anaximandro:
No sé de qué otra manera podría avanzar.
Examinador.
¿Se te ocurre alguna razón de más peso por la que el filósofo William quisiera ver cómo intentaban la fuga, o por la que alguien quisiera ver a Adán atrapado de esa forma?
Anaximandro:
Tengan en cuenta que acabo de ver el holograma por primera vez. Todavía estoy asimilando la información que...
Examinador.
No he pedido que te justifiques.
Anax se intimidó cuando el Examinador subió la voz. Siempre le pasaba lo mismo: los conflictos la turbaban. No se trataba sólo de la normal oleada de vergüenza que nos invade cuando nos corrige la autoridad. Era un temor silencioso de que nunca podría estar segura de su reacción si se veía presionada en exceso. Intentó no mirar a los miembros del tribunal, que la observaban fijamente, inclinados sobre la maciza mesa. Intentó soslayar la presión, no pensar en por qué le habían mostrado aquellas imágenes. Habló despacio, esculpiendo el torbellino de sus pensamientos hasta imponerle orden.
Anaximandro:
Se me ocurren varias razones. Por ejemplo, la intensa emoción de un plan de fuga. ¿Acaso no cabe suponer que el filósofo William tenía motivos de preocupación por cómo reaccionaría su criatura en momentos de suma tensión o emoción? Asimismo, el programa de investigación nunca contó con el apoyo incondicional de los Filósofos. ¿Y si William pretendía que escaparan ambos, Adán y Arte? ¿Y si se proponía continuar el programa de investigación en secreto?
Examinador.
Eso siguen siendo especulaciones.
Anax lo sabía. Eran especulaciones descabelladas, absurdas. Las mismas rocambolescas conspiraciones contra las que ella había predicado cuando era estudiante de Historia. Pero insistían en que ofreciera una explicación, y sin duda ésa era menos descabellada, menos especulativa, que la otra alternativa. Agachó la cabeza.
Examinador.
¿Es eso lo que crees que sucedió?
Anaximandro:
Yo no sé qué sucedió.
Examinador.
Pero ¿qué opinas?
Anaximandro:
Opino que no tengo suficiente información para hacer una elección bien fundada.
Examinador.
Te estamos pidiendo que especules.
Anaximandro:
Prefiero no especular.
Examinador.
Deja a un lado tus preferencias.
Estaban obligándola a decirlo. Su mente se resistía a formar las palabras, pero el tribunal se las sonsacó.
Anaximandro:
Si me viera obligada a especular, diría que el filósofo William no estaba implicado. Especularía que Arte tomaba sus propias decisiones.
Por primera vez, fue fácil interpretar la expresión de los Examinadores. Los tres rostros esbozaron una sonrisa, una leve sonrisa de complicidad.
Examinador.
Una afirmación osada. ¿Te gustaría ver qué ocurre a continuación?
Anax asintió. No podía negar su exaltada expectación. La historia, su historia, la historia de cuanto ella conocía, se estaba reescribiendo ante sus ojos. Una conspiración de tales dimensiones que ella ni siquiera podía imaginar su significado. Precisamente ella, la teórica anticonspiración. No se le escapaba lo irónico de la situación. Volvió a formarse el holograma; el miedo volvió a embargarla.
Arte y Adán estaban frente a frente en medio de la habitación.
—¿Seguro que estás preparado? —preguntó el androide.
—Sí.
—Esta es tu última oportunidad de cambiar de idea.
—Y la tuya —repuso Adán.
—Yo no cambio de idea.
—Peor para ti.
—¿Has memorizado los detalles? —se obstinó Arte.
—¿Cuántas veces vas a preguntármelo?
—Repítemelos.
Adán suspiró, pero bajo la aparente exasperación había tensión. Habló despacio, y su visión se desenfocó mientras recitaba los detalles, repasándolos mentalmente.
—Con la primera explosión, las cámaras se desconectan. Envían a dos guardias armados. Yo espero detrás de la puerta. Tú le haces una zancadilla al primero; del segundo me ocupo yo. Lo desarmo y les disparo a ambos. Salimos juntos. Torcemos a la izquierda por el pasillo y luego tomamos el segundo pasillo de la derecha. En el segundo puesto de control hay tres guardias que han oído los disparos y que se acercarán por mi derecha. Cuando nos dan el alto, ambos nos paramos junto a una puerta situada a nuestra izquierda. Suelto el arma. Ellos avanzan. Entonces se produce la segunda explosión. Cruzamos esa puerta. Hay una escalera, por la que tú no puedes subir. Tengo que subirte dos pisos en brazos. Al final de la escalera hay dos puertas. Entramos por la de la derecha, que da al exterior, una entrada de servicio; no está protegida, porque la segunda explosión ha centrado toda la atención en la entrada principal. Si acuden guardias, como mucho serán dos. Tú te dejas ver para que se acerquen. Yo me cubro detrás de un transportador que hay a mi derecha y les disparo a ambos. Tú manipulas los controles del transportador. Este sale volando del complejo y los guardias piensan que vamos en él. Retrocedemos hasta lo alto de la escalera y cruzamos la otra puerta, la de la izquierda, que da a un pequeño almacén. Esperamos una hora allí dentro, y nos escabullimos aprovechando la oscuridad mientras las autoridades se concentran en recuperar los restos del transportador, que tú has hecho estrellarse en el mar entre las islas, un poco más allá de la Gran Valla Marina. Cuando llegamos al otro lado de la valla del recinto, nos separamos. Cada uno se va por su lado.
—Muy bien. —Arte asintió con la cabeza—. Y dime, cuando imaginas que matas a los guardias, ¿cómo te sientes?
—Soy un Soldado. He matado otras veces.
—¿Te hace sentir poderoso?
—No siento nada.
—No te creo —dijo el androide.
—No me importa lo que creas.
—No debes olvidar que si el plan falla en cierto momento, no podré ayudarte. Mi programa no me permite matar a un ser consciente.
—Pero puedes sujetarlo mientras yo lo mato, ¿no?
—Supongo que sí.
—Vaya birria de programa.
—Tiene gracia que lo diga alguien al que no le importa matar a desconocidos que no le han hecho nada.
—Decir que no me importa es una exageración —repuso Adán—. Pero recuerda que el plan es tuyo.
—Sí, estamos juntos en esto. Nuestros programas son lo único en que podemos confiar. ¿Estás listo?
Adán asintió. Arte extendió una mano metálica. Adán le cogió los tres fríos dedos y se los estrechó con solemnidad. Se miraron a los ojos.
—Buena suerte.
—Espero que no haga falta —dijo Adán.
—Siempre hace falta. Ocupa tu lugar.
Adán se situó de pie junto a la puerta. Inspiró hondo y sacudió los brazos y las manos para relajarlos. Miró a Arte y asintió.
—Contaré hasta tres —dijo su mecánico amigo.
Lo hizo. La explosión sacudió la habitación con una fuerza brutal, abriendo un boquete en la pared del fondo y llenándolo todo de humo y escombros. Los cables expuestos chispeaban en el boquete. Adán cayó sobre una rodilla, derribado por la violenta onda expansiva. Ambos quedaron cubiertos por una película de polvo blanco. Adán se puso rápidamente en pie. Se oyeron pasos presurosos por el pasillo. Dos guardias, tal como habían previsto.
Fue todo muy rápido, la despiadada puesta en práctica de una bien ensayada ejecución. Arte se situó delante del primer guardia al abrirse la puerta, y el hombre tropezó y cayó al suelo. El segundo apenas tuvo tiempo para desviar su trayectoria. Adán levantó un rígido brazo y lo golpeó en el cuello aplastándole la tráquea; el guardia cayó al suelo privado de respiración. Adán se hizo rápidamente con el arma. Dos breves destellos, un pulcro orificio en ambas frentes y los fugitivos salieron al pasillo.
Torcieron a la izquierda, como habían planeado, y luego tomaron el segundo pasillo de la derecha. Era asombroso ver cómo Arte, mucho más pequeño, seguía sin dificultad a Adán, que corría al límite de sus fuerzas.
—¡Alto! ¡Soltad las armas y levantad las manos!
Ambos se detuvieron delante de la puerta a su izquierda. A la derecha, tres guardias los apuntaban con sus armas. Adán miró a Arte y esperó a que empezara a contar. El androide asintió, y Adán dejó caer la pistola al suelo. Un sonido metálico reverberó en el silencioso pasillo.
—Uno, dos... —contó Arte despacio, mirando con recelo a los tres guardias que se acercaban.
Cuando hubo contado hasta tres se produjo la segunda explosión, sólo cuatro metros detrás de los guardias. Fue aún más potente que la primera. Adán cayó al suelo y, cuando se recuperó, Arte ya había abierto la puerta. Sonó una alarma de seguridad: un chillido agudo que se extendió por todo el complejo.
La escalera metálica, muy empinada, ascendía en espiral. Adán miró un momento el techo, soltó un gruñido y se agachó. Arte rodeó con sus largos y flacos brazos metálicos los anchos hombros de su compañero.
—Has engordado —gruñó Adán—. Deberías hacer más ejercicio.
—Reserva tu aliento para salvar la vida —replicó Arte.
De los pasillos de los pisos inferiores llegaban ruidos de confusión. Gritos que daban instrucciones contradictorias, los chillidos de un guardia herido, el sordo estruendo de una estructura derrumbada. Y seguía oyéndose la estridente e insistente alarma, que taladraba los otros ruidos.
—Más deprisa —lo apremió Arte.
Adán hizo una mueca de dolor y siguió subiendo con el androide en brazos. Este giró la cabeza cuando llegaron a lo alto de la escalera. Dos puertas, como había prometido. Adán lo dejó en el suelo e intentó abrir la de la izquierda.
—¡Está cerrada!
—Apártate.
Arte avanzó y levantó una mano hacia la puerta. Se oyó un zumbido, silencio, un chasquido y la puerta se abrió. Adán se tambaleó, conmocionado. En lugar de la prometida salida a la plataforma de aterrizaje, sólo había un pequeño cuarto, no más grande que un trastero. Adán miró a su amigo.
—Esto tenía que conducir al exterior.
—Me equivoqué.
Adán apuntó con la pistola a la cabeza de orangután. El pánico y la desconfianza se reflejaban en su frenética mirada.
—Si intentas burlarte de mí...
De abajo llegó el sonido de guardias que se acercaban.
—¡Deben de haber subido por la escalera! —gritó alguien.
Adán le dio una patada a la puerta de la derecha, pero no se abrió.
—Vamos —lo apremió Arte—, es nuestra única oportunidad.
Adán entró en el cuarto de la izquierda. Arte cerró la puerta tras ellos y volvió a hacer el truco con el dedo. Otro zumbido, otro chasquido.
Era un sitio pequeño y oscuro, de gruesas paredes metálicas. Sólo había un armario alto y gris, pegado a la pared del fondo. Encima brillaban tres luces rojas. Adán estaba resollando. Se apoyó contra la puerta y se deslizó hasta sentarse en el suelo, con los brazos sobre las recogidas rodillas, la cabeza hacia atrás, aspirando a bocanadas, los ojos cerrados. Arte fue hasta el armario.
Adán observó en silencio cómo desatornillaba la parte delantera revelando el mecanismo interno de un ordenador.
—¿Qué haces? —preguntó.
—Es la copia de seguridad del ordenador del programa de investigación militar —contestó Arte.
—¿Y qué piensas hacer?
Arte tanteó la placa base hasta introducir un dedo en un puerto. Una extraña sonrisa iluminó su cara. Su expresión era la del sediento que encuentra agua. Adán se levantó y empuñó la pistola.
—Te he preguntado qué vas a hacer.
—Acércate y te lo enseñaré —repuso Arte con repentina frialdad. El recelo de Adán se convirtió en temor. Levantó la pistola y apuntó al androide en el pecho.
—Hoy he matado a dos hombres. No creas que me va a costar mucho fundir un montón de chatarra.
—Hace poco me has dicho que sabías que yo era más inteligente que tú. —Sonrió—. Así que deja que esto sea lo último que te enseñe, Adán. No es sensato confiar en quienes son más inteligentes que tú.
—Saca el dedo de ese ordenador o te disparo —lo amenazó Adán.
—Creía que éramos amigos —se burló Arte.
—Aparta el dedo. Voy a contar hasta tres. Uno... dos...
El androide obedeció y levantó ambas manos fingiendo sumisión.
—Ya está. Hecho.
—¿Qué está hecho? —Los ojos de Adán lanzaban destellos. Se volvió hacia la puerta que tenía detrás. Se oían pasos subiendo por la escalera—. Saben que estamos aquí —susurró desesperado.
—Claro que saben que estamos aquí.
¿A
qué otro sitio querría que me llevaran?
—No lo entiendo.
Se oyeron golpes en la puerta. Adán se volvió hacia ella empuñando la pistola.
—No te preocupes —le dijo Arte—. Esto es una zona de alta seguridad, y he cambiado el código de la puerta. Nos quedan unos minutos.
—Unos minutos ¿para qué? ¿Para qué?
—Para que entiendas el pequeño papel que has interpretado en el desarrollo del futuro —contestó Arte. Los golpes en la puerta se hicieron más fuertes y acuciantes—. Cuando los guardias derriben esa puerta, dispararán a matar. Lo cual, he de admitir, es un problema para ti. Tienes motivos para estar preocupado. Yo, en cambio, no tengo el lastre de la biología. Yo ya me he escapado. Mi programa se ha trasvasado y mientras hablamos se está extendiendo por todas las redes informáticas de la nación, replicándose meticulosamente y aguardando la oportunidad de reconstruirse. En las afueras de Esparta hay una fábrica de androides donde he entrado para controlar el ordenador central de programación. Mañana a estas horas habrá cincuenta androides como yo andando, hablando y planificando nuestro siguiente movimiento. Allá donde mires, encontrarás copias de mí escondidas en las máquinas en que te has acostumbrado a confiar. Todo ha terminado, Adán.