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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Guerra y paz (122 page)

BOOK: Guerra y paz
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—Sí, sí.

Natasha, durante la lectura, estaba sentada estirada mirando escudriñadora y fijamente, bien a su padre, bien a Pierre, buscando en sus rostros el reflejo de lo que ella sentía.

—Está claro que lo daremos todo para defender a Rusia y que todos, todos iremos a la guerra —gritó el conde cuando acabó la lectura—. ¡Se han creído que pueden asustarnos!

Natasha saltó inesperadamente y abrazando a su padre se puso a besarle.

—¡No se ha visto nada igual! ¡Qué maravilla es este papá! —dijo ella con su anterior vitalidad. Este entusiasmo de Natasha animó aún más al conde. Él mismo, poniéndose las gafas, leyó el manifiesto una vez más, interrumpiéndose con resoplidos, como si le hubieran acercado a la nariz un frasco de sales.

Tan pronto el conde acabó de hablar, Petia, que se había levantado y agitaba los puños apretados, se acercó a su padre y completamente ruborizado pero con voz firme aunque emitiendo gallos, dijo:

—Ahora le digo decididamente papá y a mamá también, le digo decididamente que me dejen alistarme en el ejército, porque no puedo... eso es todo...

La condesa se limitó a encogerse de hombros con horror y no dijo nada, pero el conde volvió en sí en ese instante y le dijo burlonamente a Petia:

—Bueno, bueno. Déjate de tonterías.

—No son tonterías, papá. Fedia Obolenski es más pequeño que yo y también va y lo más importante es que de todos modos no voy a poder estudiar nada y ahora cuando... —Petia se detuvo, se sonrojó hasta ponerse a sudar, pero aun así dijo—: cuando la patria está en peligro.

—Ya está bien, ya está bien de tonterías.

—Pues ya se lo digo. Ahora que opinen Piotr Kirílovich y Natasha.

—Y yo te digo que eso es una tontería. Ya tengo el corazón consumido por uno de mis hijos y tú eres un niño que aún tienes la leche en los labios. Bueno, ya me has oído. —Y el conde, llevándose el papel, seguramente para leerlo una vez más en el despacho antes de acostarse, salió de la habitación.

—Piotr Kirílovich, vamos a fumar... —Bezújov se levantó meneando pensativamente la cabeza. Petia corrió tras él y cogiéndole de la mano le dijo con un susurro:

—Querido Piotr Kirílovich, convénzale, por el amor de Dios.

La negativa al propósito de Petia había sido firme. Se fue solo a su habitación y allí, sin dejar entrar a nadie, se echó a llorar amargamente. Todos hicieron como que no se percataban cuando a la hora del té acudió sombrío y silencioso, con los ojos llorosos.

Después del té, como era costumbre cuando Pierre se quedaba a pasar la tarde en casa de los Rostov, jugó una partida con la condesa, Irina Yákovlevna y el doctor. Pierre iba a casa de los Rostov para ver a Natasha, pero casi nunca estaba o hablaba con ella a solas. Para sentirse alegre y tranquilo solo necesitaba sentir su presencia, mirarla y escucharla. Y ella lo sabía y siempre acudía ahí donde él se encontraba cuando estaba en su casa. Ella misma se encontraba en su presencia mejor que con ninguna otra persona. Era el único que le recordaba esa oscura época no de una manera agobiante, sino consoladora.

Después del juego, Pierre se quedó en la mesa dibujando. Tenía que marcharse. Y como siempre, precisamente cuando se tenía que marchar, Pierre sentía lo bien que se estaba en esa casa. Nata-sha y Sonia se acercaron a él y se sentaron en la mesa.

—¿Qué dibuja?

Pierre no respondió.

—Sin embargo —le dijo a Natasha—, usted no se ocupa en broma de la guerra, eso me alegra. —Natasha enrojeció, comprendió que a Pierre le alegraba su entusiasmo porque ese entusiasmo ocultaba su dolor—. No —dijo Pierre respondiendo a sus pensamientos—, me gusta observar cómo las mujeres abordan asuntos de hombres, porque a ellas todo les resulta muy claro y sencillo.

—¿Y qué puede haber de difícil en ello, conde? —dijo Natasha animadamente—. Hoy escuchando la plegaria todo me ha parecido tan claro... Solamente hay que humillarse, resignarse los unos con los otros y no lamentar nada y todo irá bien.

—Pero usted se lamenta por Petia.

—No, no me lamento. Por nada del mundo le mandaría a la guerra ni le retendría si él quiere ir.

—Qué pena que yo no sea Petia para que usted me mande a la guerra.

—Es evidente que usted irá.

—Por nada del mundo —respondió Pierre, y al ver la incrédula y bondadosa sonrisa de Natasha continuó—: Me sorprende que tenga usted tan buena opinión de mí —dijo él—. Según usted soy capaz de hacer bien cualquier cosa y lo sé todo.

—Sí, sí, todo. Pero ahora lo más importante es la defensa de la patria —de nuevo la palabra «patria» detuvo a Natasha y ella se apresuró a justificar el uso de esa palabra—. Verdaderamente yo misma no sé por qué, pero pienso día y noche qué sucederá con nosotros y por nada del mundo, por nada del mundo me someteré a Napoleón.

—Por nada del mundo —repitió seriamente sus palabras Pierre y se puso a escribir—. ¿Y sabe esto? —dijo él escribiendo una serie de cifras. Le explicó que todos los números tenían su correspondiente en letras y que según esta numeración al escribir 666 daba:
L’empereur
y 42. Y le contó las profecías del Apocalipsis. Natasha mantuvo largo rato la vista fija en esas cifras con extravío y creyó en su significado.

—Esto es terrible —decía ella—, y el cometa. —Natasha se alarmó tanto que Pierre incluso se arrepintió de habérselo contado.

XV

E
L
día 12 el emperador llegó a Moscú, el día 13 por la mañana temprano se escucharon las campanas llamando a misa en todas las iglesias y una muchedumbre de personas vestidas de fiesta pasaban por delante de la casa de los Rostov en la calle Povarskaia de camino al Kremlin.

Algunos miembros del servicio habían solicitado poder ir a ver al zar. Petia seguía teniendo, después de su confesión a sus padres, un aspecto enigmático y ofendido. Esa mañana Petia había estado largo tiempo vistiéndose solo, peinándose, colocándose el cuello como los adultos. Fruncía el ceño frente al espejo, hacía muecas, se encogía de hombros y finalmente, sin decírselo a nadie, se puso la gorra y salió por la puerta de atrás intentando pasar desapercibido. Petia había decidido ir directamente a ver al emperador, hablar con alguno de sus chambelanes (a Petia le parecía que el emperador siempre debía estar rodeado de chambelanes) y explicarle que él, el conde Rostov, deseaba servir a la patria y que la juventud no era obstáculo para la lealtad y muchas otras hermosas palabras que había preparado mientras se arreglaba, suponiendo que el éxito de su petición al emperador debía depender de que él era un niño (Petia pensaba incluso que todos se iban a sorprender de su juventud). Pero, a la vez, quería parecer un adulto y de esa manera se había vestido y arreglado y con la más seria apariencia avanzó por la calle a paso lento, pero cuanto más lejos iba más se entretenía observando a la gente que no dejaba de acudir al Kremlin. Después empezó a preocuparse porque no le atropellaran y con aspecto decidido y amenazador sacó los codos. Pero en la Puerta de la Trinidad, a pesar de toda su decisión, la gente, que seguramente desconocía la intención patriótica con la que acudía al Kremlin, le aplastó de tal modo que tuvo que resignarse y detenerse hasta que pasaran los coches. Al lado de Petia había una mujer con un criado, dos comerciantes y un soldado retirado. En el rostro cubierto de pecas de la mujer, en el rostro arrugado y de grises bigotes del soldado y en el funcionario delgado y encorvado, se reflejaba la misma expresión de expectativa y solemnidad cuando hablaban de dónde estaba el emperador cosa que ninguno sabía.

Después de pasar algo de tiempo a las puertas, Petia quiso salir hacia delante antes que los demás y comenzó a abrirse paso a codazos con decisión, pero la mujer que se encontraba enfrente de él, a la primera que había dirigido sus codos, le gritó enfadada:

—¿Por qué empujas, señorito? ¿No ves que nadie se mueve? ¿Por dónde quieres pasar?

A Petia le sorprendió que esa mujer que un minuto antes dijera con tanta ternura «¿habrá pasado ya nuestro padrecito?» se dirigiera a él de un modo tan brusco. Se detuvo sin fuerzas para sacar el pañuelo enjugándose con la mano, en la estrechez de la muchedumbre, el sudor que cubría su rostro y arreglándose el cuello empapado de sudor que tan bien se había colocado en su casa. Petia sintió que no tenía un aspecto presentable y temió que si se presentaba al chambelán de ese modo este no le permitiría llegar hasta el emperador. Pero componerse y dirigirse a otro lugar no era posible a causa de la estrechez. Lo peor era cuando pasaba algún general con penacho debajo del arco, entonces a Petia le apretaban contra la maloliente esquina. Reconoció a uno de los generales y quiso pedirle ayuda pero le pareció impropio de un hombre. Sonreía irónicamente ante las palabras de los que le rodeaban que tomaban al general por el mismísimo emperador.

Pero en un momento la muchedumbre avanzó y condujo a Petia a la plaza, que estaba completamente abarrotada de gente. No solamente en la plaza sino en el techo del arsenal y sobre los cañones, todo estaba lleno de figuras multicolores y de cabezas, cabezas, cabezas, cabezas. Tan pronto como Petia se encontró en la plaza todas las cabezas se descubrieron y todos se arrojaron hacia delante. A Petia le estrujaban de tal manera que no podía respirar y todos gritaban: «¡Hurra, hurra, hurra!». Petia se puso de puntillas pero solo alcanzó a ver una masa de generales que avanzaba y un penacho que él tomó por el emperador.

Esa misma mujer que antes en la puerta se habían enfadado tanto con él, estaba ahora al lado de Pierre y sollozaba con las lágrimas manándole de los ojos.

—Padre. Ángel. Padrecito. ¡Hurra! —gritaban todos y muchos lloraban. Petia, fuera de sí, apretó los dientes y con los ojos ferozmente fuera de las órbitas se arrojó hacia delante haciéndose sitio con los codos y gritando «hurra», como si estuviera dispuesto a sacrificarse a sí mismo y a los demás en ese instante. Pero por los lados se le colaban otras personas con los mismos rostros feroces y con los mismos gritos de «hurra».

«Es el emperador —pensó Petia—. No, no puedo hacerle en persona la petición. Es demasiado atrevido.» Petia se detuvo, pero en ese instante la muchedumbre empezó a vacilar hacia atrás (delante los gendarmes rechazaban a los que se acercaban demasiado al cortejo), el emperador iba desde el palacio a la catedral Uspenski. Petia recibió inesperadamente tal golpe en un costado, en las costillas y le aplastaron de tal modo, que se puso a gritar de dolor y un sacerdote o sacristán que se encontraba detrás de él se apiadó de él y le sujetó por debajo del brazo.

—Han aplastado al señorito —dijo el sacristán—. No hagáis eso, tened más cuidado.

La muchedumbre se detuvo de nuevo y el sacristán llevó a Petia, pálido y sin respiración, a los cañones. Algunas personas se apiadaron de Petia y toda la muchedumbre se puso a mirarle y a apretarse a su alrededor. Los que estaban más cerca le desabrocharon la levita, le sentaron en el cañón y reprocharon a quién quiera que le hubiera hecho eso.

—Podía haber muerto aplastado. ¿Cómo es posible? Casi lo matan. Mira al pobrecito, está blanco como la nieve —decían las voces.

Petia pronto volvió en sí. El color le volvió al rostro y el dolor pasó y a cambio de esta molestia temporal consiguió un sitio sobre el cañón desde el que realmente podía ver al emperador. Petia ya no pensaba en transmitirle su petición. Con solo verle ya se consideraba afortunado.

Mientras duró el servicio en la catedral Uspenski: un rogativa a causa de la llegada del emperador y una acción de gracias por la firma de la paz con los turcos. La muchedumbre se dispersó y se escucharon las habituales conversaciones. Una vendedora enseñaba su chal roto y decía lo caro que le había costado, otra decía que hoy en día todas las cosas hechas de seda se habían puesto muy caras. El sacristán que había salvado a Petia conversaba con un funcionario sobre quién atendía en el servicio junto con Su Eminencia. Dos muchachos jóvenes bromeaban con dos chicas de servicio que mascaban unas nueces. Todas estas conversaciones, en particular las bromas con las chicas jóvenes, que en la edad de Petia resultaban especialmente atractivas, no interesaban a Petia. Estaba sentado en su elevación, es decir, el cañón, emocionado por sus pensamientos sobre el emperador y su amor por él. La mezcla de sentimientos de dolor y temor cuando le aplastaban, con el sentimiento de entusiasmo, reforzaron aún más en él la conciencia de la importancia de esos instantes.

Cuando salieron de la catedral, Petia pudo ver al emperador desde el cañón aunque a través de las lágrimas no pudiera distinguir claramente su rostro y al verle gritó «hurra» desaforadamente y decidió que al día siguiente se alistaría costara lo que costase. Aunque ya era tarde, Petia no había comido nada y sudaba la gota gorda, no se fue a casa y junto a la muchedumbre, que había disminuido aunque seguía siendo inmensa, se quedó enfrente del palacio mirando amorosamente y esperando aún algo más con un estremecimiento de felicidad y envidiando por igual a los dignatarios que llegaban para la comida del emperador y a los camareros que servían la mesa y se divisaban por las ventanas. La cabeza del emperador se vio dos veces por la ventana y se elevaron gritos de «hurra».

Después de la comida del emperador, Valúev dijo mirando a la ventana:

—El pueblo todavía espera ver a Su Majestad.

La comida estaba acabando, el emperador se levantó y terminando de comerse un bizcocho salió al balcón. La masa de gente, con Petia en medio —mientras que a Petia le parecía que era él en medio de la masa—, se arrojó hacia el balcón.

—¡Ángel! ¡Padre! ¡Hurra! ¡Padrecito! —gritaba la multitud, y Petia y de nuevo las mujeres y algunos hombres más débiles, entre os que se contaba Petia, dejaron aflorar las lágrimas. El emperador mandó que le trajeran una fuente con bizcochos y se puso a arrojar los bizcochos por el balcón. Los ojos de Petia se inyectaron de sangre, el peligro de ser aplastado le excitó aún más y se arrojó a por los bizcochos. No sabía por qué pero tenía que coger uno de los bizcochos arrojados por la mano del zar y no rendirse. Se arrojó a por ellos y tiró a una anciana que estaba cogiendo un bizcocho. Pero la anciana no se dio por vencida a pesar de estar tirada en el suelo (intentaba coger los bizcochos, pero no acertaba con las manos). Petia le paró la mano con la rodilla y cogió el bizcocho y como si temiera no alcanzar, gritó de nuevo «hurra» ya con voz ronca.

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