Germinal (5 page)

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Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

BOOK: Germinal
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Zacarías y Levaque estaban calentándose tranquilamente. El primero dijo al fin:

—¿Estás esperando a Chaval?… Ha llegado antes que nosotros, y bajó enseguida.

—¡Cómo! ¡Lo sabías y no me has dicho nada!… Vamos, vamos de prisa.

Catalina, que estaba calentándose las manos, siguió al resto de la cuadrilla. Esteban la dejó pasar, y subió detrás de ella. Nuevamente se encontró en un dédalo de escaleras y corredores oscuros, donde los descalzos pies producían un ruido de calzado viejo. Pero de pronto se vio brillar la lampistería, una habitación formada de cristales, llena de estantes, donde se veían alineadas centenares de linternas sistema Davy, reconocidas cuidadosamente, limpias el día anterior, y encendidas como cirios en el fondo de una capilla ardiente. Cada minero iba tomando la suya por una ventanilla; la linterna tenía su número correspondiente, y luego de reconocerlo, la cerraba el mismo interesado, mientras que el marcador, sentado en su mesa, apuntaba en el registro la hora de bajada.

Fue necesario que interviniese Maheu para que dieran linterna al nuevo trabajador. Había, por precaución, otro requisito que cumplir: los obreros iban desfilando todos por delante de un aparato a propósito, a fin de asegurarse de que todas las linternas estaban bien cerradas.

—¡Demonio! ¡No hace calor aquí! —dijo Catalina tiritando.

Esteban se contentó con mover la cabeza. Se hallaba en aquel momento otra vez junto a la boca de la mina, en aquella habitación enorme, barrida por las corrientes de aire. Aun cuando se tenía por valiente, en aquel instante le apretaba la garganta una emoción desagradable, entre el rodar de los vagones, los golpes sordos del martillo de señales, los gritos ahogados de la bocina, y frente al movimiento continuo de aquellos cables que desenvolvían y arrollaban con velocidad vertiginosa las bobinas de la máquina. Y las jaulas subían y bajaban silenciosamente, tragando hombres y más hombres, que desaparecían en la oscuridad del pozo. Había llegado su turno; tenía frío, y guardaba un silencio nervioso, del cual se burlaban Zacarías y Levaque, porque ninguno de los dos, y especialmente el segundo, ofendido de que no le hubieran consultado, aprobaba la admisión de aquel desconocido. Catalina, en cambio, se sentía satisfecha al ver que su padre iba explicando al joven cada una de las cosas que había que hacer.

—Mire: debajo de la jaula hay unos paracaídas, unas especies de ganchos de hierro que se clavan en las guías en caso de rotura. Los ganchos no funcionan muy a menudo, afortunadamente… Sí; el pozo está dividido en tres compartimentos cerrados con tablas de arriba abajo; por el de en medio van las jaulas, y en los de los lados están las escalas de salvamento…

El minero se interrumpió para refunfuñar, aunque procurando no levantar mucho la voz.

—¿Qué demonios estamos haciendo aquí? ¡Maldita sea!… ¿Es justo tenernos aquí muertos de frío?

El capataz Richomme, que iba a bajar también, con la linterna sujeta con un gancho al cuero de su chaqueta de trabajo, le oyó quejarse.

—¡Ten cuidado, que las paredes oyen! —murmuró paternalmente, como buen minero viejo, que no ha dejado de ser compañero de los trabajadores—. De algún modo se ha de hacer la maniobra… Vamos, ya está; embarca a tu gente.

En efecto; la jaula, guarnecida con tiras de lona y con una red de pequeñas mallas, les esperaba. Maheu, Levaque, Zacarías y Catalina, se colocaron en una de las carretillas del fondo; y como debían ir cinco personas, Esteban entró también; pero los sitios mejores estaban cogidos, y tuvo que embutirse al lado de la joven, la cual le clavaba uno de los codos en el vientre. La linterna le estorbaba, y le aconsejaron que la colgara de un ojal de la chaqueta; pero como no lo entendió, tuvo la torpeza de seguir con ella en la mano. El embarque continuaba encima y debajo de ellos, como si la jaula fuese un vagón para conducir ganado.

Pero, ¿por qué no se ponían en movimiento? ¿Qué pasaba? Estaba impaciente desde hacía largo rato.

De pronto se sintió una gran sacudida, y bruscamente todo quedó sumido en tinieblas, mientras que él experimentaba ese vértigo lleno de ansiedad de las caídas, que parecía arrancarle las entrañas.

Esto duró mientras veía alguna claridad; pero cuando la oscuridad fue completa al internarse en el pozo, quedó aturdido y sin la percepción clara de sus sensaciones.

—Ya echamos a andar —dijo tranquilamente Maheu.

Todos estaban como en su casa. Él, en cambio, ignoraba por momentos si subía o bajaba. Creía estar inmóvil, cuando la jaula bajaba derecha, sin tocar a las guías; otras veces se producían bruscas trepidaciones; los maderos crujían de un modo que le hacían temer una catástrofe. Además, no podía distinguir las paredes del pozo, a través de la rejilla de la jaula, a pesar de que pegaba la cara a ella. Las linternas iluminaban apenas el montón de personas que iban con él, únicamente en el departamento contiguo brillaba como una estrella la luz del farol del capataz.

—Éste tiene cuatro metros de diámetro — decía Maheu para instruirle—. Buena falta hacía que arreglaran de nuevo el revestimiento, porque se filtra el agua por todas partes… Mire, ahora llegamos al nivel; ¿lo oye?

Precisamente Esteban se preguntaba en aquel instante qué ruido sería aquel que parecía el de un torrente. Primero habían sonado unas cuantas gotas al caer en el techo de la jaula, como cuando empieza a caer un aguacero; enseguida, la lluvia fue aumentando hasta convertirse en un verdadero diluvio. Sin duda el techo tendría alguna gotera, porque por la espalda del joven caía un chorro de agua que le mojaba hasta la carne. El frío iba haciéndose insoportable, empezaban a entrar en una humedad terrible, cuando de pronto atravesaron rápidamente por una gran claridad, Y Esteban tuvo como la visión de una caverna donde se agitaban una porción de hombres a la luz de sus linternas. Enseguida volvieron a estar entre tinieblas.

Maheu le dijo:

—Es el primer piso. Estamos a trescientos veinte metros… Fíjese en la velocidad.

Y levantando su linterna, dirigió la luz a uno de los maderos de las guías, que corría como un rail debajo de un tren lanzado a toda velocidad, y aparte de eso, no se veía nada. Pasaron otros tres pisos. La lluvia atronadora no cesaba, ni la oscuridad tampoco.

—¡Qué hondo está! —murmuró Esteban.

Aquella bajada le parecía que duraba dos horas. El joven sufría por efecto de la incómoda posición que había tomado, y que no se atrevía a variar, atormentado sobre todo por el codo de Catalina. Ella no hablaba ni una palabra; él la sentía allí junto a sí dándole calor. Cuando al fin la jaula, se detuvo en el fondo, a quinientos cincuenta y cuatro metros de profundidad, quedó admirado al saber que la bajada había durado un minuto justo. El ruido del aparato, al tocar en el suelo, le tranquilizó de pronto, y le puso de buen humor; así es que dijo a Catalina en tono de broma y tuteándola ya:

—Muchacho, ¿qué demonios traes en la piel que calienta tanto?… Traigo el codo tuyo clavado en… La joven se echó a reír. ¡Sería tonto, seguir todavía creyéndola un muchacho! ¿No tenía ojos?

—Donde tienes el codo clavado es en los ojos —contestó ella, entre alegres carcajadas, que el joven, sorprendido, no sabía explicarse.

La jaula iba quedando desocupada; los obreros atravesaban la sala de entrada a las galerías: una habitación tallada en la roca viva, con techo de ladrillos y alumbrada por tres grandes faroles. Por encima de las losas, los cargadores arrastraban violentamente las carretillas llenas de mineral. De las paredes salía un olor a cueva, una frescura agradable, a la cual se mezclaban calientes bocanadas de aire que llegaban de la cuadra. En aquella sala empezaban cuatro galerías oscuras como boca de lobo.

—Por aquí —dijo Maheu a Esteban—. Todavía no hemos llegado; tenemos que andar dos kilómetros aún.

Los obreros se separaban, perdiéndose por grupos en el fondo de aquellos oscuros agujeros. Diez o doce acababan de penetrar por el de la izquierda, y Esteban iba el último, detrás de Maheu, a quien precedían Catalina, Levaque y Zacarías. Era una magnífica galería de arrastre, hecha de un modo admirable, y tallada en una roca tan dura, que sólo de trecho en trecho había habido necesidad de revestirla de mampostería; uno detrás de otro caminaban sin parar, sin hablar una palabra, y alumbrándose apenas con la escasa claridad de las linternas. El joven tropezaba a cada paso, porque se le enredaban los pies en los rieles.

Hacía un rato que le tenía escamado un ruido sordo, como el ruido lejano de una tormenta, cuya violencia parecía aumentar a cada paso y salir de las entrañas de la tierra. ¿Sería el estrépito de un hundimiento que les aplastaría, dejando caer sobre sus cabezas la masa enorme que les separaba de la superficie?

De pronto vio una luz, y sintió que temblaban las rocas; y cuando, como sus compañeros, se hubo echado a un lado pegándose a la pared, vio pasar, casi rozándole la cara, un caballo blanco muy grande enganchado a un tren de carretillas. Sentado en la primera de las carretillas, con las bridas en la mano y guiando, iba Braulio; mientras que Juan, con los puños apoyados en el borde de la última, corría con los pies descalzos.

Continuaron su camino. Poco más allá se presentó una plazoleta, donde se abrían otras dos galerías, y el grupo volvió a dividirse, repartiéndose los obreros poco a poco por todas las canteras de la mina. Esta nueva galería de arrastre estaba sostenida con andamios de madera, cubriendo la roca una especie de camisa de tablones. Trenes de carretillas, unas llenas, otras vacías, pasaban y se cruzaban continuamente, produciendo un ruido infernal, arrastradas en la sombra por un animal que apenas se distinguía, y que parecía un fantasma. En una de las vías de cruce, se hallaba parada una larga serpiente negra, un tren detenido, cuyo caballo, medio oculto entre las sombras, parecía un pedazo de roca desprendido del techo. Las Puertas de ventilación se abrían y se cerraban lentamente. Y a medida que avanzaban, la galería iba siendo más estrecha, más baja, más desigual de techo, obligándolos a encogerse y agacharse continuamente.

Esteban se dio un golpe terrible en la cabeza. A no ser por el sombrero de cuero, de seguro se rompe el cráneo. Y, sin embargo, seguía con atención los menores gestos de Maheu, que iba delante de él, y cuya silueta se destacaba a la escasa claridad de las linternas. Ninguno de los obreros tropezaba: debían de conocer aquel camino como los dedos de la mano.

También hacía padecer al joven el piso resbaladizo, que cada vez estaba más mojado. De cuando en cuando tenía que atravesar verdaderas lagunas, que sólo notaba al meter los pies en el agua.

Pero lo que más le admiraba eran los cambios bruscos de temperatura. Al llegar al fondo hacía fresco, y en la galería de arrastre, por donde pasaba todo el aire de la mina, soplaba un viento helado, cuya violencia era extraordinaria; luego, a medida que iban entrando en las otras vías, que solamente recibían una parte escasa y disputada de ventilación, disminuía el viento, crecía el calor, un calor sofocante, de una pesadez de plomo. Ya hacía un cuarto de hora que caminaban por aquellas conejeras abiertas en la tierra; y entonces entraban en un horno, cada vez más profundo, más oscuro y más caluroso.

Maheu no había vuelto a abrir la boca. De pronto torció a la derecha por una nueva galería, diciendo simplemente a Esteban, sin volverse:

—Estamos en el filón.

Era la veta en que se encontraba el trozo donde ellos trabajaban. Esteban, al entrar, tropezó con la cabeza y con los dedos en las paredes. El techo, que estaba en cuesta, bajaba tanto, que a trechos de veinte y treinta metros era necesario andar agachado. El agua les llegaba a los tobillos. Se sofocaba, porque el calor iba aumentando cada vez más. Así anduvieron doscientos metros; y de repente vio que Levaque, Zacarías y Catalina desaparecían, como si hubieran huido por una estrecha abertura que veía delante de él.

—Hay que subir —le dijo Maheu—. Cuélguese la linterna de un ojal de la chaqueta, y cójase a los maderos.

Él desapareció también. Esteban tuvo que seguirle. Aquella chimenea, practicada en la veta, estaba reservada a los mineros, y servía de paso para todas las vías secundarias. Tenía el espesor de la capa de carbón, es decir, sesenta centímetros cuando más. El joven, que era delgado, se izaba torpemente, embebiendo las espaldas y las caderas, avanzando a fuerza de puños, con las manos agarradas a las maderas. A unos quince metros de distancia, encontraron la primera vía secundaria; pero era necesario continuar, porque la hulla de Maheu y su cuadrilla estaba en la sexta vía, es decir, en el infierno, como decía él; y de quince en quince metros las vías se sobreponían unas a otras; la subida no acababa nunca por aquella conejera, cuyas paredes arañaban la espalda y el pecho. Esteban estaba como si el peso de las rocas le hubiera roto los miembros, con las manos echando sangre, con las piernas arañadas, falto de aire que respirar, hasta el punto de parecerle que le iba a saltar la sangre.

En una galería vio vagamente dos bultos acurrucados, uno grande y otro pequeño, empujando carretillas de mineral: eran la Mouquette y Lidia, que habían empezado a trabajar ya. ¡Y todavía tenía que subir dos tallas más! El sudor le inundaba; ya desconfiaba de poder alcanzar a los demás, cuyos miembros oía rozar contra las rocas de la galería.

—¡Ánimo, que ya estamos! —dijo la voz de Catalina.

Pero, al llegar, otra voz gritó desde el fondo de la galería.

—¿Qué es esto? ¿Está uno aquí para que se burlen de él? ¡Tengo yo que andar dos kilómetros desde Montsou, y llego el primero!

Era Chaval, un mozo alto y flaco de veinticinco años, de facciones acusadas. Al ver a Esteban preguntó con acento de sorpresa y de desdén:

—¿Quién es ése?

Y cuando Maheu se lo dijo, añadió entre dientes:

—¡Es decir, que vienen los hombres a comerse el pan de las muchachas!

Los dos hombres cruzaron una mirada ardiente, el calor de esos odios instintivos que nacen de súbito. Esteban había sentido la injuria, sin comprenderla bien todavía. Hubo un momento de silencio; todos se pusieron a trabajar. Poco a poco las venas se habían ido llenando de obreros, y en todos los pisos, en todas las galerías, en todas las tallas de la mina, reinaba la mayor actividad. El pozo devorador se había tragado su cotidiana ración de hombres, unos setecientos obreros, que trabajaban en aquel gigantesco hormiguero, agujereando la tierra por todas partes, como si fuera un pedazo de madera roído por los gusanos. Y en medio de aquel silencio abrumador, del hundimiento de las capas más profundas de mineral, se habría podido oír, pegando el oído a la roca, el ruido de los insectos humanos que se agitaban en todos sentidos, desde el estruendo del cable que subía y bajaba los ascensores de extracción, hasta el morder lento y sordo de las herramientas en la hulla, en el fondo de las canteras.

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