Lo malo era que las dudas de Ignacio no se detenían en lo meramente especulativo, sino que afectaban al mismo tiempo a lo vital: por ejemplo, a sus relaciones con Marta… Y eso sí que era doloroso de veras. ¡Era preciso resolver aquello en seguida y de una vez! Pero ¿cómo? Ignacio había llegado de Figueras con la mejor de las intenciones, aupado además porque Marta oponía menos resistencia que antes a la tumultuosa naturaleza del muchacho. ¡Pero estaba escrito que la política iba a interponerse una vez más! En efecto, precisamente por aquellas fechas la chica se ausentó de Gerona, rumbo a Madrid, para seguir en la capital de España unos cursillos de la Sección Femenina que iban a durar dos o tres semanas. Al parecer, las delegadas provinciales debían recibir instrucciones para su futura labor, conocerse mejor entre sí y visitar varios «lugares patrióticos». Ignacio no tenía nada en contra de esas frecuentes escapadas de Marta. Pero en esta ocasión le invadió más que nunca el temor de que su novia, por culpa de las cinco flechas, no llegara jamás a pertenecerle por entero. La madre de Marta se dio cuenta de lo que ocurría y procuró tranquilizar a Ignacio.
«Comprendo que para ti esto es molesto —le dijo—, pero ya conoces a Marta. Cree que es su deber. De todos modos, hazte cargo de que cuando se case las cosas cambiarán…»
Ignacio movió la cabeza. «Así lo espero», contestó.
El caso es que el viaje de Marta fue a todas luces inoportuno, habida cuenta de que Ignacio seguía recibiendo amenas cartas de Ana María… Pilar, que estaba al quite, atosigaba a su hermano una y otra vez: «No le jugarás una mala pasada a Marta, ¿verdad?». Ignacio se encogía de hombros. «¿Qué voy a decirte? No lo sé. Pero en estos meses podía haberse quedado a mi lado, ¿no te parece? Las mujeres sois algo estúpidas».
Ignacio empleaba el plural al decirle eso a Pilar porque tampoco sus relaciones con su hermana eran, como lo fueron en otros tiempos, un modelo de cordialidad. Pilar, a veces, le ponía tan nervioso como Marta. ¡Estaba tan segura de sí! Daba la impresión de tenerlo todo resuelto… Ignacio llegó a pensar si no sería el suyo un problema de celos.
Sí, tal vez Ignacio estuviera celoso de la felicidad que embargaba a Pilar… y a Mateo.
Eran uña y carne. Lo primero que ambos leían en el periódico era la lista de las multas impuestas en la jornada y, a continuación, los discursos de Goebbels. Por lo demás, los dos vestían camisa azul, comulgaban con frecuencia, querían tener muchos hijos… No admitirían jamás que la incertidumbre fuera una virtud superior; a semejanza del doctor Gregorio Lascasas, creían en la línea recta, en la acción, en la fe. Mateo decía siempre que Ignacio, a fuerza de sutilezas, corría el riesgo de caer en un nihilismo suicida.
Nota alegre, luminosa —nota de fe—, en la nueva etapa de Ignacio: la tertulia diaria con su padre en el Café Nacional. Éste era el único descanso que el muchacho se permitía a lo largo de la jornada. Por supuesto, lo pasaba muy bien dialogando, a primera hora de la tarde, con el señor Grote, con el solterón Galindo, con el inefable Marcos; y con el camarero Ramón. Sin embargo, la razón principal de la integración del muchacho a dicha tertulia era saber que con ello hacía dichoso a su padre. En efecto, Matías, exhibiendo a su hijo, seguía siendo el hombre más feliz del universo. Por mutuo acuerdo habían arrinconado su antiguo
slogan
: Neumáticos Michelín, sustituyéndolo por el de Caldo Potax. Ello provenía de los anuncios que aparecían constantemente de este caldo y de los concursos que la empresa organizaba, ofreciendo cuantiosos premios.
Ignacio ahora levantaba el índice mirando a su padre y éste respondía: Caldo Potax. Y los dos se reían como chavales. Y los espejos del Café Nacional multiplicaban sus risas hasta el infinito, ante el asombro del limpiabotas Tarrés, que había hecho la guerra en antiaéreos y que desde entonces creía que lo único lógico en el mundo era llorar.
Así las cosas, llegó el 11 de marzo. Fecha importante para Ignacio, quien en su transcurso había de protagonizar, inesperadamente, un episodio que daría al traste con su racha de serenidad.
Todo sucedió como si una mano misteriosa actuara opresivamente sobre él. Ignacio, después de almorzar, acompañó a su padre al Café Nacional. Y he aquí que, apenas el muchacho se sentó a la mesa de costumbre, clavó su mirada en Marcos y experimentó una repentina sacudida. ¡Acordóse de la mujer de éste, la guapetona Adela, y de las palabras que ella le dijo en el baile del Casino: «¿Por qué no subes cualquier sábado por la tarde a hacerme un poco de compañía?»!
Cualquier sábado… Aquel día era sábado. Ignacio notó en el acto que su escala de valores iba a chaquetear. Incluso se permitió bromear con Marcos más de lo ordinario, echando cálculos sobre el número de aspirinas que éste se habría tomado en la vida.
Pero su decisión era irrevocable. A la media hora escasa, y aprovechando que Galindo propuso jugar la clásica partida de dominó, Ignacio se levantó, pretextando que alguien lo esperaba, y despidiéndose de todos salió disparado a la calle.
Entró en el café de al lado y pidió la Guía telefónica. Su índice temblaba al buscar los nombres. Por fin dio con el que le convenía y, encerrándose en la cabina, marcó el número. La respuesta no tardó en llegar: Adela, desde el otro lado, le dijo simplemente: «Te espero».
Ignacio se dirigió, como impulsado por el viento, al piso de la mujer. ¡Al diablo la disciplina, al diablo el orden en la mente! El esfuerzo que estaba haciendo ¿no se merecía un alto en el camino?
Adela lo recibió enfundada en una bata de color azul celeste, escotada. La casa era una de las privilegiadas: tenía calefacción. A los cinco minutos el muchacho y la esposa de Marcos se abrazaban con frenesí. Un beso interminable, tremendo, como correspondía al ansia recíproca y a la diferencia de edad. Ignacio no pudo menos de recordar su aventura con doña Amparo Campo, pero aquello llevaba trazas de ser más intenso. Adela le gustaba. Tenía la piel cálida y los senos agresivos. Y hambre de hombre, de hombre en plenitud. Fue el suyo un encuentro que rozó la locura, un encuentro feliz y temerario. Adela susurró en los oídos de Ignacio palabras dulcísimas y otras un poco fuertes. Hubo un momento en que pareció que la mujer iba a desmayarse; luego reaccionó. Ignacio hizo honor a su sexo y en ningún momento se dejó avasallar.
Ignacio salió de aquella casa como ebrio. En las calles, los carteles anunciaban simultáneamente zarzuela, fútbol y ejercicios espirituales para señoras. Las banderas aparecían arrugadas, lacias, por la lluvia recién caída. El ambiente era invernal. Los carros de la basura —¿a esa hora?— circulaban destapados, despidiendo un hedor insoportable.
Antes de subir a su casa entró de nuevo en el Café Nacional y le pidió a Ramón, el camarero, una copa de coñac.
La tertulia se había dispersado. Ramón le dijo: «Creo que deberías subir al piso. Pilar ha venido a buscar a tu padre hace un rato».
—¿Cómo?
—Debía de ser algo urgente…
Ignacio tuvo como un presentimiento: su madre. Algo le había ocurrido a su madre.
Cruzó la calzada de la Rambla de un salto y de otro se tragó los peldaños. Al entrar en casa se confirmó su temor: su madre había tenido una hemorragia espectacular. El médico, doctor Morell, había acudido en seguida y había pronunciado las palabras esperadas desde hacía tiempo: era preciso operar.
Carmen Elgazu ingresó en la Clínica Chaos al día siguiente. Pintores y electricistas trabajaban todavía en los pisos de arriba, dando los últimos toques, pero en la planta baja, donde se encontraban los quirófanos, algunos servicios funcionaban ya. La proximidad del estadio era tal que, desde cualquiera de las habitaciones traseras, los domingos por la tarde se oía el griterío de los hinchas que presenciaban el partido de turno. «¡Gol…! ¡Goooool…!».
La operación, que tuvo lugar el día 14 de marzo, fue difícil, penosa. El doctor Chaos había contratado por fin a un anestesista de Barcelona, llamado Carreras, y también a dos jóvenes médicos licenciados del Ejército. El anestesista, que había trabajado durante mucho tiempo en el Hospital de San Pablo, demostró conocer su oficio. Sumió a Carmen Elgazu en un estado de absoluta insensibilidad. Y entretanto, en el quirófano, las batas blancas de las enfermeras circulaban sin hacer ruido y el doctor Chaos, imponente, con su mascarilla, su delantal y sus guantes, iba pidiendo el instrumental con ademanes tan automáticos que se veía a la legua que llevaba años practicando aquella labor.
Carmen Elgazu permaneció en el quirófano por espacio de dos horas largas. Afuera esperaban, mirando al suelo, mirándose unos a otros, rezando, crispando los puños, Matías, Ignacio, Pilar, mosén Alberto, Paz y Mateo. No fue admitido nadie más, ni siquiera Eloy. Mateo y Paz habían pedido permiso para presenciar la operación, pero el doctor Chaos se lo negó. Era su norma: no admitía curiosos.
Los órganos genitales de Carmen Elgazu fueron extirpados en su totalidad y depositados en una palangana. Todos sabían que iba a ser así y se preguntaban: «¿Será capaz un cuerpo humano de resistir semejante amputación?». «Y en el caso de que así sea, ¿dicho cuerpo no perderá para siempre algo sustancial?». ¿Tendría Carmen Elgazu la misma voz, los mismos ojos, ¡las mismas cejas!? ¿Sus piernas seguirían siendo las columnas del hogar? El doctor Chaos les había dado un margen de garantías muy amplio. «Todo saldrá bien, espero. La convalecencia será larga, naturalmente. Pero se recuperará. Su corazón es fuerte y se recuperará».
A las dos horas el doctor Chaos salió del quirófano y todos lo miraron como si fuera un ángel. Nadie se acordó de la tesis del señor Grote, según la cual el doctor Chaos realizaba siempre aquella operación experimentando un secreto placer… «¡Doctor!». El doctor Chaos buscó con la mirada a Matías y al verlo le dijo en voz alta, para que todos lo oyeran: «Perfecto. No ha habido complicaciones. Ahora saldrá…»
¿Quién había de salir? Carmen Elgazu… El doctor Chaos se fue pasillo abajo, torciendo luego a la derecha. Y a los pocos segundos apareció en una camilla rodante, impulsada por una enfermera, el cuerpo de Carmen Elgazu. El momento fue solemne.
Todos los presentes se apartaron a un lado para dejar paso al silencioso vehículo.
Una sábana cubría casi por entero, hasta el cuello, el cuerpo de Carmen Elgazu.
Sólo asomaba su cabeza, inclinada a un lado, horizontal; una cabeza absolutamente inmóvil, en apariencia muerta, con unas ojeras horribles, la boca entreabierta, boca de la que salía un gemido sordo y hondo, que fue oído por todos como proveniente del umbral de una vida que no era la común, que estuvo en un tris de perderse para siempre.
La camilla dejó tras sí un fuerte olor a éter.
Matías vio pasar indefensa aquella «carne de su carne» y no acertó a contener un sollozo. «Carmen…», musitó. Ignacio y Pilar querían gritar: «¡Madre!», pero no se atrevieron. Mosén Alberto se acarició las rasuradas mejillas. Mateo se pasó la mano por la recia cabellera. En cuanto a Paz, lloró. La hermosa Paz rompió a llorar desgarradamente, como Manuel había llorado el día de Navidad.
La camilla rodante penetró en la habitación número 21, que estaba al fondo. Dos minutos después la enfermera salió de ella y les dijo: «Pueden entrar, pero de dos en dos. Y no hagan el menor ruido».
Matías fue el primero, acompañado por Ignacio. La habitación estaba tan oscura que apenas si se veía nada, sólo la mancha blanca de la cama. Acercáronse a la cabecera y vieron de cerca el rostro de Carmen Elgazu. Ésta continuaba inmóvil, ligeramente despeinada, y de su boca seguía brotando aquel gemido que partía el alma.
Matías besó a su mujer en la frente. Luego lo hizo Ignacio. En la mesa de al lado había agua mineral. En otra mesa, un inmenso ramo de flores.
Matías e Ignacio abandonaron, casi de puntillas, la habitación, pues sabían que los demás querían comprobar que Carmen Elgazu vivía. Entró Pilar, acompañada de mosén Alberto. Más tarde lo harían Mateo y Paz. Todos se acercarían también a la cama haciendo idéntico esfuerzo para adaptarse a la oscuridad.
Matías e Ignacio, al encontrarse fuera solos, en el pasillo, se miraron por primera vez a los ojos. Y sin saber cómo se abrazaron uno al otro conteniendo los sollozos. La misma pregunta seguía martilleándoles el cerebro: «¿Sería capaz aquel cuerpo de resistir semejante amputación?». Ignacio musitó: «El doctor Chaos parecía tranquilo…» «Sí», contestó Matías.
Ignacio se separó de su padre, pues vio venir a mosén Alberto y tuvo la secreta impresión de que el sacerdote propondría algo así como rezar colectivamente una acción de gracias. Aquello le produjo malestar. Así que el muchacho dio unos pasos y de repente vio abierto el quirófano, del que salía una luz blanquecina. Le vinieron a la mente muchas escenas vividas en el Hospital Pasteur, de Madrid. Una fuerza irresistible lo impulsó hacia aquella habitación. Penetró en la estancia, en la que ya no había nadie.
Los focos encendidos, la mesa vacía, el instrumental reluciente. Pero, en una mesa aparte, en una palangana, un amasijo rojo y violento, que parecía tener existencia propia: la pieza cobrada por el doctor Chaos: la pieza entregada por Carmen Elgazu.
Ignacio, ante aquella víscera sanguinolenta, en cuyo interior él fue engendrado, experimentó una emoción incontenible. ¡Qué pequeña era, qué importante! Allí estaba en realidad su madre, lo nuclear y fundamental de su madre. En aquella palangana.
Todos cuantos intervinieron en la operación lo habían abandonado como se abandona algo ya inútil. Allí estaría, además, el tumor…
Todo aquello era demasiado fuerte para permitir cualquier reflexión. Ignacio se convirtió en un mero centro de sensaciones. Sintió un amor profundo y deseos de llevarse «aquello» con ánimo de guardarlo para siempre en su cuarto, en alguna cajita sagrada. Pero al propio tiempo, ¡Dios, qué complicado era el espíritu!, sintió una repugnancia extrema que le atenazó la garganta.
Miró por última vez los restos violentos y rojos, y salió al pasillo, demudado el semblante. Su padre, su hermana, todos estaban allí esperando, esperando no se sabía qué. Tal vez le esperaran a él, pues advirtió que era el blanco de todas las miradas. ¿Qué habría visto? Ignacio se sobrepuso. «Todo ha ido bien», dijo, arrogándose una inexistente autoridad. Y sacó el paquete de cigarrillos. Se disponía a invitar a su padre y a Mateo a fumar; pero entonces advirtió con asombro que ambos se le habían anticipado, que sostenían entre los dedos el correspondiente cigarrillo. «Sí —repitió—. Todo ha ido bien».