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Authors: Charles Dickens

Grandes esperanzas (72 page)

BOOK: Grandes esperanzas
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Piadosamente, esperaba y rogaba que muriese antes de que llegara el día de la ejecución de la sentencia; pero, ante el temor de que durase más su vida, aquella misma noche redacté una súplica al secretario del Ministerio de Estado expresando cómo le conocí y diciendo que había regresado por mi causa. Mis palabras fueron tan fervientes y patéticas como me fue posible, y cuando hube terminado aquella petición y la mandé, redacté otras para todas las autoridades de cuya compasión más esperaba, y hasta dirigí una al monarca. Durante varios días y noches después de su sentencia no descansé, exceptuando los momentos en que me quedaba dormido en mi silla, pues estaba completamente absorbido por el resultado que pudieran tener mis peticiones. Y después de haberlas expedido no me era posible alejarme de los lugares en que se hallaban, porque me sentía más animado cuando estaba cerca de ellas. En aquella poco razonable intranquilidad y en el dolor mental que sufría, rondaba por las calles inmediatas a aquellas oficinas a donde dirigiera las peticiones. Y aún ahora, las calles del oeste de Londres, en las noches frías de primavera, con sus mansiones de aspecto severo y sus largas filas de faroles, me resultan tristísimas por el recuerdo.

Las visitas que podía hacerle habían sido acortadas, y la guardia que se ejercía junto a él era mucho más cuidadosa. Tal vez temiendo, viendo o figurándome que sospechaban en mí la intención de llevarle algún veneno, solicité que me registrasen antes de sentarme junto a su lecho, y ante el oficial que siempre estaba allí me manifesté dispuesto a hacer cualquier cosa que pudiese probarle la sinceridad y la rectitud de mis intenciones. Nadie nos trataba mal ni a él ni a mí. Era preciso cumplir el deber, pero lo hacían sin la menor rudeza. El oficial me aseguraba siempre que estaba peor, y en esta opinión coincidían otros penados enfermos que había en la misma sala, así como los presos que les cuidaban como enfermeros, desde luego malhechores, pero, a Dios gracias, no incapaces de mostrarse bondadosos.

A medida que pasaban los días, observé que cada vez se quedaba con más gusto echado de espaldas y mirando al blanco techo, mientras en su rostro parecía haber desaparecido la luz, hasta que una palabra mía lo alumbraba por un momento y volvía a ensombrecerse luego. Algunas veces no podía hablar nada o casi nada; entonces me contestaba con ligeras presiones en la mano, y yo comprendía bien su significado.

Había llegado a diez el número de días cuando observé en él un cambio mucho mayor de cuantos había notado. Sus ojos estaban vueltos hacia la puerta y parecieron iluminarse cuando yo entré.

—Querido Pip —me dijo así que estuve junto a su cama—. Me figuré que te retrasabas, pero ya comprendí que eso no era posible.

—Es la hora exacta —le contesté—. He estado esperando a que abriesen la puerta.

—Siempre lo esperas ante la puerta, ¿no es verdad, querido Pip?

—Sí. Para no perder ni un momento del tiempo que nos conceden.

—Gracias, querido Pip, muchas gracias. Dios te bendiga. No me has abandonado nunca, querido muchacho.

En silencio le oprimí la mano, porque no podía olvidar que en una ocasión me había propuesto abandonarle.

—Lo mejor —añadió— es que siempre has podido estar más a mi lado desde que fui preso que cuando estaba en libertad. Eso es lo mejor.

Estaba echado de espaldas y respiraba con mucha dificultad. A pesar de sus palabras y del cariño que me demostraba, era evidente que su rostro se iba poniendo cada vez más sombrío y que la mirada era cada vez más vaga cuando se fijaba en el blanco techo.

—¿Sufre usted mucho hoy?

—No me quejo de nada, querido Pip.

—Usted no se queja nunca.

Había pronunciado ya sus últimas palabras. Sonrió, y por el contacto de su mano comprendí que deseaba levantar la mía y apoyarla en su pecho. Lo hice así, él volvió a sonreír y luego puso sus manos sobre la mía.

Pasaba el tiempo de la visita mientras estábamos así; pero al mirar alrededor vi que el director de la cárcel estaba a mi lado y que me decía:

—No hay necesidad de que se marche usted todavía.

Le di las gracias y le pregunté:

—¿Puedo hablarle, en caso de que me oiga?

El director se apartó un poco e hizo seña al oficial para que le imitase. Tal cambio se efectuó sin el menor ruido, y entonces el enfermo pareció recobrar la vivacidad de su plácida mirada y volvió los ojos hacia mí con el mayor afecto.

—Querido Magwitch. Voy a decirle una cosa. ¿Entiende usted mis palabras?

Sentí una ligera presión en mis manos.

—En otro tiempo tuvo usted una hija a la que quería mucho y a la que perdió.

Sentí en la mano una presión más fuerte.

—Pues vivió y encontró poderosos amigos. Todavía vive. Es una dama y muy hermosa. Yo la amo.

Con un último y débil esfuerzo que habría sido infructuoso de no haberle ayudado yo, llevó mi mano a sus labios. Luego, muy despacio, la dejó caer otra vez sobre su pecho y la cubrió con sus propias manos. Recobró otra vez la plácida mirada que se fijaba en el blanco techo, pero ésta pronto desapareció y su cabeza cayó despacio sobre su pecho.

Acordándome entonces de lo que habíamos leído juntos, pensé en los dos hombres que subieron al
Temple
para orar, y comprendí que junto a su lecho no podía decir nada mejor que:

—¡Oh Dios mío! ¡Sé misericordioso con este pecador!

CAPITULO LVII

Como estaba abandonado a mí mismo, avisé mi intención de dejar libres las habitaciones que ocupaba en el
Temple
en cuanto terminase legalmente mi contrato de arrendamiento y que mientras tanto las realquilaría. En seguida puse albaranes en las ventanas, porque como tenía muchas deudas y apenas algún dinero, empecé a alarmarme seriamente acerca del estado de mis asuntos. Mejor debiera escribir que debería haberme alarmado, de tener bastante energía y clara percepción mental para darme cuenta de alguna verdad, aparte del hecho de que me sentía muy enfermo. Los últimos sucesos me habían dado energía bastante para aplazar la enfermedad, pero no para vencerla; luego vi que iba a apoderarse de mí, y poco me importaba lo demás, porque nada me daba cuidado alguno.

Durante uno o dos días estuve echado en el sofá, en el suelo..., en cualquier parte, según diese la casualidad de que me cayera en un lugar o en otro. Tenía la cabeza pesada y los miembros doloridos, pero ningún propósito ni ninguna fuerza. Luego llegó una noche que me pareció de extraordinaria duración y que pasé sumido en la ansiedad y el horror; y cuando, por la mañana, traté de sentarme en la cama y reflexionar acerca de todo aquello, vi que era tan incapaz de una cosa como de otra.

Ignoro si, en realidad, estuve en Garden Court, en plena noche, buscando la lancha que me figuraba hallaría allí, o si dos o tres veces me di cuenta, aterrado, de que estaba en la escalera y, sin saber cómo, había salido de la cama; otra vez me pareció verme en el momento de encender la lámpara, penetrado de la idea de que él subía la escalera y de que todas las demás luces estaban apagadas; también me molestó bastante una conversación, unas carcajadas y unos gemidos de alguien, y hasta llegué a sospechar que tales gemidos los hubiese proferido yo mismo; en otra ocasión creí ver en algún oscuro rincón de la estancia una estufa de hierro, y me pareció oír una voz que repetidamente decía que la señorita Havisham se estaba consumiendo dentro. Todo eso quise aclararlo conmigo mismo y poner algún orden en mis ideas cuando, aquella mañana, me vi en la cama. Pero entre ellas y yo se interponía el vapor de un horno de cal, desordenándolas por completo, y a través de aquel vapor fue cuando vi a dos hombres que me miraban.

—¿Qué quieren ustedes? —pregunté sobresaltado—. No los conozco.

—Perfectamente, señor —replicó uno de ellos inclinándose y tocándome el hombro—. Éste es un asunto que, según creo, podrá usted arreglar en breve; pero, mientras tanto, queda detenido.

—¿A cuánto asciende la deuda?

—A ciento veintitrés libras esterlinas, quince chelines y seis peniques. Creo que es la cuenta del joyero.

—¿Qué puedo hacer?

—Lo mejor es ir a mi casa —dijo aquel hombre—. Tengo una habitación bastante confortable.

Hice algunos esfuerzos para levantarme y vestirme. Cuando me fijé en ellos de nuevo, vi que estaban a alguna distancia de la cama y mirándome. Yo seguía echado.

—Ya ven ustedes cuál es mi estado —dije—. Si pudiese, los acompañaría, pero en realidad no me es posible. Y si se me llevan, me parece que me moriré en el camino.

Tal vez me replicaron, o discutieron el asunto, o trataron de darme ánimos para que me figurase que estaba mejor de lo que yo creía. Pero como en mi memoria sólo están prendidos por tan débil hilo, no sé lo que realmente hicieron, a excepción de que desistieron de llevárseme.

Después tuve mucha fiebre y sufrí mucho. Con frecuencia, perdía la razón, y el tiempo me pareció interminable. Sé que confundí existencias imposibles con mi propia identidad; me figuré ser un ladrillo en la pared de la casa y que deseaba salir del lugar en que me habían colocado los constructores; luego creí ser una barra de acero de una enorme máquina que se movía ruidosamente y giraba como sobre un abismo, y, sin embargo, yo imploraba en mi propia persona que se detuviese la máquina, y la parte que yo constituía en ella se desprendió; en una palabra, pasé por todas esas fases de la enfermedad, según me consta por mis propios recuerdos y según comprendí en aquellos días. Algunas veces luchaba con gente real y verdadera, en la creencia de que eran asesinos; de pronto comprendía que querían hacerme algún bien, y entonces me abandonaba exhausto en sus brazos y dejaba que me tendiesen en la cama. Pero, sobre todo, comprendí que había una tendencia constante en toda aquella gente, pues, cuando yo estaba muy enfermo, me ofrecían toda suerte de extraordinarias transformaciones del rostro humano y se presentaban a mí con tamaño extraordinario; pero sobre todo, repito, observé una decidida tendencia, en todas aquellas personas, a asumir, más pronto o más tarde, el parecido de Joe.

En cuanto hubo pasado la fase más peligrosa de mi enfermedad empecé a darme cuenta de que, así como cambiaban todos los demás detalles, este rostro conocido no se transformaba en manera alguna. Cualesquiera que fuesen las variaciones por las que pasara, siempre acababa pareciéndose a Joe. Al abrir los ojos, por la noche, veía a Joe sentado junto a mi cama. Cuando los abría de día, le veía sentado junto a la semicerrada ventana y fumando en su pipa. Cuando pedía una bebida refrescante, la querida mano que me la daba era también la de Joe. Después de beber me reclinaba en mi almohada, y el rostro que me miraba con tanta ternura y esperanza era asimismo el de Joe.

Por fin, un día tuve bastante ánimo para preguntar:

—¿Es realmente Joe?

—Sí; Joe, querido Pip —me contestó aquella voz tan querida de mis tiempos infantiles.

—¡Oh Joe! ¡Me estás destrozando el corazón! Mírame enojado, Joe. ¡Pégame! Dime que soy un ingrato. No seas tan bueno conmigo.

Eso lo dije porque Joe había apoyado su cabeza en la almohada, a mi lado, y me rodeó el cuello con el brazo, feliz en extremo de que le hubiese conocido.

—Cállate, querido Pip —dijo Joe—. Tú y yo siempre hemos sido buenos amigos. Y cuando estés bien para dar un paseo, ya verás qué alondras cazamos.

Dicho esto, Joe se retiró a la ventana y me volvió la espalda mientras se secaba los ojos. Y como mi extrema debilidad me impedía levantarme a ir a su lado, me quedé en la cama murmurando, lleno de remordimientos:

—¡Dios le bendiga! ¡Dios bendiga a este hombre cariñoso y cristiano!

Los ojos de Joe estaban enrojecidos cuando le vi otra vez a mi lado; pero entonces le tomé la mano y los dos fuimos muy felices.

—¿Cuánto tiempo hace, querido Joe?

—¿Quieres saber, Pip, cuánto tiempo ha durado tu enfermedad?

—Sí, Joe.

—Hoy es el último día de mayo. Mañana es primero de junio.

—¿Y has estado siempre aquí, querido Joe?

—Casi siempre, Pip. Porque, como dije a Biddy cuando recibimos por carta noticias de tu enfermedad, carta que nos entregó el cartero, el cual, así como antes era soltero, ahora se ha casado, a pesar de que apenas le pagan los paseos que se da y los zapatos que gasta, pero el dinero no le importa gran cosa, porque ante todo deseaba casarse...

—¡Qué agradable me parece oírte, Joe! Pero te he interrumpido en lo que dijiste a Biddy.

—Pues fue —dijo Joe— que, como tú estarías entre gente extraña, y como tú y yo siempre hemos sido buenos amigos, una visita en tales momentos sería bien recibida, y Biddy me dijo: «Vaya a su lado sin pérdida de tiempo.» Éstas —añadió Joe con la mayor solemnidad— fueron las palabras de Biddy: «Vaya usted a su lado sin pérdida de tiempo.» En fin, no te engañaré mucho —añadió Joe después de graves reflexiones— si te digo que las palabras de Biddy fueron: «Sin perder un solo minuto.»

Entonces se interrumpió Joe y me informó que no debía hablar mucho y que tenía que tomar un poco de alimento con alguna frecuencia, tanto si me gustaba como si no, pues había de someterme a sus órdenes. Yo le besé la mano y me quedé quieto, en tanto que él se disponía a escribir una carta a Biddy para transmitirle mis cariñosos recuerdos.

Sin duda alguna, Biddy había enseñado a escribir a Joe. Mientras yo estaba en la cama mirándole, me hizo llorar de placer al ver el orgullo con que empezaba a escribir la carta. Mi cama, a la que se habían quitado las cortinas, había sido trasladada, mientras yo la ocupaba, a la habitación que se usaba como sala, por ser la mayor y la más ventilada. Habían quitado de allí la alfombra, y la habitación se conservaba fresca y aireada de día y de noche. En mi propio escritorio, que estaba en un rincón lleno de botellitas, Joe se dispuso a realizar su gran trabajo. Para ello escogió una pluma de entre las varias que había, como si se tratase de un cajón lleno de herramientas, y se arremangó los brazos como si se dispusiera a empuñar una palanca de hierro o un martillo de enormes dimensiones. Tuvo necesidad de apoyarse pesadamente en la mesa sobre su codo izquierdo y situar la pierna derecha hacia atrás, antes de que pudiese empezar, y, cuando lo hizo, cada uno de sus rasgos era tan lento que habría tenido tiempo de hacerlos de seis pies de largo, en tanto que cada vez que dirigía la pluma hacia arriba, yo la oía rechinar ruidosamente. Tenía la curiosa ilusión de que el tintero estaba en un lugar en donde realmente no se hallaba, y repetidas veces hundía la pluma en el espacio y, al parecer, quedaba muy satisfecho del resultado. De vez en cuando se veía interrumpido por algún serio problema ortográfico, pero en conjunto avanzaba bastante bien, y en cuanto hubo firmado con su nombre, después de quitar un borrón, trasladándolo a su cabeza por medio de los dedos, se levantó y empezó a dar vueltas cerca de la mesa, observando el resultado de su esfuerzo desde varios puntos de vista, muy satisfecho.

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