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Authors: Mónica G. Álvarez

Tags: #Histórico, #Drama

Guardianas nazis (41 page)

BOOK: Guardianas nazis
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Fueron cientas las «marchas de la muerte» que los nazis llevaron a cabo durante la Segunda Guerra Mundial. Centenares de caminatas donde los prisioneros de guerra eran forzados a recorrer largas distancias sin nada que llevarse a la boca. Los que se desmayaban víctimas de la inanición, eran dejados a su suerte o incluso ejecutados por los guardias que les acompañaban. Una de las más llamativas la protagonizó Ruth Elfriede Hildner, cuando en 1945 formó parte del convoy de mujeres judías que atravesó 800 kilómetros desde Slawa (Polonia), pasando por Helmbrechst (Alemania) hasta llegar a Volary (Checoslovaquia).

De esta joven nazi nacida el 1 de noviembre de 1919 se tienen pocos datos fehacientes respecto a su vida. Ni siquiera el lugar de nacimiento. Algunos documentos apuntan a que era de Berlín capital, mientras que otros aseguraban que era de un pueblecito al norte de Alemania. Por mi parte, prefiero dejar esta reseña en el aire y continuar con lo que sí sabemos.

En julio de 1944 Hildner fue reclutada para formar parte del personal del campo de concentración de Ravensbrück. Durante todo ese verano recibió una instrucción severa como guardiana. Quedaba menos de un año para el fin de la contienda y los oficiales nazis no querían dar nada por perdido. Es por ello que durante 1944 e incluso 1945 siguieron recibiendo nuevos reclutas a los que aleccionar en las artes del sistema nacionalsocialista.

Hildner enseguida hizo buenas migas con sus compañeras, sobre todo con su supervisora Dorothea Binz, de quien aprendió ejemplos de suplicios, actos inhumanos y depravaciones. Si había un arma mejor para maltratar a un prisionero, ese era un barrote. Con él podía dar rienda suelta a fieros golpes que descargaban sobre su víctima el peso de su rabia.

Tras finalizar su entrenamiento en Ravensbrück, en el mes de septiembre la transfieren al campo de Dachau. Allí pondría en práctica todo lo cultivado en sus «clases» de violencia y sadismo. En aquel momento ya ejercía como
Aufseherin
.

Su faena era la propia de cualquier centinela nazi: vigilar que los presidiarios no violaran las normas del campamento usando, a ser posible, un duro correctivo.

Tres meses después de su llegada, en diciembre de 1944, oficiales de las SS deciden enviarla a un pequeño campo cerca de Hof (Alemania). Se trataba de Helmbrechts, un subcampo para mujeres perteneciente al campo de concentración de Flossenbürg.

Un total de 27 guardias femeninas sirvieron en este destino, donde Ruth Hildner destacó sobre las demás por su especial temeridad. La población del recinto era principalmente no-judía y la mayoría murió víctima de los golpes perpetrados por su verdugos. La
Aufseherin
fue la más implacable de todas.

Durante las largas jornadas laborales Hildner le gustaba pasearse por los pasillos de la fábrica para vigilar que nadie se ausentara de su puesto. Al más mínimo descuido la criminal sacaba su vara con la que apaleaba ferozmente a sus víctimas. Si alguna de las presas moría, trasladaban nuevas manos de obra del campo principal de Flossenbürg a Helmbrechts.

A principios de abril de 1945 el comandante Doerr ordenó la rápida evacuación del centro debido a la inminente presencia del ejército norteamericano. Hildner y el resto de sus camaradas emprendieron una huida que concluyó con cientos de muertos por desfallecimiento y maltrato. La
Aufseherin
terminó asesinando con su palo a numerosas jóvenes que, extenuadas, no lograban ponerse en pie.

Fueron cientos de kilómetros desde Helmbrechst (Alemania) hasta llegar a Volary (Checoslovaquia). Pero no fue la única marcha de la muerte en la que Hildner participó. La guardiana nazi también acompañó otra en Zwodau, subcampo de Flossenbürg (Checoslovaquia). De allí evacuaron a los presos hacia el oeste del país. En la última de las caminatas tuvo que volver a Polonia, esta vez a Slawa, cruzarse Alemania para llegar de nuevo al campo de Volary en Checoslovaquia.

Durante la liberación de los distintos campos de concentración alemanes a principios de mayo de 1945 Hildner y las demás supervisoras nazis consiguieron huir temporalmente al hacerse pasar por refugiadas. Pero en marzo de 1947 las autoridades checas finalmente dieron con ella y fue llevada a prisión. Tenía 27 años cuando fue juzgada por el Tribunal Popular Extraordinario de la localidad de Písek.

El 2 de mayo de 1947 el presidente de la Corte dictó sentencia y Ruth Hildner fue declarada culpable de cometer crímenes de guerra. Condenada a morir en la horca, fue colgada tan solo seis horas más tarde en la prisión central de Praga.

Irene Haschke

El político canadiense, John Abbot, explicó en una ocasión que «la guerra es la ciencia de la destrucción». Y yo humildemente añadiría, «y de la miseria». Al fin y al cabo, todo lo que se termina recogiendo tras el término de cualquier contienda es eso, desgracia, infortunio, penuria. No obstante, mientras observo el perfil de Irene Haschke, una desdichada empleada textil que se formó como
Aufseherin
en uno de los tantos campos de concentración alemanes, me pregunto: ¿cómo puede alguien corriente convertirse en criminal de guerra? Podríamos enumerar mil y una respuestas, tantas como opiniones e individuos que pueblan el mundo. Pero la más recurrente y la que, por desgracia, he intentado reflejar a través de este libro es que todas y cada una de las personas que participaron de la maquinaria bélica del horror nazi, ya tenían esa semilla asesina en su interior. En el caso de Haschke aquella simiente «floreció» al ingresar en las
Waffen-SS
.

Previamente a su alistamiento como parte del personal del Imperio Ario, Irene era una niña normal. Nacida el 16 de febrero de 1921 en la localidad polaca de Friedeberg, la actual Strzelce Krajenskie, su vida se limitó a estudiar en el colegio y a trabajar en las fábricas de la provincia desde una edad muy temprana. Se especializó en la industria textil.

Pero la propaganda alemana comenzó a irrumpir en Polonia como agua que se lleva el diablo lo que hizo que sintiera un especial interés por los preceptos del nazismo y a simpatizar con ellos. Al final, Haschke cayó en las redes de la
Bund Deutscher Madel
(La Liga de Mujeres Alemanas) y el 16 de agosto de 1944 fue reclutada.

Durante cinco semanas recibió un severo entrenamiento como guardiana en el campo de concentración alemán de Gross-Rosen situado en la Baja Silesia —ahora llamada Rogoznica—. Aquel centro de internamiento —que en 1940 se construyó como satélite del de Sachsenhausen— fue creciendo hasta tal punto que en 1944 llegó a tener hasta sesenta subcampos ubicados en el este de Alemania y en la Polonia ocupada. La gran actividad de Gross-Rosen se reflejaba en la elevada cantidad de prisioneros internos tras sus barracas. Un total de 125.000 judíos de diversas nacionalidades vivían hacinados en su interior presos del dolor, la miseria, la hambruna, el salvajismo y la muerte.

Cuando Irene Haschke llegó al reconocido como el campo más duro del Tercer Reich, se encontró con miles de desechos humanos, presos sin fuerzas a causa de la falta de alimentación y, sobre todo, al exceso de trabajo. La instrucción que recibió durante ese poco más de un mes que vivió en Gross-Rosen, fue en ella despertando sentimientos de inhumanidad y perversión. El tratamiento ejercido contra los confinados se podía calificar de salvaje.

A partir de aquí nos topamos con documentación contradictoria. Algunas reseñas aseguran que tras el periodo de aprendizaje Haschke fue transferida a la cárcel de Mahrisch-Weifiwasser, donde durante tres semanas desarrollaría faenas propias de
Aufseherin
. En cambio, otros datos apuntan a que en realidad, regresó a la fábrica textil. Como digo son apuntes un tanto incoherentes. Lo que sí puedo constatar a ciencia cierta es que la guardiana nazi arribó al campo de concentración de Bergen-Belsen el 28 de febrero de 1945. Allí conoció a algunas de las criminales más peligrosas hasta el momento. Entre ellas, Irma Grese, Herta Ehlert o Hertha Bothe.

Como ya ocurrió con las anteriores camaradas, los últimos meses en el centro de exterminio supusieron la depravación absoluta. Haschke, que supuestamente trabajaba en la cocina número dos y que era la responsable de racionar la comida, se dedicaba a golpear con un palo de goma en la cara y las manos de las reclusas para evitar altercados. Cualquier mirada, palabra o silencio llegaban a encolerizarla de tal forma que perdía los estribos. No contenta con esto, muchas de las mujeres que lograron sobrevivir a este suplicio, se atrevieron a testificar en su contra en el juicio de Bergen-Belsen celebrado en septiembre de ese mismo año.

La superviviente húngara Ilona Stein, explicó ante el Tribunal en qué consistieron aquellas palizas:

«Yo hablo acerca de los incidentes cuando ella (…) salió de la cocina y comenzó a golpear a la gente con un tubo de goma, y cuando alguien se caía ella seguía pateándole. Uno de los últimos incidentes que recuerdo fue el día en que las tropas británicas realmente entraron en el campamento. Yo estaba cerca de la cocina tratando de conseguir algunas cortezas de patata y ella me amenazó con el tubo de goma, como de costumbre pero entonces aparentemente ella vio a las tropas británicas y se detuvo. Me golpeó varias veces, pero a veces yo era lo suficientemente rápida para salir corriendo. A veces me pegaba, porque trataba de conseguir unas cortezas de patatas o de nabos, pero yo solo tenía que estar cerca para que me golpeara».

Otra testigo judía llamada Hanka Rozenwayg de nacionalidad polaca, apuntó que unos días antes de que las tropas británicas liberasen Bergen-Belsen, vio a la acusada arrojar a una mujer dentro de la cisterna del agua. La interna murió ahogada.

Katherine Neiger, una judía de Checoslovaquia, indicó que Haschke golpeaba con una porra de goma a los niños que se hallaban enfermos hasta dejarlos prácticamente inconscientes. Algunos de los internos que Irene atizó brutalmente, acabaron muriendo. «Las palizas a las que me refiero se las dio con un palo pesado», ratificó la judía rusa Luba Triszinska.

En las jornadas previas a la liberación por parte de los aliados unas 15 o 20 personas morían en el interior del campamento a diario. Poco a poco Bergen-Belsen se estaba pareciendo al centro de exterminio de Auschwitz.

Y llegó el día tan esperado por los reclusos. El 15 de abril de 1945 oficiales británicos irrumpen en el recinto después de que el comandante Kramer negociase la rendición. Se contaban por miles los cuerpos muertos apilados al lado de las zanjas. Debido a las condiciones insalubles e infrahumanas con las que se encontraron, se había desarrollado una epidemia de tifus, por lo que el ejército aliado ordenó a los criminales nazis enterrar todos los cadáveres. La
Aufseherin
fue una de las féminas obligadas a ayudar en la tétrica labor.

Poco después fue arrestada y puesta a disposición judicial en la cárcel de la localidad cercana de Celle, donde estuvo hasta el 17 de septiembre, fecha en la que dio comienzo su juicio.

Ante la Corte se presentaron 45 miembros del personal de Bergen-Belsen imputados por maltratar y asesinar a cautivos de los países aliados. Durante exactamente dos meses —la vista concluyó el 17 de noviembre— la localidad de Lüneburg albergó a numerosos curiosos y medios de comunicación que no querían perderse ni un detalle sobre el posible futuro que tendrían estos asesinos y posteriores condenados.

Entre las perlas que dejó Haschke durante su declaración ante el Tribunal me gustaría resaltar aquella donde la vigilante excusaba su comportamiento agresivo contra las reas:

«… se llevaban la comida de los demás. Les pegaba con mi mano y a veces usaba un palo que me dio la guardiana. Se trataba de una palo de madera común, de unas dieciocho pulgadas de largo y unas tres cuartas partes de pulgada de diámetro. Solo fue necesario para golpear a los prisioneros cuando ellos estaban robando, y solo les golpeé una o dos veces».

En el transcurso del interrogatorio realizado por su abogado el capitán Phillips, y ante la pregunta acerca de por qué los presidiarios no podían beber agua potable de la cisterna, Haschke acabó replicando que aunque no tuviesen prohibido beber del pozo, no se lo permitían porque estaba sucia.

Pese a los esfuerzos de su defensor por evitar la condena, la Corte dictó sentencia e Irene Haschke fue condenada a 10 años de prisión por cooperar en el maltrato de prisioneros y asesinar a muchos de ellos durante su estancia en el campo de concentración de Bergen-Belsen.

Pasó la subsecuente década en una celda de la cárcel de Hamelín hasta su puesta en libertad el 21 de diciembre de 1951. No ha aparecido ninguna pista verídica sobre su actual paradero, ni se conoce si la cruenta Aufseherin sigue con vida. Incógnitas que desgraciadamente, no podremos resolver nunca.

Alicia Orlowski

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