Gerona (22 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

BOOK: Gerona
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En aquella inmunda pocilga estuvimos hasta que concluyó Diciembre y el funestísimo año 9, enfermos todos, y más que enfermo, moribundo el gran Álvarez, que al resistir tan grandes padecimientos mostró tener el cuerpo tan enérgico y vigoroso como el alma. Durante las largas y tristes horas departía con nosotros sobre la guerra, contábanos su gloriosa historia militar y nos infundía esperanza y bríos, augurando con elevado discernimiento el glorioso fin de la lucha con los franceses y el triunfo de la causa nacional. Su extraordinario espíritu, superior a cuanto le rodeaba, sabía abarcar los acontecimientos con segura perspicacia, y oyéndole, oíamos la voz poderosa de la patria que llegaba al calabozo excavado en extranjero suelo.

Al fin nuestro doloroso encierro en aquella mazmorra donde nos consumíamos viendo extinguirse la noble vida del defensor de Gerona, tuvo fin una noche en que el alcaide entró a decirnos que nos vistiéramos a toda prisa porque nos iban a internar en Francia. Esta noticia, a pesar de alejarnos de España nos produjo inmensa alegría porque ponía fin al encierro, y no aguardamos a que la repitiese el panzudo hombre de la linterna, demostrándole de diversos modos el gran gusto que sentíamos por perderle de vista lo mismo que a su aparato. Nos sacaron de Perpiñán con numerosa escolta, y iban los frailes con nosotros. El jefe de la gendarmería dio orden de fusilar a todo señor fraile que tratase de huir, y nos pusimos en marcha.

Pero en este viaje la Providencia nos deparó un hombre generoso y caritativo que a escondidas de los franceses, sus compatriotas, prodigó al ilustre enfermo solícitos cuidados. Era el mismo cochero que le conducía, el cual, condolido de sus males e ignorando que fuese un héroe, mostró sus cristianos sentimientos de diversos modos. Agradecidos a su bondad quisimos recompensarle; pero no consintió en admitir nada, y como los gendarmes le mandaran que avivase el paso de las caballerías para marchar más a prisa, él, sabiendo cuánto daño hacía al paciente la celeridad de la carrera, fingió enfermedades en el escuálido ganado y desperfectos en el viejo coche para justificar el tardo paso con que andaba. Todos los de a pie, que éramos los más, le agradecimos en el alma la pereza de su vehículo.

Después de descansar un poco en Salces, hicimos noche en Sitjans, y nunca a tal punto llegáramos, porque haciendo bajar de su coche al general, le aposentaron con los demás de su séquito en una caballeriza llena de estiércol, y donde no había cama ni sillas, ni nada que se pareciese a un mueble, siquiera fuese el más mezquino y pobre. Agotada la paciencia ante tanta infamia, y viendo cuán poco adecuado era aquel inmundo sitio para quien por su categoría y además por su lastimoso estado tenía derecho a todas las consideraciones, no pudimos contener la explosión de nuestro enojo, y con durísimas palabras increpamos al jefe de la gendarmería. Este, después de amenazarnos, pareció aplacarse, comprendiendo sin duda la justicia de nuestra reclamación, y al fin después de vacilar, vino a decir en suma que el alojamiento no era cuenta suya. Por fin el cochero, con orden o por simple tolerancia del jefe de la fuerza, introdujo en la cuadra una cama en que descansó algunas horas el desgraciado enfermo, cuya prodigiosa resistencia parecía tocar ya al último límite.

A la mañana siguiente cuando nos íbamos a poner de nuevo en marcha, aparecieron unos guardias a caballo que traían una orden para el jefe que nos conducía. Abriendo el pliego en nuestra presencia, nos dio a conocer su contenido, el cual no era otra cosa sino que monsieur Álvarez debía volver a España. Esto nos alegró sobre manera, por la esperanza de ver pronto la patria querida, y hasta sospechamos, si, apiadados de nuestra desgracia, se dispondrían aquellos caballeros a dejarnos en libertad luego que traspasásemos la frontera. Los frailes, la gente de tropa que no pertenecía a la comitiva del enfermo, creyéronse también destinados a pisar pronto el suelo español, y mostráronse muy alegres; pero los gendarmes al punto les sacaron de su risueño error, mandándoles seguir adelante, por Francia adentro. Nos despedimos de ellos tiernamente recogiendo encargos, recados, cartas y amorosas memorias de familia, y volvimos la cara al Pirineo. D. Mariano al saber que se variaba de rumbo, dijo:
«Como no me vuelvan al Castillet de Perpiñán, llévenme a donde quieran».

Excuso enumerar los miserables aposentamientos, los crueles tratos que se sucedieron desde Sitjans a la frontera española, ni sé cómo por tanto tiempo y a tan repetidos golpes resistió la naturaleza del hombre contra quien se desplegaba tan gran lujo de maldad. Por último, señores, concluiré refiriendo a ustedes la última escena de aquel terrible
via crucis,
la cual ocurrió en la misma frontera, y un poco más allá de Pertús. Es el caso que cuando con el mayor gozo habíamos pisado la tierra de España, se presentaron unos guardias a caballo con nuevas órdenes para los gendarmes. El jefe mostrose muy contrariado, y habiéndose trabado ligera reyerta entre este y uno de los portadores del oficio, oímos esta frase, que aunque dicha en francés, fácilmente podía ser comprendida: «Monsieur Álvarez debe volver, pero los edecanes y asistentes no».

Al punto comprendimos que se nos quería separar de nuestro idolatrado general, dejándonos a todos en Francia, mientras a él se le llevaba otra vez solo, enteramente solo, al castillo de Figueras. Esto causó una verdadera desolación en la pequeña comitiva. Satué, cerrando los puños y vociferando como un insensato, dijo que antes se dejaría hacer pedazos que abandonar a su general; otros, creyendo mal camino para convencer a nuestros conductores el de la amenaza y la cólera, suplicamos al jefe de los gendarmes que nos dejase seguir. El mismo enfermo indicó que si se le separaba de sus fieles compañeros de desgracia, la residencia en España le sería tan insoportable al menos, como la prisión en el Castillet. Suplicamos todos en diverso estilo que nos dejasen asistir y consolar a nuestro querido gobernador, pero esto fue inútil. Como complemento de los mil martirios que con refinado ingenio habían aplicado al héroe, quisieron someter su grande alma a la última prueba. Ni su enfermedad penosísima, ni sus años, ni la presunción de su muerte que se creía próxima y segura, les movieron a lástima; tanta era la rabia contra aquel que había detenido durante siete meses frente a una ciudad indefensa a más de cuarenta mil hombres, mandados por los primeros generales de la época; que no había sentido ni asomo de abatimiento ante una expugnación horrorosa en que jugaron once mil novecientas bombas, siete mil ochocientas granadas, ochenta mil balas, y asaltos de cuyo empuje se puede juzgar considerando que los franceses perdieron en todos ellos veinte mil hombres.

Cansados de inútiles ruegos, pedimos al fin que se permitiera ir acompañando y sirviendo al general a uno de nosotros, para que al menos no careciese aquel de la asistencia que su estado exigía; pero ni esto se nos concedió. La agria disputa inspiró al mismo Álvarez las palabras siguientes:
«Todas estas son estratagemas de que se valen los franceses para mortificar a aquel a quien no han podido hacer bajar la espalda».

Bruscamente nos quisieron apartar del coche en que iba; pero atropellando a los que nos lo impedían, nos abalanzamos sobre él, y unos por un costado otros por el opuesto, le besamos las manos regándolas con nuestras lágrimas. Satué se metió violentamente dentro del coche, y los gendarmes lo sacaron a viva fuerza, amenazándole con fusilarle allí mismo, si no se reportaba en las manifestaciones de su dolor. El general, despidiéndonos con ánimo sereno, nos dijo que renunciásemos a una inútil resistencia, conformándonos con nuestra suerte; añadió que él confiaba en el próximo triunfo de la causa nacional, y que aun sintiéndose próximo a morir, su alma se regocijaba con aquella idea. Recomendonos la prudencia, la conformidad, la resignación, y él mismo dio a sus conductores la orden de partir para poner pronto fin a una escena que desgarraba su corazón lo mismo que el nuestro. El cupé partió a escape y nos quedamos en Francia, sujetados por los gendarmes, que nos ponían sus fusiles en el pecho para impedir las demostraciones de nuestra ira. Seguimos con los ojos llenos de lágrimas de desesperación el coche que se perdía poco a poco entre la bruma, y cuando dejamos de verle, Satué bramando de ira, exclamó: «Se lo llevaron esos perros; se lo llevan para matarle sin que nadie lo vea».

- XXVI -

No puedo pintar a ustedes nuestra profunda consternación al vernos esclavos de Francia, y considerando la situación del desgraciado Álvarez, solo, en poder de sus verdugos. Nuestra propia suerte de prisioneros nos causaba menos pesar que la de aquel heroico veterano, condenado por su valor sublime a ser juguete de una cruel soldadesca, a quien lo entregaron para que se divirtiese martirizándole.

Encerráronnos en Pertús en una inmunda cuadra, donde con centinelas de vista nos tuvieron hasta el día siguiente, en cuya alborada, cuando nos llevaban fuera del pueblo, verificamos un acto honroso, con el cual quiero poner fin a mi narración. Allí, sobre unas peñas desde las cuales se divisaban a lo lejos los cerros y vertientes de España, nos dimos las manos y juramos todos morir antes que resignarnos a soportar la odiosa esclavitud que la canalla quería imponernos. Desde aquel instante principiamos a concertar un hábil plan para fugarnos, cual tantos otros, que llevados a Francia, habían sabido volver por peligrosos caminos y medios a la patria invadida.

Amigos míos: por no cansar a ustedes con prolijidades que sólo a mí se refieren y a mis particulares cuitas, omito los pormenores de nuestra residencia en Francia, y de los medios que empleamos para regresar a España. Éramos seis, y sólo tres volvimos. Los demás, cogidos
in fraganti,
fueron fusilados, dos en Maurellas y uno en Boulou. ¿Alguno de los que me oyen no se ha visto en igual caso? ¡Cuántos de los que estamos aquí desataron sus manos de las cuerdas que los franceses han llevado a Francia después de la toma de Zaragoza o de Madrid! Con la relación de los padecimientos que sufrí en la frontera, de las diabluras y estratagemas que puse en juego para escaparme, y de las mil cosas que me sucedieron desde que pasé la frontera por Puigcerdà hasta unirme en el centro de España a esta división de Lacy en que ahora estoy, emplearía otras dos noches largas, pues todo el sitio de Gerona y las extravagancias de D. Pablo Nomdedeu no exigen más tiempo y espacio que los peligros, trapisondas, trabajos y terribles trances en que me he visto. Concluyo, pues, no sin dirigir una ojeada hacia atrás, como parecen exigírmelo mis caros oyentes, deseosos de saber qué fue de Siseta, así como de sus hermanitos Badoret y Manalet.

No estaría mi ánimo tranquilo si en tan largo plazo hubiese vivido sin saber de personas tan caras para mí. Antes de abandonar a Cataluña con intención de unirme al ejército del Centro, hallé medios para hacer llegar a Gerona noticias mías, y Dios me deparó el consuelo de que también vinieran a mí verdaderas y frescas. Los tres hermanos siguen allí sanos y buenos en compañía de la señorita Josefina, que en ellos ve toda su familia, y el único consuelo de sus tristes días. La hija del doctor no ha recobrado por completo la salud, ni desgraciadamente la recobrará, según me dicen. Ha tenido inclinación a entrar en un convento; mas Siseta procura arrancarla sus melancolías y la induce a que aspire al matrimonio, en la seguridad de encontrar buen esposo. No demuestra, sin embargo, Josefina disposición a seguir este consejo, y gusta de embeber su vida en contemplaciones de la Naturaleza y de la religión, que son sin duda el alimento más apropiado a su pobre espíritu huérfano y solitario.

Siseta y sus hermanos aguardan a que yo me retire del ejército para marchar a la Almunia, donde tengo mis tierras, consistentes en dos docenas de cepas y un número no menor de frondosos olivos, y por mi parte pido a Dios que nos libre al fin de franceses, para poder soltar el grave peso de las armas y tornar a mi pueblo, donde no pienso hacer al tiempo de mi llegada otra cosa de provecho más que casarme.

Con lo que Siseta ha heredado, y lo que yo poseo, tenemos lo suficiente para pasar con humilde bienestar y felicidad inalterable la vida, pues no me mortifica el escozor de la ambición, ni aspiro a altos empleos, a honores vanos ni a la riqueza, madre de inquietudes y zozobras. Hoy peleo por la patria, no por amor a los engrandecimientos de la milicia, y de todos los presentes soy quizás el único que no sueña con ser general.

Otros anhelan gobernar el mundo; sojuzgar pueblos y vivir entre el bullicio de los ejércitos; pero yo contento en la soledad silenciosa, no quiero más ejércitos que los hijos que espero ha de darme Siseta.

Así acabó su relación Andresillo Marijuán. La he reproducido con toda fidelidad en su parte esencial, valiéndome como poderoso auxiliar del manuscrito de D. Pablo Nomdedeu, que aquel mi buen amigo me regaló más tarde cuando asistí a su boda. Repito lo que dije al comenzar el libro, y es que las modificaciones introducidas en esta relación afectan sólo a la superficie de la misma, y la forma de expresión es enteramente mía. Tal vez haya perdido mucho la leyenda de Andrés al perder la sencillez de su tosco estilo; pero yo tenía empeño en uniformar todas las partes de esta historia de mi vida, de modo que en su vasta longitud se hallase el trazo de una sola pluma.

Cuando Marijuán calló, algunos de los presentes dieron interpretaciones diversas al encierro de D. Mariano Álvarez en el castillo de Figueras, y como ya desde antes de entrar en Andalucía habíamos sabido la misteriosa muerte del insigne capitán, la figura más grande sin duda de las que ilustraron aquella guerra, cada cual explicó el suceso de distinto modo.

—Dícese que le envenenaron —afirmó uno— en cuanto llegó al castillo.

—Yo creo que Álvarez fue ahorcado —opinó otro— pues el rostro cárdeno e hinchado, según aseguran los que vieron el cadáver de Su Excelencia, indica que murió por estrangulación.

—Pues a mí me han dicho —añadió un tercero— que lo arrojaron a la cisterna del castillo.

—Hay quien afirma que le mataron a palos.

—Pues no murió sino de hambre, y parece que desde su llegada fue encerrado en un calabozo, donde lo tuvieron tres días sin alimento alguno.

—Y cuando le vieron bien muerto, y se aseguraron de que no volvería hacer
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otra como la de Gerona, expusiéronle en unas parihuelas a la vista del pueblo de Figueras, que subió en masa a contemplar el cuerpo del grande hombre.

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