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Authors: Charles Dickens

Grandes esperanzas (64 page)

BOOK: Grandes esperanzas
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En ciertas ocasiones periódicas, el señor Jaggers y el señor Wemmick examinaban sus cuentas, comprobaban los cobros y, en una palabra, ponían en orden su contabilidad. En tales ocasiones, Wemmick llevaba sus libros y sus papeles al despacho del señor Jaggers, y uno de los empleados del piso superior iba a ocupar el sitio de Wemmick. Al entrar encontré a este empleado en el lugar de mi amigo, y por eso supuse lo que ocurría en el despacho del señor Jaggers; no lamenté encontrar a los dos juntos, pues así Wemmick podría cerciorarse de que yo no decía nada que pudiese comprometerle.

Mi aparición con el brazo vendado y la chaqueta sobre los hombros, como si fuese una capa, pareció favorable para mi propósito. A pesar de que había mandado al señor Jaggers una breve relación del accidente en cuanto llegué a Londres, me faltaba darle algunos detalles complementarios; y lo especial de la ocasión fue causa de que nuestra conversación fuese menos seca y dura, y menos regulada por las leyes de la evidencia, que en otra oportunidad cualquiera. Mientras yo hacía un relato del accidente, el señor Jaggers estaba en pie, ante el fuego, según su costumbre. Wemmick se había reclinado en la silla, mirándome, con las manos en los bolsillos del pantalón y la pluma puesta horizontalmente en el libro. Las dos brutales mascarillas, que en mi mente eran inseparables de los procedimientos legales, parecían preguntarse si en aquellos mismos instantes no estarían oliendo a quemado.

Terminada mi narración y después de haberse agotado las preguntas del señor Jaggers, exhibí la autorización de la señorita Havisham para recibir las novecientas libras esterlinas destinadas a Herbert. Los ojos del señor Jaggers parecieron hundirse más en sus cuencas cuando le entregué las tabletas; las tomó y las pasó a Wemmick, dándole instrucciones para que preparase el cheque a fin de firmarlo. Mientras Wemmick lo extendía, le observé, en tanto que el señor Jaggers, balanceándose ligeramente sobre sus brillantes botas, me miraba a su vez.

—Lamento mucho, Pip —dijo en tanto que yo me guardaba el cheque en el bolsillo después que él lo hubo firmado—, que no podamos hacer nada por usted.

—La señorita Havisham me preguntó bondadosamente —repliqué— si podría hacer algo en mi beneficio, pero le contesté que no.

—Todo el mundo debería conocer sus propios asuntos —dijo el señor Jaggers.

Y al mismo tiempo observé que los labios de Wemmick parecían articular silenciosamente las palabras: «Objetos de valor fácilmente transportables.»

—De hallarme en su lugar, yo no le habría contestado que no —añadió el señor Jaggers—, pero todo hombre debería conocer mejor sus propios asuntos.

—Los asuntos de cualquier hombre —dijo Wemmick mirándome con cierta expresión de reproche— son los objetos de valor fácilmente transportables.

Como yo creyese que había llegado la ocasión para tratar del asunto que tanto importaba a mi corazón, me volví hacia el señor Jaggers y le dije:

—Sin embargo, pedí una cosa a la señorita Havisham, caballero. Le pedí que me diese algunos informes relativos a su hija adoptiva, y ella me comunicó todo lo que sabía.

—¿Eso hizo? —preguntó el señor Jaggers inclinándose para mirarse las botas y enderezándose luego—. ¡Ah! Creo que yo no lo habría hecho, de hallarme en lugar de la señorita Havisham. Ella misma debería conocer mejor sus propios asuntos.

—Conozco bastante más que la señorita Havisham la historia de la niña adoptada por ella. Sé quién es su verdadera madre.

El señor Jaggers me dirigió una mirada interrogadora y repitió:

—¿Su madre?

—He visto a su madre en los tres últimos días.

—¿De veras? —preguntó el señor Jaggers.

—Y usted también, caballero. Usted la ha visto aún más recientemente.

—¿De veras?

—Tal vez sé más de la historia de Estella que usted mismo —dije—. También sé quién es su padre.

La expresión del rostro del señor Jaggers, pues aunque tenía demasiado dominio sobre sí mismo para expresar asombro no pudo impedir cierta mirada de extrañeza, me dio la certeza de que no estaba enterado de tanto. Yo lo sospechaba ya, a juzgar por el relato de Provis (según me lo transmitiera Herbert), quien dijo que había procurado permanecer en la sombra; lo cual lo relacioné con el detalle de que no fue cliente del señor Jaggers hasta cosa de cuatro años más tarde y en ocasión en que no tenía razón alguna para dar a conocer su verdadera identidad. De todas suertes, no estuve seguro de la ignorancia del señor Jaggers acerca del particular como me constaba ahora.

—¿De manera que usted conoce al padre de esa señorita, Pip? —preguntó el señor Jaggers.

—Sí —contesté—. Se llama Provis... De Nueva Gales del Sur.

Hasta el mismo señor Jaggers se sobresaltó al oír estas palabras. Fue el sobresalto más leve que podía sufrir un hombre, el más cuidadosamente contenido y más rápidamente exteriorizado; pero se sobresaltó, aunque su movimiento de sorpresa lo convirtió en el que solía hacer para tomar su pañuelo. No sé cómo recibió Wemmick aquella noticia, porque en aquellos momentos temía mirarle, para que el señor Jaggers no adivinara que entre los dos había habido comunicaciones ignoradas por él.

—¿Y en qué se apoya, Pip —preguntó muy fríamente el señor Jaggers, deteniéndose en su movimiento de llevarse el pañuelo a la nariz—, en qué se apoya ese Provis para reivindicar esa paternidad?

—No pretende nada de eso —contesté—, ni lo ha hecho nunca, porque ignora por completo la existencia de esa hija.

Por una vez falló el poderoso pañuelo. Mi respuesta fue tan inesperada, que se volvió el pañuelo al bolsillo sin terminar la acción habitual. Cruzó los brazos y me miró con severa atención, aunque con rostro inmutable.

Entonces le di cuenta de todo lo que sabía y de cómo llegué a saberlo; con la única reserva de que le di a entender que sabía por la señorita Havisham lo que, en realidad, conocía gracias a Wemmick. En eso fui muy cuidadoso. Y ni siquiera miré hacia Wemmick hasta que hubo permanecido silencioso unos instantes con la mirada fija en la del señor Jaggers. Cuando por fin volví los ojos hacia el señor Wemmick, observé que había tomado la pluma y que estaba muy atento en su trabajo.

—¡Ah! —dijo por fin el señor Jaggers mientras se dirigía a los papeles que tenía en la mesa—. ¿En qué estábamos, Wemmick, cuando entró el señor Pip?

No pude resignarme a ser olvidado de tal modo y le dirigí una súplica apasionada, casi indignada, para que fuese más franco y leal conmigo. Le recordé las falsas esperanzas en que había vivido, el mucho tiempo que las alimenté y los descubrimientos que había hecho; además, aludí al peligro que me tenía conturbado. Me representé como digno de merecer un poco más de confianza por su parte, a cambio de la que yo acababa de demostrarle. Le dije que no le censuraba, ni me inspiraba ningún recelo ni sospecha alguna, sino que deseaba tan sólo que confirmase lo que yo creía ser verdad. Y si quería preguntarme por qué deseaba todo eso y por qué me parecía tener algún derecho a conocer estas cosas, entonces le diría, por muy poca importancia que él diese a tan pobres ensueños, que había amado a Estella con toda mi alma y desde muchos años atrás, y que, a pesar de haberla perdido y de que mi vida había de ser triste y solitaria, todo lo que se refiriese a ella me era más querido que otra cosa cualquiera en el mundo. Y observando que el señor Jaggers permanecía mudo y silencioso y, en apariencia, tan obstinado como siempre, a pesar de mi súplica, me volví a Wemmick y le dije:

—Wemmick, sé que es usted un hombre de buen corazón. He tenido ocasión de visitar su agradable morada y a su anciano padre, así como conozco todos los inocentes entretenimientos con los que alegra usted su vida de negocios. Y le ruego que diga al señor Jaggers una palabra en mi favor y le demuestre que, teniéndolo todo en cuenta, debería ser un poco más franco conmigo.

Jamás he visto a dos hombres que se miraran de un modo más raro que el señor Jaggers y Wemmick, después de pronunciar este apóstrofe. En el primer instante llegué a temer que Wemmick fuese despedido en el acto; pero recobré el ánimo al notar que la expresión del rostro de Jaggers se fundía en algo parecido a una sonrisa y que Wemmick parecía más atrevido.

—¿Qué es esto? —preguntó el señor Jaggers—. ¿Usted tiene un padre anciano y goza de toda suerte de agradables entretenimientos?

—¿Y qué? —replicó Wemmick—. ¿Qué importa eso si no lo traigo a la oficina?

—Pip —dijo el señor Jaggers poniéndome la mano sobre el brazo y sonriendo francamente—, este hombre debe de ser el más astuto impostor de Londres.

—Nada de eso —replicó Wemmick, envalentonado—. Creo que usted es otro que tal.

Y cambiaron una mirada igual a la anterior, cada uno de ellos recelando que el otro le engañaba.

—¿Usted, con una agradable morada? —dijo el señor Jaggers.

—Toda vez que eso no perjudica en nada la marcha de los negocios —replicó Wemmick—, puede usted olvidarlo por completo. Y ahora ha llegado la ocasión de que le diga, señor, que no me sorprendería absolutamente nada que, por su parte, esté procurando gozar de una agradable morada cualquier día de éstos, cuando ya se haya cansado de todo este trabajo.

El señor Jaggers movió dos o tres veces la cabeza y, positivamente, suspiró.

—Pip —dijo luego—, no hablemos de esos «pobres ensueños». Sabe usted más que yo de algunas cosas, pues tiene informes más recientes que los míos. Pero, con respecto a lo demás, voy a ponerle un ejemplo, aunque advirtiéndole que no admito ni confieso nada.

Esperó mi declaración de haber entendido perfectamente que, de un modo claro y expreso, no admitía ni confesaba cosa alguna.

—Ahora, Pip —añadió el señor Jaggers—, suponga usted lo que sigue: suponga que una mujer, en las circunstancias que ha expresado usted, tenía oculta a su hija y que se vio obligada a mencionar tal detalle a su consejero legal cuando éste le comunicó la necesidad de estar enterado de todo, para saber, con vistas a la defensa, la realidad de lo ocurrido acerca de la niña. Supongamos que, al mismo tiempo, tuviese el encargo de buscar una niña para una señora excéntrica y rica que se proponía criarla y adoptarla.

—Sigo su razonamiento, caballero.

—Supongamos que el consejero legal viviera rodeado de una atmósfera de maldad y que acerca de los niños no veía otra cosa sino que eran engendrados en gran número y que estaban destinados a una destrucción segura. Sigamos suponiendo que, con la mayor frecuencia, veía y asistía a solemnes juicios contra niños acusados de hechos criminales, y que los pobrecillos se sentaban en el banquillo de los acusados para que todo el mundo los viese; supongamos aún que todos los días veía cómo se les encarcelaba, se les azotaba, se les transportaba, se les abandonaba o se les echaba de todas partes, ya de antemano calificados como carne de presidio, y que los desgraciados no crecían más que para ser ahorcados. Supongamos que casi todos los niños que tenía ocasión de ver en sus ocupaciones diarias podía considerarlos como freza que acabaría convirtiéndose en peces que sus redes cogerían un día a otro, y que serían acusados, defendidos, condenados, dejados en la orfandad y molestados de un modo a otro.

—Ya comprendo, señor.

—Sigamos suponiendo, Pip, que había una hermosa niña de aquel montón que podía ser salvada; a la cual su padre creía muerta y por la cual no se atrevía a hacer indagación ni movimiento alguno, y con respecto a cuya madre el consejero legal tenía este poder: «Sé lo que has hecho y cómo lo hiciste. Hiciste eso y lo de más allá y luego tomaste tales y tales precauciones para evitar las sospechas. He adivinado todos tus actos, y te lo digo para que tu sepas. Sepárate de la niña, a no ser que sea necesario presentarla para demostrar tu inocencia, y en tal caso no dudes de que aparecerá en el momento conveniente. Entrégame a la niña y yo haré cuanto me sea posible para ponerte en libertad. Si te salvas, también se salvará tu niña; si eres condenada, tu hija, por lo menos, se habrá salvado.» Supongamos que se hizo así y que la mujer fue absuelta.

—Entiendo perfectamente.

—Pero ya he advertido que no admito que eso sea verdad y que no confieso nada.

—Queda entendido que usted no admite nada de eso.

Y Wemmick repitió:

—No admite nada.

—Supongamos aún, Pip, que la pasión y el miedo a la muerte había alterado algo la inteligencia de aquella mujer y que, cuando se vio en libertad, tenía miedo del mundo y se fue con su consejero legal en busca de un refugio. Supongamos que él la admitió y que dominó su antiguo carácter feroz y violento, advirtiéndole, cada vez que se exteriorizaba en lo más mínimo, que estaba todavía en su poder como cuando fue juzgada. ¿Comprende usted ese caso imaginario?

—Por completo.

—Supongamos, además, que la niña creció y que se casó por dinero. La madre vivía aún y el padre también. Demos por supuesto que el padre y la madre, sin saber nada uno de otro, vivían a tantas o cuantas millas de distancia, o yardas, si le parece mejor. Que el secreto seguía siéndolo, pero que usted ha logrado sorprenderlo. Suponga esto último y reflexione ahora con el mayor cuidado.

—Ya lo hago.

—Y también ruego a Wemmick que reflexione cuidadosamente.

—Ya lo hago —contestó Wemmick.

—¿En beneficio de quién puede usted revelar el secreto? ¿En beneficio del padre? Me parece que no por eso se mostraría más indulgente con la madre. ¿En beneficio de la madre? Creo que si cometió el crimen, más segura estaría donde se halle ahora. ¿En beneficio de la hija? No creo que le diera mucho gusto el conocer a tales ascendientes, ni que de ello se enterase su marido; tampoco le sería muy útil volver a la vida de deshonra de que ha estado separada por espacio de veinte años y que ahora se apoderaría de ella para toda su existencia hasta el fin de sus días. Pero añadamos a nuestras suposiciones que usted amaba a esa joven, Pip, y que la hizo objeto de esos «pobres ensueños» que en una u otra ocasión se han albergado en las cabezas de más hombres de los que se imagina. Pues antes que revelar este secreto, Pip, creo mejor que, sin pensarlo más, se cortara usted la mano izquierda, que ahora lleva vendada, y luego pasara el cuchillo a Wemmick para que también le cortase la derecha.

Miré a Wemmick, cuyo rostro tenía una expresión grave. Sin cambiarla, se tocó los labios con su índice, y en ello le imitamos el señor Jaggers y yo.

—Ahora, Wemmick —añadió Jaggers recobrando su tono habitual—, dígame usted dónde estábamos cuando entró el señor Pip.

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