Groucho y yo (16 page)

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Authors: Groucho Marx

BOOK: Groucho y yo
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Aquella noche volví a preparar el despertador para que sonara al cabo de treinta minutos. Encendí el puro y me recosté en la almohada. Es posible que esta vez fumara más de prisa, no lo sé. En todo caso, en el segundo intento, los treinta minutos en La Habana quedaron reducidos a ¡dieciocho minutos!

A la mañana siguiente volví al estanco y de nuevo deposité la húmeda colilla sobre el mostrador.

—Bueno —pregunté—, ¿qué le parece esto? ¡Anoche estuve en La Habana sólo dieciocho minutos!

—Mira, hijo —explicó el dependiente—. Ya te dije ayer que yo no hago más que trabajar aquí. Si no te gustan nuestros productos, no me vengas a importunar. Escribe a la fábrica y cuéntales tus problemas.

Me entregó una tira de papel donde constaban el nombre y la dirección de la fábrica. Volví a la pensión y escribí al director de la empresa, explicándole con detalle de qué manera había sido estafado.

Supongo que debía de tratarse de personas muy inteligentes y bondadosas, a pesar de sus anuncios fraudulentos, ya que al cabo de dos semanas recibí una carta certificada con un cheque de quince centavos. Por razón de su generosidad, continué fumando los cigarros «La Preferencia» durante muchos años. Pero sostengo aún que eran unos estafadores ya que, por muy lentamente que fumara, nunca fui capaz de pasar más de veintidós minutos en La Habana.

* * *

A pesar de esto, siempre me las apañaba para pasar una buena temporada en Indiana.
«¡Oh! El resplandor de la luna brilla esta noche a lo largo del Wabash.»
Indiana resultaba siempre un estado maravilloso por razón de las chicas. Elkhart, Hammond, Lafayette, Muncie. ¡Ah, Muncie!

Vestido con mi traje nuevo, con mi chaqueta de Norfolk, mi gorra a cuadros, mi bastón y mis botines, me paseaba por la avenida principal de Muncie mirando a un lado y a otro. Acabábamos de terminar la última representación del día y, como solíamos hacer, tan pronto como acababa el espectáculo nos vestíamos rápidamente y corríamos apresuradamente al vestíbulo del teatro, con el fin de que no saliera del edificio el material. En aquel tiempo, el material recibía el nombre de «tres sábanas». A veces los resultados eran muy satisfactorios, pero aquel día no apareció gran cosa.

Haciendo ver ante mis hermanos que bostezaba, les dije que no me sentía demasiado bien y que volvía a la pensión para descansar un poco. Metiéndome por una calle lateral a fin de evitarlos, salí otra vez a la avenida principal en busca de cualquier hembra que me deparara el destino.

No había andado más de diez minutos, cuando divisé una bella muchacha que empujaba un cochecito con un bebé. Los dos éramos aproximadamente de la misma edad. Entonces empleé uno de los trucos más vetustos, pero más seguros, que conoce el hombre. Me puse delante del cochecito y empecé a hablar de un modo infantil. No me dirigía a la muchacha, sino al bebé.

—¡Qué criatura más bonita! —exclamé—. ¡Y qué parecido tan grande! Es muy afortunada de tenerte como madre.

(Por sus calcetines de color de rosa, podía ver perfectamente que se trataba de una niña.)

—Gracias —replicó la atractiva pollita—, pero no soy su madre. Es el bebé de mi hermana. Yo me cuido de él mientras ella sale a comprar.

Hasta aquel momento todo había ido muy bien. ¿Muy bien? ¡Había ido magníficamente! Si la criatura no era suya, existían grandes probabilidades de que la que empujaba el cochecito fuera soltera.

—¿Estás casada? —pregunté.

—No, desde luego —dijo sonriendo—. Sólo tengo diecinueve años.

Bueno, aquello tenía sentido. También yo tenía diecinueve años y tampoco estaba casado.

—¿Hacia dónde te encaminas, nena? —pregunté.

—Me llevo el bebé a casa hasta que mi hermana venga a buscarlo —replicó.

—Bueno —dije yo, dirigiéndole una de mis sonrisas más insinuantes—, ¿no necesitas a alguien que te ayude a empujar el cochecito?

—Si quieres venir conmigo, serás bien recibido —dijo sonriendo tontamente.

Su invitación me excitó tanto, que casi salté por encima del cochecito en un arrebato de alegría. ¡Serás bien recibido! Parecía como si hubiera dado en el blanco. Mientras íbamos paseando, le expliqué el acostumbrado cuento de rutina referente a la soledad y a lo hermosa que era ella: indudablemente, la chica más bonita que había visto jamás. (Puede ser un truco vetusto, pero no te llames a engaño: ¡da resultado!)

Llegamos finalmente a su casa, una típica monstruosidad arquitectónica del Medio Oeste. Era un edificio de dos pisos, de fachada amarilla, una vivienda para dos familias con aspecto desconchado, como si hubiera tomado un baño de sol excesivo. Mi amiga vivía en el segundo piso. Entre los dos sacamos al bebé del cochecito, lo subimos por la escalera y en seguida lo pusimos en la cama.

Estratega como nunca, me planté inmediatamente en el sofá y, para asegurarme de que quedaba impresionada por mis aires cosmopolitas, saqué de mi bolsillo un largo cigarro de los baratos y empecé a emporcar la atmósfera de la sala.

La chica se sentó a mi lado y, antes de que ella pudiera decir «Jack Robinson» o incluso «Joe Delaney», yo tenía un brazo firmemente colocado alrededor de su cintura y el otro dispuesto a seguir más adelante. Su cintura era encantadora. Tenía exactamente el tamaño adecuado. Quizá fuera debido a mi imaginación, pero parecía corresponder a las presiones más débiles de mis dedos. ¡Menuda gloria! Exceptuando a la criatura, me encontraba completamente solo, sentado en el sofá con aquel bombón. Además, teniendo en cuenta que sólo la conocía desde hacía veinte minutos, me estaba desenvolviendo bastante bien.

—¿Cómo es que una chica tan guapa como tú no está casada? —le pregunté.

—Mi hermana está casada —contestó— y, por lo que me cuenta, no resulta tan divertido como parece. —Bueno —pregunté con timidez—, ¿te gusto?

—¡Ya lo creo! —respondió—. Me pareces realmente simpático y agradable. De hecho, te encuentro muy atractivo.

La muchacha no era precisamente un genio de la conversación. Por sus respuestas, ya te habrás dado cuenta en seguida de que allí no había ninguna Dorothy Parker ni una Cornelia Otis Skinner. Por otra parte, sin embargo, desde el punto de vista de la otra mano, he de decir en su defensa que tenía dos piernas muy bonitas.

—Los chicos de Muncie no tienen lo que hay en ti —prosiguió diciendo.

Hacía únicamente dos días que estaba en Muncie y no tenía la menor idea de lo que poseían los chicos de Muncie, pero por lo visto prefería lo que poseía yo. Durante este intercambio de
bons mots
, ella había permanecido sentada a tres pulgadas de mí, pero ahora se aproximó más todavía. El amor me rodeaba por completo. El éxtasis estaba exactamente a la vuelta de la esquina. Me encontraba flotando en el aire. Mientras flotaba, oí una llamada decidida y masculina en la puerta. Ella gritó:

—¡Oh! ¡Dios mío! ¡Mi marido!

—¡Creí que no estabas casada! —protesté, al tiempo que saltaba del sofá.

—¡Oh! No hacía más que tontear.

¡Había dicho tontear! Allí estaba yo, a medio camino de la funeraria, y ¡ella lo llamaba tontear!

Mientras tanto, las llamadas se habían hecho más fuertes y persistentes. Una voz grave gritó al otro lado de la puerta:

—¡Gladys, pájara callejera, abre la puerta! ¡Ábrela, Gladys, antes de que la eche abajo a patadas!

Por el tono de su voz, supuse que medía aproximadamente un metro noventa y que era un ex-combatiente. El pánico empezó a dominarme.

—Gladys —susurré—, ¿qué puedo hacer?

—Métete en el armario —dijo con calma— y no te preocupes. Yo te sacaré de esto.

Por sus frías y resueltas instrucciones, empecé a sospechar que aquél no era un incidente anormal en la vida de Gladys. Me metí rápidamente en el armario y cerró la puerta tras de mí. Estaba lleno de abrigos, pantalones vaqueros, trajes, bolas de naftalina y botas de caucho, de manera que allí se combinaban todos los olores fundamentales que el hombre ha creado. No podía ver lo que pasaba, pero oí cómo ella abría la puerta del piso.

Él no dijo «hola» o «¿cómo estás?». No dijo ninguna frase normal de este tipo. Por lo visto, él también estaba acostumbrado a estos pequeños episodios, porque lo primero que dijo fue:

—¿Dónde demonios está?

—¿Quién? —preguntó Gladys inocentemente, con un dominio interpretativo que habría conseguido abochornar a la misma Helen Hayes—. Aquí no hay nadie, cariño.

—Eres una mentirosa —rugió—. He oído una voz de hombre.

—Ralph —dijo ella en tono zalamero—, debes de estar cansado. Voy a prepararte algo de comer.

—No me prepares nada. Si encuentro al individuo piojoso que se esconde aquí, lo voy a dejar bien preparado. ¿Dónde está? —vociferó—. ¡Lo estrangularé con mis propias manos! ¡Con mis sucias y simples manos!

En el armario, dije para mis adentros: «Si fuera un caballero, se pondría guantes por lo menos».

Me estaba mareando un poco por la falta de aire que había en el armario y empecé a temblar, de manera que toda la ropa que había en el armario empezó a temblar conmigo.

—No me digas que aquí no hay nadie —bramó—. ¡Huele a tabaco!

—No seas tonto, querido —dijo Gladys—. He sido yo. Estaba fumando un cigarrillo.

—Eres una embustera. Tú no fumas cigarrillos.

—Precisamente he empezado a hacerlo esta mañana —replicó ella.

Indicando la gorra a cuadros que estaba sobre la silla, dijo:

—Supongo que también has empezado a llevar gorra, ¿no es eso?

Entonces se dirigió hacia el armario, donde estaba yo agazapado y temblando. Contuve la respiración. Por suerte, yo había realizado un buen trabajo envolviéndome con la ropa e hizo ademán de retirarse. Sin embargo, al punto se le ocurrió una idea. Volvió sobre sus pasos y empezó a palpar la ropa con las manos más grandes que han existido después de las de Primo Camera. Podía sentir sus dedos sobre mí. Eran también unos dedos muy largos. Era como si me estuviera dando masaje un pulpo. Mientras sus manos me palpaban, mi corazón se puso a hacer un ruido semejante al que produce la sala de máquinas de un gigantesco trasatlántico en una tormenta.

Convencido de que allí no había nadie, cerró finalmente la puerta del armario y empezó a buscar por el resto de la vivienda.

Así que abandonó la sala, Gladys vino corriendo, abrió la puerta del armario, me ayudó a salir, me dio mi cigarro y mi gorra, abrió la ventana y me dijo:

—¡Salta!

Miré hacia abajo. Nos encontrábamos a unos buenos cinco metros del suelo. Pero, desdichadamente, no había otra alternativa. Se trataba de arriesgarme a romperme una pierna o descansar eternamente en el cementerio de la población.

Supongo que el dios del amor estaba conmigo, porque aterricé sobre un grupo de arbustos. Exceptuando unos cuantos arañazos de mayor importancia, regresé a la pensión completamente íntegro. Al cabo de poco tiempo, oí que mis hermanos subían por la escalera. Sin humor para dar largas explicaciones y apenado por mi fracaso, hice ver que dormía.

Al abrirse la puerta, oí que uno de ellos decía:

—¿Lo veis? Ya os he dicho que estaba aquí. Supongo que el pobre chico no se debe de encontrar realmente muy bien.

Poco sabían lo cierto que era.

Capítulo XI

UN MODESTO ENSAYO SOBRE LA PROSTITUCIÓN

Volví de Londres el septiembre pasado. Estuve allí once días y, si conoces Londres, sabrás que estuvo lloviendo durante once días. Me alojaba en el hotel Dorchester. Se trata de un hotel muy caro y en sus contornos inmediatos hay otros cinco o seis, igualmente lujosos. Durante el verano estos hoteles tienen una clientela bastante considerable de turistas ricos y, por este motivo, las esquinas de las calles que los rodean están continuamente pobladas de prostitutas. Resulta un triste espectáculo en una noche cualquiera, pero es doblemente triste en noches lluviosas ver a estas mujeres acurrucadas en los portales, esperando a que alguien se fije en ellas. La policía las molesta muy poco. Estas muchachas tienen lo que se conoce como «aprobación tácita». Por lo visto, los ingleses las consideran como un mal necesario y no se preocupan demasiado por este asunto.

Es mucho más honrada la actitud inglesa que la nuestra. Nosotros alardeamos y decimos con la cabeza muy alta que este tipo de cosas no existe aquí. Por desgracia, existe. Sin embargo, en lugar de quedar confinado en un distrito específico, tal como era antes, ahora se practica en todas partes. No obstante, cerramos los ojos y declaramos con aire altanero, así como en tono sumamente moral, que nosotros no aprobamos en modo alguno la prostitución.

Creo que actualmente cientos de miles de muchachos se apresuran a casarse con una pobre preparación de cara a las múltiples responsabilidades que constituyen una parte normal del matrimonio. Se engañan ellos mismos al pensar que se casan por amor. Un buen porcentaje de estos muchachos descubre con tristeza que no se trataba de amor, sino únicamente de un deseo de satisfacer una necesidad sexual acorde con la normalidad.

Antes de que me metan en chirona por defender el vicio legalizado, quiero puntualizar que no estoy a favor de la prostitución ni la apruebo. (Tampoco estoy a favor del robo o del tráfico de drogas.) Pero este problema existe y creo que hace unas cuantas décadas había una aproximación más sana al sexo. Creo francamente que hoy en día estaríamos mejor, si tuviéramos legalizada la prostitución, con los exámenes médicos preventivos que eran obligatorios en los tiempos que me dispongo a describir. El común de los actores de variedades llevaba una vida solitaria. La población civil los consideraba con recelo y desprecio. Por este motivo, cuando el actor estaba de gira (y en la mayor parte de los casos lejos de su familia), estaba obligado a crearse su propia vida social. La pensión o el triste hotel eran normalmente sombríos y mugrientos, completamente desprovistos de cualquier cosa que pudiera hacerle olvidar su hogar. Para esto quedaba únicamente el salón de billares y el prostíbulo. Sería difícil hoy en día convencer a alguien de menos de cuarenta años de cuán importantes y atractivas resultaban estas casas de prostitución para los parias solitarios. Supongo que estos lugares existían en todos los Estados Unidos. Sin embargo, por cierta razón curiosa, los que recuerdo son sobre todo los del Sur... Baltimore, Memphis. Nashville, Birmingham, Montgomery, Nueva Orleáns, Dallas, Houston.

La tarde del estreno en el local Orpheum o en el teatro Majestic constituía un acontecimiento social bastante notable. Cada palco contenía su
madame
y su grupo de muchachas y, si tu número les gustaba, recibías en tu camerino una tarjeta en la que estaba escrito: «¿Querrá reunirse con nosotras esta noche después de la última representación?». Esto no quería decir necesariamente que eras invitado a irte a la cama con alguna de las chicas, aunque he de confesar que había veces en que esto sucedía. Has de recordar que todos estábamos alrededor de los veinte años y, diciéndolo con un eufemismo, «estábamos ansiosos de vida».

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