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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (27 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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—Andáis mal de la cabeza —bromeaba Matías—. ¡Con las salidas que hicimos los dos durante la guerra, en busca de comida!

—Sí. Pero siempre por aquí cerca, por la provincia.

—¡Qué más da!

Carmen Elgazu les dio muchos consejos. Sobre todo al pequeño Eloy, al «renacuajo».

—Eloy, vigila a esa pareja. No vaya a resultar que sean ellos los que se extravíen…

Eloy cruzó los dedos y, sonriendo, los besó.

Ignacio, Pilar y Eloy —y también Mateo y Marta— acudieron a la estación a despedirlos. Matías y Carmen Elgazu llevaban dos gruesas maletas, con mucha ropa, pues no sabían cuántos días duraría el viaje y la radio hablaba de «clima inestable en el litoral cantábrico». Matías había adquirido el consabido quilométrico. Las dos fotografías pegadas en él eran horribles, dignas de Ezequiel. Carmen Elgazu comentó: «Parecemos de la FAI. ¡Extraño será que no nos detengan por el camino!».

La locomotora empezó a resoplar.

—¡Adiós, adiós!

—¡Mamá, un abrazo muy fuerte a la abuela Mati!

Por fin el tren arrancó y pronto Gerona quedó atrás… De repente, Carmen Elgazu dijo:

—Me parece que no has hecho la señal de la cruz…

—Sí, mujer. ¿Cómo iba a olvidarme?

Se acomodaron uno junto al otro y enlazaron las manos, a semejanza de Manolo y Esther.

Guardaron un largo silencio. Sus pensamientos sincronizaban; los hijos. Y también los viajes que habían hecho, en busca de comida. Recordaban sobre todo aquél en que, cerca de Olot, almorzaron en pleno campo y durmieron la siesta reclinados en el mismo tronco de árbol. Carmen Elgazu se deleitó evocando el momento en que Matías fue al río y le trajo agua en un cucurucho de papel. El recuerdo la emocionó tan hondamente, que apretó con fuerza inusitada la mano de Matías.

Éste se volvió para mirar a su mujer.

—¿Qué te pasa? —le preguntó cariñosamente.

Carmen Elgazu se encogió de hombros.

—Nada. Pienso…

Marcaron otra pausa:

—Es nuestro segundo viaje de novios, ¿verdad?

—Sí…

Viaje pesadísimo… a causa de los retrasos y de los trasbordos. De pronto, permanecían parados tres horas en cualquier estación y al final recibían la orden de cambiar de tren. Llegaron a la conclusión de que existían pocas cosas tan grises y tan muertas como una vía muerta de ferrocarril. Menos mal que de vez en cuando las chanzas que se dedicaban el uno al otro les levantaban el ánimo. Menos mal que Matías repetía como un sonsonete, en el momento más impensado: «Esto sólo se puede hacer…» Y Carmen Elgazu terminaba la frase: «…por la familia».

Pero llegaron a Pamplona, sede de don Anselmo Ichaso, quien seguía con
El Pensamiento Navarro
y con sus trenes-miniatura. Atardecía. Les pareció inoportuno visitar a esa hora a sor Teresa, a la hermana de Carmen Elgazu, de modo que buscaron una pensión y salieron a dar una vuelta.

Inmediatamente se dieron cuenta de que la ciudad, por haber sido siempre «nacional», era muy distinta a Gerona. Tenía un aire pujante, de abundancia y estabilidad. Ello se advertía no sólo en la riqueza de las iglesias, sino en los comercios, provistos de artículos de toda clase, y en el ambiente despreocupado y alegre de las calles. También los habitantes tenían, sin lugar a dudas, mejor facha, un aspecto más saludable e iban mejor vestidos. «Si no fuera por los retratos de Franco —comentó Carmen Elgazu—, esto me recordaría los años de Primo de Rivera». Matías, que se había comprado un espléndido paraguas cerca de la Catedral, dijo a su vez: «De todos modos, nos largaremos pronto, porque aquí acabaría haciéndome monárquico. Y ser monárquico y no tener rey ha de resultar una lata».

Al día siguiente fueron al convento de las Salesas a visitar a sor Teresa. Mosén Alberto les había dicho: «Sor Teresa impresiona por su palidez». La verdad es que no fue la palidez lo que de sor Teresa impresionó a Matías y a Carmen, sino su aire distante. Sor Teresa manifestó, bajo sus alas almidonadas y su hábito, alegría y, acercándose primero a Carmen y luego a Matías, les dio tímidamente un par de besos en las mejillas. Pero una vez sentados los tres en la «sala de visitas», sala fría, con un grabado del Sagrado Corazón y otro, en color, de Pío XII quedó de manifiesto que sor Teresa había quedado absolutamente seccionada de la familia. «¡Pero, hija… —tenía ganas de gritarle Carmen Elgazu—. ¿Por qué no levantas un poco la voz? ¡Si en Bilbao eras la que más chillabas!». «¡Pero, vamos a ver! —pensaba Matías—. ¿Es que esa mujer no tiene sangre en las venas?».

No era eso. Simplemente, los años de convento habían tatuado a sor Teresa. Los quería, los tenía a todos presentes a menudo, rezaba por ellos; pero era tal la rutina de su quehacer diario, que cualquier visita se le antojaba una intrusión y la desconcertaba.

Fuera de eso, sabía que aquella visita era provisional. Duraría un cuarto de hora, media hora a lo sumo, y luego ella volvería a la quietud de su celda, a su reglamento, a la media luz de la capilla…

Sor Teresa se interesó por Ignacio y por Pilar. Pero, sin conocerlos, no podía poner calor en sus palabras. Sin embargo, al verlos en fotografía —Matías le mostró varias— exclamó: «¡Qué majos son, qué majos!».

Luego hablaron un momento de la guerra. Sor Teresa no podía imaginarse cómo había sido la zona «roja». «De haber profesado en Gerona, a lo mejor ahora sería mártir».

Allí no, allí estuvo a salvo. Allí no había visto sino a millares de requetés procedentes de toda Navarra yéndose al frente con cruces y escapularios, como si fueran a una fiesta, a la fiesta de Dios.

—Era edificante incluso para nosotras, las monjas. Nos pasábamos el día rezando y cosiendo «detentes».

—¿Detentes? —preguntó Matías.

—Sí, hombre —explicó Carmen—. Aquellos emblemas del Sagrado Corazón, que se ponían en el pecho y que salvaron muchas vidas.

Matías se encogió de hombros.

—Ni idea. Ignacio no llevaba eso. Ni Mateo tampoco.

Luego sor Teresa les aseguró que era completamente feliz, que cada día estaba más contenta de haber entrado en religión y que cada día se sentía más unida con Cristo.

«Pero, rezad, rezad mucho por mí, para que persevere».

La visita duró veinticinco minutos justos. La despedida fue, tal vez, algo más emotiva, porque los tres pensaron que difícilmente volverían a verse. «Gracias, gracias por haber venido. Y muchos besos a mamá y a todos en Bilbao. Que Dios os bendiga. Estáis bien, os encuentro muy bien. Y sé que Matías es un buen esposo y un buen padre. Adiós, Carmen. Que el Señor os acompañe».

A la salida, Matías se paró en la acera, frente al convento, y se secó el sudor. Hacía demasiado sol para detenerse a liar un cigarrillo, pero fumó mentalmente, para airear sus pensamientos.

—Tu hermana lo tiene todo resuelto —comentó—. Así da gusto.

Carmen Elgazu lo miró.

—¿Qué quieres decir?

—Lo que he dicho. Que no hay problema.

—Se caló el sombrero y añadió—: Vamos a un café a tomar algo…

Horas después salían rumbo a Bilbao. Y una vez en el tren, rodeados de un paisaje fértil, muy hermoso, Matías confesó que su cuñada, sor Teresa, no le había gustado. «Yo creo que el reglamento se las come. Acaban incluso siendo feas, palabra. —Viendo que Carmen sonreía, añadió—: ¡Bien! Qué más da… Me casé contigo y no con ella ¿no es así?».

Carmen Elgazu lo miró a los ojos. Esta vez lo asió del brazo. Y de nuevo uno y otro, como al salir de Gerona, se dejaron mecer por el traqueteo del tren, contemplando sus propias vidas a través del profundo paisaje de Navarra.

En Bilbao todo fue distinto. La abuela Mati los recibió como si fueran embajadores de Su Majestad. Y con ella los tres hermanos de Carmen: Josefa y Mirentxu, solteras, y el propio Jaime, el ex «crupier», a quien Ignacio avaló liberándolo del campo de concentración. Para completar la familia no faltaba sino Lorenzo, el de Trubia, quien anunció que el trabajo le impedía desplazarse.

Carmen Elgazu y los suyos llevaban sin verse exactamente nueve años. Desde 1930.

Era natural que el primer golpe de vista les causara a todos una impresión muy fuerte.

El tiempo había marcado sus huellas… Pero la turbación duró poco. A los pocos minutos la abuela Mati hizo un mohín y Carmen Elgazu exclamó: «¡Pero, mamá! ¡Si no has cambiado, si no has cambiado nada!». A la recíproca, de pronto Josefa, viendo a Carmen Elgazu mover las cejas, dijo: «¡Pero si eres Carmen! ¡La misma, la misma! ¡Qué maravilla!».

Fueron tres días inolvidables. La abuela Mati, con su bastón de alcaldesa, apenas si les permitió —aparte admirar una y cien veces el retrato del abuelo, Víctor Elgazu Letamendía, al que Ignacio se parecía mucho y que presidía la casa con sus grandes bigotes— darse un paseo por la ría e ir a escuchar a Marcos Redondo en Katiuska.

Asimismo permitió que, junto con Jaime, acudieran a presenciar la llegada de los ciclistas que competían en la Vuelta al Norte, vuelta que iba ganando el catalán Cañardo. Pero nada más. La abuela Mati era tan charlatana, tan dominante y necesitaba tanto afecto, que los quería a todos siempre allí, contando lo que fuere. Que si Ignacio era así o asá. Que si en Gerona llovía o no llovía. Que si el trabajo en Telégrafos era pesado y si circulaban todavía incautos peces por el río Oñar…

La abuela Mati le cayó en gracia a Matías, no sólo por su carácter sino porque Carmen Elgazu se le parecía mucho en muchos aspectos. «¡Ay, abuelita! ¡Ahora ya sé el porvenir que me espera!». También simpatizó con Josefa y Mirentxu, a las que les había ocurrido lo contrario que a sor Teresa: la soltería las había inclinado a enamorarse locamente de los hijos de los demás. Sus sobrinos eran para ellas dioses. No se cansaban de mirar las últimas fotografías de Ignacio y de Pilar. En cuando a la de César… al verla se habían quedado absortas, sin atreverse a hacer el menor comentario. Hasta que, acercándosela a sus labios, la besaron dulcemente.

Caso aparte era Jaime, el hermano de Carmen Elgazu. Andaba taciturno. Todavía no le cabía en la sesera que hubieran perdido la guerra. Continuaba siendo separatista vasco y no hacía más que recordar las humillaciones sufridas en los campos de concentración. «Las humillaciones y todo lo demás…» Estaba empleado en el Frontón Gurrea, era el encargado del marcador. Jaime estaba convencido de que Madrid no concedería al País Vasco sino limosnas. «Montarán industrias en Andalucía, en La Mancha, en cualquier sitio, menos en el País Vasco y en Cataluña. Y si no, al tiempo».

Matías hacía lo que podía para comprender a su cuñado, que iba ya por los treinta y cinco años. Pero no lo conseguía. Se le antojaba teórico en exceso, basto y poco cultivado. ¿Cómo pretendía resolver los problemas de la nación, si no había acertado a resolver los suyos propios? «Querido Jaime, no te ilusiones. Los separatismos son un mito, no conducen a nada. Aquí, todos a arrimar el hombro y a ver qué pasa».

Excepción hecha de Jaime, aquella casa respiraba tranquilidad y amor. Lo único que molestaba a Matías era que su mujer, en cuanto se dirigía a su madre o a sus hermanas, hablaba en vascuence. «¡A ver si me entero…!», protestaba. Pero Carmen Elgazu no le hacía caso. «¡Vaya! Por una vez que tengo ocasión…»

Incluso el problema económico había sido solucionado. La abuela Mati, que con la guerra había perdido todas sus joyas, en vista de que el sueldo que percibía Jaime en el Frontón Gurrea era mínimo, tuvo una idea feliz: montar en su casa un taller de confección de muñecas, aprovechando la habilidad de Josefa y Mirentxu para esos menesteres. El planteamiento era de sentido común: después de una guerra se producían muchos nacimientos y la gente, para olvidar —¿por qué a «La Voz de Alerta» le costaba aceptar esta tesis?—, se enamoraba de cosas ingenuas. «Cuando llegue la temporada de Reyes —pronosticó la abuela Mati— no daremos abasto».

El éxito fue tan completo que pronto Josefa y Mirentxu se vieron en la necesidad de contratar en el taller a varias muchachas. Vale decir que las muñecas que aquéllas diseñaban constituían una sorprendente novedad. Eran modernas, sobre todo en lo atinente a los peinados, a los vestidos, ¡y a los ojos! Sí, en un mueble especial, alineados y clasificados en cajoncitos, había ojos de cristal sueltos, de todos los colores. Carmen Elgazu se enamoró de ellos. A Matías, en cambio, vistos así, en cantidad, le produjeron cierto malestar. «No me gusta que tanta gente me mire», comentó. La abuela Mati le preguntó a Carmen: «¿Cómo tiene Pilar los ojos? ¿Ves algunos que se le parezcan?».

Carmen Elgazu inspeccionó los cajoncitos y dijo: «No».

Sí, fueron tres jornadas inolvidables, durante las cuales Matías se ganó fácilmente el afecto de aquellas tres mujeres —e incluso el de las muñecas—, lo cual de rebote había de perjudicar a Jaime más aún. «¡Cómo Matías tendrías que ser! ¡Abierto y dicharachero!».

Por su parte, Carmen Elgazu descubrió que en realidad era en Bilbao donde ella hubiera deseado vivir. «¿Es que Gerona tiene Altos Hornos? ¿Es que tiene esa ría? ¿Y te has fijado en los verdes del monte? Claro, claro, tampoco ese sirimiri lo tenemos allí… Aquello está seco, digan lo que digan el Gobernador y mosén Alberto».

Para colmo, se anunciaba en la ciudad una Santa Misión. No menos de treinta predicadores llegarían a mediados de julio y durante una semana hablarían a todo el mundo de la bondad de Dios y de los pecados de los hombres. «Aquí hay vida, hay vida. Aquí hay chimeneas, predicadores y todo lo que tiene que haber».

Matías se tomaba el asunto por las buenas, pese a que veía en los vascos, en general, algo obtuso y lento, como si el exceso de comida y de bebida les hubiera bloqueado en parte los reflejos.

—Sí, es verdad —decía—. Es verdad lo de las chimeneas. Y que construís barcos y todo lo demás. Y también lo es lo del sirimiri; por eso en Pamplona me compré un paraguas. Pero os falta un detalle, a mi modo de ver: saber quiénes eran vuestros antepasados. ¿Y si resultaseis ilegítimos? Porque hay que ver la jerga que habláis… Dicen que se parece al chino. ¿Es eso cierto, Jaime? Porque, si lo fuera, con mucho gusto os haría una reverencia…

Tampoco veía Matías por qué los paisanos de su mujer tenían la manía de ensanchar el tórax y de organizar concursos de levantamiento de peso, de arrastre de piedras y de corte de árboles a hachazo limpio.

—Con vuestro permiso, yo prefiero a Gerona. Y digo Gerona porque no puedo decir Madrid.

Matías se dio cuenta de que a Carmen Elgazu no le hacía pizca de gracia acompañarlo a Burgos. Y también él prefería ir solo. De modo que no hubo dificultad.

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