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Authors: Charles Dickens

Grandes esperanzas (75 page)

BOOK: Grandes esperanzas
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—¡Qué linda estás, querida Biddy!

—Gracias, querido Pip.

—¡Y tú, Joe, qué guapo estás también!

—Gracias, querido Pip.

Yo los miré a a los dos, primero a uno y luego a otro, y después...

—Es el día de mi boda —exclamó Biddy en un estallido de felicidad—. Acabo de casarme con Joe.

Me llevaron a la cocina, y pude reposar mi cabeza en la vieja mesa. Biddy acercó una de mis manos a sus labios, y en mi hombro sentí el dulce contacto de la mano de Joe.

—Todavía no está bastante fuerte para soportar esta sorpresa, querida mía —dijo Joe.

—Habría debido tenerlo en cuenta, querido Joe —replicó Biddy—, pero ¡soy tan feliz...!

Y estaban tan contentos de verme, tan orgullosos, tan conmovidos y tan satisfechos, que no parecía sino que, por una casualidad, hubiese llegado yo para completar la felicidad de aquel día.

Mi primera idea fue la de dar gracias a Dios por no haber dado a entender a Joe la esperanza que hasta entonces me animara. ¡Cuántas veces, mientras me acompañaba en mi enfermedad, había acudido a mis labios! ¡Cuán irrevocable habría sido su conocimiento de esto si él hubiese permanecido conmigo durante una hora siquiera!

—Querida Biddy —dije—. Tienes el mejor marido del mundo entero. Y si lo hubieses visto a la cabecera de mi cama..., pero no, no. No es posible que le ames más de lo que le amas ahora.

—No, no es posible —dijo Biddy.

—Y tú, querido Joe, tienes a la mejor esposa del mundo, y te hará tan feliz como mereces, querido, noble y buen Joe.

Éste me miró con temblorosos labios y se puso la manga delante de los ojos.

—Y ahora, Joe y Biddy, como hoy habéis estado en la iglesia y os sentís dispuestos a demostrar vuestra caridad y vuestro amor hacia toda la humanidad, recibid mi humilde agradecimiento por cuanto habéis hecho por mí, a pesar de que os lo he pagado tan mal. Y cuando os haya dicho que me marcharé dentro de una hora, porque en breve he de dirigirme al extranjero, y que no descansaré hasta haber ganado el dinero gracias al cual me evitasteis la cárcel y pueda mandároslo, no creáis, Joe y Biddy queridos, que si pudiese devolvéroslo multiplicado por mil podría pagaros la deuda que he contraído con vosotros y que dejaría de hacerlo si me fuese posible.

Ambos estaban conmovidos por mis palabras y me suplicaron que no dijese nada más.

—He de deciros aún otra cosa. Espero, querido Joe, que tendréis hijos a quienes amar y que en el rincón de esta chimenea algún pequeñuelo se sentará una noche de invierno y que os recordará a otro pequeñuelo que se marchó para siempre. No le digas, Joe, que fui ingrato; no le digas, Biddy, que fui poco generoso e injusto; decidle tan sólo que os honré a los dos por lo buenos y lo fieles que fuisteis y que, como hijo vuestro, yo dije que sería muy natural en él el llegar a ser un hombre mucho mejor que yo.

—No le diremos —replicó Joe cubriéndose todavía los ojos con la manga—, no le diremos nada de eso, Pip, y Biddy tampoco se lo dirá. Ninguno de los dos.

—Y ahora, a pesar de constarme que ya lo habéis hecho en vuestros bondadosos corazones, os ruego que me digáis si me habéis perdonado. Dejadme que oiga como me decís estas palabras, a fin de que pueda llevarme conmigo el sonido de ellas, y así podré creer que confiáis en mí y que me tendréis en mejor opinión en los tiempos venideros.

—¡Oh querido Pip! —exclamó Joe—. ¡Dios sabe que te perdono, en caso de que tenga algo que perdonarte!

—¡Amén! ¡Y Dios sabe que yo pienso lo mismo! —añadió Biddy.

—Ahora dejadme subir para que contemple por última vez mi cuartito y para que permanezca en él sólo durante algunos instantes. Y luego, cuando haya comido y bebido con vosotros, acompañadme, Joe y Biddy, hasta el poste indicador del pueblo, antes de que nos despidamos definitivamente.

Vendí todo lo que tenía, reuní tanto como me fue posible para llegar a un acuerdo con mis acreedores, que me concedieron todo el tiempo necesario para pagarles, y luego me marché para reunirme con Herbert. Un mes después había abandonado Inglaterra, y dos meses más tarde era empleado de «Clarriker & Co.». Pasados cuatro meses, ya tomé los asuntos bajo mi exclusiva responsabilidad, porque la viga que atravesaba el techo de la sala de la casa de Mill Pond Bank donde viviera Provis había cesado de temblar a impulsos de los gruñidos y de los golpes de Bill Barley, y allí reinaba absoluta paz. Herbert había regresado a Inglaterra para casarse con Clara, y yo me quedé como único jefe de la sucursal de Oriente hasta que él regresara.

Varios años pasaron antes de que yo fuese socio de la casa; pero fui feliz con Herbert y su esposa. Viví con frugalidad, pagué mis deudas y mantuve constante correspondencia con Biddy y Joe. Cuando fui socio a mi vez, Clarriker me hizo traición con respecto a Herbert; entonces declaró el secreto de las razones por las cuales Herbert había sido asociado a la casa, añadiendo que el tal secreto pesaba demasiado en su conciencia y no tenía más remedio que divulgarlo. Así, pues, lo hizo, y Herbert se quedó tan conmovido como asombrado, pero no por eso fuimos mejores amigos que antes. No debe creer el lector que nuestra firma era muy importante y que acumulábamos enormidades de dinero. Nuestros negocios eran limitados, pero teníamos excelente reputación y ganábamos lo suficiente para vivir. La habilidad y la actividad de Herbert eran tan grandes, que muchas veces me pregunté cómo pude figurarme ni por un momento que era un hombre inepto. Pero por fin comprendí que tal vez la ineptitud no estuvo en él, sino en mí.

CAPITULO LIX

 

Por espacio de once años no había visto a Joe ni a Biddy con los ojos del cuerpo, aunque con mucha frecuencia habían estado presentes ante los de mi alma. Una noche de diciembre, una hora o dos después de oscurecer, apoyé suavemente la mano en el picaporte de la vieja puerta de la cocina. Lo hice con tanta suavidad que no me oyó nadie, y, sin que se dieran cuenta de mi presencia, miré al interior. Allí, fumando su pipa en el lugar acostumbrado ante la luz del fuego, tan fuerte y tan robusto como siempre, aunque con los cabellos grises, estaba Joe; y, protegido en un rincón por la pierna de éste y sentado en mi taburetito, vi que, mirando al fuego, estaba... ¿yo mismo, acaso?

—Le dimos el nombre de Pip en recuerdo tuyo —dijo Joe, alegre en extremo, cuando yo me senté en otro taburete al lado del niño (aunque me guardé muy bien de mesarle el cabello) y esperamos que se parecerá bastante a ti.

Así pensaba yo también, y a la mañana siguiente me lo llevé a dar un paseo. Hablamos mucho, y mutuamente nos comprendimos a la perfección. Luego le llevé al cementerio, le hice sentar en determinada tumba y él me mostró desde aquel lugar la losa consagrada a la memoria de «Felipe Pirrip, último de la parroquia, y también de Georgiana, esposa del anterior».

—Biddy —dije al hablar con ella después de comer y mientras su hijito dormía en su regazo—. Es preciso que me des a Pip, o me lo prestes.

—De ningún modo —contestó Biddy cariñosamente—. Es preciso que te cases.

—Lo mismo me dicen Herbert y Clara, pero yo no soy de la misma opinión, Biddy. Me he establecido ya en su casa de un modo tan permanente, que no es fácil que esto ocurra. Soy un solterón a perpetuidad.

Biddy miró al niño, se llevó su manecita a los labios y luego, con la misma mano bondadosa, me tocó la mía. En aquella acción y en la ligera presión de la sortija de boda de Biddy hubo algo que en sí era muy elocuente.

—Querido Pip —dijo Biddy—. ¿Estás seguro de no sentirte enojado con ella?

—¡Oh, no! Me parece que no, Biddy.

—Dímelo como a una antigua amiga. ¿La has olvidado ya?

—Mi querida Biddy, no he olvidado en mi vida nada que se haya relacionado con este lugar. Pero aquel pobre sueño, como solía llamarlo, ha desaparecido por completo.

Pero aún, mientras decía estas palabras, estaba convencido de mi deseo secreto de volver a visitar el lugar en que existiera la antigua casa, y en recuerdo de ella. Sí: en recuerdo de Estella.

Habíame enterado de que su vida era muy desgraciada; de que se separó de su marido, que la trataba con la mayor crueldad y que llegó a ser famoso por su orgullo, su avaricia, su brutalidad y su bajeza. También me enteré de la muerte de su marido a causa de un accidente debido al mal trato que dio a un caballo. Esta liberación de Estella ocurrió dos años antes y, según me figuraba, se habría casado ya otra vez.

Como en casa de Joe se comía temprano, tenía tiempo más que suficiente, sin necesidad de apresurar el rato de charla con Biddy, para ir a hacer la visita deseada antes de que oscureciese. Pero como me entretuve mucho por el camino, mirando cosas que recordaba y pensando en los tiempos pasados, declinaba ya el día cuando llegué allí.

Ya no existía la casa, ni la fábrica de cerveza, ni construcción alguna, a excepción de la tapia del antiguo jardín. El terreno había sido rodeado con una mala cerca, y mirando por encima de ella observé que parte de la antigua hiedra había retoñado y crecía verde y fresca sobre los montones de ruinas. Como la puerta de esa cerca estaba entreabierta, la acabé de abrir y penetré en el recinto.

Una niebla fría y plateada envolvía el atardecer, y la luna no había salido para disiparla. Pero las estrellas brillaban más allá de la niebla y salía ya la luna, de modo que la noche no era oscura. Distinguí perfectamente dónde había estado la antigua casa, la fábrica de cerveza, las puertas y los barriles. Después de esto y cuando miraba la desolada cerca del jardín, vi en él a una figura solitaria.

Ésta pareció haberme descubierto también mientras yo avanzaba. Hasta entonces se había ido acercando, pero luego se quedó quieta. Yo me aproximé y me di cuenta de que era una mujer. Y, al acercarme más, estuvo a punto de alejarse, pero por fin se detuvo, permitiéndome llegar a su lado. Luego, como si estuviera muy sorprendida, pronunció mi nombre, y yo, al reconocerla, exclamé:

—¡Estella!

—Estoy muy cambiada. Me extraña que me reconozca usted.

En realidad, había perdido la lozanía de su belleza, pero aún conservaba su indescriptible majestad y su extraordinario encanto. Esos atractivos ya los conocía, pero lo que nunca vi en otros tiempos era la luz suavizada y entristecida de aquellos ojos, antes tan orgullosos, y lo que nunca sentí en otro tiempo fue el contacto amistoso de aquella mano, antes insensible.

Nos sentamos en un banco cercano, y entonces dije:

—Después de tantos años es realmente extraño, Estella, que volvamos a encontrarnos en el mismo lugar que nos vimos por vez primera. ¿Viene usted aquí a menudo?

—Desde entonces no había vuelto.

—Yo tampoco.

La luna empezó a levantarse, y me recordó aquella plácida mirada al techo blanco, que ya había pasado, y recordé también la presión en mi mano en cuanto yo hube pronunciado las últimas palabras que él oyó en este mundo.

Estella fue la primera en romper el silencio que reinaba entre nosotros.

—Muchas veces había esperado, proponiéndome volver, pero me lo impidieron numerosas circunstancias. ¡Pobre, pobre lugar éste!

La plateada niebla estaba ya iluminada por los primeros rayos de luz de la luna, que también alumbraban las lágrimas que derramaban sus ojos. Entonces, ignorando que yo las veía y ladeándose para ocultarlas, añadió:

—¿Se preguntaba usted, acaso, mientras paseaba por aquí, cómo ha llegado a transformarse este lugar?

—Sí, Estella.

—El terreno me pertenece. Es la única posesión que no he perdido. Todo lo demás me ha sido arrebatado poco a poco; pero pude conservar esto. Fue el objeto de la única resistencia resuelta que llegué a hacer en los miserables años pasados.

—¿Va a construirse algo aquí?

—Sí. Y he venido a darle mi despedida antes de que ocurra este cambio. Y usted —añadió con voz tierna para una persona que, como yo, vivía errante—, ¿vive usted todavía en el extranjero?

—Sí.

—¿Le va bien?

—Trabajo bastante, pero me gano la vida y, por consiguiente..., sí, sí, me va bien.

—Muchas veces he pensado en usted —dijo Estella.

—¿De veras?

—Últimamente con mucha frecuencia. Pasó un tiempo muy largo y muy desagradable, cuando quise alejar de mi memoria el recuerdo de lo que desdeñé cuando ignoraba su valor; pero, a partir del momento en que mi deber no fue incompatible con la admisión de este recuerdo, le he dado un lugar en mi corazón.

—Pues usted siempre ha ocupado un sitio en el mío —contesté.

Guardamos nuevamente silencio, hasta que ella habló, diciendo:

—Poco me figuraba que me despediría de usted al despedirme de este lugar. Me alegro mucho de que sea así.

—¿Se alegra de que nos despidamos de nuevo, Estella? Para mí, las despedidas son siempre penosas. Para mí, el recuerdo de nuestra última despedida ha sido siempre triste y doloroso.

—Usted me dijo —replicó Estella con mucha vehemencia—: «¡Dios la bendiga y la perdone!» Y si entonces pudo decirme eso, ya no tendrá inconveniente en repetírmelo ahora, ahora que el sufrimiento ha sido más fuerte que todas las demás enseñanzas y me ha hecho comprender lo que era su corazón. He sufrido mucho; mas creo que, gracias a eso, soy mejor ahora de lo que era antes. Sea considerado y bueno conmigo, como lo fue en otro tiempo, y dígame que seguimos siendo amigos.

—Somos amigos —dije levantándome e inclinándome hacia ella cuando se levantaba a su vez.

—Y continuaremos siendo amigos, aunque vivamos lejos uno de otro —dijo Estella.

Yo le tomé la mano y salimos de aquel desolado lugar. Y así como las nieblas de la mañana se levantaron, tantos años atrás, cuando salí de la fragua, del mismo modo las nieblas de la tarde se levantaban ahora, y en la dilatada extensión de luz tranquila que me mostraron, ya no vi la sombra de una nueva separación entre Estella y yo.

 

FIN

 

[1]
Traducción literal de la frase «in pleu», que equivale a «esposa del antes mencionado», o sea «del anterior».

[2]
Viejo Clemente

[3]
Antigua prisión de Londres.

[4]
En Inglaterra y otros países, las ventanas de las casas se abren como las de los tranvías.

[5]
Tribunal de lo Criminal en Londres.

[6]
Pintor flamenco.

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