Gritos antes de morir (11 page)

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Authors: Laura Falcó Lara

Tags: #Intriga, #Terror

BOOK: Gritos antes de morir
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—¡Corre! —gritó Cathy.

Entonces Melanie, desobedeciéndola por primera vez, se acercó a Sam y, con lágrimas en los ojos, le dijo:

—No dejes que le haga daño a mi mamá.

Sam miró compasivamente a la niña y, tras abrazarla con fuerza, saltó sobre su madre y, arrebatándole el cuchillo, se lo clavó en el corazón.

—No ta bien mmamaaá, no ta bien —dijo Sam, mientras la sujetaba entre sus brazos y entonaba aquella vieja y conocida canción:

Cinco lobitos tiene la loba,

blancos y negros detrás de una escoba.

Cinco tenía y cinco criaba,

y a todos los cinco tetita les daba.

Cuando llegó la policía la anciana estaba muerta, pero Sam seguía acunándola sin dejar de cantar.

Suicidio

Caroline estaba desesperada. Toda su vida era, desde hacía mucho tiempo, un auténtico desastre. Primero fue lo de Jack. La imagen no iba a borrarse de su mente durante muchos años. Recordaba como si fuera ayer el vuelco que le dio el corazón al abrir la puerta del dormitorio y descubrirle en la cama con aquella chica. Ese fue el inicio de un sinfín de despropósitos que destruyeron su existencia. El divorcio la dejó tan descentrada que todo su mundo se vino abajo. Se pasaba las noches llorando, y durante el día su cabeza estaba a miles de kilómetros, como perdida en un pozo sin fondo. Al cabo de unos meses, como consecuencia de su estado, su trabajo se resintió seriamente, y terminaron despidiéndola. Sola y sin empleo, Caroline sabía que no tardarían en retirarle la custodia de su hija. Y así fue: primero perdió a su pequeña y luego su casa. Su viejo coche, su ropa y su teléfono móvil acabaron convertidos en las únicas pertenencias que le quedaban.

Aunque era de noche y apenas había automóviles, detuvo el vehículo cerca del puente en un intento por no entorpecer el tráfico. Hasta en esos instantes prefería no llamar la atención. Abrió la puerta y dejó que una bocanada de aire fresco la despejara. Ya no le quedaba nada por lo que luchar, nada por lo que vivir. La luna, brillante y serena, se reflejaba sobre las aguas del río, trazando caminos de plata que la invitaban a sumergirse. Para su sorpresa, una tímida lágrima le brotó de los ojos: estaba convencida de que, secos y agotados como estaban, ya no podían albergarlas. Suspiró, como si dejara atrás una pesada carga. Le había costado tanto tomar la decisión que llevarla a cabo se había convertido en un alivio. Sin embargo, aún se preguntaba si tendría el valor suficiente para lanzarse. Encendió la radio y puso su canción preferida, la única que le hacía pensar en tiempos felices. Reposó la cabeza en el asiento y sonrió por última vez: sus recuerdos eran lo único hermoso que le quedaba. Se tomó su tiempo, con calma. Al rato, cabizbaja, se levantó del asiento y empezó a caminar lentamente hasta el puente. La música acompañaba sus pasos como si de una marcha fúnebre se tratase. Se sentó en el muro durante un rato. No tenía prisa, ninguna prisa, nadie la esperaba. Aquel momento era solo suyo, y nadie iba a arrebatárselo. Angustiada, pensó en lo que sería de su niña. Ella no la recordaría. Era tan pequeña aún… En el fondo sabía que era mejor así. Nunca se lo perdonaría si, además de perderla, la hacía sufrir.

Había llegado el momento, pensó. Subió al pretil y observó fijamente la luna por última vez; el único testigo de su final. Fue entonces cuando la vio. Era una chica joven, delgada y rubia. Al igual que ella, estaba de pie sobre el pretil, aunque en el otro extremo del puente. El viento ondeaba sus largos cabellos y hacía volar la falda de su vestido, creando una imagen poética. Desde allí podía oír sus llantos. Indignada, decidió ir adonde ella. Nadie iba a quitarle el protagonismo esta vez, pensó. Era su noche, y también su puente. Enfadada, se acercó a la chica con paso firme, dispuesta a convencerla de que aquella noche, aquel lugar, estaban reservados únicamente para ella. Llevaba tanto tiempo planeándolo, tanto tiempo haciéndose a la idea, que ahora no podía permitir que nadie lo estropeara. Sin embargo, cuando apenas le quedaban veinte metros para llegar al otro extremo, la muchacha saltó.

—¡No! —gritó, con una mezcla de indignación y sentimiento de responsabilidad—. ¿Y ahora qué? —se preguntó, sabiendo que debía hacer alguna cosa. Era tan desgraciada que, además de no lograr suicidarse a solas siquiera, podían culparla de omisión de socorro.

Angustiada, corrió hasta el final del puente y descendió lo más rápidamente que pudo hasta la orilla del río. Con premura, se quitó los zapatos y se lanzó, decidida, en busca de la joven. El agua estaba tan sumamente fría que se le hacía difícil nadar. Miró a su alrededor tratando de ver dónde estaba la chica. Sumergió la cabeza en varias ocasiones sin éxito, pero, cuando estaba a punto de darse por vencida, la vio. Agarrándola por el cuello, tiró de ella con todas sus fuerzas. La corriente era fuerte, y nadar en su contra no era tarea fácil. Exhausta, logró alcanzar la orilla por fin. Arrastró a la muchacha fuera del agua y, tras recuperar el aliento, se dispuso a practicarle el boca a boca. Mientras, en su mente se agolpaban todo tipo de improperios. Encima de no poderse suicidar, tenía que hacerle el boca a boca a una desconocida, y seguro que iba a terminar con gripe. Tras unos largos y exasperantes minutos, la chica pareció recuperarse.

—¿Por qué lo has hecho? —le preguntó Caroline.

—Para que no lo hicieses tú —contestó la muchacha para su sorpresa.

—¿Cómo?

—Lo mío ya no tiene solución, pero lo tuyo sí. No dejes que la niña crezca sin su madre.

Anonadada, Caroline se incorporó de un salto y empezó a dar vueltas en círculos, tratando de entender lo que estaba pasando. Entonces se giró nuevamente hacia la chica, dispuesta a conseguir más respuestas; pero la muchacha ya no estaba allí. Sorprendida, observó de nuevo el cauce del río: quizá hubiera vuelto a lanzarse al agua. Se acercó a la orilla y miró en todas direcciones, pero no halló nada extraño. Temiéndose lo peor, Caroline corrió hacia el coche en busca del teléfono móvil para llamar a la policía. Si la chica había vuelto a tirarse al río, ya no sería capaz de encontrarla.

* * *

Dos agentes llegaron al cabo de media hora.

—¿Y dice que era rubia y delgada? —preguntó uno de ellos, receloso.

—Sí, era una chica joven y muy guapa. Llevaba un vestido blanco.

Ambos agentes se miraron como si la historia les resultase familiar. Mientras uno iba hasta el coche a hablar por radio, el otro se quedó a su lado. Cuando se hubo asegurado de que su compañero no le oía, le dijo en voz baja:

—Y… ¿se puede saber qué hacía usted aquí a estas horas?

—Bueno, yo… estaba… yo…

—Sé lo que va a decir. No es la primera vez que ocurre…

—¿A qué se refiere? —le contestó Caroline, confusa.

—La chica que usted trató de salvar… en realidad… bueno… Murió aquí varias décadas atrás.

Caroline no podía dar crédito a lo que oía.

—¿Pero…?

—Se quitó la vida después de perder a su hija de tan solo tres años. —La miró con preocupación y añadió—: ¿Tiene hijos usted?

Caroline enmudeció, dirigió su mirada hacia las oscuras aguas del río y, después de unos segundos, le respondió, sonriente:

—Sí, una niña. Y, si me disculpa, tengo que irme: estoy ansiosa por verla.

Hogar, dulce hogar

Iba a ser su primera noche en la nueva casa. Lo cierto es que el alquiler era francamente inmejorable, una ganga. Hacía tiempo que buscaban algo así, pero la mayoría de los precios estaban por las nubes. Todavía recordaban las extrañas preguntas que aquella vieja mujer les había hecho antes de alquilarles el que ahora era su hogar: si sus respectivos padres aún estaban vivos, si tenían más familia, si solían quedar con amigos… Pese al indiscreto interrogatorio, la casa bien merecía aquel mal trago. Ambos estaban encantados con su decisión, y ahora más que nunca se planteaban tener hijos.

Aquella noche, como tantas otras, se fueron a la cama nada más lavarse los dientes. Se acostaron, comentaron la jornada durante un rato, se dieron unos besos antes de apagar la luz y luego ocuparon cada uno sus respectivas posiciones. Ron, como siempre, boca abajo y abrazado a la almohada, y Sarah acurrucada de costado. Como cada noche, él no tardó nada en dormirse, mientras que ella, a quien le costaba bastante más conciliar el sueño, no paraba de dar vueltas. Finalmente cerró los ojos, y, cuando ya estaba casi dormida, un sonido similar a unos crujidos en el suelo de madera la alertó. Indudablemente, parecían pasos. Nerviosa, no dudó en girarse y despertar a Ron, que, aún adormecido, encendió la luz. Se levantaron y recorrieron toda la casa temiendo que alguien se hubiese colado en ella. Tras recorrer una a una todas las estancias, volvieron a la cama.

—No, ¡si al final acabo tan sugestionado como tú! —exclamó Ron.

—¿Me estás diciendo que no has oído pasos igual que yo? —preguntó Sarah, algo molesta por su observación.

—Bueno, he oído algo. El resto lo habéis hecho tú y mi imaginación —contestó Ron.

—¡Qué cara! —protestó ella, mientras volvía a arroparse.

Tan pronto como Ron se tumbó en la cama, se quedó dormido. Mientras, Sarah daba vueltas a su lado sin poder conciliar el sueño. Fue en ese instante cuando oyó de nuevo los crujidos. Respiró hondo y trató de tranquilizarse. «Seguro que no es más que la madera, que, como en todas las casas viejas, cruje de vez en cuando», pensó. Sin embargo, no podía evitar sentirse intranquila. ¿Cómo iba a dormirse ahora? Siguió revolviéndose en la cama durante unos minutos hasta que volvió a oír los crujidos, que en esta ocasión procedían del cuarto de al lado. Justo después empezó a oír un ruido como si alguien arañara las paredes con una fuerza descomunal. «Esto no puede estar pasando —pensó—, tiene que ser fruto de la sugestión.» Muerta de miedo, se subió la manta por encima de la cabeza para no oír nada, como hacía de niña, pero, pese a ello, el estrépito de alguien arañando las paredes o los muebles era difícil de encubrir. Mientras tanto, Ron seguía durmiendo plácidamente sin enterarse de nada. Al ver que aquello no cesaba, y sabiendo que sería incapaz de pegar ojo en semejante situación, Sarah decidió despertar a su marido.

—¿Pero qué coño dices de arañar? ¡Estás paranoica! —exclamó Ron, antes de darse la vuelta y volverse a dormir.

Sara intentó tranquilizarse. Era imposible que alguien hubiese entrado en la casa: la habían revisado entera y todo estaba en orden. Por otro lado, si alguien hubiese entrado, ¿qué sentido tenía que se pusiera a arañar los muebles o las paredes? Era absurdo. Cerró la puerta de la habitación para evitar oír ruidos, se tumbó de nuevo en la cama y, finalmente, cayó rendida.

Habían pasado una o dos horas cuando un golpe seco los despertó. Sobresaltados, ambos se incorporaron y se miraron sin saber qué hacer. El miedo los paralizaba por completo. Unos segundos más tarde se volvieron a oír arañazos. Esta vez también los oyó Ron.

—¿Por qué no vas a ver? —preguntó Sarah, procurando salir airosa de la situación.

—Sí, claro, voy e invito al ladrón a una copa. ¡No te jode! ¿Y por qué no vas tú?

—Pues ya me dirás qué hacemos.

Ron miró el cerrojo de la puerta y la silla que tenían al pie de la cama. Se levantó, cerró la puerta con el cerrojo y colocó la silla contra ella para hacer palanca.

—¿Y crees que eso servirá de mucho? —preguntó Sarah, atónita ante una solución tan estúpida.

Se levantó de la cama y encendió la luz. Luego tomó la lámpara de la mesita de noche a modo de arma arrojadiza y se dispuso a salir al pasillo. Ron, en un alarde de valentía, la agarró del brazo mientras se ponía las zapatillas y decidió acompañarla. Abrieron lentamente la puerta del cuarto y asomaron la cabeza con temor. En cuanto salieron al pasillo algo llamó poderosamente su atención. ¿Quién había encendido la luz de la sala? Ron estaba seguro de haberla apagado antes de irse a la cama. Sarah sabía que el ruido que había oído no era fruto de su imaginación. A juzgar por la intensidad de los arañazos, parecían proceder de la estancia contigua. Asustados y con el corazón en un puño, ambos irrumpieron en la habitación. Allí no había nadie, ni nada extraño. Durante unos segundos, la paz y el silencio reinaron en la casa, pero la tranquilidad terminó pronto. En el fondo, ambos sabían que algo no iba nada bien. Pasaron solo unos instantes y los arañazos volvieron a oírse; esta vez, sin embargo, parecían provenir del otro lado de la pared. Sarah, aterrorizada, intentó llevarse a Ron de allí. Por un momento pensó en abandonar la casa. De pronto, parte de la pared se abrió, como si se tratase de la puerta de un compartimento secreto, y de su interior salió algo negro, enorme y peludo, que se abalanzó sobre ellos sin darles apenas tiempo a reaccionar. El ser monstruoso alzó sus afiladas garras y abrió su enorme boca de aterradores colmillos.

—¡Dios mío! —fue lo último que exclamaron.

* * *

La luz de la mañana entraba por la ventana de la sala de estar. La anciana pasó a la estancia y se apresuró a cerrar las cortinas. Luego se arrodilló y empezó a fregar el suelo enérgicamente para limpiar a conciencia aquella tremenda sangría. El suelo, las paredes y el resto de la habitación estaban impregnados de rojo; eran un festín de sangre y vísceras.

—¡Te tengo dicho que los lleves dentro! ¿Sabes lo mucho que cuesta sacar estas manchas de sangre de la madera?

—Lo sé, lo sé, mamá, pero cuando la bestia me posee, no recuerdo nada.

—Bueno, cariño, no te preocupes. Ahora estaremos unos días tranquilas. Hasta la próxima luna llena.

—¿Cuánto tiempo podremos ocultar esto? Sabes, igual que yo, que tarde o temprano nos descubrirán.

—¡El tiempo que haga falta! ¿Me oyes? Tú no te angusties, yo me ocuparé siempre de todo.

—Supongo que te aseguraste de que no tuviesen familia, ¿no?

—¿Acaso te he fallado alguna vez?

—Nunca, mamá, nunca.

La habitación 66

El caso había llenado las portadas de varios diarios nacionales durante días. Fue tal el revuelo que los responsables del Intercontinental Hotel decidieron clausurar aquella habitación para siempre. Ahora, el establecimiento volvía a ser noticia. Tras el cambio de titularidad de la cadena, la habitación iba a ser reabierta. Tom quería tener datos fiables. Tras tantos años de investigaciones paranormales, y con unos cuantos fraudes desenmascarados, estaba deseoso de toparse por fin con algo de verdad. A él ya no le asustaban los cuentos de viejas, y posiblemente hacía años que había borrado la palabra «miedo» de su diccionario personal.

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