Grandes esperanzas

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Authors: Charles Dickens

BOOK: Grandes esperanzas
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El personaje central de Grandes Esperanzas es un muchacho humilde, de una pequeña aldea, cuya vida cambia bajo la influencia de un misterioso bienhechor y la pasión desatada por unos dramáticos amores. El mundo extraordinariamente humano, detallista, de Dickens y la psicología de sus personajes revelan la maestría del novelista. La realidad de la vida cotidiana y la fantasía, se dan la mano en esta obra capital del autor, una de las más atractivas de la literatura inglesa del siglo XIX.

Charles Dickens

Grandes esperanzas

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11.08.11

GRANDES ESPERANZAS
Charles Dickens

CAPITULO I

Como mi apellido es Pirrip y mi nombre de pila Felipe, mi lengua infantil, al querer pronunciar ambos nombres, no fue capaz de decir nada más largo ni más explícito que Pip. Por consiguiente, yo mismo me llamaba Pip, y por Pip fui conocido en adelante.

Digo que Pirrip era el apellido de mi familia fundándome en la autoridad de la losa sepulcral de mi padre y de la de mi hermana, la señora Joe Gargery, que se casó con un herrero. Como yo nunca conocí a mi padre ni a mi madre, ni jamás vi un retrato de ninguno de los dos, porque aquellos tiempos eran muy anteriores a los de la fotografía, mis primeras suposiciones acerca de cómo serían mis padres se derivaban, de un modo muy poco razonable, del aspecto de su losa sepulcral. La forma de las letras esculpidas en la de mi padre me hacía imaginar que fue un hombre cuadrado, macizo, moreno y con el cabello negro y rizado. A juzgar por el carácter y el aspecto de la inscripción «También Georgiana, esposa del anterior» deduje la infantil conclusión de que mi madre fue pecosa y enfermiza. A cinco pequeñas piedras de forma romboidal, cada una de ellas de un pie y medio de largo, dispuestas en simétrica fila al lado de la tumba de mis padres y consagradas a la memoria de cinco hermanitos míos que abandonaron demasiado pronto el deseo de vivir en esta lucha universal, a estas piedras debo una creencia, que conservaba religiosamente, de que todos nacieron con las manos en los bolsillos de sus pantalones y que no las sacaron mientras existieron.

Éramos naturales de un país pantanoso, situado en la parte baja del río y comprendido en las revueltas de éste, a veinte millas del mar. Mi impresión primera y más vívida de la identidad de las cosas me parece haberla obtenido a una hora avanzada de una memorable tarde. En aquella ocasión di por seguro que aquel lugar desierto y lleno de ortigas era el cementerio; que Felipe Pirrip, último que llevó tal nombre en la parroquia, y también Georgiana, esposa del anterior, estaban muertos y enterrados; que Alejandro, Bartolomé, Abraham, Tobias y Roger, niños e hijos de los antes citados, estaban también muertos y enterrados; que la oscura y plana extensión de terreno que había más allá del cementerio, en la que abundaban las represas, los terraplenes y las puertas y en la cual se dispersaba el ganado para pacer, eran los marjales; que la línea de color plomizo que había mucho mas allá era el río; que el distante y salvaje cubil del que salía soplando el viento era el mar, y que el pequeño manojo de nervios que se asustaba de todo y que empezaba a llorar era Pip.

—¡Estáte quieto! —gritó una voz espantosa, en el momento en que un hombre salía de entre las tumbas por el lado del pórtico de la iglesia—. ¡Estáte quieto, demonio, o te corto el cuello!

Era un hombre terrible, vestido de basta tela gris, que arrastraba un hierro en una pierna. Un hombre que no tenía sombrero, que calzaba unos zapatos rotos y que en torno a la cabeza llevaba un trapo viejo. Un hombre que estaba empapado de agua y cubierto de lodo, que cojeaba a causa de las piedras, que tenía los pies heridos por los cantos agudos de los pedernales; que había recibido numerosos pinchazos de las ortigas y muchos arañazos de los rosales silvestres; que temblaba, que miraba irritado, que gruñía, y cuyos dientes castañeteaban en su boca cuando me cogió por la barbilla.

—¡Oh, no me corte el cuello, señor! —rogué, atemorizado—. ¡Por Dios, no me haga, señor!

—¿Cómo te llamas? —exclamó el hombre—. ¡Aprisa!

—Pip, señor.

—Repítelo —dijo el hombre, mirándome—. Vuelve a decírmelo.

—Pip, Pip, señor.

—Ahora indícame dónde vives. Señálalo desde aquí.

Yo indiqué la dirección en que se hallaba nuestra aldea, en la llanura contigua a la orilla del río, entre los alisos y los árboles desmochados, a cosa de una milla o algo más desde la iglesia.

Aquel hombre, después de mirarme por un momento, me cogió y, poniéndome boca abajo, me vació los bolsillos. No había en ellos nada más que un pedazo de pan. Cuando la iglesia volvió a tener su forma —porque fue aquello tan repentino y fuerte, el ponerme cabeza abajo, que a mí me pareció ver el campanario a mis pies—, cuando la iglesia volvió a tener su forma, repito, me vi sentado sobre una alta losa sepulcral, temblando de pies a cabeza, en tanto que él se comía el pedazo de pan con hambre de lobo.

—¡Sinvergüenza! —exclamó aquel hombre lamiéndose los labios—. ¡Vaya unas mejillas que has echado!

Creo que, en efecto, las tenía redondas, aunque en aquella época mi estatura era menor de la que correspondía a mis años y no se me podía calificar de niño robusto.

—¡Así me muera, si no fuese capaz de comérmelas! —dijo el hombre, moviendo la cabeza de un modo amenazador—. Y hasta me siento tentado de hacerlo.

Yo, muy serio, le expresé mi esperanza de que no lo haría y me agarré con mayor fuerza a la losa en que me había dejado, en parte, para sostenerme y también para contener el deseo de llorar.

—Oye —me preguntó el hombre—. ¿Dónde está tu madre?

—Aquí, señor —contesté.

Él se sobresaltó, corrió dos pasos y por fin se detuvo para mirar a su espalda.

—Aquí, señor —expliqué tímidamente—. «También Georgiana.» Ésta es mi madre.

—¡Oh! —dijo volviendo a mi lado—. ¿Y tu padre está con tu madre?

—Sí, señor —contesté—. Él también. Fue el último de su nombre en la parroquia.

—¡Ya! —murmuró, reflexivo—. Ahora dime con quién vives, en el supuesto de que te dejen vivir con alguien, cosa que todavía no creo.

—Con mi hermana, señor... Con la señora Joe Gargery, esposa de Joe Gargery, el herrero.

—El herrero, ¿eh? —dijo mirándose la pierna.

Después de contemplarla un rato y de mirarme varias veces, se acercó a la losa en que yo estaba sentado, me cogió con ambos brazos y me echó hacia atrás tanto como pudo, sin soltarme: de manera que sus ojos miraban con la mayor tenacidad y energía en los míos, que a su vez le contemplaban con el mayor susto.

—Escúchame ahora —dijo—. Se trata de saber si te permitiré seguir viviendo. ¿Sabes lo que es una lima?

—Sí, señor.

—¿Y sabes lo que es comida?

—Sí, señor.

Al terminar cada pregunta me inclinaba un poco más hacia atrás, a fin de darme a entender mi estado de indefensión y el peligro que corría.

—Me traerás una lima —dijo echándome hacia atrás —Y también víveres—. Y volvió a inclinarme—. Me traerás las dos cosas —añadió repitiendo la operación—. Si no lo haces, te arrancaré el corazón y el hígado—. Y para terminar me dio una nueva sacudida.

Yo estaba mortalmente asustado y tan aturdido que me agarré a él con ambas manos y le dije:

—Si quiere usted hacerme el favor de permitir que me ponga en pie, señor, tal vez no me sentiría enfermo y podría prestarle mayor atención.

Me hizo dar una tremenda voltereta, de modo que otra vez la iglesia pareció saltar por encima de la veleta. Luego me sostuvo por los brazos en posición natural en lo alto de la piedra y continuó con las espantosas palabras siguientes:

—Mañana por la mañana, temprano, me traerás esa lima y víveres. Me lo entregarás todo a mí, junto a la vieja Batería que se ve allá. Harás eso y no te atreverás a decir una palabra ni a hacer la menor señal que dé a entender que has visto a una persona como yo o parecida a mí; si lo haces así, te permitiré seguir viviendo. Si no haces lo que te mando o hablas con alguien de lo que ha ocurrido aquí, por poco que sea, te aseguro que te arrancaré el corazón y el hígado, los asaré y me los comeré. He de advertirte que no estoy solo, como tal vez te has figurado. Hay un joven oculto conmigo, en comparación con el cual yo soy un ángel. Este joven está oyendo ahora lo que te digo, y tiene un modo secreto y peculiar de apoderarse de los muchachos y de arrancarles el corazón y el hígado. Es en vano que un muchacho trate de esconderse o de rehuir a ese joven. Por mucho que cierre su puerta y se meta en la cama o se tape la cabeza, creyéndose que está seguro y cómodo, el joven en cuestión se introduce suavemente en la casa, se acerca a él y lo destroza en un abrir y cerrár de ojos. En estos momentos, y con grandes dificultades, estoy conteniendo a ese joven para que no te haga daño. Créeme que me cuesta mucho evitar que te destroce. Y ahora, ¿qué dices?

Contesté que le proporcionaría la lima y los restos de comida que pudiera alcanzar y que todo se lo llevaría a la mañana siguiente, muy temprano, para entregárselo en la Batería.

—¡Dios te mate si no lo haces! —exclamó el hombre.

Yo dije lo mismo y él me puso en el suelo.

—Ahora —prosiguió— recuerda lo que has prometido; recuerda también al joven del que te he hablado, y vete a casa.

—Bue... buenas noches, señor —tartamudeé.

—¡Ojalá las tenga buenas! —dijo mirando alrededor y hacia el marjal—. ¡Ojalá fuese una rana o una anguila!

Al mismo tiempo se abrazó a sí mismo con ambos brazos, como si quisiera impedir la dispersión de su propio cuerpo, y se dirigió cojeando hacia la cerca de poca elevación de la iglesia. Cuando se marchaba, pasando por entre las ortigas y por entre las zarzas que rodeaban los verdes montículos, iba mirando, según pareció a mis infantiles ojos, como si quisiera eludir las manos de los muertos que asomaran cautelosamente de las tumbas para agarrarlo por el tobillo y meterlo en las sepulturas.

Cuando llegó a la cerca de la iglesia, la saltó como hombre cuyas piernas están envaradas y adormecidas, y luego se volvió para observarme. Al ver que me contemplaba, volví el rostro hacia mi casa e hice el mejor uso posible de mis piernas. Pero luego miré por encima de mi hombro, y le vi que se dirigía nuevamente hacia el río, abrazándose todavía con los dos brazos y eligiendo el camino con sus doloridos pies, entre las grandes piedras que fueron colocadas en el marjal a fin de poder pasar por allí en la época de las lluvias o en la pleamar.

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