Llego al umbral del baño y apoyo ligeramente la frente contra el marco de la puerta. Luego dejo que mi cuerpo resbale y la empuje, haciendo que ceda y me permita contemplar la terrible imagen con la que sueño cada día; esa que recorre todo mi ser y no me deja descansar. Allí, bajo el agua translúcida acumulada en la vieja bañera, se intuyen los restos de un pequeño cuerpo. No me atrevo a mirar. El miedo, la ansiedad, una extraña sensación de ahogo recorren todo mi ser y parecen arrancarme el corazón a jirones. Tras unos segundos de duda, avanzo sigilosamente y me atrevo a asomarme al interior. Sé que debo verlo, sé que tengo que mirar, pero por dentro siento que deseo la muerte. Me llevo las manos a los ojos para evitar la imagen. La visión es tan dantesca, tan perturbadora, que siento náuseas y mareos y noto que me fallan las fuerzas; creo que voy a caer desplomada. Me desmayo y pierdo la conciencia.
Las diez de la mañana. Amanezco tendida sobre el frío suelo del baño. La humedad cala todos los huesos de mi cuerpo. Me duele mucho la cabeza y me cuesta respirar. Trato de incorporarme sin mirar el espanto que yace a mis espaldas. Mi mente borrosa se aclara por momentos, devolviéndome de forma cruel a una realidad atroz y destructiva. La nitidez con que la memoria convoca la imagen de los pedazos de mi pequeño flotando en el agua, deslavazados, desarticulados, bañados en sangre, es devastadora. Aún puedo ver en su rostro la expresión de sufrimiento, de dolor, y en sus pupilas el abismo de una inocencia robada. Levanto la vista y, aún con los ojos medio entornados, me veo reflejada en el espejo. Mis ropas están llenas de sangre y de desgarrones.
De pronto oigo pasos. Me asomo y puedo observar que por la gran escalinata suben conversando un hombre moreno y una joven pareja. Siento miedo, no sé quiénes son ni qué hacen en mi casa. ¿Y si se trata de ladrones? Me asusto y corro de nuevo al baño; me escondo.
—La casa se vende a muy buen precio —dice el hombre, mirando a la pareja.
—La verdad es que está muy bien. Es una casa más que fabulosa, y en una de las mejores zonas —contesta la mujer, agarrando por el brazo a su acompañante.
—Efectivamente, una ganga.
—Y… ¿qué hay de cierto en lo que cuentan sobre ella?
—Bueno, en los pueblos ya se sabe, siempre hay leyendas —responde el vendedor, quitándole importancia al asunto—. No crean todo lo que oyen.
—Pues dicen que hace bastantes años una mujer desahuciada y en estado de embriaguez ahogó y descuartizó aquí a su hijo de apenas dos años —interviene el hombre de la pareja, a quien no le parece que el asunto carezca de importancia.
—Y que, por lo visto, tras matarlo se cortó las venas junto a él —prosigue la mujer.
—Leyendas —zanja el asunto el vendedor, harto de oír siempre la misma historia—. Solo son leyendas de pueblo.
De mis entrañas surge un alarido que rompe el silencio e inunda toda la casa. Ahora soy consciente de lo que sucedió aquella noche en la bañera, en mi bañera.
Fue un martes por la tarde, al volver del despacho, cuando encontré a Irina pintando la pared de mi rellano con unos rotuladores. Lo cierto es que aquella criatura me ponía los pelos de punta. Muchas veces, cuando salía del ascensor en compañía de su madre, Ania, los vecinos no podían evitar hablar de ella. La mayoría convenían en que era la responsable de todos los desperfectos o contrariedades que ocurrían en la comunidad. La señora Clark, por ejemplo, decía que la pequeña había envenenado a su perro echándole carne con matarratas por la galería. El señor Enoch solía acusarla de poner los chicles que a veces encontraba en su cerradura, y Ernest, el del primero, afirmaba haberla visto jugando con los botones y la alarma del ascensor.
Arranqué el rotulador de su mano y, tomándola de la oreja, la hice incorporarse y la llevé hasta su casa. Tal vez mi reacción fuera algo excesiva, pero es que nunca he podido tolerar a los niños gamberros y maleducados. Llamé al timbre y Ania abrió la puerta, sorprendida porque Irina estuviese fuera de casa. Perpleja, con una extraña expresión entre el miedo y el nerviosismo, cogió a la niña del brazo y la hizo entrar en casa.
—Vaya con cuidado, señor Scott —me dijo, susurrando—. Por su bien, no debe tratarla así —añadió, mientras cerraba la puerta.
Yo no entendía nada. Podía comprender que a Ania no le gustase ver a su hija agarrada de una oreja, y que eso la llevara a enfadarse conmigo, pero la reacción que acababa de tener no resultaba normal. Recordé entonces algunos chismorreos sobre aquella familia. Había quien afirmaba que madre e hija lo habían pasado muy mal; que el hombre con quien Ania salía las maltrataba continuamente hasta que un día apareció muerto en extrañas circunstancias.
Por la noche no pude quitármelas de la cabeza. ¿Qué habría querido decir la mujer con eso de «vaya con cuidado»? Me dormí recordando sus caras, y sobre las tres de la madrugada me desperté sobresaltado, cubierto de sudor. Tan solo había sido una pesadilla. Me levanté y me serví un vaso de leche con el fin de recuperar el sueño. Me apoyé en el mármol de la cocina, encendí un cigarrillo y miré por la ventana hacia abajo; el patio estaba en silencio. Entonces, al levantar la vista, la vi. Estaba allí enfrente, reclinada contra la ventana con una sonrisa que me inquietó. Era como si sus ojos me estuviesen diciendo: «Lo sé, estoy en tus sueños». Algo contrariado, me aparté de la ventana tratando de no tenerle miedo. No era más que una mera coincidencia, pensé. Sin embargo, sus ojos me acompañaron toda la noche, como una señal de alerta que me avisara de que iba a ocurrir algo horrendo, algo imprevisible.
Pasaron los días, y afortunadamente no volví a encontrarme con Irina y Ania en el ascensor. Parecía como si el destino hubiese propiciado que las evitase, y me alegraba por ello. Aquel jueves por la noche tenía una cita. Alexia era una compañera de la oficina a la que llevaba mucho tiempo intentando conquistar. Morena, de ojos negros y rasgos agitanados, aquella mujer de cuerpo casi perfecto cortaba la respiración con solo mirarla. Iba a ser una noche especial, lo presentía: había preparado la velada a conciencia. Un restaurante romántico, luego un bonito chill out cerca de la playa y, si había suerte, la noche terminaría en mi dormitorio.
Fuimos a mi casa con la excusa de la última copa. Entramos en el portal y, aprovechando la oscuridad de la escalera, la agarré por la cintura y la acerqué hacia mí hasta besar sus carnosos labios. Iba a ser una noche inolvidable; con un poco de suerte, el preludio de una larga y hermosa relación. Con una mujer así no me importaba replantearme mi soltería. Abrimos la puerta del piso y, sin siquiera pararnos unos instantes en el salón, nuestros cuerpos acabaron juntos en la cama, dejando que la locura nos embargase hasta las tres de la madrugada.
—Debería pasar por casa y descansar un rato antes de ir a la oficina —dijo Alexia, mientras se vestía y reorganizaba su larga y frondosa melena.
—Nos vemos en unas horas —respondí yo mientras me incorporaba, admirando con descaro las curvas que había acariciado minutos antes.
—No te levantes, conozco el camino —contestó, tomando su bolso de encima de la cómoda.
Lo cierto es que estaba tan cansado que no insistí en acompañarla, y me quedé adormilado en la cama mientras ella salía de la habitación.
Apenas habían pasado un par de horas cuando me despertó un tremendo griterío en la escalera. Al principio intenté seguir durmiendo, pero al rato las sirenas de varios coches me desvelaron por completo. Me incorporé, me puse el albornoz y salí al rellano.
—¿Qué ocurre? —pregunté a Susan, la vecina del piso de arriba.
—¡Un accidente horrible! —contestó ella, con expresión desencajada—. Parece que una muchacha ha caído por las escaleras y se ha desnucado. La ha encontrado Mike, el hijo de los Chase, los del sexto.
—¿Cómo? ¿Una vecina? —pregunté, repleto de angustia.
—No, la chica no es del edificio. De hecho la policía anda preguntando a los vecinos si alguien la conoce.
Sentí que mi corazón se aceleraba. ¿Y si fuera ella? No podía ser, seguro que no. Hacía dos horas que se había marchado; a estas alturas ya debía de estar en su casa. Entonces vi a Irina asomada por el hueco de la escalera. Me miraba fijamente, impasible ante el horror que vivían los vecinos. Veía de nuevo su sonrisa demoníaca, el gesto desafiante que parecía retarme.
—¿Conocía usted a la señorita Alexia Ivy? —preguntó un policía, acercándose hasta mí.
Creí que me iba a desmayar. Sentí que me faltaba el aire. Ella, la mujer con quien me había acostado unas horas antes, estaba muerta, desnucada. Y lo que era aún peor: pese a las impresiones iniciales, aquello no había sido en realidad un accidente, sino que alguien la había empujado. Pasé el resto de la noche en comisaría, explicando cuál era mi relación con la víctima y qué hacía en mi casa. Indudablemente, el principal sospechoso era yo. ¿Quién sino yo iba a tener motivos para matar a una desconocida? Las preguntas y las acusaciones se atropellaban a un ritmo difícil de seguir.
—¿Eran ustedes amantes, compañeros, amigos? ¿Lo dejó ella por otro? ¿Le hacía chantaje en la empresa? ¿La violó usted?…
Creí enloquecer. ¿Acaso era tan complicado entenderlo? Alexia solo había sido un devaneo, una aventura. Nunca sabría si lo nuestro podría haber ido a más, nunca.
—¿Quiere avisar a alguien para que vengan a recogerle? —preguntó un agente, indicándome el teléfono de la pared.
—No, gracias. —No había nadie a quien llamar. Jamás me había sentido tan desamparado.
Llegué a casa abatido, exhausto. Llevaba cerca de cuarenta y ocho horas sin dormir, y, aunque me habían dejado en libertad por falta de pruebas, tenía a la policía en el cogote. Me tumbé en el sofá, puse el televisor de fondo para no sentirme tan solo y me quedé profundamente dormido. Debió de pasar algo más de una hora cuando sonó el timbre de la casa. Soñoliento, me incorporé y oteé por la mirilla. Allí no había nadie. Abrí la puerta y me asomé al rellano. En el suelo, frente a mí, había un sobre grande de color marrón. Me agaché para recogerlo y lo fui abriendo mientras entraba de nuevo en casa. En su interior solo había una extraña fotografía. En ella podía verse una especie de muñeca con el cuello retorcido. Encima, con letras de periódico recortadas, una única palabra: «Culpable». Dejé caer al suelo el sobre y la imagen.
* * *
—¿Y dice que se lo encontró en la puerta? —preguntó el agente, que me interrogaba por segunda vez.
—Sí; llamaron, y cuando abrí no había nadie, solo el sobre encima del felpudo.
—¿Tiene usted problemas con algún vecino? —preguntó su compañero.
—¿Problemas? ¡Por Dios! ¿Creen que si tuviera un problema con un vecino tan grave como para temer por mi vida o por la de Alexia no hubiese acudido a ustedes?
Tras quedarse la carta como parte del caso, me invitaron a regresar a casa.
A la mañana siguiente no fui capaz de levantarme de la cama. Después de mi segunda visita a la comisaría había caído rendido. Llamé a la oficina avisando de que no me encontraba bien. Dada la situación, a nadie le extrañó mi ausencia. Cerca de las cinco de la tarde me decidí a bajar a la calle y dar al menos una vuelta por el barrio. Necesitaba respirar un poco de aire fresco y desconectar de todo lo ocurrido durante los últimos días. Me vestí, salí de casa y paseé sin rumbo fijo durante casi una hora. Al regresar a la portería las vi. Eran ellas: Irina y su madre.
—¿Se sabe ya algo sobre la chica que cayó por las escaleras? —preguntó Ania, haciéndose la simpática.
—No, todavía no —contesté, seco y cortante. Ellas eran las últimas personas con las que me apetecía hablar del tema.
Mientras tanto, Irina me observaba fijamente con aquella mirada que no auspiciaba nada bueno.
—La portera me comentó que había conseguido limpiar la pared de su rellano —añadió la mujer, tratando de disculpar la antigua travesura de su hija.
—Mejor sería si nadie la hubiese pintado —dije, mirando de reojo a aquella chiquilla endemoniada. Llevaba tanto tiempo solo que el trato con los niños no era precisamente algo que me entusiasmase.
—Ya… Es que los niños, ya se sabe. No conviene enfadarse demasiado —contestó ella, apurada ante mi respuesta.
Tras murmurar un escueto «adiós», entré en casa mientras ellas seguían subiendo hasta el octavo. Algo en la expresión y en la réplica de Ania volvió a resultarme extraño; parecía que tuviese miedo de aquella mocosa, que intentara protegerme de ella.
Cerca de las cuatro de la madrugada empecé a sentir unos dolores agudos en el abdomen. Era como si me estuviesen clavando cuchillos en él. No recordaba haber tomado nada fuerte aquella noche, nada que justificara el encontrarme tan mal, con unos retortijones así. A duras penas tuve fuerzas para incorporarme e ir hasta la cocina a hacerme una manzanilla. Sentí que me mareaba, y que el dolor, en vez de remitir, iba en aumento. Abrí la ventana que daba a la galería para que me diese un poco el aire cuando de pronto la vi. Estaba allí, como otras veces, asomada a su ventana con su espantosa sonrisa en la cara. Parecía que me hubiese estado esperando. En sus manos sostenía algo parecido a un saquito de arena, o quizá a un deforme muñeco de tela, que blandía de un lado para otro como si buscara llamar mi atención. Entonces lo apoyó sobre el marco de la ventana y, sin dejar de mirarme de reojo, clavó en él algo parecido a un alfiler. De pronto noté un pinchazo agudo en las entrañas que arrancó un tremendo grito de lo más hondo de mi ser. Sentía como si algo hubiese perforado mi abdomen y se hubiera clavado en mi interior; algo puntiagudo, fino, algo similar a una aguja gigante. Sangraba, y me agarré con todas mi fuerzas al alféizar para no caer desplomado; el dolor era insoportable. En ese momento levanté la mirada y vi cómo Irina sacaba lentamente el alfiler del muñeco, y al mismo tiempo sentí en mi propia carne cómo salía también de mi interior aquel objeto delgado y punzante que me estaba matando. Irina sonrió. El dolor parecía remitir, pero mi miedo, la angustia que sentía, crecía a cada segundo, a cada instante. Ahora sabía que la niña era peligrosa, que poseía un extraño poder desconocido para mí. Ahora entendía el miedo en los ojos de su madre, incapaz de controlar al monstruo que había engendrado; ahora sabía quién era la responsable de la muerte de Alexia, y, lo que era peor, también sabía que jamás volvería a dormir tranquilo. Súbitamente sentí que mis piernas flaqueaban, y la visión se me empezó a nublar. Había perdido demasiada sangre.