Gerona (20 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

BOOK: Gerona
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Detúvose el doctor fatigado, y yo, queriendo apartar de su mente ideas que le hacían más daño que el mal físico, le dije:

—Mande usted a paseo, Sr. D. Pablo, esas vanas imaginaciones que le están secando el cerebro. Siseta y sus hermanos están buenos, amigo, y yo le aseguro a usted que no se los ha comido. ¿A qué pensar más en eso?

—Calla, Andrés, y déjame seguir —dijo reposadamente—. No son vanas imaginaciones lo que cuento, pues lo que yo sentía real existencia tuvo dentro de mí. Me faltaba decirte que reconocí la horrible metamorfosis de mi espíritu, pues no puedo darle otro nombre, y me decía: «No, yo no soy yo. Dios mío, ¿por qué has consentido que yo sea otro?». Efectivamente, yo no era yo. ¡Qué horrorosas lobregueces rodeaban los ojos de mi espíritu así como los de mi cuerpo!… Aquellos condenados muchachos estaban comiendo, Andrés; llevaban a la boca unos pedazos de pan, y delante de mí, tenían la audacia de ofrecer una parte a su hermana. ¡Cómo quieres tú que esto viera impasiblemente quien dentro tenía difundidos por su sangre y haciendo cabriolas en las sutiles cuerdas de sus nervios los millares de demonios que yo llevaba conmigo! ¡Al ver cómo mordían con sus insolentes dientecillos; al verles tragar con tanta desvergüenza, duplicose en mí el furor contra ellos y les increpé, diciéndoles no estar dispuesto a consentir que nadie viviese delante de mí! Andrés amigo, Andrés de mi corazón; yo tomé un cuchillo y lo esgrimía, como quien intenta matar moscas a estocadas; corría hacia ellos, corría hacia Siseta y la señora Sumta; pero en mi salvaje insensatez no me faltaba un pensamiento humano que me detuviese en los arranques brutales de aquel desbordado apetito de matar. Los chicos, que de improviso salieron, regresaron con otros de su edad, y sus chillidos y provocativas risas me enardecieron más. Desde entonces mis ojos nublados no vieron más que sangrientos objetos; entrome un delirio salvaje, durante el cual sentía detestable complacencia en herir acaso en el vacío, descargando golpes a todos lados contra cuerpos que me rodeaban y azuzaban sin cesar. Creo que después de dar vueltas por la casa, salí a la calle, y mi brazo vengativo iba destruyendo en imaginarios cuerpos a toda la familia humana. Hablaba mil inconexos desatinos; contemplaba con gozo a los que creía mis víctimas; buscaba la soledad, insultando a cuantos se me ofrecían al paso; pero la soledad no llegaba nunca, pues de cada víctima surgían nuevos cuerpos vivos que me disputaban el aire respirable, la luz y cuantos tesoros de vida hermosean y enriquecen el vasto mundo… No sé qué habría sido de mí si unos frailes no me hubieran sujetado en la calle de Ciudadanos, llevándome a cuestas largo trecho. ¡Ay, amigo mío! En mi cerebro, que era una masa de bullidoras burbujas, cual si hirviera puesto al fuego, retumbaron estas palabras: «Es lástima que el Sr. Nomdedeu se haya vuelto loco». Y al recoger esta idea, mi alma pareció disponerse a recobrar su perdido asiento. Luego los frailes dijeron: «Démosle un poco de estas lonjas de cuero de sillón que hemos cocido, a ver si se repone…». Les pregunté por mi hija, y respondiéronme que no tenían noticia de las hijas de nadie. Encontreme con un poco de fuerza regular, no exaltada y anómala como la que me había impulsado a tantos disparates, y quise marchar a mi casa… Caí al suelo… perdí el cuchillo… una monja me ofreció su brazo y llegué a mi casa. Ni Siseta, ni sus hermanos, ni Josefina, ni la señora Sumta estaban ya allí. Las monjas me dieron un poco de corcho frito que no pude comer, y les pregunté por mi hija. Todo lo que había pasado se me presentó como los recuerdos de un sueño, pero aunque adquirí el convencimiento de no haber extinguido todo el linaje de los nacidos, no estaba seguro de la invulnerabilidad de mis ciegos golpes. «Yo he matado algo», me dije para mí; y esta idea me causaba hondísima pena. Me reconocía como yo mismo exclamando: «Pablo Nomdedeu, ¿fuiste tú quien tal hizo?».

—Basta ya, amigo mío —dije interrumpiéndole, al advertir que los recuerdos de sus locuras empeoraban al buen doctor—. Más adelante nos contará usted tan curiosas novedades. Ahora procure descabezar un sueño, entre tanto que la señora Sumta adereza las chuletas consabidas.

—Calla, Andrés, y no quieras gobernar en mí —repuso—. Yo dormiré cuando lo tenga por conveniente. Déjame concluir, que ya no falta mucho. Los enfermeros del hospital fueron los que me proporcionaron algún alimento que se podía comer, con lo cual me encontré relativamente bien, y pude salir en busca de mi hija. Ya sabes cómo la encontré al fin, y lo que le aconteció. Por mi parte, hijo, yo mismo, después de la horrorosa crisis que había pasado, me espantaba de verme asistiendo enfermos que sin duda lo estaban menos que yo, y heridos que no tenían llagas tan terribles en su cuerpo como la que yo tenía en mi alma. ¡Ay, Andrés! Nomdedeu estaba herido de muerte. Las penas sufridas con tanta paciencia desde mayo me han labrado este profundo mal que ahora siento y que me llevará dentro de poco al seno de Dios. Me admiro de haber resistido tanto, y digo que tuve fuerza de cien hombres. No, uno solo es incapaz de tanto. D. Mariano Álvarez tenía para resistir el estímulo de la gloria y del agradecimiento patrio; yo no he tenido ante mí sino espectáculos lastimosos y un porvenir oscuro. El esfuerzo ha sido grande; la tensión inmensa; por eso la cuerda se ha roto, y me voy, me voy, hija mía, Andrés, señora Sumta y demás presentes. Bastante he hecho. El que crea haber hecho más, que levante el dedo.

Josefina y la señora Sumta lloraban, y yo cuando el enfermo calló, procuraba consolarle con tiernas palabras. Poco más tarde fueron a verle Siseta y sus hermanos, con cuya visita pareció muy complacido el enfermo, y a todos prodigó cariños y congratulaciones, obsequiándoles con una excelente comida. Después se durmió, y al caer de la noche, hora en que por encargo suyo, volvió el escribano, acompañado de tres personas de la intimidad de D. Pablo; este nos llamó a todos diciendo que iba a dictar su testamento, el cual hizo en regla, nombrando por heredera de casi todos sus bienes a su hija Josefina, con una cláusula, sobre la cual debo llamar a ustedes la atención, para que conozcan la generosidad de aquel ejemplar sujeto. Además de que el doctor dejaba a Siseta y a sus hermanos los veinticuatro alcornoques que tenía en la parte de Olot, dispuso que en caso de morir sin sucesión la señorita Josefina, pasase el total de los bienes a Siseta y a sus hermanos, recomendando a aquella y a esta que viviesen juntos para perpetuar la amistad y buenos servicios de que la infeliz enferma había sido objeto por parte de los míos durante el sitio. La fortuna del doctor era harto exigua, pues la finca de Castellà, devastada por los franceses, valía bien poco, y lo demás consistía en diversos grupos de alcornoques diseminados por la comarca ampurdanesa y en sitios a los cuales los herederos no se aventurarían a emprender viaje por saber el corcho de que eran dueños. También a mí y a la señora Sumta nos dejó varias mandas, aunque la mía más era honorífica que de provecho, por consistir en el Diario de las peripecias del sitio, redactado de puño y letra por el mismo doctor. El ama de gobierno pescó todos los muebles y ropas que de la casa pudieron salvarse.

Luego que el testamento fue hecho, administraron al enfermo el Santo Viático, y cumplida esta ceremonia, quedose Nomdedeu muy postrado, hablando poco y con dificultad, mirándonos a ratos con estúpido asombro y cerrando después los ojos para entregarse a un inquieto sueño. Exceptuando Manalet, que se durmió en el suelo, todos velamos, dispuestos a asistirle con la mayor solicitud y esmero; pero el infeliz D. Pablo no necesitó largo tiempo de nuestra asistencia. Cerca de la madrugada, abrió los ojos, llamó a su hija, y abrazándola tiernamente le habló así:

—¿Te quedas tú, hija mía? ¿Te quedas aquí cuando yo me voy? ¿De modo que no te veré más? Entonces toda la eternidad será infierno para mí… Josefina, ven, sígueme, ponte el manto que nos vamos. Mi hija no se apartará de mí ni un solo momento… Después de pasar juntos las grandes penas, ¿hemos de separarnos cuando todo ha concluido? No, Josefina. Vámonos juntos o nos quedaremos aquí en Castellà. Paseemos por nuestra huerta viendo cómo van saliendo los pepinos, y no nos cuidemos de lo que pasa en Gerona. Mira qué tomates, hija, y observa cómo van tomando color esos pimientos… ¿Ves? Por ahí viene la señora Pintada pavoneándose con sus diez y ocho pollos: entre ellos hay seis patitos, que son los más guapos, los más salados y los más monos de todos. Llegan al estanque, y sin que la madre pueda impedirlo con cacareadas amonestaciones… ¡zas!, al agua todos. Mira cómo se asusta la señora Pintada y los llama. Pero ellos… sí, que si quieres… Hija mía, los perales no pueden con más peras: algunas están maduras. ¿Pues y los melocotones? Me parece que la cabra ha mordido en las matas de estas remolachas… ¡pero quia! ¡si es Dioscórides, el burro de nostramo Mansió! Míralo, allí está haciendo de las suyas. ¡Eh, fuera! Le llamo Dioscórides por lo grave y sesudo. El gran sabio de la antigüedad me perdone… ¿Has visto las palomas, Josefina? Veamos si anoche se han comido también las ratas algunos huevos de los que aquellas están sacando… ¡Eh, nostramo Mansió, que Dioscórides se come la huerta! Amárrelo usted… El pobre hortelano no me oye… ¡Qué ha de oír si está limpiándole las babas a su nieta? Ven acá, Pauleta, toma la mano de Josefina, y vamos a ordeñar la vaca. ¡Qué hermoso está el ternerillo! No acercarse mucho, que el otro día dio una cornada a nostramo… A ver, Josefina, trae el cántaro. Mansió dice que yo no sé hacer esta maniobra, y yo le desafío a él y a todos los nostramos de la comarca a que hagan mejor que yo esta operación del ordeñar. No temas, Esmeralda, no te hago daño, pisch, pisch… Esta atmósfera del establo te sienta muy bien, hija, y a mí me agrada en extremo… Ya viene tranquila, dulce, grave, amorosa y callada la incomparable noche, en cuyo seno tan bien reposa mi alma. ¿Oyes las ranas, que empiezan a saludarse diciéndose:
¿Cómo estáis? Bien, ¿y vos?
¿Oyes los grillos disputando esta noche sobre el mismo tema de anoche? ¿Oyes el misterioso disílabo del cuco, que parece la imagen musical más perfecta de la serenidad del espíritu? Ya vienen los labradores del trabajo. ¡Con qué gusto alargan los bueyes su hocico adivinando la proximidad del establo! Oye los cantos de esos gañanes y de esos chicos, que vuelven hambrientos a la cabaña. Ahí los tienes. Mira cómo rodean a la abuela, que ya ha puesto el puchero a la lumbre. El humo de los techos formando esbeltas columnas sobre el cielo azul, discurre luego y vaporosamente se extiende a impulsos del suave viento que viene de la montaña a jugar en las copas de estos verdes olmos, de estas oscuras encinas, de estos lánguidos sauces, de estos flacos chopos, cuyas charoladas hojas brillan con las últimas luces de la tarde… La oscuridad avanza poco a poco, y el cielo profundo ofrece sobre nuestras cabezas un tranquilo mar al revés, por cuyo diáfano cristal en vano tratamos de lanzar la vista para distinguir el fondo. ¡Oh!, quedémonos aquí, hija mía, y no nos separemos ni salgamos más de este lugar delicioso. Todo está tranquilo: los cencerros de las ovejas suenan con grave música a lo lejos; el cuco, el grillo y la rana no han acabado aún de poner en claro la cuestión que les tiene tan declamadores. El viento cesa también, cierra los ojos, extiende los brazos y se duerme. Ya no humean los techos; Esmeralda se echa sobre la fresca yerba, y su hijo, abrigándose junto a ella, hociquea buscando en el seno materno lo que nosotros hemos dejado. Nostramo Mansió duerme también, y Dioscórides, escondiendo el ojo brillante bajo la negra ceja, sumerge el cerebro en profundo sopor. Las palomas han dejado de arrullarse, los conejos se esconden en sus guaridas, meten los pájaros bajo el ala la inteligente cabeza, y la señora Pintada se retira pausadamente al corral con sus diez y ocho hijos, incluso los patos, que van dejando en el suelo la huella de sus palmas mojadas. El mundo reposa, hija; reposemos nosotros también. El cielo está oscuro. Todo está oscuro, y no se ve nada. Mi espíritu y el tuyo anhelaban ha tiempo esta profunda tranquilidad por nadie ni por nada turbada. Reposemos; no hay sol ni luna en el cielo, y sólo el lucero nos envía una luz que viene recta hasta nosotros como un hilo de plata. Míralo, Josefina, y descansa tu frente en mi hombro. Yo reposaré mi cabeza sobre la tuya, y así nos dormiremos apoyados el uno en el otro. Todo ha callado y no se ve más que el lucero… ¿lo ves?

Después de esto, nada más dijo en este mundo el Sr. Nomdedeu.

Algún tiempo después de expirar, nos costó gran trabajo desasir de los brazos helados del doctor a su desconsolada hija, cuyo estado era tan lastimoso que daba ocasión a augurar una segunda catástrofe.

- XXIV -

Adiós, señores; me voy a Francia, me llevan. Los sucesos que he referido habíanme hecho olvidar que era prisionero de guerra, como los demás defensores de la plaza, y era forzoso partir. Solamente en razón de mi enfermedad me fue permitido, como a otros muchos, el permanecer allí desde el 10 hasta el 21, de modo que con el mal acababa la dulce libertad.

Adiós, señores; me voy, adiós, pues tanta prisa me daba aquella canalla, que no digo para despedirme de mis caros oyentes, pero ni aun para abrazar a Siseta y sus hermanos me alcanzaba el breve tiempo de que disponía. Notificada la marcha, nos señalaron hora, nos recogieron y haciéndonos formar en fila, camina que caminarás a Francia. Los castigos impuestos por contravenir el programa de circunspección que nos habían recomendado, eran: la pena de muerte para el conato de fuga, cincuenta palos por hablar mal de José Botellas, cantar el
dígasme tú Girona,
o nombrar a D. Mariano Álvarez. —Adiós, Siseta, adiós, Badoret y Manalet, cara esposa y hermanitos míos. Cuidado con lo que os he advertido. El prisionero os escribirá desde Francia, si antes no logra burlar la vigilancia de sus crueles carceleros. Adiós. No os mováis de aquí, mientras yo no os lo mande, ni penséis por ahora en tomar posesión de vuestros alcornoques, que eso y mucho más se hará más adelante. Acompañad a la desgraciada hija del gran D. Pablo, y alegrad sus tristes horas. Adiós, dad otro abrazo a Andrés Marijuán, a quien llevan preso a Francia por haber defendido la patria. Tengo confianza en Dios, y el corazón me dice que no he de dejar los huesos en la tierra de los
cerdos.
Ánimo: no lloréis, que el que ha escapado de las balas, también escapará de las prisiones; y sobre todo no es de personas valerosas el lagrimear tanto por un viaje de pocos días. Salud es lo que importa, que libertad… ella sola se viene por sus pasos contados, sin que nadie lo pueda impedir. Adiós, adiós.

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