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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (63 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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Aparte de que no creía gran cosa en la eficacia de la «cirugía de urgencia» surgida de la guerra, más bien consideraba al Führer como una suerte de poseso, y ordenó a sus ocho hijos que rezaran sin descanso para que la ambición de aquel hombre, que al parecer se guiaba por la astrología y no por Dios, se detuviera algún día. «Si por lo menos respetara a la población civil…», decía. Pero las bombas caídas del cielo no tenían cerebro capaz de elegir, ni tampoco corazón. En cuanto al notario Noguer, no hacía más que repetir: «¡Pobre Francia!». Su máximo temor era que Alemania arrasara, como se arrasa en un momento una vida venerable, «la más bella ciudad del mundo: París».

* * *

Julio García por fin se había trasladado, en unión de doña Amparo Campo, a Londres, mientras sus dos íntimos amigos, los periodistas Francis y Bolen, permanecían en el frente belga escribiendo crónicas. Si las autoridades y los germanófilos gerundenses hubiesen oído los comentarios del ex policía, se hubieran reído a mandíbula batiente. En primer lugar, Julio García creía en la descomunal personalidad de Churchill, de quien decía que, pese a sus años, continuaba siendo un «león». En segundo lugar, coincidía con el doctor Andújar en que a la larga ganaría la guerra la potencia que dominara el mar, el cual, a su juicio, pertenecía en su amplitud a la flota aliada. Por último, coincidía con Manolo y Esther en que la fuerza potencial del Imperio británico, la Commonwealth, era incalculable, sobre todo unida a la del Imperio holandés, el tercero del mundo, con ricas y prósperas colonias en el Pacífico, y a la del Imperio belga, con posición predominante en el centro de África.

La tesis de Julio estaba clara y era fruto no sólo de su instinto, tan frecuentemente certero, sino de sus renovados contactos con las logias londinenses. «Los ingleses son lentos —decía—. Si Hitler dispone de una fuerza secreta de desembarco que le permita asaltar por sorpresa las Islas Británicas ahora mismo, ganará la partida. Si, por el contrario, confía en desmoralizar con bombardeos al pueblo inglés, y le da tiempo a Churchill, a poner en marcha su genio organizador, está perdido».

Los argumentos de Julio García no hubieran podido hacer mella en ningún gerundense, puesto que los éxitos de Hitler seguían siendo tantos y tan rápidos que aquello se estaba pareciendo a la batalla de Polonia. El día 29 de mayo el rey Leopoldo de Bélgica, pese a la «Ventana al mundo» de «La Voz de Alerta», se rindió y se entregó a los alemanes. A su entender, la lucha no tenía sentido. Días después fue franqueada la frontera francesa y las tropas del general Gamelin retrocedieron por todas partes. La famosa Línea Maginot había sido tácticamente ridiculizada. Los prisioneros sumaban tantos y tantos millares, que el Generalísimo del Estado Mayor francés había hecho una patética alocución a sus hombres: «Todas las tropas que no puedan avanzar —había dicho—, deben hacerse matar». Consigna inútil. Soldados y población civil huían hacia el mar, dominados por el confusionismo más completo, debido al pánico y a la infiltración entre sus líneas de alemanes que hablaban inglés y que, vestidos de oficiales británicos, daban órdenes para desorientar a los convoyes.

El día 17 de junio se produjo otro acontecimiento extraordinario: Mussolini se unió a Alemania, desdeñando la supuesta presión pacifista del conde Ciano, y declaró la guerra a Inglaterra y Francia. Ello suponía un gran refuerzo para Alemania, el afianzamiento del Eje. Y era inútil que Agustín Lago, y otros muchos como él, estimasen inelegante que el Duce hubiera apuñalado a Francia por la espalda cuando la lucha estaba ya decidida. El hecho era evidente y tenía su importancia. Tenía tanta importancia, que se acercaba a pasos de gigante el remate de la increíble operación: la ocupación de París. Este nombre era tan evocador que las miradas del mundo entero se fijaron en él. ¿Era posible que la máquina alemana no se atascase, no reventase por algún lado antes de apoderarse de la capital francesa? París no era sólo una idea, era un sentimiento. Era algo tan específico, que cualquier intruso se convertía automáticamente en violador. «Ocupar a París —clamaba el notario Noguer— es como ocupar la Acrópolis o toda una civilización». ¿Y si los franceses defendían su ciudad y, confirmando con ello los temores del notario, ésta era destruida?

No hubo tal. Ni la máquina alemana se atascó ni hubo «necesidad» de destruir nada.

El 15 de junio las tropas alemanas entraron en París sin apenas encontrar resistencia. La ciudad quedó prácticamente intacta. El Ejército alemán desfiló victorioso desde el Arco del Triunfo por la Avenida del Mariscal Foch y soldados alemanes montaron la guardia en la tumba del soldado desconocido y en los Inválidos ante la de Napoleón.

Dos meses, pues, le habían bastado al Führer para obligar a las grandes democracias a abandonar la lucha en el continente europeo, abandono que adquirió caracteres dantescos en Dunkerque, donde, en un prodigio de colaboración y serenidad, barcos y lanchas británicas de todos los tipos consiguieron reembarcar y poner a salvo un total de trescientos mil combatientes ingleses y aliados, mientras las columnas de humo de los depósitos de aquella zona costera, machacados por los Stukas, se elevaban al cielo.

Ocupado París, el Gobierno francés se trasladó a Burdeos. Inglaterra exigía que Francia continuase la lucha, pero el Gobierno de Burdeos nada podía hacer ya. En consecuencia, y a instancias del mariscal Pétain, el armisticio fue firmado, valiéndose precisamente, para los trámites necesarios, de las autoridades españolas. Por cierto que, al leer las condiciones de dicho armisticio, el general Sánchez Bravo se quedó una vez más mudo de asombro. «¿Cómo es posible? —les dijo a sus ayudantes—. El Führer deja libre una parte del Sur de Francia; no ocupa tampoco las posesiones francesas de África del Norte; no exige la entrega total de la flota. ¿A qué viene esa generosidad? Palabra que no lo entiendo».

No parecía que al pronto la objeción del general tuviera la menor importancia. El hecho estaba consumado, y a partir de ese momento los augurios parecían confirmarse: el próximo objetivo sería Inglaterra, donde se habían sacado incluso los cañones de los Museos. Ya no le quedaba a Alemania enemigo a la espalda. Toda su fuerza se concentraría en las costas atlánticas, mirando hacia Londres, hacia Oxford… Las palabras del Gobernador cobraban actualidad: «¿Qué podía hacer Churchill contra aquel infierno desatado?». Marta declaró: «No es probable que Inglaterra se convierta en un nuevo Alcázar de Toledo».

Las repercusiones de aquel vuelco desencadenado por la Alemania
nacionalúltimamentesocialista
y por la fascista Italia fueron de todos los calibres.

Millares de franceses, de belgas y muchos personajes de otros países no tuvieron más remedio —paradojas históricas— que refugiarse en España, entrando por Irún ¡y por la frontera gerundense! El coronel Triguero, pues, tuvo que ampliar inesperadamente la plantilla de personal de su oficina de Figueras —Ignacio se había salvado de ello por los pelos— y, en espera de las órdenes del Gobernador, no sabía «si debía tratar a estos refugiados como caballeros» o si «debía esposarlos y encarcelarlos». Entre las personas entradas en España figuraban el duque de Luxemburgo, varios miembros de la familia Rotschild, el maharajá de Nepala… La intención de dichos personajes era dirigirse a Portugal o bien a África del Norte, y el Gobierno español se avino a ello en muchos casos. Respecto a los otros fugitivos, los de categoría inferior, se previó su internamiento en campos de concentración, que se abrirían —¡ah, el problema del abastecimiento se intensificaría inesperadamente!— en Miranda de Ebro y otros lugares.

Otro de los aspectos dramáticos de todo aquello era el problema que se les presentó a los exilados españoles residentes en Francia. Se produjo entre ellos el mayor desconcierto. Temían que los alemanes los fusilaran o los entregaran a las autoridades españolas, y muchos de ellos buscaron refugio en Embajadas. Otros, como Antonio Casal, el ex jefe socialista gerundense hartos de tanta fuga, se presentaron voluntariamente a las fuerzas alemanas; pero en su mayoría, después de intentar inútilmente embarcar en Burdeos con destino a Inglaterra o América, hallaron la salvación instalándose en la zona francesa «no ocupada». Ése fue el caso de Gorki y de José Alvear, quienes, pasado el gran susto, se instalaron más o menos cómodamente en Perpignan, aunque siempre con el temor de que una fulminante orden alemana los situara en la frontera española, donde los esperarían ¡otra vez! los capitanes Arias y Sandoval, así como numerosos guardias civiles.

En el mundo, por tanto, estupor creciente; en Inglaterra, perspectivas de sangre y lágrimas; en España, buenas dosis de entusiasmo «vengativo». Sí, aquel «¡ahora les toca a ellos!», pronunciado por tanta gente cuando el rompimiento de las hostilidades a raíz de la guerra con Polonia, fue repetido hasta la saciedad. La humillación de las democracias, y sobre todo del Frente Popular francés, colmaba de íntimo consuelo a cuantas personas habían sufrido su incomprensión durante la guerra española. Por si fuera poco, el papel histórico de la nueva España adquiría con todo ello inusitado relieve, pues los vencedores eran precisamente las denigradas fuerzas del Eje, las que habían ayudado a la España «nacional». Este hecho sobrepasaba las esperanzas de cualquiera, y entre los militantes con camisa azul se hacían toda suerte de vaticinios.

«Nos ha llegado el turno —dijo el camarada Rosselló—. El Marruecos francés será nuestro.». Mateo más bien confiaba en mordisquear un pedazo de Argelia… Por lo pronto, y al margen de las palabras, ocurrieron dos sucesos sintomáticos y halagadores: Franco, por medio de fuerzas jalifianas ocupó Tánger, «para asegurar la neutralidad y garantizar el orden», al tiempo que «estudiaba un proyecto internacional para limitar el teatro de la guerra».

* * *

No faltaban personas ecuánimes que, prescindiendo de las ventajas que todo aquello pudiera reportar a España, vivían con profundo dolor el drama de la nueva contienda.

Matías Alvear era una de ellas. Estaba desolado y cada telegrama que recibía en la oficina significaba para él una sangrante herida. ¿Cómo era posible que a alguien le gustase hablar de bombas, de combates navales, de «la fuerza aniquiladora de los Stukas»? ¿Cómo era posible que su propia hija, mientras bordaba su ajuar para la boda, repitiera una y otra vez: «¡Así aprenderán!»? ¿Y qué culpa tenía la población inglesa de lo que pudiera ocurrir? ¿Y los prisioneros? ¿Y los holandeses muertos? ¿Y los belgas? ¿Y los propios alemanes caídos en la batalla?

También el gallego y aprensivo Marcos se tomó todo aquello a la tremenda. En su oficina de Telégrafos declaró: «Estoy harto de guerra. A no ser por mi querida Adela, solicitaría una plaza de torrero en cualquier faro, lo más solitario y aislado posible».

En cuanto a Manolo y Esther, se pasaban el día mordiéndose los puños. Esther recordaba sus tiempos de estudiante en Oxford y no alcanzaba a imaginar que acaso las botas alemanas pisaran aquellas históricas aulas de cultura. ¡Y si hubieran tenido en quién confiarse! Pero, aparte del profesor Civil, y del doctor Andújar, encontraban escaso eco en la ciudad. El mismo Ignacio andaba titubeante. «Esto es una catástrofe, Ignacio —le decían al muchacho—. Tú no sabes lo que los alemanes, en plan victorioso, son capaces de hacer. La raza aria lleva dentro algo monstruoso». Ignacio aceptaba tal planteamiento, pero a condición de añadir que Inglaterra a lo largo de su historia había cometido también atropellos sin cuento, gracias a los cuales su Imperio había llegado precisamente a ser lo poderoso que era. Esther abría los brazos en señal de impotencia. «Por favor, Ignacio, no comparemos…», decía. Pero no aportaba argumentos válidos, capaces de convencer.

Naturalmente, tampoco faltaban personas cuyos comentarios, dictados por el más frío materialismo, ponían carne de gallina. Por ejemplo, el administrador de la Constructora Gerundense, S. A., se lamentaba de que a los hermanos Costa no les hubiera dado tiempo a fundar una Compañía de Seguros que abarcara el transporte marítimo. «Podríamos cobrar tarifas enormes para garantizar el flete de barcos cargados de material. O hacer la operación a la inversa y simular hundimientos. ¡Qué sé yo!». En Barcelona, el padre de Ana María, don Rosendo Sarró, que vivía jornadas gloriosas, se había situado en una línea semejante. Consideraba que todo cuanto ocurría tenía un significado claro: había llegado para España la hora de enriquecerse. «Ahora nuestras materias primas podrán venderse al precio que sea, empezando por el volframio. Además, los judíos que entran en nuestro país huyendo pueden dar un gran empuje a nuestra economía. Si de mí dependiera, no les permitiría que se fueran a Portugal…».

Tal vez la persona más equilibrada, la que mayor confianza inspiraba a su alrededor, fuera una vez más el camarada Dávila, el Gobernador, el hombre de las inspiraciones pulmonares profundas. Dominó la situación lo mismo que el obispo había dominado el
Vía crucis
y el general el desfile de la Victoria. De acuerdo con Madrid, y aunque ello le costara discutir de nuevo dramáticamente con el coronel Triguero, trató a los refugiados —franceses, belgas, judíos y demás— que entraban por aquella zona gerundense «como caballeros» y no «como enemigos», haciéndolos acompañar cortésmente hasta Barcelona, donde el Gobernador de allí se hacía cargo de ellos bajo su responsabilidad. Procuró que la prensa y la radio bajo su control no se desmandasen, lo que hubiera ocurrido sin remedio de haberlas dejado en manos exclusivas del exaltado Mateo.

Dio las instrucciones necesarias al comisario Diéguez para que varios diplomáticos ingleses que se habían instalado en Gerona, en el Hotel Peninsular, no fueran molestados, a fin de que no les ocurriera lo que antaño al doctor Relken, cuando los falangistas entraron en su habitación y lo pelaron al cero y lo atiborraron de aceite de ricino. Deseaba ardientemente, ¡cómo no!, el triunfo alemán; pero le pedía a Dios que tal triunfo no exigiese nuevos derramamientos de sangre. Lo único que no pudo evitar fue que Falange organizara en Gerona, lo mismo que en toda España, manifestaciones constantes y masivas pidiendo la devolución de Gibraltar. ¡El eterno sonsonete! Ahora Inglaterra era vulnerable, la ocasión no podía ser mejor. Varios centenares de personas, en su mayoría jóvenes y chiquillos, entre los que no faltaba nunca «El Niño de Jaén», se reunían casi a diario y recorrían las calles gritando: «¡Gibraltaaaaaaaar! ¡Gibraltaaaaaaaar!». Pilar estaba convencida de que la fruta caería. «¡Qué remedio! —decía—. Está a merced de nuestros cañones».

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