Germinal (28 page)

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Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

BOOK: Germinal
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—Además —añadió cuando la doncella se hubo retirado—, ya sabes en qué estriba mi empeño por recibir a esa gente. El casamiento de tu sobrino debiera interesarse más que las tonterías de tus trabajadores… Y, en fin, Yo deseo ir, y no debes contrariarme.

Él, ligeramente tembloroso, la miró, y su semblante enérgico y severo de hombre acostumbrado a mandar, expresó, durante unos cuantos segundos, el dolor de un corazón desgraciado. Estaba ella con los hombros al aire, en mangas de camisa, ya muy madura, pero incitante todavía. Por un momento debió de sentir el marido brutales deseos de cogerla por la cintura, y hundir la cabeza entre los dos abultados pechos, que ella lucía en aquella habitación templada, olorosa y de un lujo íntimo de mujer sensual, impregnada de un olor a esencias de tocador; pero retrocedió, y se contuvo. Hacía diez años que vivían en habitaciones separadas.

—Bueno —dijo al salir de la habitación—. No lo suspenderemos.

El señor de Hennebeau había nacido en un pueblo. Había tenido que Pasar por los difíciles comienzos de un muchacho pobre, lanzado en medio de la vida de París. Después de haber seguido con grandes trabajos la carrera de ingeniero de minas, había sido destinado, a los veinticuatro años de edad, de ingeniero a una mina llamada Santa Bárbara, en la Grand-Combe. Tres años después ascendió a ingeniero de división, siendo destinado al Pas-de-Calais, a las minas de Marles: allí fue donde se casó con la hija de un ricacho de Arras. Durante quince años el matrimonio vivió en aquella capital de provincia, sin que el menor acontecimiento, ni siquiera el nacimiento de un hijo, alterase la monotonía de su existencia. La señora de Hennebeau, acostumbrada a no tener que pensar en el dinero, empezó a sentir cierto misterioso desdén hacia aquel marido que estaba sujeto a un sueldo regular, ganado con gran trabajo, y que no le proporcionaba ninguna de las satisfacciones de vanidad que acariciara en sus sueños de colegiala. Él, que era un hombre de honradez acrisolada, no servía para especular, ni hacía más que cumplir con su deber militarmente, por decirlo así. De ahí había nacido el desacuerdo entre marido y mujer, agravado por una de esas equivocaciones de la carne que hielan a los temperamentos más ardientes; él adoraba a su mujer; ella era de una sensualidad jamás harta, y vivieron separados, mediando entre ambos cierto malestar y ciertas ofensas, a las que jamás aludían. Ella, desde entonces, tuvo un amante. Él lo ignoró.

Al cabo de algún tiempo, Hennebeau se decidió a dejar Pas-de-Calais y volver a París con un destino en el Ministerio de Obras Públicas, creyendo que su mujer se lo agradecería. Pero París debía determinar la separación completa; aquel París que ella deseaba desde que le compraron la primera muñeca, y en el cual perdió muy pronto el aire de pueblerino, convertida de repente en una mujer elegantísima, y lanzada a todas las locuras de la época. Los diez años que vivió en la capital estuvieron ocupados para ella por una gran pasión, unos amores conocidos públicamente, con un hombre cuyo abandono estuvo a punto de matarla. Aquella vez el marido no había podido permanecer ignorante, y después de una porción de escenas abominables que no son para contadas, se resignó con su desgracia, dominado por la frescura inconsciente de aquella rara mujer, que cogía la felicidad donde la encontraba. Poco tiempo después de aquella ruptura. Y viéndola enferma, Hennebeau aceptó la dirección de las minas de Montsou, con la esperanza de que en aquel retiro conseguiría corregirla.

Los de Hennebeau vivían hacía tres años en Montsou, y habían caído en el aburrimiento irritante de los primeros años de su matrimonio. Al principio ella pareció calmada en medio de tan gran tranquilidad, y se encerraba en su casa como mujer desengañada del mundo; afectaba tener el corazón muerto, y tanta despreocupación que hasta le tenía sin cuidado engordar. Luego, bajo aquella aparente indiferencia, se declaró una fiebre terrible, una necesidad imperiosa de vivir y de gozar, y una exaltación que creyó satisfacer ocupándose en arreglar y amueblar lujosamente la casa-palacio de la Dirección. Decía ella que estaba horrible, y la llenó de tapices, de juguetes, de objetos de arte y de un lujo tan extraordinario, que dio que hablar hasta en Lille. La vida en el desierto empezaba ya a exasperarla, y se aburría mortalmente en presencia de aquellas tristes campiñas, de aquellos caminos siempre sucios, sin un árbol que adornase el pueblo, habitado por la gentuza de las minas, que cada vez le era más antipática. Comenzaron las quejas del destierro; acusaba a su marido de haberla sacrificado al sueldo de cuarenta mil francos que le daban, y que, después de todo, era una miseria que apenas bastaba para vivir. ¿No debía haber imitado a otros compañeros suyos, exigiendo una parte en la Sociedad minera, obteniendo acciones, consiguiendo algo, en una palabra? E insistía con la crueldad propia de la mujer que ha aportado al matrimonio una fortuna. Él, siempre correcto, parapetado tras la mentida frialdad de hombre de Administración, ocultaba el deseo ardientísimo que tenía de poseer a aquella mujer, uno de esos deseos Injuriosos, más grandes cuanto más tardíos, y que crecen con la edad. Jamás la había poseído como amante, y todo su sueño dorado era que se le entregase una vez, una sola vez, como se había entregado a otros. Todas las mañanas soñaba con conquistarla aquella noche; luego, cuando ella le miraba fríamente, cuando comprendía que le era repulsivo, cuidaba de no tocarle ni siquiera la mano. Era un sufrimiento sin curación posible, oculto bajo la severidad de su actitud; el sufrimiento de un temperamento tierno en agonía continua y secreta por no haber encontrado la felicidad en el matrimonio. Al cabo de seis meses, cuando la casa, completamente arreglada, no sirvió de distracción a la señora de Hennebeau, ésta cayó de nuevo en la misma languidez, en el mismo aburrimiento de mujer a quien mata el destierro, y a todas horas decía que no le importaba morir.

Precisamente por entonces llegó a Montsou Pablo Négrel. Su madre, viuda de un capitán de marina, que vivía en Avignon de una manera modestísima, había tenido que imponerse terribles sacrificios para darle carrera. Salió de la Escuela Politécnica con tan mal expediente, que su tío, el señor Hennebeau, le aconsejó dejara la carrera, prometiéndole llevárselo de ingeniero a la Voreux.

Desde entonces se le trató en la casa como a un hijo; allí tuvo cuarto, allí comió, allí vivió, lo que le permitía enviar a su madre la mitad de su sueldo de cuatro mil francos. Para no dar que hablar con tanto favor, el señor de Hennebeau exageraba lo difícil que hubiera sido a su sobrino poner casa en uno de aquellos hotelitos diminutos que la Compañía destinaba al ingeniero de cada mina, y además decía que necesitaba la casa destinada al de la Voreux, porque vivía en ella uno de los ingenieros de la Dirección, y no era cosa de echarle a la calle. La señora de Hennebeau se había adjudicado enseguida el papel de tía del joven, tuteando a su sobrino y procurándole el mayor bienestar posible. Los primeros meses, sobre todo, se las echó de señora mayor, para poder tener cuidados maternales con el joven, a quien daba todo género de buenos consejos a propósito de cualquier tontería. Pero, como a pesar de todo era mujer, resbalaba sin querer al terreno de las confidencias personales. Aquel muchacho joven y guapo, de una inteligencia poco escrupulosa, que tenía acerca de las mujeres teorías de filósofo, le divertía, gracias a la vivacidad de su pesimismo. Naturalmente, una noche se encontró, sin saber cómo, entre sus brazos, y fingió entregarse a él por pura bondad, diciéndole al mismo tiempo que su corazón estaba muerto, que no quería sino ser una buena amiga suya. Y, en efecto: no tenía celos, le gastaba bromas con las muchachas de las minas, a las cuales encontraba insufribles, y casi le regañaba porque no tenía que contarle ninguna de esas aventuras tan propias de los muchachos jóvenes. Luego le apasionó la idea de casarle y soñó con sacrificarse buscándole una novia joven y rica. Y sus amores continuaron como un entretenimiento, en el cual ponía ella todo lo que le quedaba de ternura sensual.

Así transcurrieron dos años. Cierta noche, el señor Hennebeau tuvo una sospecha, porque había creído oír pasos de alguien que anduviera descalzo por las tupidas alfombras del hotel. ¡Pero semejante aventura era absurda para realizada allí mismo, en su casa, y entre aquella madre y aquel hijo! Además, al otro día su mujer le habló de casar a su sobrino con Cecilia Grégoire, y con tan afanoso ardor tomó sobre sí la tarea de arreglar aquella boda, que el marido se indignó ante su monstruosa sospecha de la víspera. En cambio sentía gratitud hacia su sobrino, porque desde la llegada de éste la casa parecía menos triste.

Cuando el señor de Hennebeau salía del tocador de su mujer, se encontró en el vestíbulo a Pablo, que acababa de llegar. Éste parecía estar muy divertido ante aquella idea de la huelga, que constituía para él una verdadera novedad.

—¿Qué hay? —le preguntó su tío.

—Pues nada; que he recorrido todos los barrios, y la gente parece muy tranquila y calmada. Pero creo que van a enviar una comisión para que hable contigo.

En aquel momento, se oyó la voz de la señora de Hennebeau, que hablaba desde el piso principal.

—¿Eres tú, Pablo?… Sube a darme noticias. ¡Qué ganas tiene esa gentuza de hacer tonterías, cuando es tan feliz!

Y el director tuvo que renunciar a saber nada más, puesto que su mujer le arrebataba el mensajero. Volvió a su despacho, y se encontró encima de la mesa otro montón de despachos telegráficos y de partes.

A las once, cuando llegaron los Grégoire, se admiraron de que Hipólito, el ayuda de cámara, que estaba de centinela en la puerta, les hiciera entrar poco menos que a empujones, después de haber mirado recelosamente hacia la calle con aire misterioso. Las persianas del salón estaban corridas y fueron introducidos desde luego en el despacho del señor Hennebeau, que les presentó sus excusas por recibirlos allí; pero el salón daba a la calle, y era inútil adoptar una actitud que pudiera parecer provocativa.

—¡Cómo! ¿No saben ustedes lo que pasa? —añadió, viendo su sorpresa.

El señor Grégoire se encogió de hombros con aire bondadoso, cuando supo que al fin se había declarado la huelga. ¡Bah! No ocurriría nada, Porque los obreros eran buenas gentes. Su esposa abundaba en las mismas esperanzas, fundadas en la secular resignación de los carboneros; mientras Cecilia, que estaba muy alegre aquel día, y casi guapa por su aspecto saludable, se sonreía con agrado al oír hablar de huelga, en lo cual no había para ella más que la idea de visitar los barrios de los obreros dando limosnas y distribuyendo ropa. En aquel momento, la señora de Hennebeau, en traje de seda negra, apareció acompañada de su sobrino.

—¡Caramba, qué fastidio! —exclamó desde la puerta—. ¡No Podían haber esperado esos pícaros!… Porque habrán de saber que Pablo se niega a llevarnos a Santo Tomás.

—Pues nos estaremos aquí —respondió tranquilamente el señor Grégoire—, y tendremos el gusto de pasar el rato en compañía de ustedes.

Pablo se había contentado con saludar a Cecilia y a su madre. Al ver aquella frialdad, su tía le animó con una mirada a que se dirigiese a la joven, y cuando los vio juntos y sonrientes, les dirigió otra mirada de ternura maternal.

Entretanto, el señor Hennebeau acababa de leer los despachos, y redactaba nuevos telegramas. En torno de su mesa hablaban todos: su mujer decía que no se había ella ocupado de arreglar el despacho, que estaba feísimo, con todos aquellos muebles antiguos, de poco gusto y estropeados.

Así se pasaron tres cuartos de hora, y ya iban a dirigirse al comedor y sentarse a la mesa, cuando el ayuda de cámara anunció al señor Deneulin. Éste, con ademán excitado, entró rápidamente y saludó a la señora de Hennebeau.

—¡Hola! ¿Están ustedes aquí? —dijo al ver a la familia Grégoire.

Y sin más saludo ni más cumplimiento, se dirigió al señor Hennebeau:

—¿Conque ya apareció aquello? —dijo—. Lo he sabido por mi ingeniero… Mis obreros han bajado todos, como de costumbre, a trabajar. Pero, como comprenderán, la cosa puede ir en aumento, y no estoy nada tranquilo… He querido saber noticias… Vamos a ver: ¿cómo andan por aquí las cosas?

Había llegado a caballo, y era tal su inquietud, que no podía disimularla.

El señor Hennebeau comenzaba a darle noticias para ponerle al tanto de la situación, cuando Hipólito abrió la puerta del comedor.

—Almuerce usted con nosotros —le dijo entonces el director—. A los postres le contaré lo que pasa.

—Bueno; como usted guste —respondió Deneulin, tan preocupado, que aceptó desde luego, sin cuidarse de formular los cumplidos de costumbre.

Pero, acordándose de su descortesía se volvió a la señora de la casa, y le presentó sus excusas. La señora de Hennebeau estuvo muy amable, y después de hacer que pusieran otro cubierto, colocó a sus convidados en la mesa: la señora de Grégoire y Cecilia, a los lados de su marido; el señor Grégoire y Deneulin, a su derecha y a su izquierda respectivamente, y, por último, Pablo entre la joven y el padre de ésta. Cuando sacaron a la mesa el primer plato, dijo sonriendo:

—Tienen ustedes que dispensarme. Yo quería que hubiéramos tenido ostras… Los lunes suelen llegar de Ostende a Marchiennes, y pensaba mandar a la cocinera en coche… Pero la pobre ha tenido miedo de que la apedreen.

Todos se echaron a reír… La historia era graciosa.

—¡Chist! —dijo el señor Hennebeau, contrariado, mirando a las ventanas, desde las cuales se veía la carretera—. No hay necesidad de que sepa la gente que tenemos convidados hoy.

—Espero, sin embargo, que nos dejarán almorzar en paz —declaró el señor Grégoire—. He aquí un salchichón riquísimo, que de seguro no comerán ellos.

Empezaron todos a reír otra vez, pero menos ruidosamente. Los convidados iban animándose al verse instalados en aquella habitación adornada con tapices flamencos y muebles magníficos de roble tallado. Soberbias piezas de plata lucían detrás de los limpios cristales de los aparadores, y la magnífica lámpara colgada del techo, que caía sobre la mesa, casi apoyándose en el riquísimo centro de cristal cuajado, daba un aspecto señorial al comedor, amueblado en conjunto y en detalle con un gusto exquisito. Aquel día de diciembre era muy frío y nebuloso; pero de las rachas de viento nordeste que combatían la fachada del hotel, ni una sola ráfaga penetraba en la habitación, donde hacía un calor agradable.

—¿No sería conveniente que corriéramos las cortinas? —dijo Négrel, a quien divertía la idea de asustar a los señores Grégoire.

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