Gerona (12 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

BOOK: Gerona
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—Pero mi hermano no se morirá, señor don Pablo —afirmó Siseta llorando—. Usted que es tan buen médico, le curará.

—Hija mía —repuso fríamente el doctor— tiende la vista por esas calles, y observa de qué valen los buenos médicos. Lo que respiramos en Gerona no es aire, es una sutil e invisible materia cargada de muertes. ¡Ay! Vivimos por especial don de Dios, los que vivimos. Tenemos un gobernador de bronce que manda resistir a estos hombres que se caen muertos por momentos. D. Mariano Álvarez no ve en el cuerpo humano sino una cosa con que rellenar los cementerios, y que no pudiendo servir para batirse no sirve para nada. Él no atiende más que al inmortal espíritu, y fijando su atención en la vida perpetua que con los miserables ojos de la carne no podemos ver, desprecia todo lo demás. Sí, la magnitud de ese hombre me tiene asombrado por lo mismo que es superior a mí. El gobernador resistirá el hambre, las privaciones, las enfermedades, mientras tenga una gota de sangre que mantenga en pie la urna de su grande espíritu, pues su alma es el alma menos atada al cuerpo que he conocido; y si no pudiese resistir, será capaz de comerse a sí mismo… Pero veamos qué se hace con ese pobre Gasparó, hija mía; yo creo que debes ir a enterrarle a la plaza del Vino, donde se ha hecho una gran fosa, porque si dejamos aquí su pobre cuerpo, puede corromperse la atmósfera de esta casa más de lo que está.

—¿De modo que usted le da por muerto? —preguntó Siseta con desesperación.

—Siseta, nuestra misión en el estado a que han llegado las cosas, sin alimentos ni medicinas que recomendar, se reduce a evitar los horribles efectos de la descomposición atmosférica. Si pudiéramos tener a mano buenas tazas de caldo, un poco de vino blanco y algunos emolientes y herméticos, creo que sería fácil tornar la salud a la robusta naturaleza de ese niño; pero es imposible: no hay nada. ¡Felices los que se mueren! Si no consigo salvar a mi hija, me pondré en la muralla, cuando haya otro asalto, para morir gloriosamente… Pobre Gasparó: ¡con cuánto placer te cuidaría si viera en ti esperanzas de vida! Siseta, sentiría mucho que mi hija conociera la proximidad de un moribundo. En caso de que Gasparó llore o chille, le mandarás callar. Adiós, adiós, hijos míos; cuidado con mis instrucciones.

Y subió. Tenía todas la apariencia de un loco.

Siseta destrozó un mueble, calentó agua con él y diose a aplicar al enfermo en diversas formas una terapéutica de su invención, compuesta de agua tibia en bebida, en cataplasmas, en friegas, en rociadas, en parches. Como advirtiera cierta quietud en el enfermo, creyola repentina mejoría, por efecto de sus extraordinarios específicos, y dijo con tanta inocencia como alegría:

—Andrés, me parece que está mejor. Se ha dormido. Mi madre decía que el agua del Oñá era la mejor medicina del mundo, y con agua se curaba ella todos sus males. ¿Ves cómo está más tranquilo? Cuando despierte querrá ir a jugar con sus hermanos. ¿Pero dónde están esos malditos? ¡Badoret, Manalet!…

Siseta los llamó gritando varias veces, y los muchachos no parecían. Estaban en la casa del canónigo.

Yo subí a ver a D. Pablo y a su hija, y encontré a esta tan abatida y desfigurada, que cuando cerraba los ojos quedándose sin movimiento con la cabeza hundida entre los almohadones, parecía realmente muerta. Ya era casi de noche y Nomdedeu, sentado junto al velador, escribía su diario.

—Andrés —me dijo el doctor— te agradezco que vengas a hacerme compañía. ¿No me guardas rencor por lo de esta mañana? Eres un buen muchacho, y sabes hacerte cargo de las circunstancias. En estos casos, no hay amigo para amigo, ni hermano para hermano. Ahora mismo, si metieras tu mano en el plato donde va a comer mi hija, creo que te mataría.

—¿Y la señorita Josefina —le pregunté— cree todavía que hay fiestas en Gerona, y que mañana irá a Castellà?

—¡Ay!, no. La ilusión duró hasta el día siguiente nada más. Su estado moral es espantoso. Ya no puede ocultársele nada, y es inútil representar comedias como la de la otra noche. Lo sabe todo, y no ignora los últimos pormenores, gracias a una indiscreción de esa endiablada señora Sumta, a quien de buena gana arrastraría por los cabellos. Figúrate, Andrés, que una de estas noches, cuando yo estaba curando enfermos por esas calles, la tal señora Sumta, que a más de ser curiosa como mujer, es entrometida y novelera como un chico de diez años, deseando dar a su entendimiento el pasto de una belicosa lectura en armonía con sus aficiones militares, sacó de la alacena de mi despacho este diario que estoy escribiendo, y se puso a leerlo aquí mismo delante de mi hija. Esta sintió al instante deseos de leer también, y la muy necia de la señora Sumta se lo permitió, añadiendo de su propia cosecha comentarios encomiásticos de los empeños y heroicidades del sitio. Cuando volví, mi hija había llegado a las últimas páginas, y en su calenturienta atención y curiosidad se le iba el alma a pedazos. La lectura la embelesaba y la mataba al mismo tiempo, y el terror y la admiración compartíanse el dominio de su alma. ¡Ay, cuánto trabajo me costó arrancarle de las manos el malhadado diario! La pobrecita no durmió en toda la noche, y puesto su cerebro en erección, allí era de ver cómo imaginaba batallas en la calle, cómo sentía el ruido de las bombas, cómo aseguraba estarse quemando con el resplandor de los incendios, cómo miraba los ríos de sangre que enrojecían el Ter y el Oñá, sin que me fuera posible tranquilizarla. La infeliz corría de una parte a otra de la habitación como una loca; y llamaba a gritos a D. Mariano Álvarez, ensalzando la bravura y grande ánimo de nuestro gobernador. Otras veces, dominada por el miedo, me pedía que la escondiese en lo más profundo de los pozos para no oír el zumbido de los cañonazos ni ver el resplandor de las llamas. Tan pronto su delicado organismo nervioso, que es su naturaleza toda, se crispaba dándole actividad febril, como cuando dominados por el entusiasmo nos centuplicamos; tan pronto abatiéndose llorosa, su cuerpo caía flojo y blando como una madeja. Precisamente la falta del sentido acústico, que parece debía ser un descanso para su espíritu, es un verdadero tormento, porque oye rumores que sin tener existencia real retumban en su cerebro; y los espectros del sonido aterran su imaginación más que los de la vista. ¡Pobrecita hija mía! Creí verla morir en una de aquellas crisis. Era su vida como un hilo muy delgado que por intervalos se pone tirante, tirante, amenazando romperse. Yo tenía el alma en suspenso, y comprendiendo que contra tal estado de nada valen la ciencia ni los cuidados, me crucé de brazos y bajé la frente esperando el fallo de Dios. De este modo ha pasado algunos días, Andrés, y últimamente todos los síntomas de desorden nervioso han desaparecido, para no quedar más que el del miedo, un miedo en el último grado de lo deprimente, que la tiene aplanada, moribunda. ¿Ves esa cara, ves esa expresión soñolienta y abatida, esa diafanidad propia de los primeros instantes de la muerte? ¿Por ventura eso tiene apariencia de vida? No parece sino que este simulacro de existencia permanece ante mis ojos por disposición milagrosa del cielo para consolarme durante la ausencia real de mi verdadera hija.

Después de un largo y triste silencio, continuó así:

—Andrés, mañana saldrá el sol; mañana habrá lo que en nuestro lenguaje llamamos día; mañana tendremos otro hoy, es decir, nuevos apuros. Veremos qué miga de pan me reserva Dios para el día que ha de venir. Como quiera que sea, mi hija tendrá mañana su plato en esta mesa. Así ha de ser, cueste lo que cueste.

Y dicho esto, siguió redactando su diario.

Cuando volví al lado de Siseta, la encontré más tranquila, engañada por el aparente alivio del pobre niño. Su principal inquietud consistía entonces en la ausencia de Badoret y Manalet, que a pesar de lo avanzado de la noche, no volvían a casa. Pero de acuerdo les supusimos ocupados en explorar la habitación vecina, y no se habló más sobre el particular. Retireme yo a mi guardia, pesaroso de dejarla sola, y durante toda la noche estuve mortificado por cavilaciones y presentimientos que no me dejaron dormir.

- XV -

Al día siguiente no ocurrió novedad particular. Gasparó seguía lo mismo. Badoret y su hermano aparecieron tras larga ausencia, llenos de rasguños, contusiones, magulladuras y mordidas; pero muy contentos con los cuartos que recientemente les había proporcionado su industria. A pesar de este refuerzo pecuniario, aquel día fue el abastecimiento de la casa más penoso y difícil que otro alguno, y Siseta, desmejorándose por grados, perdía robustez y salud de hora en hora. Como entonces ocurrieron acontecimientos terribles en nuestra casa, no puedo pasarlos en silencio. Después de un breve y violento sueño, despertome al rayar el día el golpear de un pie, que no por ser de amigo carecía de dureza, y cuando abrí los ojos, encaré con el tambor del regimiento, Felipe Muro, que me dijo:

—Ha caído una bomba en la casa del canónigo Ferragut, calle de Cort-Real, y el tejado ha ido a buscar refugio dentro de los cimientos. Yo lo he visto, Andrés. Tu amigo el médico, D. Pablo Nomdedeu, salió a la calle gritando y bufando en cuanto vio arder las barbas del vecino. Felizmente la casa no ardió, y hasta hoy no tiene más avería que haber sido aplastada como un buñuelo. ¿No vas allá?

De buena gana habría corrido al lugar de la catástrofe; pero la ordenanza me ataba a la muralla de Alemanes durante algunas horas, y esperé con la más cruel ansiedad. Cuando me encontré libre y pude trasladarme a la calle de Cort-Real, vi con alegría que mi casa estaba intacta, aunque amenazada de algún deterioro por la repentina falta de apoyo de la contigua, cuya fachada yacía casi totalmente en el suelo, viéndose desde la calle el interior de las habitaciones con parte de los muebles en la misma situación en que los dejó el dueño al abandonar su domicilio. Mentalmente di gracias a Dios por haber librado de la desgracia la casa de los míos, y corrí al lado de Siseta, a quien encontré en el taller y en el mismo sitio donde la había dejado la noche anterior, junto al lecho de su hermano. La consternación de la pobre muchacha era tal, que no acerté a tranquilizarla con inútiles consuelos.

—Siseta —le dije— es preciso resignarse a lo que quiere Dios. ¿Y tu hermano?

No me contestó ni había para qué, porque su hermano se moría. Ella misma hallábase en tan lastimosa situación física y moral, que sólo por un enérgico propósito de su fuerte espíritu, se mantenía vigilante y atenta a la agonía del pobre Gasparó. Sin el dolor, Siseta habría caído al suelo, abatida por el insomnio y la inanición; pero ella despreciaba su propia existencia, y para atenderla era preciso que desapareciese la de los demás.

—¿El Sr. Nomdedeu no ha asistido a tu hermano? —le pregunté.

—No —repuso—. El Sr. D. Pablo dice que aquí nada falta sino echarle tierra encima.

—¿Y es posible que no te haya proporcionado algunas medicinas? Si él quisiera, podría hacerlo.

—Dice que no hay medicinas.

—Dime: ¿Gasparó ha tomado algún alimento?

—Nada. Con los cuartos que trajeron ayer los chicos, se compró un pedacito muy chico de cecina; y lo puse en las parrillas, y esta mañana vino D. Pablo, se me arrodilló delante llorando a moco y baba, y como a pesar de esto me resistiera a dárselo, amenazome con matarme y se lo llevó.

—¿Tú tampoco has tomado nada?… ¡Oh! Es preciso que yo le siente la mano a ese ladronzuelo de D. Pablo. ¿Tenemos nosotros obligación de mantenerle a su hija? ¿Y tus hermanos?

—No sé dónde están —repuso Siseta con profundo terror—. Desde anoche no han vuelto a casa.

—Pero, Siseta —exclamé con angustia— no irían a la casa del canónigo. ¿Sabes que se ha venido al suelo?

—No sé si irían allá… Esta mañana sentí un gran ruido. Creí que era esta casa la que se venía al suelo; y abrazando a mi hermano cerré los ojos y me encomendé a Dios. Pero luego que cesó el ruido, miré al techo y lo vi en el mismo sitio. La gente gritaba en la calle, y era difícil respirar a causa del polvo. No, Dios mío, no es posible que mis hermanos estuvieran hasta hoy dentro de esa casa. Yo creo que habrán ido al mercado a vender lo que hayan cogido.

Cada palabra pronunciada era un esfuerzo angustioso de la decaída naturaleza de Siseta. Cubría su frente helado sudor, y sentada en el suelo apoyaba sus brazos en la estera para sostenerse. Pálida como la misma muerte, y con los ojos apagados y hundidos, daba pena de ver cómo se agostaba aquella planta, sin poder echarle un poco de agua.

De repente bajó metiendo mucho ruido el Sr. Nomdedeu, que al verme, me dijo:

—¡Oh, Andresillo! ¡Cuánto me alegro de que estés aquí! Supongo que traerás algo. Tú eres generoso y no te olvidas de los buenos amigos.

—Nada traigo, señor doctor; y si trajera, no sería para usted. Cada cual se las componga como pueda.

—¡Qué bromas gastas! Supongo que traerás siquiera un poco de trigo. Y tú, Siseta, ¿tienes algo para mí? ¿Tus hermanos no han traído nada? ¡Oh, amigos de mi alma! ¿No hay nada para este pobre infeliz que ve morir a su hija? Andrés, Siseta —añadió juntando las manos y poniéndose de rodillas delante de nosotros— haced la caridad, por amor de Dios, que todo lo que tuviereis de menos en la tierra lo tendréis de más en el cielo. Ya sabéis que
aquí dan uno por ciento y allá dan ciento por uno
. Andrés, Siseta, queridísimos amigos míos, vosotros que nadáis en la abundancia, socorred a este mendigo. Nada me queda ya: he vendido todos mis libros, y con las plantas de mi magnífico herbario, que he reunido durante veinte años, he hecho un cocimiento para dárselo a ella. Sólo me restan las plantas malignas o venenosas, y la incomparable colección de
polipodiums
, que os puedo vender… ¿De veras que no tenéis nada? No puede ser. Ustedes esconden lo que tienen; ustedes me engañan, y esto no lo puedo consentir; no, no lo consentiré.

De esta manera, Nomdedeu pasaba de la aflicción más amarga a una cólera hostil y atrabiliaria, que a Siseta y a mí nos infundió bastante recelo.

—Sr. Nomdedeu —dije resuelto a alejar de nosotros huésped tan importuno— no tenemos nada. Ya ve usted. El pobre Gasparó se muere, y no podemos darle un buche de agua con vino. Déjenos usted en paz o tendremos un disgusto.

—Eso se verá. Yo no me voy de aquí sin algo. Ustedes esconden lo que van comprando con los cuartos que traen los chicos. Mi hija no puede seguir así muchas horas, Andrés. Que se rinda Gerona, sí, señor, que se rinda, y que se vaya al infierno con cien mil pares de demonios el Sr. D. Mariano Álvarez, que ha dicho esta mañana: «Cuando la ciudad principie a desfallecer, se hará lo que convenga». No sé a qué espera. Aún no cree que la ciudad está bastante desfallecida. ¡Oh! Lo que debiera hacer el gobernador es castigar a los pillos que acaparan las vituallas, privando a sus semejantes de lo más preciso, y ustedes son estos, sí, señor. Ustedes tienen esas arcas llenas de comestibles, y lo menos hay ahí diez onzas de cecina y un par de docenas de garbanzos. Esto es un robo, un robo manifiesto. Siseta, Andrés, amigos míos: ya he vendido todas las estampas y cuadros de mi casa. ¿Queréis el perrito que bordó en cañamazo mi difunta esposa cuando estaba en la escuela? ¿Lo queréis? Pues os lo daré, aunque es una prenda que he estimado como un tesoro, y de la cual hice propósito de no deshacerme nunca. Os doy el perrito si me dais lo que está guardado en el arca.

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