Anna Pávlovna Scherer, por el contrario, a pesar de sus cuarenta años, estaba llena de una animación y un ímpetu que con la práctica casi había conseguido mantener dentro de los límites de lo adecuado y la premeditación. A cada minuto estaba preparada para decir algo excesivo, pero aunque estuviera a punto de desbordarla, ese exceso no lograba abrirse camino. No era agraciada, pero el entusiasmo característico de su mirada y la animación de su sonrisa que expresaban su pasión por lo ideal le otorgaban lo que solemos llamar interés. Por las palabras y la expresión del príncipe Vasili se evidenciaba que en el círculo en el que ambos se movían ya hacía tiempo que había establecido el reconocimiento general de Anna Pávlovna como una apasionada, agradable y bondadosa patriota que en ocasiones se inmiscuía en asuntos ajenos y que con frecuencia llegaba a extremos, pero que agradaba por la sinceridad y la vehemencia de sus sentimientos. Ese entusiasmo suyo la había hecho muy popular e incluso cuando no tenía ganas de serio, para no frustrar la animación de la gente que la conocía, se volvía entusiasta. La sonrisa contenida que jugueteaba en el rostro de Anna Pávlovna, a pesar de no ir acorde con sus decrépitos rasgos, expresaba, como en los niños malcriados, un total conocimiento de su encantador defecto, que no quería, no podía y no creía necesario enmendar.
El contenido del despacho de Novosíltsev, que había partido a París para mantener conversaciones sobre la guerra, era el siguiente.
En cuanto hubo llegado a Berlín, Novosíltsev tuvo conocimiento de que Bonaparte había promulgado un decreto sobre la anexión de la república genovesa al Imperio francés, al mismo tiempo que expresaba su deseo de firmar la paz con Inglaterra por mediación de Rusia. Novosíltsev se detuvo en Berlín y presumiendo que con un esfuerzo tal Bonaparte podía cambiar la intención del emperador se dirigió a Su Majestad con la intención de pedir permiso para partir hacia París o saber si bien al contrario debía regresar. La respuesta para Novosíltsev ya estaba preparada y debía ser enviada al día siguiente. La toma de Génova era el pretexto ansiado para una guerra para la cual la opinión de la corte estaba aún menos preparada que el ejército. En la respuesta se decía: «No queremos mantener conversaciones con un hombre que, declarando su deseo de paz, continúa con su invasión».
Estas eran las noticias más frescas del día. Era evidente que el príncipe conocía todos estos detalles de fuentes fiables y se los transmitía jocosamente a la dama de honor.
—Bueno, ¿adonde nos conducirían estas conversaciones? —dijo Anna Pávlovna en francés, el idioma en el que había transcurrido toda la conversación—. ¿Y para qué todas estas conversaciones? No con conversaciones sino pagando con su muerte el infame podrá resarcir la muerte del mártir —dijo ella haciendo vibrar las fosas nasales, dándose la vuelta en el diván e inmediatamente después, sonriendo.
—¡Qué sanguinaria es usted, querida mía! En política no se actúa como en sociedad. Hay que tomar precauciones —dijo el príncipe Vasili con su triste sonrisa, que era totalmente artificial pero que repetida ya durante treinta años se había acomodado de tal modo al viejo rostro del príncipe que parecía a la vez fingida y familiar—. ¿Ha recibido carta de los suyos? —añadió él sin considerar a la dama de honor lo suficientemente seria para mantener una conversación sobre política e intentando reconducir la conversación hacia otro tema.
—Pero ¿adonde nos llevarán estas conversaciones? —continuó preguntándole Anna Pávlovna sin someterse.
—Quizá a conocer la opinión de Austria, a la que usted tanto ama —dijo él provocando a Anna Pávlovna y sin querer abandonar el tono jocoso de la conversación.
Anna Pávlovna se exaltó.
—¡Ah, no me hable usted a favor de Austria! No comprendo nada, es posible que Austria nunca haya querido ni quiera la guerra. Nos está traicionando. Solo Rusia habrá de ser la salvadora de Europa. Nuestro protector conoce su elevado destino y cumplirá con él. Solo en eso creo. A nuestro bondadoso y admirable emperador le corresponde jugar un gran papel en el mundo y es tan digno y tan bueno que Dios no le abandonará y él podrá cumplir con su destino de destruir la revolución, que ahora es aún más terrible en la persona de ese asesino y criminal. Nosotros solos habremos de vengar la sangre de los justos. Y le pregunto: ¿con quién podemos contar? Inglaterra, con su espíritu comercial, no comprende ni podrá comprender nunca el elevado espíritu del emperador Alejandro. Se ha negado a abandonar Malta. Quiere conocer la verdadera intención de nuestras acciones. ¿Qué le han dicho a Novosíltsev? Nada. No han entendido, no pueden entender el sacrificio de nuestro emperador, que nada quiere para sí mismo y todo lo quiere para el bien mundial. ¿Qué han prometido? Nada. Y lo que prometen ni siquiera lo cumplen. Prusia ya ha declarado que Bonaparte es invencible y que ni toda Europa puede hacer nada contra él... No creo una sola palabra ni de Hardenberg ni de Haugwitz. Esa famosa neutralidad prusiana es solo una estratagema. Creo en un único Dios y en el elevado destino de nuestro querido emperador. ¡Él salvará Europa! —Se detuvo de pronto sonriendo ante su propio apasionamiento.
—Opino —dijo el príncipe sonriendo— que si la hubieran mandado a usted en lugar de a nuestro querido Witzengerod, hubiera conseguido con su ímpetu el acuerdo del rey de Prusia. Así es usted de persuasiva. ¿No me ofrece un té?
—Ahora mismo. Por cierto —añadió ella, calmándose de nuevo—, hoy vendrá a mi casa un hombre muy interesante, el vizconde de Mortemart. Está emparentado con los Montmorency por parte de los Rohan, una de las mejores familias de Francia. Es un emigrante de los buenos, de los auténticos. Se comporta muy bien y lo ha perdido todo. Estuvo con el duque de Enghien, ese pobre santo mártir, durante su estancia en Etenheim. Dicen que es muy agradable. Vuestro encantador hijo Hippolyte me ha prometido traerlo. Todas nuestras damas están locas por él —añadió con una sonrisa de desprecio, como si se compadeciera de las pobres damas, que no sabían pensar en nada mejor que en seducir al vizconde de Mortemart.
—Excepto usted, se sobreentiende —dijo el príncipe con tono jocoso—, yo ya he visto a ese vizconde en sociedad —añadió, al parecer poco entusiasmado con la idea de encontrarse a Mortemart—. Dígame —dijo, con especial desinterés como si se acabara de acordar, cuando precisamente lo que preguntaba era el principal motivo de su visita—, ¿es verdad que la emperatriz madre desea que se nombre al barón Funke como primer secretario en Viena? A mí me parece que ese barón es un don nadie.
El príncipe Vasili ansiaba colocar a su hijo en el puesto, que a causa de la mediación de la emperatriz María Fédorovna intentaban darle al barón.
Anna Pávlovna cerró casi los ojos en un gesto que daba a entender que ni ella ni nadie tenían derecho a juzgar lo que deseara o agradara a la emperatriz.
—El barón Funke fue recomendado a la emperatriz madre por su hermana —dijo simplemente con un tono particularmente frío y seco. En el momento en que Anna Pávlovna nombró a la emperatriz su rostro reflejó una expresión de profunda y sincera devoción y respeto combinados con tristeza, cosa que sucedía cada vez que en la conversación se mencionaba a su eminente protectora. Dijo que Su Majestad quería demostrar al barón Funke la gran estima en que le tenía y de nuevo su expresión se volvió triste.
El príncipe calló, indiferente. Anna Pávlovna, con su particular habilidad femenina y cortesana y con su ágil tacto, quiso reprender al príncipe por lo que había osado decir de la persona que había sido recomendada por la emperatriz y al mismo tiempo consolarle.
—A propósito de su familia —dijo ella—, ¿sabe usted que su hija es el deleite de toda la sociedad? La encuentran bella como el día. La zarina me pregunta con mucha frecuencia por ella: «¿Qué hace la bella Elena?».
El príncipe se inclinó en señal de respeto y gratitud.
—Pienso con frecuencia —continuó Anna Pávlovna tras un minuto de silencio, y le dedicó al príncipe una dulce sonrisa, que quería decir que las conversaciones políticas y mundanas habían finalizado y que ahora comenzaban las íntimas—, pienso con frecuencia que la suerte a veces no está bien repartida en la vida. ¿Por qué le ha concedido a usted el destino unos hijos tan buenos (excluyendo a Anatole, el menor, que no me agrada) —añadió ella levantando las cejas—, unos hijos tan encantadores? Y usted, verdaderamente, los valora menos que nadie y por tanto, no se los merece.
Y sonrió con su apasionamiento.
—¿Qué quiere usted? Lafater hubiera dicho que no tengo la protuberancia de la paternidad —dijo el príncipe con indolencia.
—Deje las bromas. Quisiera hablar con usted en serio. Escuche, no estoy nada satisfecha con su hijo menor. No le conozco en absoluto, pero parece ser que se ha propuesto hacerse una reputación escandalosa. Entre nosotros se ha comentado (su rostro adoptó una expresión triste) que han hablado de él a Su Majestad y le han compadecido a usted...
El príncipe no contestó, pero ella, en silencio, le miraba con intensidad, esperando una respuesta. El príncipe Vasili frunció el ceño.
—¿Qué quiere usted que haga? —dijo por fin—. Usted sabe que he hecho todo para darles una buena educación, todo lo que está en la mano de un padre, y los dos me han salido unos tontos. Hippolyte, por lo menos, es un tonto tranquilo, sin embargo Ana- tole es un tonto molesto. Esa es la única diferencia —dijo él, sonriendo de un modo más artificial y animado que de costumbre y mostrando al tiempo con particular fiereza algo que se formaba junto a las comisuras de su boca, tan grosero y desagradable que hizo pensar a Anna Pávlovna que no debía ser demasiado agradable ser hijo o hija de tal padre.
—¿Y por qué tiene hijos la gente como usted? Si no fuera padre, yo no tendría qué reprocharle —dijo Anna Pávlovna bajando los ojos pensativamente.
—Soy vuestro fiel servidor y solo a usted puedo confesárselo. Mis hijos son la mayor carga de mi vida. Esa es mi cruz. Así me lo explico. ¿Qué quiere? —Él calló, expresando con un gesto su resignación a la crueldad del destino—. Sí, si fuera posible tener y no tener hijos por propia voluntad... Confío en que en nuestro siglo se invente tal cosa.
A Anna Pávlovna no le gustó la idea de un invento semejante.
—Usted nunca ha pensado en casar a su hijo pródigo Anatole. Dicen que las viejas solteronas tienen la manía de los casamientos. Yo aún no siento esa debilidad, pero hay una personita que es muy infeliz con su padre, una pariente nuestra, la princesa Bolkonski.
El príncipe Vasili no contestó, aunque, con la velocidad de cálculo y de memoria propia de la gente de mundo, mostró con un movimiento de cabeza que había tomado en consideración ese enlace.
—No, usted sabe que ese Anatole me cuesta 40.000 al año —dijo él, al parecer ya sin fuerzas para detener el triste curso de sus pensamientos. Calló.
—¿Qué pasará dentro de cinco años, si esto continúa así? Esos son los beneficios de ser padre. ¿Es rica vuestra princesa?
—El padre es muy rico y avaro. Vive en el campo. Es el famoso príncipe Bolkonski, ya retirado en tiempos del difunto emperador y apodado el «rey de Prusia». Es muy inteligente, pero severo y extravagante. La pobrecilla es muy infeliz. Tiene un hermano, que hace no mucho se casó con Liza Meinen, y que es ayudante de campo de Kutúzov, vive aquí y hoy vendrá a mi casa. No tiene otras hermanas.
—Escuche, querida Annette —dijo el príncipe cogiendo de pronto a su interlocutora de la mano y por alguna razón tirando de ella hacia abajo—. Ultime usted este asunto y seré su fiel servidor por toda la eternidad. Ella es rica y de buena familia. Eso es todo lo que yo necesito.
Y con los desenvueltos, familiares y graciosos ademanes que le caracterizaban tomó su mano, se la besó y a continuación la sacudió, se reclinó en el sillón y miró hacia el lado opuesto.
—Espere —dijo Anna Pávlovna, reflexionando—. Hoy mismo hablaré con Liza, la esposa del joven Bolkonski. Y puede ser que arreglemos el asunto. Empezaré el aprendizaje de solterona casamentera con su familia.
L
OS
salones de Anna Pávlovna se iban llenando poco a poco. Acudía lo más selecto de la aristocracia peterburguesa, las personas más dispares en edad y carácter pero iguales por la sociedad en la que vivían; fue el conde diplomático Z. con condecoraciones y órdenes de todas las cortes extranjeras; la princesa L., una belleza marchita esposa del embajador; entró un decrépito general haciendo tintinear la espada y carraspeando, así como la hija del príncipe Vasili, la bella Hélène, que venía a recoger a su padre para asistir juntos a la fiesta de la embajada. Llevaba un vestido de baile de muselina. Llegó la joven princesita Bolkónskaia, conocida como la mujer más seductora de San Petersburgo, que se había casado el invierno anterior y que ahora, debido a su embarazo, no asistía a grandes acontecimientos sociales pero sí a pequeñas veladas.
—Aún no han visto o no conocen a mi tía —decía Anna Pávlovna a los invitados que llegaban, y los conducía con gran formalidad hasta una menuda anciana adornada con grandes lazos que surgió de la habitación contigua tan pronto como empezaron a presentarse los invitados; los llamaba por su nombre, dirigía los ojos lentamente del invitado a la tía y luego les dejaba. Todos ellos cumplieron con el saludo de rigor a la tía, desconocida por todos, que no interesaba a nadie y que nadie necesitaba. Anna Pávlovna, con grave y solemne participación, seguía sus salutaciones aprobándolas en silencio. La tía se dirigía a todos por igual, con las mismas frases sobre su salud, sobre la de sus interlocutores y sobre la salud de Su Majestad, que ya había mejorado mucho gracias a Dios. Todos los que se acercaban, sin mostrar apremio, para cumplir con el saludo, se alejaban de la anciana con la sensación de haber cumplido con una dura tarea, para ya no tener que acercarse a ella ni una sola vez en toda la velada. Los diez asistentes entre hombres y mujeres se dispersaron, algunos se situaron en la mesa de té, unos cuantos en una esquinita junto al espejo, otros en la ventana; todos conversaban y se desplazaban libremente de un grupo a otro.
La joven princesa Bolkónskaia había venido con su labor en un bolso de terciopelo bordado en oro. Le embellecía su labio superior ligeramente sombreado de vello que era algo corto sobre los dientes, pero era aún más encantador cuando lo abría, y todavía más cuando descansaba sobre el labio inferior. Como sucede con frecuencia en las mujeres con multitud de encantos, sus defectos —el labio demasiado corto y la boca entreabierta— le otorgaban singularidad a su belleza. Resultaba gozoso observar a la futura mamá, llena de salud y vida, que tan bien llevaba su estado. Los viejos y los jóvenes aburridos y taciturnos que la miraban parecían participar de sus encantos si permanecían un rato a su lado o conversaban con ella. Quien hablaba con ella y contemplaba su resplandeciente sonrisa a través de sus palabras y sus dientes blancos y brillantes, que se divisaban constantemente, tenía la impresión de que se estaba mostrando en ese momento particularmente galante. Y era algo que todos pensaban. La princesita, contoneándose con pasos pequeños y rápidos, dejó la mesa con el bolso de la labor en la mano y con alegría, arreglándose el vestido, se sentó en el diván, cerca del samovar de plata, como si todo lo que hiciera fuese un divertimento para ella y para los que la rodeaban.