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Authors: Kristin Cashore

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

Graceling (32 page)

BOOK: Graceling
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—¿Con qué propósito? —inquirió Katsa sin aguantarse más.

Gramilla no respondió. Hundió la barbilla en el pecho y se ciñó con los brazos de forma que pareció que todavía disminuía más de tamaño.

—Tiene una gracia —musitó por fin—. Mi madre me lo dijo, y me explicó que es capaz de manipular la mente de las personas al hablar con ellas, y hacerles creer cualquier cosa que les diga. Sucede incluso si escuchan esas palabras en boca de otra persona, o si es un rumor que lanza él y se propaga mucho más lejos de donde lo difunde; su influjo mengua a medida que se extiende a mayor distancia, aunque no desaparece por completo. —Contempló el cuchillo que sostenía con aire desdichado—. Mi madre me dijo también que es la clase de hombre que no debería haber nacido con un don así. Hace de los pequeños y de los débiles sus juguetes; disfruta causando dolor.

Po apoyó la mano en el muslo de Katsa; ese gesto fue lo único que apaciguó a la joven y evitó que la furia la indujera a ponerse de pie como con un resorte.

—Su comportamiento despertaba sospechas en mi madre de vez en cuando, desde que lo conoció. Pero él siempre consiguió confundirla para que lo olvidara, hasta que hace unos pocos meses empezó a mostrar un interés especial en mí. —Se calló y respiró hondo varias veces; miró a Katsa y parpadeó como si se sintiera incómoda—. No sé exactamente lo que quiere de mí. Pero siempre le ha gustado la... compañía de niñas. Y tiene algunas costumbres muy raras que mi madre y yo descubrimos: les hace cortes a los animales usando cuchillos; los tortura y los mantiene con vida mucho tiempo para al final matarlos. —Carraspeó—. Y me parece que no lo hace sólo con los animales.

«Bondadoso con los niños y los seres indefensos», pensó Katsa, que luchó para contener lágrimas de rabia. Toda su vida había creído en la fama de benevolente que tenía Leck. ¿Convencería también a sus víctimas de que les estaba haciendo un favor mientras las cortaba con los cuchillos?

—Le dijo a mi madre que quería pasar algunos ratos a solas conmigo —siguió explicando Gramilla—, porque había llegado el momento de conocer mejor a su hija. ¡Qué furioso se puso cuando ella se negó! Y la golpeó. Entonces intentó usar su gracia conmigo, y trató de obligarme a acompañarlo a sus jaulas, pero cada vez que veía los moretones en la cara de mi madre, recordaba la verdad; y aunque apenas se me aclaraba la mente, era suficiente para negarme a ir con él.

De modo que Po tenía razón. Las explicaciones de Gramilla dotaban de sentido las muertes acaecidas en la corte de Leck. Lo más probable era que el rey hubiera dispuesto la muerte de mucha gente, personas que le ocasionaban contratiempos y, dado el provecho que sacaba de ellas, no merecía la pena dejarlas vivir; víctimas a las que les había hecho tanto daño que sospechaban la verdad.

—Así que entonces secuestró al abuelo, porque sabía que era la persona más querida por mi madre —continuó la niña—. Le dijo a ella que iba a torturarlo, a menos que accediera a entregarme. Y también le dijo que lo llevaría a Monmar y lo mataría delante de nosotras. Esperábamos que fuera otra de sus mentiras, pero nos llegaron cartas de Lenidia y nos enteramos de que el abuelo había desaparecido de verdad.

—Al abuelo no lo han torturado ni lo han matado —la tranquilizó Po—. Ahora está a salvo.

—Podría haberme tomado a la fuerza —comentó Gramilla; la voz se le quebró y adquirió un repentino timbre agudo—. Cuenta con todo un ejército que nunca se le enfrentaría, pero no lo hizo. Tiene esa... paciencia enfermiza. No le interesaba obligarnos; quería oírnos decir «sí».

«Porque le resultaba más satisfactorio de ese modo», pensó Katsa.

—Mi madre se encerró conmigo en sus aposentos, y el rey dejó de prestarnos atención durante un tiempo. Teníamos comida y bebida que nos traían, así como ropa limpia y agua para asearnos, pero a veces nos hablaba a través de la puerta, tratando de persuadir a mi madre para que me dejara salir.

De vez en cuando conseguía confundirme; otras veces la confundía a ella. Ideaba las razones más convincentes para que saliera, y nosotras teníamos que recordarnos de manera continua la verdad. Era aterrador. Una lágrima se deslizó por la mejilla de la pequeña, pero siguió hablando deprisa, como si ya no pudiera interrumpir la historia.

—Nos enviaba animales —ratones, perros, gatos...— llenos de cortes pero todavía vivos, que chillaban y sangraban. Era espantoso. Y entonces, un día, la chica que nos traía la comida llegó con cortes en la cara, tres en cada mejilla, que no dejaban de sangrar. Pero también tenía otras heridas que no veíamos: no caminaba como era debido. Era una chica de mi edad.

Enmudeció un momento, ahogada por las lágrimas; se limpió la cara en el hombro y prosiguió:

—Fue entonces cuando mi madre decidió huir. Atamos varias sábanas y mantas y las echamos por la ventana. Yo creía que sería incapaz de descolgarme, por miedo. Pero mi madre no dejó de hablarme todo el rato hasta que llegamos abajo. —Gramilla miraba las llamas con fijeza—. Mi madre mató a un guardia con un cuchillo y corrimos hacia las montañas. Confiábamos en que el rey diera por hecho que habíamos tomado la calzada del Puerto, hacia el mar. Sin embargo, a la segunda mañana, vimos que venían tras nosotras a través de los campos. Mi madre se torció un tobillo en una zanja y no podía correr, así que me obligó a adelantarme para que me escondiera en el bosque. La chiquilla respiraba con agitación, se limpió de nuevo las lágrimas y apretó los puños. Al fin consiguió contener el llanto gracias a un gran esfuerzo de voluntad, y, aferrando el cuchillo que tenía en el regazo, continuó hablando con amargura:

—Si me hubiera entrenado en el tiro al arco o si hubiera sabido utilizar un cuchillo, a lo mejor habría podido matar a mi padre cuando todo este asunto empezó.

—Hay cosas que ya no tienen remedio. Pero lo mataré mañana, antes de que haga más daño —determinó Po.

Los ojos de Gramilla se clavaron en los de su primo al escuchar aquellas palabras, y preguntó:

—¿Por qué tú? ¿Por qué no ella, si es mejor luchadora?

—Porque a mí no me afecta la gracia de Leck, pero a Katsa, sí. Lo descubrimos hoy cuando nos topamos con él en los campos. He de ser yo quien lo mate porque a mí no puede manipularme ni confundirme como a Katsa.

Le ofreció a Gramilla una codorniz ensartada en un palo. La niña la cogió y observó a Po con mayor intensidad.

—Es cierto que cuando él hacía daño a mi madre, su gracia perdía parte de su poder sobre mí, y ocurría lo mismo a la inversa: su gracia disminuía de potencia con respecto a mi madre cuando me amenazaba a mí, pero ¿por qué no surte el mismo efecto contigo?

—No estoy seguro —contestó Po—. Ha hecho daño a un montón de gente, pero supongo que su gracia debe de causar menor efecto en algunas personas, aunque nadie se atreve a admitirlo por miedo a su venganza.

—¿Cómo te hizo daño a ti? —preguntó Gramila con los ojos entornados.

—Secuestró a mi abuelo, ha asesinado a mi tía ante mis propios ojos y amenaza a mi prima.

La respuesta pareció satisfacer a Gramilla o, al menos, se concentró en la codorniz y comió con voracidad durante varios minutos. De vez en cuando miraba de soslayo a Po —a las manos en especial— mientras se ocupaba de la fogata.

—Mi madre llevaba un montón de anillos, como tú —comentó—. Te pareces a ella, a excepción de los ojos. Y hablas de forma muy similar. —Inhaló profundamente y se quedó mirando con fijeza la comida que tenía en las manos—. Estará acampado en el bosque esta noche y mañana reanudará la persecución para atraparme. No sé cómo vais a encontrarlo.

—A ti te encontramos, ¿verdad? —dijo Po.

La niña clavó de nuevo la mirada en su primo y después bajó la vista hacia la comida otra vez.

—Lo acompañará su guardia personal. Todos están tocados por la gracia, así que te explicaré a lo que vas a enfrentarte.

El plan era muy sencillo: Po se pondría en marcha temprano, antes de rayar el alba, equipado con comida, un caballo, el arco, la aljaba de flechas, una daga y dos cuchillos; regresaría al bosque, escondería el caballo y encontraría al rey, tardara lo que tardara; no se le acercaría a una distancia menor del alcance de las flechas, apuntaría y dispararía; se aseguraría de que el rey había muerto y después huiría lo más deprisa posible hasta donde hubiera dejado el caballo, y de allí, de vuelta al campamento.

Un plan sencillo, pero Katsa se sentía más y más intranquila a medida que lo discutían, porque Po y ella sabían que las cosas no eran nunca así de fáciles. El rey tenía una guardia personal que constaba de dos unidades, una interior y otra exterior. La primera la formaban cinco espadachines graceling dotados para la esgrima; esos hombres no representaban una amenaza para Po porque siempre se quedaban junto al rey, y el príncipe lenita no tenía intención de acercárseles. En cambio, debía estar preparado para enfrentarse a la unidad exterior, constituida por diez hombres que se situaban en un amplio círculo alrededor de Leck, a cierta distancia de éste, así como también entre ellos mismos, y siempre que el rey se desplazara por el bosque, caminarían rodeándolo continuamente. Todos eran graceling: unos, dotados para la lucha; un par de arqueros formidables; uno con la gracia de ser un corredor veloz; otro, con una fuerza tremenda; uno trepaba a los árboles y saltaba de rama en rama como una ardilla; otro, dotado con una vista y un oído extraordinarios...

—A ese que lo ve y lo oye todo, lo reconocerás por la barba pelirroja —informó Gramilla—. Pero si estás tan cerca de él que lo ves, es casi seguro que él ya te haya avistado. Una vez que te hayan localizado, darán la alarma.

—Po, deja que vaya contigo hasta donde encontremos el círculo de la guarda exterior —sugirió Katsa—. Son demasiados y podrías necesitar ayuda.

—No —se opuso él. —Sólo lucharía con ellos y después regresaría.

—No, Katsa.

—No podrás...

—Katsa.

El timbre era cortante, y la joven se cruzó de brazos y miró la fogata con rabia.

—De acuerdo —aceptó—. Ve a dormir, Po. Yo haré la guardia.

—Bien, despiértame dentro de un par de horas para relevarte.

—No, Po, necesitas dormir más rato para llevar a cabo ese disparate. Yo vigilaré toda la noche; no estoy cansada —añadió ante el amago de protesta del hombre—. Tú lo sabes; permítemelo.

Y el lenita se echó a dormir envuelto en una manta al lado de Gramilla, en tanto que Katsa se sentaba en la oscuridad y repasaba una y otra vez el plan. Si al ponerse el sol, Po no había regresado al campamento establecido en el sendero del risco, Gramilla y ella tenían que huir solas. Porque si no volvía, cabía la posibilidad de que el rey no hubiera muerto. Y si era así, nada, excepto la distancia, protegería a Gramilla de su padre.

Para Katsa, era inconcebible dejar solo a Po en ese bosque lleno de soldados, y cuando se sentó en una piedra, soportando el frío de la noche y envuelta en la oscuridad, no se permitió pensar en ello. Permaneció alerta al más ligero movimiento, al sonido más leve, y se negó a imaginarse lo que podía ocurrir al día siguiente.

Capítulo 26

P
o despertó de madrugada, con frío, y recogió sus cosas sin hacer ruido. Atrajo a Katsa hacia sí y la abrazó.

—Volveré —dijo.

Y se marchó.

Katsa se sentó de nuevo y continuó la guardia, como había hecho toda la noche, fija la mirada en el sendero por el que se había ido Po. Y siguió controlando sus pensamientos.

Llevaba un cordón alrededor del cuello del que pendía un anillo, que Po le había dado antes de montar a caballo y partir al trote por el sendero del risco. Notaba el frío del metal contra la piel del pecho y jugueteó con él mientras esperaba que saliera el sol. Era el que tenía grabado el mismo motivo que Po lucía en las franjas de los brazos; el anillo de su castillo y de su principado. Si Po no regresaba al acabar el día, ella tenía que llevar a Gramilla hacia el sur, al mar, y conseguir del modo que fuera pasajes de barco para dirigirse a la costa occidental de Lenidia, al castillo de Po. Ningún lenita la detendría ni le haría preguntas si llevaba el anillo del príncipe, porque sabrían que actuaba siguiendo sus instrucciones; le darían la bienvenida y la ayudarían. Y Gramilla estaría a salvo en el castillo de Po, mientras ella discurría, hacía planes y esperaba a tener alguna noticia de él.

Cuando se hizo de día y Gramilla despertó, Katsa y ella bajaron con el caballo al lago para que bebiera y pastara; recogieron leña por si acaso volvían a hacer noche en ese campamento; comieron bayas de invierno de un montón de arbustos que había junto al agua, y Katsa atrapó y destripó peces para la comida. Cuando subieron de nuevo al campamento, el sol no había llegado siquiera a su cénit.

Katsa pensó en hacer algo de ejercicio o enseñar a Gramilla a manejar el cuchillo, pero no quería llamar la atención con el ruido que harían, ni que se le pasara por alto el menor indicio de la proximidad de un enemigo, o de la llegada de Po. Lo único que podía hacer, pues, era sentarse en silencio y esperar; los músculos le gritaban de impaciencia.

A primera hora de la tarde, la joven paseaba muy agitada por el campamento de un lado para otro, como una fiera enjaulada. Paseaba con los puños apretados, mientras Gramilla permanecía sentada entre las rocas, al sol, sin soltar el cuchillo ni dejar de mirarla.

—¿No estás cansada? —preguntó la chiquilla—. ¿Cuánto hace que no duermes?

—No necesito dormir tanto como otras personas —contestó Katsa.

Gramilla la siguió con la vista en su ir y venir y dijo:

—Yo sí estoy cansada.

Katsa se detuvo y se puso en cuclillas delante de la muchachita. Le tocó la frente y las manos.

—¿Tienes frío o tienes calor? ¿Tienes hambre?

—Sólo estoy cansada —contestó al tiempo que negaba con la cabeza.

Claro que estaba cansada, y las pupilas dilatadas y el rostro macilento. Cualquiera estaría así en su situación.

—Duerme. No pasa nada porque duermas y lo mejor para ti es conservar las fuerzas.

Tampoco es que la chiquilla fuera a necesitar de sus fuerzas para huir esa noche, porque a buen seguro que Po aparecería remontando a caballo la cresta del risco en cualquier momento.

El sol, tiñendo de tonos anaranjados el campamento, descendía despacio hacia las cumbres occidentales, pero Po aún no había regresado. Katsa tenía la mente como paralizada. Estaba convencida de que se presentaría dentro de poco, pero por si acaso no era así, despertó a Gramilla, recogió sus cosas y borró todo rastro de la lumbre, tras lo cual esparció la leña recogida. Ensilló el caballo y ató las alforjas a la excelente silla monmarda. Después se sentó otra vez y contempló con fijeza el sendero del risco que brillaba entre amarillento y anaranjado a la luz menguante.

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