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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Guerra y paz (133 page)

BOOK: Guerra y paz
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Era Vaska Denísov. No conocía al príncipe Andréi, pero se acercó a él y después de presentarse se puso a hablar. El príncipe Andréi conocía a Denísov por los relatos de Natasha sobre su primer pretendiente y esos recuerdos le trasladaron dulce y dolorosamente a esos funestos y dolorosos pensamientos en los que últimamente ya no se detenía. Últimamente había sufrido otras tantas y tan serias emociones: el abandono de Smolensk, su visita a Lysye

Gory, la noticia de la muerte de su padre que había recibido poco antes..., que hacía mucho tiempo que esos recuerdos no se le venían a la cabeza y cuando lo hacían estaban lejos de actuar en él con la anterior intensidad.

—¿También usted espera al comandante en jefe? —le preguntó Denísov—. Dicen que es una persona accesible. Gracias a Dios. Porque esto con los salchicheros era una pena. No en vano Ermólov pidió ser ascendido a alemán. Ahora quizá podamos hablar los rusos. El diablo sabe lo que han hecho. Usted quizá haya visto toda la retirada.

—He tenido el placer —respondió el príncipe Andréi— no solo de participar en la retirada, sino de perder en ella todo lo que me era preciado, a mi padre, que ha muerto de pena... Soy de Smolensk.

—¡Ah! Usted es el príncipe Bolkonski. Me alegro de conocerle —dijo Denísov, estrechándole la mano y mirando al rostro de Bolkonski con una especial atención—. Sí, he oído hablar de usted, así es esta guerra escita. Todo va muy bien, menos para aquellos que pagan el pato... Y usted es el príncipe Bolkonski. —Él meneó la cabeza—. ¡Me alegro mucho! ¡Me alegro mucho de conocerle! —añadió de nuevo con una triste sonrisa estrechando su mano.

Pero para Denísov, los alegres recuerdos que despertaba en él el nombre de Bolkonski, eran lejanos, pasados; así que al instante volvió a lo que en aquel momento estaba inmerso, como siempre de modo ardiente y exclusivo. Esto era el plan de campaña, que había planeado mientras servía en la vanguardia del ejército durante la retirada y que había presentado a Barclay de Tolli y ahora quería presentar a Kutúzov. El plan se basaba en que la línea operativa de los franceses era demasiado extensa y en que en lugar de o junto con la actuación en el frente, obstruyendo el camino de los franceses, había que actuar sobre sus comunicaciones.

—No podrán mantener todas esas líneas. Es imposible. Yo me comprometo a romperlas. Deme quinientos hombres y las romperé. Seguro. El único sistema es la guerra de guerrillas, recuérdelo.

Denísov se acercó más a Bolkonski queriendo demostrarle su teoría, pero en ese instante los gritos de los soldados, más inarmónicos y más propagados y fundiéndose con la música y las canciones, se escucharon en el lugar de la revista.

—La revista ha terminado —dijo el cosaco—. Allí viene él.

Realmente Kutúzov, acompañado por un grupo de oficiales y entre gritos de «¡Hurra!» de los que le seguían, se acercaba al porche. Los ayudantes habían llegado cabalgando antes que él y habiendo desmontado, le esperaban. El príncipe Andréi y Denísov salieron también al encuentro de Kutúzov cuando desmontaba. Kutúzov se detuvo a la entrada despidiéndose de los generales que le guiaban.

En el tiempo en que el príncipe Andréi no le había visto Kutúzov había engordado aún más, estaba obeso, hinchado por la grasa. Le saltaron a la vista el conocido ojo blanco y la cicatriz. Iba vestido con una levita, una cinta con un látigo cruzada al pecho y llevaba un gorro blanco de la caballería. Se desparramaba y meneaba triste y pesadamente sobre el caballo blanco que le transportaba.

—Fiu, fiu, fiu... —silbó de modo apenas audible, al acercarse a casa, con la alegría reflejada en el rostro de un hombre que tiene intención de descansar después de la revista. Sacó el pie del estribo y levantó la otra pierna con dificultad. Recuperó el equilibrio, miró con sus ojos entornados y sin reconocer al príncipe Andréi se dirigió con su paso desigual hacia el porche.

—Fiu, fiu, fiu... —silbó de nuevo de modo familiar, pero al ver y reconocer al príncipe Andréi, le llamó—. Ah, te saludo, príncipe, te saludo, querido, vamos, estoy cansado. —Entró en el porche, se desabrochó la levita y se sentó en el banco—. Bueno, ¿cómo se encuentra tu padre?

—Ayer recibí la noticia de su muerte —dijo el príncipe Andréi—. No ha soportado todo esto.

Kutúzov le miró asustado, después se quitó el gorro y se santiguó:

—¡Que Dios le tenga en su gloria! Qué pena. —Suspiró profundamente, hinchando todo el pecho y calló—. Es una verdadera pena. Yo le quería y comparto con toda mi alma tu dolor. —Abrazó al príncipe Andréi y le estrechó contra sí. Cuando le soltó, el príncipe Andréi vio lágrimas en sus ojos.

—Ven, ven conmigo, hablaremos —añadió Kutúzov, pero en ese instante Denísov, igual de valiente frente a los mandos que frente al enemigo, a pesar de que los ayudantes de campo que se encontraban en el porche intentaron detenerle con enojados susurros, se acercó con atrevimiento a Kutúzov, haciendo ruido con las espuelas sobre los escalones. Después de presentarse dijo que tenía que informar a su serenísima de algo muy importante para el bien de la patria. Kutúzov le miró fijamente con una mirada indiferente y cansada y haciendo un gesto de enojo con la mano repitió:

—¿Para el bien de la patria? ¿De qué se trata? Habla.

Denísov enrojeció como una muchacha (resultaba muy extraño y encantador ver las manchas en ese rostro bigotudo y maduro) y comenzó a exponer con atrevimiento su plan para romper las líneas operativas del enemigo entre Smolensk y Viázma. Denísov llevaba un mes y medio recorriendo esas localidades con un escuadrón itinerante, conocía la zona y su plan parecía indudablemente bueno, en particular por el tono de seguridad que había en sus palabras. Kutúzov se miraba los pies y de vez en cuando miraba al patio de la isba vecina, como si esperara algo de allí. Ciertamente, de la isba a la que miraba apareció pronto un oficial con una cartera bajo el brazo, que se dirigía hacia el porche.

—¿Qué, ya está preparado? —le gritó al oficial con aspecto enfadado. Y meneaba la cabeza como diciendo «¿Cómo puede una sola persona alcanzar a hacer todo esto?».

Denísov seguía hablando, dando su palabra de oficial ruso de que rompería las comunicaciones de Napoleón.

—¿Qué relación tienes con Kiril Andréevich Denísov, oficial de intendencia? —le interrumpió Kutúzov.

—Es mi tío, Su Serenísima.

—¡Oh! ¡Fuimos amigos! Bien, bien, querido, quédate en el Estado Mayor, mañana hablaremos. —Y alargó la mano hacia los papeles que le traía el general de guardia.

—¿No querría Su Serenísima pasar a la habitación? —dijo el general de guardia—. Tiene que firmar documentos, revisar el plan...

—Todo está listo, Su Serenísima —dijo el ayudante. Pero era evidente que Kutúzov quería entrar en la habitación solo cuando ya estuviera del todo libre.

—No, ordena que traigan una mesa aquí, querido, lo revisaré aquí —dijo él—. Tú no te vayas —le dijo al príncipe Andréi. El príncipe Andréi estuvo observando durante largo rato a ese anciano, al que conocía hacía tiempo y sobre el que ahora estaban depositadas todas las esperanzas de Rusia, mientras presenciaba la firma de documentos y el informe del general de guardia. Una de las cuestiones más importantes de ese informe era la elección de la posición para la batalla y la crítica de la posición elegida por Kutúzov en Tsárevo-Záimishche hecha por Barclay.

Durante el informe, el príncipe Andréi escuchó, al otro lado de la puerta, susurros femeninos y el crujido de un vestido de seda. Unas cuantas veces, al mirar en esa dirección, vio a través de la puerta entreabierta una mujer sonrosada y hermosa, con un vestido de seda rosa y un pañuelo de seda lila en el pelo, que llevaba una bandeja. El ayudante de campo de Kutúzov le dijo con un susurro que era la dueña de la casa, la mujer del pope, que tenía intención de ofrecer a Su Serenísima el pan y la sal. Su marido le había recibido con la cruz en la iglesia, pero ella estaba en casa. «Es muy bonita», añadió el ayudante.

Kutúzov escuchaba el informe del general de guardia y las críticas a la posición en Tsárevo-Záimishche, igual que había escuchado a Denísov. Escuchaba solamente porque tenía oídos, que no podían evitar oír; pero era evidente que nada de lo que pudieran decirle podía, no solamente no sorprenderle ni interesarle, sino que sabía de antemano todo lo que pudieran decirle y escuchaba solamente porque debía escuchar, igual que uno escucha una letanía cantada. Todo lo que había dicho Denísov era sensato y juicioso y lo que decía el general de guardia era aún más sensato y juicioso, pero era evidente que Kutúzov menospreciaba los conocimientos y la inteligencia y sabía algo más que sería decisivo para la batalla, algo que no dependía de los conocimientos ni de la inteligencia. El príncipe Andréi seguía atentamente la expresión de su rostro y lo único que pudo leer en él fue aburrimiento, la necesidad de guardar las formas y curiosidad por el significado de los susurros femeninos al otro lado de la puerta y la visión y el crujido del vestido rosa. Era evidente que Kutúzov despreciaba la inteligencia, los conocimientos, e incluso el patriotismo que había expresado Denísov, pero no lo despreciaba desde su inteligencia, sus conocimientos o su intuición y por eso ni siquiera trataba de demostrarlo. Los despreciaba porque deseaba descansar, bromear con la mujer del pope, dormir, los despreciaba desde su ancianidad, desde su experiencia de la vida y su saber de que lo que debería suceder, sucedería.

—¿Ya está todo? —dijo Kutúzov firmando el último papel y levantándose pesadamente, y estirando las arrugas de su rollizo y blanco cuello se dirigió a la puerta.

La mujer del pope, con el rostro sonrojado, tomando la bandeja, que a pesar de tener preparada hace tiempo no alcanzó a ofrecer oportunamente, recibió a Kutúzov con una profunda reverencia. Kutúzov entornó los ojos, sonrió, la cogió de la barbilla y dijo:

—¡Pero qué hermosa! ¡Gracias, palomita!

Sacó del bolsillo de los pantalones unas cuantas monedas de oro y se las dejó en la bandeja. La mujer del pope acompañó a su valioso huésped a su aposento, formando hoyuelos al sonreír en sus sonrosadas mejillas. El príncipe se quedó esperando en el porche. Media hora después le hicieron pasar a ver a Kutúzov. Kutúzov estaba recostado en una butaca, vistiendo la misma levita desabrochada, pero con una camisa limpia. Tenía en la mano un libro francés y cuando entró el príncipe Andréi lo cerró poniendo entre sus páginas un abrecartas. Era una novela de madame de Genlis, como pudo ver Andréi en la cubierta.

—Bueno, siéntate, siéntate, hablemos —dijo él—. Es triste, muy triste. Pero recuerda, amigo, que yo soy para ti un padre, un segundo padre... Te he llamado para que te quedes conmigo...

—Se lo agradezco a Su Serenísima —respondió el príncipe—, pero me temo... que yo ya no sirvo para los estados mayores —dijo con una sonrisa que Kutúzov advirtió y ante la que miró interrogativamente al príncipe Andréi—. Y lo más importante —añadió el príncipe Andréi—, me he acostumbrado al regimiento, aprecio a los oficiales y a los soldados. Si rechazo el honor de quedarme a su lado, crea que...

Un gesto inteligente, bondadoso y agudo iluminó el rostro de Kutúzov. Interrumpió a Bolkonski.

—Me apena, pero tienes razón, tienes razón. No es aquí donde necesitamos hombres. Siempre hay muchos consejeros pero hombres hay pocos. Los regimientos no serían lo que son si todos los consejeros sirvieran allí. Te recuerdo en Austerlitz... Te recuerdo, te recuerdo con la bandera. —Kutúzov le tiró de la mano hacia sí y le besó, y el príncipe Andréi vio lágrimas de nuevo en sus ojos. Aunque el príncipe Andréi sabía que Kutúzov tenía la lágrima fácil y que en ese momento quería halagarle especialmente, pues lamentaba su pérdida, al príncipe Andréi le resultó alegre y halagüeño ese recuerdo de Austerlitz.

—Ve por tu camino y que Dios te acompañe. Bueno, cuéntame cómo te fue en Turquía, en Bucarest... —dijo cambiando de pronto de tema de conversación. Después de hablar un rato de Valaquia y de Calafat, que le interesaban especialmente, Kutúzov volvió de nuevo a hablar de los consejeros, que era como llamaba a los miembros del Estado Mayor y que era un tema que evidentemente le interesaba.

—Allí no había menos consejeros. Si les hubiera escuchado ahora seguiríamos guerreando en Turquía. Todos deseaban apresurarse y la prisa no es buena consejera. Si Kámenski no hubiera muerto, estaría perdido. Asaltaba las fortalezas con treinta mil hombres. Tomar fortalezas no es difícil, lo difícil es ganar una campaña. Y para eso no es necesario asaltar y atacar, sino la paciencia y el tiempo. Kámenski mandó a los soldados contra Rushchuk y yo, mandado simplemente a la paciencia y el tiempo, he conquistado más victorias y he obligado a los turcos a comer carne de caballo. Y también les obligaré a los franceses.

—Sin embargo habrá que aceptar la batalla —dijo el príncipe Andréi.

—Habrá que hacerlo si todos se empeñan en ello, pero entonces... No hay nadie más fuerte que estos dos guerreros: la paciencia y el tiempo, pero los consejeros no quieren escuchar esto y eso no es bueno. Bueno, adiós, amigo, recuerda que comparto con toda mi alma tu pérdida y que para ti yo no soy ni serenísima, ni comandante en jefe, sino un padre. Adiós.

El príncipe Andréi no podía explicarse el cómo y el porqué, pero después de ese encuentro con Kutúzov regresó a su regimiento tranquilo con respecto al devenir de la guerra y con respecto a la persona que se encontraba al mando. Cuanto más veía en ese anciano, en el que quedaba solamente el hábito de las pasiones, la ausencia de todo lo terreno, más tranquilo se encontraba, dándose cuenta de que eso era lo que necesitaban. Él no tendrá nada suyo, no echará a perder el asunto. Recordará, escuchará, tendrá todo en cuenta, temerá deshonrarse y perder la comandancia, que le entretiene y hará por descuido todo lo necesario para la marcha general del asunto. Él es ese pesado caballo, apaleado, viejo, que no pone en movimiento la rueda, que no salta, que no va a tirar ni a demoler, pero que seguirá andando regularmente hasta que la rueda caiga y eso es lo que hace falta. Este era ese sentimiento que todos experimentaban de una manera más o menos vaga y en el que se basaba la unánime y general aprobación que había provocado la elección de Kutúzov como comandante en jefe.

El príncipe Andréi estaba muy sombrío y triste ese día. El día anterior acababa de recibir la noticia de la muerte de su padre. La última vez que había visto a su padre había discutido con él. Este había muerto de manera fulminante y dolorosa. Su hermana y su hijo, junto con el preceptor de este, un sensible e ideal amigo para el niño, que sin embargo no servía de ayuda en Rusia, se habían quedado solos y sin protección. ¿Cómo debía actuar el príncipe Andréi? Su primer sentimiento había sido el de dejarlo todo y cabalgar en su búsqueda, pero de pronto se le manifestó vivamente el carácter general de sombría grandeza en la que se encontraba y decidió quedarse sometiéndose a este carácter. La patria estaba en peligro, todas las esperanzas de felicidad personal se habían perdido, la vida no servía para nada, la única persona que le entendía, su padre, había muerto sumido en la tristeza. ¿Todavía alguna de las personas a las que quería se encontraba en peligro? ¿Qué le restaba hacer? ¿Huir como un cobarde del ejército a procurarle ayuda a sus seres queridos, pero escapando él mismo del peligro y del deber, o buscar la muerte en las sombrías filas del ejército, cumpliendo con su deber y defendiendo a la patria? Sí, esto último era lo que debía elegir. El deber y la muerte. Después de ver a Kutúzov se sumergió con un ánimo aún más lúgubre en las sombrías filas del ejército, después de la propuesta de Kutúzov y su rechazo a esta.

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