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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (31 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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Pese a todo, y de acuerdo con lo previsto, el denominador común eran las canciones y las bromas de toda índole, especialmente en el furgón de cola del primer tren, el destinado a ganado, que ocupaban Marta, Pilar y el resto de las camaradas dirigentes de la Sección Femenina.

En ese coche la algazara era general. El apelotonamiento de las muchachas era tal que, para respirar un poco de aire puro, se veían obligadas a acercarse por turnos al ventanuco enrejado que comunicaba con el exterior. Así lo hacían, regresando luego a sus puestos y sentándose en el suelo.

Ahora bien, el viaje fue haciéndose tan largo que hubo tiempo para todo, incluso para las confidencias. Sí, a diferencia de lo que ocurrió en el coche del Gobernador, allí no se habló sólo de política. Los diálogos se deslizaron también por otras vertientes. Al fin y al cabo, la política era invención moderna, en tanto que las muchachas tenían un corazón que llevaba siglos latiendo por amor.

Marta, jefa provincial de la Sección Femenina, hubiera debido sentir vergüenza.

Olvidó por completo el motivo del viaje y la camisa azul, y se desahogó con Pilar, largamente, sobre un tema único: Ignacio. Imaginar a éste en Perpignan la turbaba de una manera extraña. ¿Qué estaría haciendo allí? ¡Si pudiera verle! Seguro que pasaba menos calor, tal vez en un café con aire acondicionado. ¿Y si se chiflaba por alguna francesa?

—Pilar, estoy contenta. Temí que Ignacio no quisiera ingresar en Falange; pues ya está. Ya tiene el carnet. Mi madre estaba segura de que un día u otro se decidiría, pero yo no. ¡Le gusta tanto llevar la contraria! Pero se porta bien, muy bien… Cuando llegó a Esquiadores pretendió asustarme. Me llevó cerca de la Plaza de Toros y me dijo algo así como que la guerra mata por dentro a los hombres que la hacen. ¡Pamplinas!, puesto que luego añadió que él no sería feliz si no hacía en la vida algo que beneficiara a los demás. Y es que Ignacio es bueno, buenísimo… Conmigo, un sol. Y el trabajo en Fronteras le gusta. ¿Os dijo lo de recuperar barcos? ¡Ah, claro…! Hermosa tarea, ¿verdad? Estas cosas lo entusiasman. Y tiene muchos planes. Me ha encargado que pase por la Universidad, pues al parecer en septiembre habrá unos exámenes «muy complacientes» para los que hicieron la guerra, y quiere saber la fecha exacta. ¡Tercer curso de abogado! Oye… ¿Es cierto que estudia como un loco? Ayer me dijo que tuvo la luz encendida hasta las tres. ¿Es cierto, sí? ¡Cuánto me alegro! Le quiero, Pilar. Han pasado muchas cosas entre los dos y durante un tiempo dudé de él y de mí; pero ahora le quiero de veras. ¡Si pudiera verlo en estos momentos, a través de esas rejas! Seguro que estará fumándose un «gauloise»… ¡Otra cosa me preocupa! Tengo la impresión de que no acaba de simpatizar con mi hermano, con José Luis… Sería una pena ¿no crees?

»¡Me gustaría tanto que llegáramos a formar todos una gran familia! ¿Y sabes dónde me gustaría vivir cuando me case? Pasada la vía del tren, cerca de la Dehesa. Claro que aquello pilla un poco lejos; pero es alegre, sobre todo en este tiempo. Además, le he prometido cuidar del piso como si se tratase de mi piel… Por cierto, ¿sabes lo que dice de mi flequillo? Que me tapa la frente, pero que por lo mismo evita que las ideas brillantes se me escapen. Es un guasón… Sí, ha venido de Esquiadores mucho más guasón que antes… ¡Bueno, perdona! Voy a ver si respiro un poquitín de aire del campo.

Marta se levantó y se acercó al ventanuco. Pilar había asentido a todo. No hubiera desalentado a Marta por nada del mundo. «Claro que sí, mujer», le había dicho a su amiga una y otra vez. Por nada del mundo Pilar hubiera delatado a Ignacio, diciéndole a Marta que todo aquello era mentira y que el chico no había abierto todavía un libro y que se pasaba las horas tumbado, pensando en las musarañas. ¿Para qué? Pilar se daba cuenta de que su hermano atravesaba una honda crisis, como otros muchos chicos llegados del frente. Ella se lo notaba en mil detalles; a menudo volvía de Figueras llevando el billete del tren entre los dientes… Tiraba la servilleta, sin plegar, a un lado de la mesa… Y, sobre todo, cerraba la puerta de su cuarto dando un portazo. Eso era lo más peculiar. Era señal de que, una vez dentro, se tumbaría en la cama en cualquier postura y que pronto se le oiría resoplar. Por si fuera poco, por lo menos había recibido dos postales de Ana María… Pilar no había podido leerlas, pero estaba segura de que él las había contestado. ¡Oh, sí, Ignacio era perfectamente capaz de vivir varias vidas a un tiempo! De ser holgazán en casa, eficaz en la Jefatura de Fronteras y un ser completamente aparte cuando estaba al lado de Marta. Probablemente en cada caso era sincero y sólo se engañaba a sí mismo. Pilar pensó que, de todas las ilusiones de Marta, tal vez sólo una se apareaba con la realidad: Ignacio era bueno, buenísimo… Y por supuesto, apto, algún día, para hacer feliz a la mujer que eligiera definitivamente, llevara o no llevara flequillo, viviera o no viviera cerca de la Dehesa, pasada la vía del tren.

Marta regresó. Y entonces le tocó el turno a Pilar.

—Pues yo, cuando me case, si puedo viviré en el centro. ¡Qué quieres! Estoy acostumbrada a ello. De poder elegir, viviría en la misma Rambla… Me gusta la Rambla. Toda Gerona pasa por allí al cabo del día, ¡y en la Rambla fue donde volví a ver a Mateo el día de la entrada de las tropas! A Mateo y a ti, claro… ¿Te acuerdas, Marta? Ibas con María Victoria repartiendo latas de conserva… Y felicidad. ¿Quieres que te confiese una cosa…? Me pareciste muy mayor. Es natural, llegabas cansadísima.

»Ahora te has recuperado. ¡Lo mismo que yo! Sí. También yo soy feliz, Marta, completamente feliz. Mateo vale mucho más de lo que yo me merezco. A veces me pregunto qué habrá visto en mí. Soy tan ignorante… Tiene que explicármelo todo: que si el abrazo de Vergara, que si el socialismo marxista… Menos mal que me presta revistas y que de vez en cuando yo lo interrumpo con un beso. Contra eso no acierta a defenderse. Lo llama el arma secreta. Deja de ser de Falange y es mío, es sólo para mí.

»Y a mí me gusta besarlo. Nunca hubiera creído que me gustara tanto. ¡Jesús, qué tonta soy! ¿Te imaginas si mi madre me oyera? Me encerraba en el convento de San Daniel…

»Pero ya somos mayorcitas, ¿no te parece? Luego una se confiesa y en paz. Paz relativa, claro… ¡Ay, y otra cosa! Mateo tiene también sus planes, ¿sabes? No sé si se examinará en septiembre, porque está tan ocupado que no le da tiempo a abrir un libro. Pero, en fin, quiere organizar la provincia como no lo sueña ni el Gobernador, quien por cierto el día de mi cumpleaños me mandó un precioso ramo de flores… ¡Oh, Marta, tienes razón!

»¡Amar es bonito, es lo más bonito del mundo! ¿Querrás creer que a veces me asusta tanta felicidad? Cuando veo a Mateo dedicarse con tanta fe a los críos, a las Organizaciones Juveniles… Buen aprendizaje para luego, para cuando tengamos hijos, ¿no crees? Claro que, acostumbrado a formar centurias, no se conformará ni con dos ni con tres… Querrá tener un batallón. ¡Los que Dios quiera! ¡Qué más da! Uno se llamará César, por supuesto… Y la primera niña, Marta… ¡Jesús, ni que eso fuera a ocurrir ahora mismo! ¡Oh, no, por Dios, en este vagón no…! Ah, también yo daría cualquier cosa por ver ahora a Mateo… Seguro que andará en el coche de tu hermano, hablando de política… Que si Ciano, que si Roosevelt, que si el Chamberlain ese del paraguas…

»¿Crees que hablarán un poco de nosotras, Marta? ¿Sí…? ¡Ay, no sé, eres muy optimista! Esos hombres… ¡Por la Virgen, qué sed tengo! Me muero de sed. ¿Queda algo en esa cantimplora? Y qué bien se está sentada aquí en el suelo, qué bien se está…

A veces, las sacudidas del coche, los frenazos del maquinista, las obligaban a abrazarse fuerte… Y se reían. En una de esas sacudidas la convulsión fue tal que se encontraron sepultadas por las hermanas Rosselló, por Chelo y por Antonia. «¡Que nos ahogamos!», gritaron Marta y Pilar. Pronto consiguieron liberarse y entonces brotaron de nuevo las risas.

En la estación de Granollers, en la que permanecieron paradas largo rato, Chelo, que había oído a retazos las confesiones de Marta y de Pilar, les habló también de su amor, Jorge de Batlle. «La gente mira a Jorge de una manera rara… Y es que ¡es tan retraído! Pero ¿cómo puede ser de otro modo con lo que ha sufrido? Pero se van a llevar una sorpresa… Yo conseguiré cambiarlo, llenarle la cabeza de recuerdos agradables. Y entonces todo el mundo lo querrá también… ¡No faltaría más!».

Por su parte, Antonia, de repente, puso también sus cartas boca arriba y les comunicó que había decidido profesar. La guerra, la horrible muerte de Laura, la condena de su padre, todo ello la había impresionado tanto que llegó a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era irse a misiones. Ahora ya estaba segura de que tenía vocación. Mosén Alberto la había ayudado mucho en aquellos meses. De modo que en las próximas semanas elegiría noviciado. Y, desde luego, lo mismo le daba que la mandaran a un sitio que a otro. Así eran las cosas, así era el mundo. Trocaría la camisa azul por el hábito; las cinco flechas por el crucifijo; y la boina roja por las alas almidonadas. Posiblemente fuera aquél su último viaje libre. La Sección Femenina perdería una militante, pero ella podría rezar para que la labor de sus camaradas siguiera siendo fructífera.

Marta y Pilar se conmovieron oyéndola. Antonia estaba pálida y sudaba, como si no se sintiera bien. ¡Aquel vagón!

—¿Quieres beber un poco de agua?

—No, gracias, no necesito nada. Esas sacudidas me han mareado un poco, pero ya estoy bien.

Penetraron en el túnel y las muchachas guardaron súbitamente silencio. Pero al salir de nuevo a la luz se impuso otra vez el alboroto. Unas chicas de Figueras se pusieron a cantar y el coche entero las coreó. ¡De la garganta de Antonia, la futura misionera, brotó una voz dulcísima…!

Las canciones salieron como Dios quiso… Las muchachas desafinaban lo suyo y de las letras sólo conocían el estribillo. Pero no importaba. Cantaron el «Yo tenía un camarada», el «Himno de la Legión…» Y, sobre todo, el «Yo te daré»: Yo te daré, te daré, niña hermosa, te daré una cosa, una cosa que yo sólo sé: ¡CAFÉ!

—¡CAFÉ! —rubricó Marta, al terminar—. ¡Antes de la guerra era la consigna! ¡Significaba Camaradas, Arriba Falange Española!

En el trayecto entre Granollers y Barcelona, último tramo del viaje, Marta tuvo que responder a una serie de extrañas preguntas. Una chica de Olot le preguntó si era cierto que, de vivir en aquel año de 1939, Cervantes hubiera sido falangista.

Marta se rió de buena gana y mordiéndose el índice acabó contestando:

—Pues, probablemente, sí… —Luego añadió—: ¡Oh, sí, seguro!

La última pregunta se refirió al conde Ciano. Una camarada de Palamós creía saber —gracias a un legionario italiano que conoció y con el que mantenía correspondencia— que el conde Ciano era un mujeriego de armas tomar, que al grito de «¡Viva el Fascio!», les hacía la corte a todas las mujeres que se le acercaban.

—¿Crees que eso puede ser cierto?

Marta se acordó inevitablemente de Salvatore y respondió:

—¿Por qué no? Italia será siempre Italia.

Poco después llegaron a Barcelona. En la estación, varias locomotoras parecían a punto de reventar. Era difícil abrirse paso. Los andenes estaban abarrotados de gente tiznada, que se restregaba los ojos y se ponía las manos en la frente a modo de visera.

Sin embargo, Pilar, que estaba alerta, consiguió localizar a Mateo y a José Luis, quienes habían quedado en ir a esperarlas.

—¡Mateo…! ¡Mateo…!

Se reunieron con ellos. Mateo dijo:

—Barcelona está que hierve. Algo inolvidable.

Sin embargo, había surgido una dificultad: tendrían que separarse. Ellos debían reunirse con el Gobernador en la Tribuna Presidencial; en cambio, ellas debían apostarse —ésa era la orden— en el paseo de Gracia, esquina Diagonal, hasta que Ciano pasara por allí y Marta pudiera entregarle el ramo de flores.

Pilar le dijo a Mateo:

—¿Así, pues, cuándo te veré?

Y Mateo, que ya se había subido al coche que conducía José Luis, gritó:

—¡El día de la boda!

Jornada histórica. El conde Ciano y su séquito llegaron al puerto de Barcelona a bordo del crucero Eugenio de Savoia. Los recibieron Ministros, jerarquías nacionales —entre ellas, los camaradas Salazar y Núñez Maza— y una multitud que sin lugar a dudas rebasaba el medio millón. Las Ramblas, la plaza de Cataluña, el paseo de Gracia, todas las calles céntricas eran un mar de boinas rojas, de camisas azules y banderas. Ezequiel, que había salido con su hijo a husmear, calculó que «lo menos, lo menos, dos veces el entierro de Durruti…»

El conde Ciano avanzaba en un coche negro, descapotado, saludando a la romana.

A su paso la multitud no cesaba de gritar: «¡Viva España! ¡Viva Italia! ¡Arriba España!». «¡Viva el Duce!». Y de vez en cuando, como caballería a galope que se acercaba: «¡Franco-Ciano! ¡Franco-Ciano!».

El entusiasmo era tan grande que los comentarios holgaban. Ni siquiera Julio García hubiera tenido nada que objetar. Gente muy enferma —tal vez, del «mal de la rosa»— salía al balcón. Arcos de triunfo. Llovían flores sobre el conde Ciano. Resultaba difícil sustraerse al contagio. Ciano representaba al país —así lo proclamaban los altavoces— que «ayudó desde el primer momento al Ejército Nacional y que generosamente había entregado para la salvación de España cuatro mil vidas jóvenes». De hecho, pues, hubieran debido llover sobre el conde Ciano cuatro mil ramos de flores…

El prohombre fascista, desde su coche, miraba a uno y a otro lado y sonreía. Sin duda estaba acostumbrado al frenesí popular, pero parecía emocionado de veras.

Ezequiel pensó que tenía facha de general sudamericano sublevado. En todo caso, tratábase de un general vencedor… Se lo veía seguro de sí, ¡sobre todo cuando quienes lo aclamaban —y asaltaban su coche— eran mujeres! Bien, confirmábanse las sospechas de la camarada de Palamós. Ciano dirigía a las mujeres miradas de fuego…

Pero era el caso que lo asaltaban también ancianos y niños. Por lo que él, cada vez más eufórico, no cesaba de repetir: «Grazie tante!».

Cuando la Sección Femenina gerundense, al cabo de dos horas de espera, de pie bajo el sol de julio —Antonia Rosselló acabó desmayándose— vio el coche de Ciano llegar al extremo del paseo de Gracia, gritó también: «¡Arriba España!». «¡Arriba Italia!»; y cuando Ciano pasó delante del grupo y Marta se le acercó, puso el pie en el estribo del coche y le ofreció su ramo de flores, que había salvado milagrosamente de las vicisitudes del viaje, Pilar y todas las «gargantas azules» —frase de Mateo— de la provincia se convirtieron en clamor.

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