Read Grandes esperanzas Online
Authors: Charles Dickens
Sacó entonces de su bolsillo una abultada cartera, de la que rebosaban los papeles, y la tiró sobre la mesa.
—Aquí hay algo que gastar, querido Pip. Todo eso es tuyo. Todo lo que yo he ganado no me pertenece, sino que es tuyo. No tengas el menor reparo en gastarlo. Hay mucho más en el lugar de donde ha salido eso. Yo he venido a mi país para ver a mi caballero gastar el dinero como a tal. Esto es lo que me dará el mayor placer de mi vida. Lo que más me gustará será ver cómo lo gastas. Y achica a todo el mundo —dijo levantándose, mirando alrededor de la estancia y haciendo chasquear sus dedos—. Achícalos a todos, desde el juez que se adorna con su peluca hasta el colono que con sus caballos levanta el polvo de las carreteras. Quiero demostrarles que mi caballero vale más que todos ellos.
—Espere —dije, asustado y asqueado—; deseo hablar con usted. Quiero convenir con usted lo que debe hacerse. Ante todo, deseo saber cómo podemos alejar de usted todo peligro, cuánto tiempo va a estar conmigo y qué proyectos tiene.
—Mira, Pip —dijo posando su mano en mi brazo, con tono alterado y en voz baja—, ante todo, escúchame. Hace un momento me olvidé de mí mismo. Todo lo que te dije era algo ridículo, eso es, ridículo. Ahora, Pip, no te acuerdes de lo que te he dicho. No volveré a hablarte de esa manera.
—Ante todo —continué, muy alarmado—, ¿qué precauciones pueden tomarse para evitar que le reconozcan y le prendan?
—No, querido Pip —dijo en el mismo tono—, lo primero no es eso. Lo primero es lo primero. No he pasado tantos años haciendo de ti un caballero para que no sepa ahora lo que se le debe. Mira, Pip, me he enternecido, eso es. Olvídalo, muchacho.
Una sensación de triste comicidad me hizo prorrumpir en una forzada carcajada al contestar:
—Ya lo he olvidado. Por Dios, hágame el favor de no insistir acerca de ello.
—Sí, pero mira —repitió—. No he venido para enternecerte. Ahora, continúa, querido muchacho. Decías...
—¿Cómo habré de protegerle a usted del peligro a que se expone?
—Mira, querido Pip, el peligro no es tan grande como te figuras. Según me dijeron, no es tan grave como parece. Conocen mi secreto Jaggers, Wemmick y tú. ¿Quién más estará enterado?
—¿No hay probabilidades de que le reconozcan a usted por la calle? —pregunté.
—En realidad, pocas personas me reconocerían —replicó—. Además, como ya puedes comprender, no tengo la intención de anunciar en los periódicos que A. M. ha vuelto de Botany Bay.
[7]
Han pasado muchos años, y ¿a quién le puede interesar mi captura? Y sigue fijándote, Pip. Aunque el peligro hubiera sido cincuenta veces mayor, yo habría hecho este viaje para verte, de la misma manera que ahora.
—¿Y cuánto tiempo piensa usted estar aquí?
—¿Cuánto tiempo? —preguntó quitándose de la boca su negra pipa y mirándome—. No pienso volver. He venido para quedarme.
—¿Dónde va usted a vivir? —preguntó—. ¿Qué haremos con usted? ¿En dónde estará seguro?
—Querido Pip —replicó—, se pueden comprar patillas postizas, puedo empolvarme el cabello y ponerme anteojos, así como un traje negro de calzón corto y cosas por el estilo. Otros han encontrado la seguridad de esta manera, y lo que hicieron los demás puedo hacerlo yo. Y en cuanto a dónde iré a vivir y cómo, te ruego que me des tu opinión.
—Veo que ahora lo toma usted con mucha tranquilidad —le dije—, pero anoche parecía estar algo asustado al decirme que su aventura le ponía en peligro de muerte.
—Y sigo diciendo lo mismo, con toda seguridad —replicó poniéndose de nuevo la pipa en la boca—. Equivale a la muerte con una cuerda al cuello, en plena calle y no lejos de aquí. Has de comprender muy bien eso, porque es una cosa muy seria y conviene que te des cuenta. Pero ¿qué remedio, si la cosa ya está hecha? Aquí me tienes. Y el intentar ahora el regreso sería tan peligroso como quedarme, y aun tal vez peor. Además, Pip, estoy aquí porque tenía empeño en vivir a tu lado, y lo deseé años y años. Y en cuanto a mi osadía, ten en cuenta que ya soy gallo viejo y que en mi vida he hecho muchas cosas atrevidas desde que me salieron las plumas; de manera que no me da ningún reparo posarme sobre un espantajo. Si me aguarda la muerte, no hay manera de evitarlo. Que venga si quiere y le daremos la cara, pero no hay que pensar en ella antes de que se presente. Y ahora déjame que con
Temple
otra vez a mi caballero.
Una vez más me cogió ambas manos y me examinó con la expresión del que contempla un objeto que posee, fumando, mientras tanto, con la mayor complacencia.
Me pareció lo mejor buscarle un alojamiento tranquilo y no muy apartado, del que pudiera tomar posesión al regreso de Herbert, a quien esperaba al cabo de dos o tres días. Inevitablemente, debía confiarse el secreto a mi amigo, aunque no fuese más que por el alivio que había de causarme el hecho de compartirlo con él. Pero eso no fue tan del gusto del señor Provis (resolví llamarle por este nombre), que reservó su decisión de confiar su identidad a Herbert hasta haberle visto y formado favorable opinión de él según su fisonomía.
—Y aun entonces, querido Pip —dijo sacando un pequeño, grasiento y negro Testamento de su bolsillo—, aun entonces, será preciso que me preste juramento.
El asegurar que mi terrible protector llevara consigo aquel librito negro por el mundo tan sólo con objeto de hacer jurar sobre él a la gente en los casos de apuro, sería afirmar una cosa que nunca llegué a averiguar, aunque sí me consta que jamás vi que lo usara de otra manera. El libro parecía haber sido robado a un tribunal de justicia, y tal vez el conocimiento que tenía de sus antecedentes, combinado con sus experiencias en este sentido, le daban cierta confianza en sus cualidades, como si tuviese una especie de sortilegio legal. En el modo como se lo sacó del bolsillo la primera vez, recordé cómo me había hecho jurar fidelidad en el cementerio, muchos años atrás, y que, según me manifestó la noche anterior, solía jurar a solas sus resoluciones.
Como entonces llevaba un traje propio para la navegación, aunque muy mal hecho y sucio, con el cual parecía que se dedicara a la venta de loros o de tabaco antillano, empezamos por tratar del traje que le convendría llevar. Él tenía una fe extraordinaria en las virtudes de los trajes de calzón corto como disfraz, y se proponía vestirse de un modo que le diera aspecto de deán o de dentista. Con grandes dificultades pude convencerle de que le convenía llevar un traje propio de un granjero en buena posición; y convinimos en que se cortara el cabello corto y se lo empolvara ligeramente. Por último, y teniendo en cuenta que aún no le habían visto la lavandera ni su sobrina, debería permanecer invisible hasta que se hubiese llevado a cabo su cambio de traje.
Parece que el tomar estas precauciones había de ser cosa sencilla; pero, en mi estado de ánimo y dado lo apurado que yo estaba, empleamos ambos tanto tiempo, que la discusión duró hasta las dos o las tres de la tarde. Él debía permanecer encerrado en su habitación durante mi ausencia, y por ninguna causa ni razón abriría la puerta.
Sabía que en la calle de Essex había una casa de huéspedes respetable, cuya parte posterior daba al
Temple
, y que se hallaba al alcance de la voz desde mis propias ventanas. Por eso me dirigí en seguida a dicha casa, y tuve la buena fortuna de poder tomar el segundo piso para mi tío, el señor Provis. Luego recorrí algunas tiendas, para hacer las compras necesarias a fin de cambiar su aspecto. Una vez hecho todo eso, me dirigí por mi cuenta a Little Britain. El señor Jaggers estaba sentado ante su mesa, pero, al verme entrar, se puso en pie inmediatamente y se situó junto al fuego.
—Ahora, Pip —dijo—, sea usted prudente.
—Lo seré, señor —le contesté. Porque mientras me dirigía a su despacho reflexioné muy bien acerca de lo que le diría.
—No se fíe usted de sí mismo, y mucho menos de otra persona. Ya me entiende usted..., de ninguna otra persona. No me diga nada; no necesito saber nada; no soy curioso.
Naturalmente, comprendí que estaba enterado de la llegada de aquel hombre.
—Tan sólo deseo, señor Jaggers —dije—, cerciorarme de que es verdad lo que me han dicho. No tengo la esperanza de que sea mentira, pero, por lo menos, puedo comprobarlo.
El señor Jaggers hizo un movimiento de afirmación con la cabeza.
—¿Le han dicho o le han informado? —me preguntó con la cabeza ladeada y sin mirarme, pero fijando sus ojos en el suelo con la mayor atención—. Si le han dicho, eso significa una comunicación verbal. Y ya comprende que eso no es posible que ocurra con un hombre que está en Nueva Gales del Sur.
—Diré que me han informado, señor Jaggers.
—Bien.
—Pues he sido informado por una persona llamada Abel Magwitch de que él es el bienhechor que durante tanto tiempo ha sido desconocido para mí.
—Es decir, ¿el hombre de Nueva Gales del Sur?
—¿Él solamente? —pregunté.
—Él solamente —contestó el señor Jaggers.
—No soy tan poco razonable, caballero —le dije—, para hacerle a usted responsable de todas mis equivocaciones y de mis conclusiones erróneas; pero yo siempre me imaginé que sería la señorita Havisham.
—Como dice usted muy bien, Pip —replicó el señor Jaggers volviendo fríamente su mirada hacia mí y mordiéndose su dedo índice—, yo no soy responsable de eso.
—Y, sin embargo, ¡parecía tan verosímil, caballero! —exclamé con desaliento.
—No había la más pequeña evidencia, Pip —contestó el señor Jaggers meneando la cabeza y recogiéndose los faldones de la levita—. Acostúmbrese a no considerar nada por su aspecto, sino por su evidencia. No hay regla mejor que ésta.
—Nada más tengo que decir —repliqué dando un suspiro y después de quedarme un momento silencioso—. He comprobado los informes recibidos, y ya no hay más que añadir.
—Puesto que Magwitch, de Nueva Gales del Sur, se ha dado a conocer —dijo el señor Jaggers—, ya comprenderá usted, Pip, cuánta ha sido la exactitud con que, en mis comunicaciones con usted, me he atenido a los hechos estrictos. Nunca me he separado lo más mínimo de la estricta línea de los hechos. ¿Está usted persuadido de eso?
—Por completo, caballero.
—Ya comuniqué a Magwitch, en Nueva Gales del Sur, la primera vez que me escribió desde Nueva Gales del Sur, que no debía esperar que yo me desviara lo más mínimo de la estricta línea de los hechos. También le advertí otra cosa. En su carta parecía aludir de un modo vago a su propósito aún lejano de verle a usted en Inglaterra. Le avisé de que no quería saber una palabra más acerca de eso; que no había la menor probabilidad de obtener un perdón; que había sido desterrado por el término de su vida natural, y que al presentarse en este país cometería un acto de audacia que lo pondría en situación de ser castigado con la pena más grave de las leyes. Di a Magwitch este aviso —añadió el señor Jaggers mirándome con fijeza—, se lo escribí a Nueva Gales del Sur. Y no hay duda de que ajustó su conducta de acuerdo con mi advertencia.
—Sin duda —dije.
—He sido informado por Wemmick —prosiguió el señor Jaggers, mirándome con la misma fijeza— de que recibió una carta fechada en Portsmouth, procedente de un colono llamado Purvis o...
—0 Provis —corregí.
—0 Provis... Gracias, Pip. Tal vez es Provis. Quizás usted sabe que es Provis.
—Sí —contesté.
—Usted sabe que es Provis. Una carta fechada en Portsmouth, procedente de un colono llamado Provis, pidiendo detalles acerca de la dirección de usted, con destino a Magwitch. Wemmick le mandó los detalles necesarios, según tengo entendido, a vuelta de correo. Probablemente, por medio de ese Provis ha recibido usted la explicación de Magwitch..., de Nueva Gales del Sur.
—En efecto, me he enterado por medio de ese Provis —contesté.
—Buenos días, Pip —dijo entonces el señor Jaggers ofreciéndome la mano—. Me alegro mucho de haberle visto. Cuando escriba usted a Magwitch, a Nueva Gales del Sur, o cuando comunique usted por mediacion de Provis, tenga la bondad de mencionar que los detalles y comprobantes de nuestra larga cuenta les serán mandados a usted juntamente con el saldo; porque todavía queda un saldo a su favor. Buenos días, Pip.
Nos estrechamos la mano, y él siguió mirándome con fijeza mientras le fue posible. Me dirigí a la puerta, y él continuó con los ojos dirigidos a mí, en tanto que las dos horribles mascarillas parecían esforzarse en abrir los párpados y en proferir con sus hinchadas gargantas la frase: «¡Oh, qué hombre!».
Wemmick no estaba, pero aunque se hubiese hallado en su puesto, nada podría haber hecho por mí. Me apresuré a regresar al
Temple
, en donde encontré al terrible Provis bebiendo agua con ron y fumando apaciblemente en su pipa.
Al día siguiente llegaron a casa las prendas y demás cosas que encargara, y él se lo puso todo. Pero lo que se iba poniendo le daba peor aspecto (o, por lo menos, eso me pareció) que cuando había llegado. A mi juicio, había algo en él completamente imposible de disfrazar. Cuanto más y mejor le vestía, más se parecía al asustado fugitivo de los marjales. Eso, en mi recelosa fantasía, debíase sin duda alguna a que su rostro y sus maneras me eran cada vez más familiares; pero me pareció también que arrastraba una de sus piernas, como si en ella llevase aún el pesado grillete, de manera que a mí me parecía un presidiario de pies a cabeza y en todos sus detalles.
Además, se notaba la influencia de su solitaria vida en la cabaña cuando hizo de pastor, y le daba un aspecto salvaje que ningún disfraz podía disimular; también la vida infame que llevara entre los hombres había dejado su sello en él, y, como remate, se advertía su convencimiento de que a la sazón vivía oculto y en peligro de ser perseguido. Tanto si estaba sentado como de pie, y tanto si bebia como si comía o permanecía pensativo, con los hombros encogidos, según era peculiar en él; o cuando sacaba su cuchillo de puño de asta y lo limpiaba en el pantalón antes de cortar los manjares; o si se llevaba a los labios los vasos de cristal fino como si fuesen bastos cazos; o si mordía un cantero de pan, o lo mojaba en la salsa, dándole varias vueltas en el plato, secándose luego los dedos en él antes de tragárselo..., en todos esos detalles y en otros muchos que ocurrían a cada minuto del día, siempre seguía siendo el presidiario, el convicto, el condenado.
Había mostrado el mayor empeño en empolvarse el cabello, cosa en la cual consentí después de hacerle desistir del calzón corto. Pero el efecto que producían los polvos en sus cabellos no puedo compararlo a nada más que al que causaría el colorete en un cadáver. Era tan desagradable en él aquel fingimiento, que se desistió de los polvos en cuanto se hizo la prueba, y nos limitamos a que llevase cortado al rape su cabello gris.