Pero ese día algo extraño arruinó parte de las imágenes.
—¿Pero qué coño es esto?
Revisó su cámara con la máxima atención. Miró meticulosamente las lentes por si aquello hubiese sido fruto de una huella dactilar o una mota de polvo, revisó el interior… Nada parecía estar mal. Volvió a mirar las fotos con detalle. Era como si en algunas de ellas algo ajeno al ojo humano se hubiese interpuesto entre el objetivo y la imagen. No podía entenderlo. En quince años de carrera nunca había visto algo parecido.
—¿Y ahora qué? ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Repetir la sesión?… ¡Hay que joderse! —exclamó, mientras miraba las fotografías una y otra vez.
Las dejó de nuevo sobre la mesa del estudio y pensó que ya llamaría a la mañana siguiente a la clienta para repetir el trabajo.
* * *
Esperó a que diesen las diez y agarró el teléfono.
—¿Podría hablar con la señora Stephanie Lawrence?
—Lo siento, señol, no se encuentla —dijo una mujer que, a juzgar por su pronunciación, debía de ser de origen asiático.
—¿A qué hora puedo localizarla?
—No sé. Toda la familia en hospital. Abuela enfelma.
—Ya veo. Bueno, cuando llegue dígale que ha llamado el fotógrafo.
—Yo decil. Adiós.
—Adiós, y gracias.
—¡Pues ya ves! ¡Si la abuela está enferma, a saber cuándo podrá repetirse la sesión! —exclamó David tras colgar el teléfono.
* * *
La llamada de la clienta no se hizo esperar demasiado.
—Dígame.
—¿David Wellington?
—Al habla. ¿Quién llama?
—Buenas tardes, soy Stephanie Lawrence. Me ha dicho la chica de servicio que llamó esta mañana.
—Sí, así es. Verá, desgraciadamente ha habido algún tipo de problema con las fotografías que les tomé, y no sé por qué extraño motivo aparecen medio veladas. Tendríamos que repetir la sesión.
—¡No me diga eso! ¿Cómo puede haber pasado algo así? Va a ser casi imposible reunir a la familia de nuevo. Mi madre está ingresada, y la cosa no pinta demasiado bien…
—Lo siento muchísimo. Lo cierto es que no entiendo qué pudo pasar. La cámara está bien, los objetivos limpios, el proceso de revelado no tiene secretos… Solo cabe pensar que el carrete fuese defectuoso.
—¿Y ahora qué?
—Lo único que puedo ofrecerle es repetir la sesión cuando a ustedes les sea posible. Le ajustaré un poco el precio para compensar las molestias.
—Ya… Pero no es un tema de precio, ¿entiende?
—Perfectamente, y créame que lo siento.
—Está bien. Lo avisaré cuando se pueda repetir la sesión.
* * *
No pasó ni una semana hasta que David recibió una llamada del hijo mayor de la familia Lawrence diciéndole que la abuela había muerto y que su madre quería tener las fotos de la sesión realizada aunque no fuesen muy buenas. David decidió entonces regalárselas: no le parecía demasiado lícito cobrar por ellas.
El jueves era el día que acostumbraba a dedicar a las fotos de pasarela. Aunque solían ser sesiones mal pagadas, tenían la ventaja de asegurarle un ingreso fijo cada mes. Además, no era necesario repetir las fotos veinte veces, como con los particulares o las modelos amateur: las profesionales sabían cómo sacar el mejor partido de sí mismas frente a un objetivo, y tras varios meses de trabajar con ellas bastaba con un solo gesto para que supiesen perfectamente qué expresión estaba buscando.
—Buenos días, Andrew. ¿Qué tal andan las chicas hoy?
—Como siempre. Te esperan en el plató.
—Gracias.
Andrew era algo así como el ayudante que hace un poco de todo. Entró en el plató y enseguida se puso manos a la obra. La sesión duró más o menos lo de siempre; era difícil bajar de la hora y media. Luego se fue a casa, y después de comer se encerró en el cuarto oscuro a revelar las fotos que acababa de tomar.
—¿Qué coño…? ¡Otra vez no! ¡Esta jodida cámara ha vuelto a hacerme de las suyas!
De nuevo aparecían extrañas sombras blancas sobre las imágenes. Completamente desquiciado, empezó a soltar las lentes y a desmontar la cámara pieza por pieza: todo estaba en orden. Se sentó en el sofá y repasó una a una las fotos con el fin de ver si alguna podía salvarse de la quema.
—¡Qué extraño! —suspiró, mientras volvía a mirarlas todas.
Esta vez, al fijarse atentamente, David se dio cuenta de que la sombra blanquecina tapaba la cara de una de las chicas. Lo curioso era que, en todas las fotos, con independencia de la posición en que estuviera, la chica cuyo rostro se desdibujaba era siempre la misma.
Sin salir de su asombro, levantó el teléfono.
—¿Eres tú, Andrew?
—Sí. ¿Quién es?
—Soy David. Verás, he tenido un problema con las fotos de esta mañana y debería repetirlas. ¿Está Tom por ahí?
* * *
Eran las diez de la mañana cuando David se dirigió nuevamente al plató para repetir la sesión del día anterior. Esta vez cogió una segunda cámara, por si las moscas. Andrew, como siempre, le abrió la puerta. Estaba deshecho en lágrimas.
—¿Qué te ocurre?
—Anne… Una desgracia.
—¿Anne?
—Sí, Anne, la modelo rubita con media melena, la que vino de Praga. La han atropellado y…
David sacó las fotos de la chaqueta a toda prisa.
—¿Es esta?
—Sí, parece… pero… ¿qué le ha pasado a estas fotos?
David palideció e, incapaz de explicar aquello, dio media vuelta y salió de nuevo a la calle. Caminó como ausente, y se sentó en el primer banco vacío. Entonces recordó la sesión de fotos anterior. También en ella aparecieron el mismo tipo de sombras blanquecinas. La cuestión era si, al igual que esta vez, la sombra estaba justo encima de la persona que había muerto. Asustado, corrió hasta el coche y regresó a su casa. Una vez allí sacó del cajón las copias de las otras fotos y las miró con atención. No había duda, la sombra estaba siempre sobre la misma persona: la abuela. Era como si aquella cámara anunciase la muerte. ¿Era eso posible?, se preguntó.
Miró detenidamente la máquina. Jamás la había contemplado así. Su amiga, su compañera infatigable, se había convertido en un artilugio diabólico capaz de predecir el más negro futuro. Tenía que comprobar si aquello era cierto o solamente fruto de la más perversa de las casualidades. Pero ¿cómo poner la cámara a prueba? Tras darle unas cuantas vueltas al asunto, lo tuvo muy claro: debía fotografiar a alguien en estado terminal.
A la mañana siguiente se dirigió a la clínica donde trabajaba Sheila, una amiga de toda la vida que a bien seguro podría ayudarlo. Tras la lógica resistencia, Sheila accedió a que David tomara una foto de un enfermo terminal. El hombre se estaba muriendo de cáncer; David lo retrató lo más rápido posible y se fue directo a casa.
Estaba nervioso, casi excitado ante el experimento. En su cabeza ya se dibujaba la imagen que iba a ver; no tenía ninguna duda. Sumergió la foto en el ácido, esperó el tiempo necesario y la colgó para que se secara como siempre había hecho. La imagen empezó a dibujarse lentamente.
—¿Qué… qué significa esto?
David recorrió la foto con sus ojos una y otra vez. No era posible. Aquello debía de estar mal. Volvió a mirarla atentamente. La cara del enfermo se veía nítida, clara, cristalina; pero, sobre la cama, reflejado en el panel metálico trasero, se podía apreciar el rostro del fotógrafo, el suyo propio, desdibujado por una niebla blanquecina.
—¡No puede ser! —exclamó, lleno de pánico y angustia—. ¡Esto es un error!
A la mañana siguiente la mujer de la limpieza halló a David tendido en el suelo junto a la foto. Muerte súbita, dijo el médico de emergencias. Nadie sospechó jamás que fue su cámara la que realmente lo mató.
El nuevo hospital había sido construido sobre las ruinas del antiguo hospicio de Saint John. La gente del lugar contaba horribles historias sobre aquel sitio. Se decía que allí habían muerto varios niños a causa de la peste y de otras infecciones contagiosas. Finalmente, tras varios años de denuncias por parte del obispado, las actividades del viejo hospicio cesaron, el edificio se vendió y los niños fueron enviados a otros centros. Nunca se llegó a saber con certeza el número de huérfanos que murieron allí, ni tampoco cuántos fueron enterrados de forma clandestina entre sus muros.
Cuando construyeron el nuevo hospital nadie cuestionó la conveniencia de aprovechar los viejos cimientos ya existentes. Aquello iba a suponer un gran ahorro, y el coste de las obras ya era bastante elevado; el arreglo parecía idóneo. Jack Burrow, el propietario, tenía claro que no se podía gastar ni una libra más en la construcción del nuevo hospital, pero no contó con lo que aún encerraban aquellos viejos muros, los sótanos, el cementerio clandestino. Las consecuencias iban a ser trágicas, aunque nadie podría habérselas imaginado.
El primer mes tras la apertura todo fue bien. El servicio del nuevo hospital rozaba la perfección: tanto el personal como los pacientes se mostraban encantados con las infraestructuras. Los problemas comenzaron al cabo de cierto tiempo, cuando se empezó a usar el sótano como almacén para nuevo equipamiento. La primera persona en darse cuenta de que algo extraño ocurría fue Nolan, el encargado de reponer el material. Cada mañana hacía una lista con lo que se había agotado y por la tarde bajaba al viejo sótano para restituirlo. Aquel día, algo fuera de lo habitual llamó su atención.
—Aquí no pueden estar los niños —dijo, dirigiéndose a un pequeño que estaba al otro lado de la sala.
El crío lo miró sonriente y desapareció corriendo por el fondo de la enorme habitación.
—¡Maldito mocoso! —exclamó Nolan, mientras cruzaba la sala y se dirigía hacia la salida—. En cualquier caso Jane lo parará al salir.
Su sorpresa vino cuando Jane, la recepcionista del hospital, le juró y perjuró que nadie, ni adulto ni niño, había subido por la escalera posterior. Si ese suceso se hubiera limitado a un solo día, Nolan lo habría olvidado con suma rapidez, pero aquel tipo de hechos empezaron a convertirse en habituales. Un día oía risas de chiquillos, otro día pasos, otro veía niños que luego desaparecían. Nolan sabía que lo que estaba sucediendo no era normal, pero el temor al qué dirán le hizo mantener la boca cerrada. Luego, cuando se decidió a contar lo que veía, fueron sus superiores quienes, con tal de evitar los rumores y el posible cierre del centro, acallaron a Nolan cambiándole de puesto de trabajo. Pero aun así las habladurías no tardaron en propagarse, y los trabajadores, asustados por las historias de fantasmas, se negaron a bajar al sótano. Jack Burrow, harto de chismes y problemas, decidió que daría un escarmiento ejemplar a los trabajadores que no realizasen sus tareas. Tal fue la amenaza que, pese al miedo existente, los empleados volvieron a trabajar con normalidad. Al principio no ocurrió nada, y la tranquilidad volvió al centro. No fue hasta pasadas unas semanas cuando Cathy, la responsable de mantenimiento durante el fin de semana, dio nuevamente la voz de alerta.
—Le juro que no estoy loca —decía Cathy, con la mirada perdida y la voz entrecortada.
—Pero ¿qué pasó exactamente? —dijo el director.
—Yo estaba abajo, reponiendo gasas estériles para la planta cuarta, cuando de pronto oí una especie de lloriqueo al fondo de la sala.
—¿Y?
—Me acerqué. Pensaba que quizá algún crío se habría perdido y habría bajado al sótano por error.
—¿Y quién era?
—En el suelo habían varios niños llorando. Estaban asustados y no querían que me acercara a ellos. Entonces me incorporé y me asomé a la escalinata del fondo para llamar a Carl y que bajase a ayudarme.
—¿Qué ocurrió luego?
—Me volví hacia los niños y allí al fondo, de pie, un par de ellos permanecían inmóviles: uno con las cuencas de los ojos vacías y el otro con el pecho abierto de par en par. Después me desmayé.
—¿Vio Carl a los niños?
—No. Según me ha contado, cuando bajó solo me encontró a mí, tendida inconsciente en el suelo.
Nervioso por lo que aquella historia pudiera provocar, el director decidió que lo más adecuado era despedir a Cathy. Sin ella, se acababa el rumor. Sin embargo, Cathy sabía que algo malo estaba ocurriendo allí, y que no iba a cesar por mucho que la echasen. Al principio los niños se limitaron a aparecer y desaparecer misteriosamente, o, en algunos casos, a asustar a quien los veía. Con el tiempo, sin embargo, los médicos y las enfermeras fueron viéndose seriamente afectados, lo que produjo terribles consecuencias.
* * *
—¡Pero Peter, qué has hecho!… ¡Dios!
Nancy miraba la escena desde el marco de la puerta, completamente alterada, incapaz de actuar o de moverse. Peter, uno de los médicos más veteranos del centro, acababa de abrir en canal sin razón aparente a uno de sus pacientes más jóvenes, y le había extirpado todos los órganos internos. Cuando Nancy llamó su atención, Peter pareció volver en sí.
—¿Qué, dónde…? ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué he hecho? —dijo, derrumbándose ante la escena de la que él mismo era responsable.
Cuando la policía interrogó a Peter, este se mostró incapaz de recordar nada de lo ocurrido. Tan solo repetía una y otra vez:
—¡Han sido ellos, ellos!
Fue en ese momento, después de que Nancy la llamase para explicarle lo sucedido, cuando Cathy supo que alguien debía hacer algo al respecto y decidió investigar por su cuenta la historia del centro. No le resultó difícil encontrar documentación sobre el antiguo hospicio, pero eso no bastaba. La gente no sabía de la misa la mitad. De hecho, nadie tenía conciencia de la barbarie que realmente se escondía tras los muros del Saint John. Solo después del accidente que le costó la vida a aquel chaval, las autoridades locales empezaron a tomar cartas en el asunto. Tras el suceso el centro cerró sus puertas durante casi un mes. Nadie lograba explicarse por qué Peter, un médico de brillante carrera, había cometido semejante atrocidad. Nadie excepto Barbara, la única de las cuidadoras del antiguo hospicio que no había muerto aún, la única que fue capaz de aclarar todo lo que estaba pasando. Cuando Cathy encontró su nombre en los registros del hospicio e imaginó, por su edad, que tal vez aún siguiera viva, lo tuvo claro: si alguien iba a arrojar luz sobre lo sucedido, tenía que ser ella.
Barbara había trabajado durante mucho tiempo entre aquellas paredes, y a sus ochenta y dos años el recuerdo todavía la acompañaba. Una enjuta mujer de blancos cabellos abrió la puerta de la calle lentamente y apoyó su tembloroso brazo en el umbral.