Gusanos de arena de Dune (52 page)

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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Gusanos de arena de Dune
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Sus preciosos gusanos de arena estaban en el suelo duro, casi sin moverse. Habían traspasado la cubierta endurecida de las dunas y habían perforado la tierra más blanda y granulosa de debajo… para volver a salir. Y ahora se estaban muriendo.

Waff Se arrodilló junto a uno de los gusanos. Estaba flácido, grisáceo, apenas se movía. Otro se había incorporado lo suficiente para tenderse sobre una roca, y allí quedó, desinflado, incapaz de moverse. Waff lo tocó, apretó con fuerza los segmentos endurecidos. El gusano siseó y se sacudió.

—¡No podéis moriros! Vosotros sois el Profeta, y esto es Rakis, vuestro hogar, vuestro santuario. ¡Tenéis que vivir! —Su cuerpo se sacudió con un espasmo de dolor, como si su vida estuviera ligada a la de los gusanos—. ¡No podéis moriros, otra vez no!

Pero por lo visto el daño causado en aquel planeta era demasiado para los gusanos. Si ni siquiera el Gran Profeta podía aguantar. Sin duda habían llegado los Tiempos del Fin.

Waff había oído hablar de antiguas profecías: Kralizec, la gran batalla del fin del universo, el punto de inflexión que lo cambiaría todo. Sin el Mensajero de Dios, la humanidad estaba perdida. Los últimos días ya estaban aquí.

Waff pegó la frente contra la superficie reblandecida de aquella criatura polvorienta y moribunda. Había hecho cuanto había podido. Quizá Rakis no volvería a ver jamás a los gusanos gigantescos. Quizá aquello era realmente el fin.

Y a juzgar por lo que veían sus ojos, no podía negar que el Profeta había caído.

76

La gente se esfuerza por alcanzar la perfección —un objetivo honorable—, pero la perfección completa es peligrosa. Es preferible ser imperfecto pero humano.

M
ADRE
SUPERIORA
D
ARWI
O
DRADE
, defensa ante el Consejo Bene Gesserit

Mientras el Paul Atreides más viejo e inferior vacía moribundo en el suelo, Paolo se dio la vuelta, satisfecho con su victoria, pero mucho más interesado en su otra prioridad. Había demostrado su valía ante Omnius y Erasmo. Ahora la ultraespecia que desataría sus dotes de presciencia era suya. Le elevaría al siguiente nivel, a su destino… como le había enseñado el barón durante tanto tiempo. Y durante todo ese tiempo, Paolo se había convencido a sí mismo de que eso es lo que quería, dejando a un lado sus reservas y reparos.

En la gran sala de la catedral, los robots de platino estaban en posición de firmes, listos para atacar a los humanos si Omnius daba la orden. Quizá daría la orden él mismo, cuando tuviera el control. Podía oír la risa complacida del barón, los sollozos de Chani y la dama Jessica. Paolo no estaba muy seguro de qué sonidos le complacían más. Pero lo que más le entusiasmaba era tener la prueba definitiva de algo que siempre había sabido:
¡Yo soy el elegido!

Él cambiaría el rumbo del universo y controlaría el desenlace del Kralizec, dirigiendo la nueva era de la humanidad y las máquinas. ¿Tenía idea la supermente de lo que le esperaba? Paolo se permitió una sonrisa secreta y disimulada; él nunca sería una marioneta de las máquinas. Omnius no tardaría en descubrir lo que las Bene Gesserit habían descubierto hacía tiempo: que no se puede manipular a un kwisatz haderach.

Paolo se guardó la daga ensangrentada en la cintura, caminó hacia el Danzarín Rostro y extendió la mano para recoger los despojos del combate.

—Esa especia es mía.

Khrone sonrió débilmente.

—Como desees. —Le tendió la masa acanelada. Paolo, que no tenía interés por saborearla, comió un bocado al momento, mucho más de lo que debía. Quería lo que la especia iba a desatar en su interior; y lo quería ahora. El sabor era amargo, potente, poderoso. Antes de que el Danzarín Rostro pudiera retirarlo, Paolo cogió más y tragó otro bocado.

—¡Eh, chico, no tanto! —dijo el barón—. No seas glotón.

—¿Y tú quién eres para hablar de glotonería? —La réplica de Paolo fue contestada con una risa atronadora.

En el suelo, Paul Atreides gimió moribundo. Chani levantó la vista con desespero, con los dedos ensangrentados. Jessica sujetaba la mano crispada de su hijo, con un profundo dolor en su rostro. Paolo tembló. ¿Por qué tardaba Paul tanto en morirse? Tendría que haber matado a su rival más limpiamente.

El doctor Yueh, arrodillado junto a él, trataba febrilmente de salvarlo, de contener la sangre, pero su expresión atormentada lo decía todo. Ni siquiera sus avanzados conocimientos médicos bastarían. La puñalada de Paolo había hecho todo el daño que necesitaba.

Ahora aquella gente era irrelevante. En tan solo unos segundos, Paolo sintió que la potente melange estallaba en sus venas como la descarga de una pistola láser. Sus pensamientos se hicieron más rápidos, más certeros. ¡Funcionaba! Su mente quedó infundida de una certidumbre que desde fuera tal vez parecería soberbia o megalomanía. Pero Paolo sabía que no era más que la Verdad.

Se irguió, como si estuviera creciendo físicamente y madurando en todos los sentidos, alzándose por encima de todos los que había en la cámara. Su mente se expandió por el cosmos. Incluso Omnius y Erasmo le parecían insectos, siempre maquinando con aquellos sueños suyos grandiosos pero en última instancia minúsculos.

Como si estuviera muy alto, Paolo miró al barón, aquella víbora egoísta que llevaba años dominándolo, dándole órdenes, «enseñándole». De pronto, aquel hombre, antaño poderoso líder de la Casa Harkonnen, le pareció risiblemente insignificante.

El Danzarín Rostro Khrone estudiaba la escena, y entonces —con una aparente incertidumbre—, se volvió hacia la manifestación de la supermente como anciano. Paolo veía en el interior de todos ellos con una increíble facilidad.

—Dejad que os diga lo que voy a hacer. —A sus propios oídos su voz atronadora sonaba como la de un dios. Incluso el gran Omnius temblaría en su presencia. Las palabras fluían con la fuerza de una tormenta de Coriolis cósmica, arrastradas por una corriente de ultraespecia.

—Implementaré mi nuevo mandato. La profecía es cierta: Yo cambiaré el universo. Como kwisatz haderach último, conozco mi destino… igual que todos vosotros, porque vuestros actos han llevado a esta profecía. —Sonrió—. ¡Incluso los tuyos, Omnius!

El falso anciano respondió con una expresión irritada. A su lado, el robot Erasmo sonrió con indulgencia, esperando a ver qué hacía el superhombre recién salido del cascarón. Todas las visiones de dominación de Paolo, de conquista y control se basaban en la presciencia. En su mente no albergaba dudas. Cada detalle se desplegaba ante él. El joven siguió con sus pronunciamientos.

—Ahora que tengo mis verdaderos poderes, no hay necesidad de que la flota de máquinas pensantes destruya los planetas habitados por humanos. Yo puedo controlarlos todos. —Agitó una mano—. Oh, quizá tengamos que aniquilar uno o dos mundos poco importantes para demostrar nuestra fuerza (o porque podemos, sin más), pero mantendremos con vida a la inmensa mayoría.

Paolo jadeó, mientras las ideas seguían fluyendo, adquiriendo fuerza e impulso.

—Una vez engullamos Casa Capitular, abriremos los registros del programa reproductor de la Hermandad. Y entonces podremos poner en práctica mi plan maestro para crear humanos brillantes y perfectos, combinando aquellos rasgos que yo decida. Operarios y pensadores, soldados, ingenieros y —ocasionalmente— líderes. —Se volvió hacia el anciano—. Y tú, Omnius, construirás una vasta infraestructura para mí. Si damos a nuestros humanos perfectos demasiada libertad, lo estropearán todo. Debemos suprimir las líneas genéticas problemáticas y combativas. —Sonrió con tono burlón para sus adentros.

—De hecho, el linaje Atreides es el menos manejable de todos, así que yo seré el último Atreides. Ahora que estoy aquí, la historia no necesita más de los míos. —Miró a su alrededor, pero no vio al hombre que le vino a la cabeza—. Y todos esos Duncans Idaho… ¡Cuán tediosos se han vuelvo!

Paolo hablaba cada vez más rápido, arrastrado por las visiones intoxicantes de la especia. La confusión que veía incluso en el rostro del barón le hizo preguntarse si entre aquella gente aún quedaría alguien que pudiera comprenderle. Ahora le parecían tan primitivos… ¿Y si sus pensamientos eran tan grandiosos que quedaban más allá de la comprensión incluso de las más sofisticadas máquinas pensantes? ¡Eso sí sería increíble!

Se puso a andar arriba y abajo por la sala, sin hacer caso de las miradas furibundas y las señales del barón. Poco a poco, sus movimientos se volvieron convulsivos, maníacos.

—¡Sí! El primer paso es eliminar todo lo viejo, deshacerse de todo lo que sea desfasado e innecesario. Debemos despejar el camino para lo nuevo, lo perfecto. Un concepto que todas las máquinas pensantes pueden aceptar.

Erasmo lo miraba, y burlonamente rehízo su rostro de metal líquido dándole la forma del anciano que representaba a Omnius. Su expresión reflejaba incredulidad, como si los pronunciamientos de Paolo le parecieran un chiste, los desvaríos de un niño con delirios. Una llamarada de ira se encendió en su interior. ¡El robot no le estaba tomando en serio!

Paolo veía el lienzo del futuro desplegarse ante él, extensas pinceladas que revelaban el poder increíble y amplificador de la ultraespecia. Algunos de los sucesos por venir eran tan vívidos… y él podía discernir los detalles más específicos e intrincados. La melange súper potente era más poderosa de lo que había imaginado y en su mente el futuro quedó totalmente definido, cada minucia se desplegó ante él en un diseño infinito y sin embargo esperado.

En medio de aquella tormenta creativa, algo se desató en el interior de sus células: todos los recuerdos que llevaba de su vida original. Con un rugido que por un momento abogó incluso las otras certezas que clamaban en su mente, de pronto lo recordó todo sobre Paul Atreides. Aunque el barón le había educado y las máquinas pensantes le habían convertido en lo que creían que sería una marioneta, su esencia seguía siendo la misma.

Escudriñó la cámara, viéndolos a todos desde una nueva perspectiva: Jessica, su querida Chani, y él mismo, en un charco de sangre, sacudiéndose, dando sus últimas boqueadas. Él había hecho aquello… ¿una extraña forma de suicidio? No, Omnius le había obligado. Pero ¿cómo puede nadie obligar a un kwisatz haderach a hacer nada? Los detalles del combate con Paul estallaban en su cabeza. Cerró los ojos con fuerza, tratando de ahuyentar aquellas imágenes perturbadoras. No quería servir a Omnius. Odiaba al barón Harkonnen. Él no podía ser la causa de tanta destrucción.

Él tenía el poder de cambiar las cosas. ¿Acaso no era el kwisatz haderach último? Gracias a la ultraespecia y sus genes Atreides, ahora poseía una presciencia mucho mayor de la que jamás había sido posible. Ni siquiera el suceso más insignificante se le escapaba.

Paolo sabía que podía ver el tapiz del futuro en un glorioso retablo. Hasta el más mínimo detalle si así lo quería. No habría terreno sin explorar, arrugas, piedrecillas en la topografía de los sucesos por venir.

Paolo se detuvo en su inquieto ir y venir, viendo más allá de las paredes de la gran catedral mecánica, abrumado por pensamientos que ningún otro humano podía comprender. Sus ojos iban mucho más allá del azul sobre azul, se volvieron negros y vidriosos, impenetrables como un paisaje de dunas calcinadas.

De fondo, oía la voz del barón.

—Pero chico, ¿qué te pasa? Reacciona.

Pero las visiones seguían golpeando a Paolo como proyectiles de un arma de repetición. No podía evitarlos, tenía que limitarse a recibirlos, como un hombre invencible aguantando el feroz fuego enemigo.

Fuera, en la gran ciudad, oyó un tremendo alboroto. Las alarmas sonaban y los robots de platino salieron de la cámara apresuradamente para responder. Paolo sabía perfectamente lo que estaba pasando, lo veía desde cada ángulo. Y sabía en qué resultaría cada acción, independientemente de cómo trataran de cambiarla Omnius, los humanos, los Danzarines Rostro.

Incapaz de moverse, Paolo se quedó observando los momentos que aún estaban por llegar, todas las cosas en las que podría influir y en las que no. Cada segundo se dividió en un millón de nanosegundos, luego se expandió y se extendió por un millón de sistemas estelares. El alcance de aquello era tal que amenazaba con saturarle.

¿Qué está pasando?
, se preguntó a sí mismo.

Solo lo que hemos acarreado sobre nosotros mismos
, le contestó la voz de su Paul interior.

Con una nueva mirada, Paolo vio desplegarse un momento, otro momento, expandiéndose desde la ciudad mecánica, más allá del planeta, del Imperio Antiguo, hasta los confines más lejanos de la Dispersión y el vasto imperio de las máquinas pensantes.

Pasó un nanosegundo.

La ultraespecia le había dado una visión absolutamente incontaminada. Desde el punto focal de su conciencia veía el tiempo desplegarse hacia delante y hacia atrás.

Una
presciencia perfecta.

Atrapado en la marea de su propio poder, Paolo empezó a ver mucho más de lo que habría querido. Podía ver el latido de cada corazón mil veces, cada acción de cada persona… cada ser… del universo entero. Supo cómo evolucionaría cada instante desde ahora hasta el fin de la historia y el principio de los tiempos.

El conocimiento llegó como una marea y lo ahogó.

Paolo miró a Paul Atreides en los estertores de la muerte y lo vio inmóvil, rodeado por el halo carmesí de un charco de sangre, con los ojos clavados en un bendito olvido.

Paolo, que ansiaba tanto ser el kwisatz haderach último que había matado por ello, ahora estaba paralizado por lo tedioso de su propia existencia. Conocía cada aliento, cada latido que se daría en toda la historia y el futuro.

Otro nanosegundo.

¿Cómo podía aguantar nadie algo así? Paolo estaba atrapado en un camino predeterminado, como un bucle infinito de un ordenador. Sin sorpresas, sin elecciones, ni movimiento. Aquel saber anticipado lo convertía en una figura totalmente irrelevante.

Se vio a sí mismo desplomándose sobre el suelo, tendido boca arriba, sin poder hablar ni moverse, ni tan siquiera pestañear. Fosilizándose. Y entonces Paolo vio la última y más terrible revelación. Después de todo, él no era el auténtico kwisatz haderach. No era él. Nunca conseguiría lo que había soñado.

Mientras la especia rugía por sus venas, el pasado se oscureció, y Paolo quedó mirando fijamente al futuro, que ya había visto miles de veces.

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