Ha estallado la paz (34 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Ha estallado la paz
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Ramón, el camarero del Café Nacional, contemplando, servilleta al hombro, aquel sosiego, recordaba más que nunca a Mallorca y tarareaba táctiles notas de Chopin.

Asiduos de esas tertulias solían ser, en una mesa, siempre la misma, el coronel Triguero, que ahora menudeaba sorprendentemente sus visitas a Gerona, y el capitán Sánchez Bravo, el hijo del general. En otra mesa, los sempiternos jugadores de ajedrez, algunos de los cuales habían soportado impávidos, durante la guerra, la apocalipsis de los bombardeos. Y en dos mesas juntas, ya tradicionalmente reservadas, Matías y sus amigos, que en aquellas semanas habían acordado trasladar sus reuniones a aquella hora, para poder dormir la siesta después de comer.

Los jugadores de ajedrez no veían nada. Pedían un café y, absortos en el tablero, a veces tardaban media hora en deshacer el envoltorio del terrón de azúcar.

El coronel Triguero y el capitán Sánchez Bravo, por el contrario, lo veían todo.

Aficionados al alcohol, pedían coñac, estiraban las piernas… y hablaban de negocios.

¿Qué negocios? Nadie lo sabía. Barajaban cifras y nombres raros. Si alguien pasaba cerca, se callaban. En alguna ocasión los camareros y el limpiabotas habían captado palabras sueltas: chatarra, subasta, Sociedad… ¿Qué diablos significaba aquello? El capitán Sánchez Bravo era el presidente del Gerona Club de Fútbol y faltaban pocas semanas para que empezara el campeonato. ¿Por qué no hablaban nunca de fútbol? Los limpiabotas de los cafés hacían muecas de escepticismo: «¡Estaría bueno que el presidente olvidara sus deberes para con la afición…!».

¿Y Matías y sus amigos? ¡Por fin parecían haber olvidado la política! Como si el calor de agosto hubiera arramblado con los discursos patrióticos y con los editoriales de
Amanecer
. Hablaban de puerilidades, aunque siempre con un poquito de picante.

Galindo, el solterón de Obras Públicas, empeñado en subir el sueldo de los peones camineros, aparte de preguntar por qué el Alcalde no organizaba en la Rambla sesiones de cine al aire libre, como según noticias había organizado en sus tiempos Cosme Vila, vivía obsesionado por las mujeres. Matías suponía que los ventiladores de su oficina estarían también averiados, como los de Telégrafos. Galindo negaba con la cabeza.

«Compréndame. Soy feo y cobro un sueldo de risa. Las mujeres no me hacen caso. ¡Y están tan buenas! ¿Qué puedo hacer yo? Ustedes están casados; pero un seguro servidor…»

Todos se mofaban de Galindo, pues sabían que era un mujeriego obstinado y militante.

Marcos, el gallego de Telégrafos, el hombre que se lamentaba de la falta de urinarios públicos en Gerona, afirmaba que por aquellas fechas era simultáneamente feliz y desgraciado. Feliz porque su calvicie absoluta, que tanto lo hacía sufrir normalmente, en aquella época del año era una bendición. «No sé cómo pueden ustedes soportar tanta pelambrera»; desgraciado, porque el calor le provocaba terribles diarreas, las cuales lo obligaban a continuar comprando sin cesar medicamentos, variando de farmacia para no llamar la atención. Galindo atribuía la dolencia de Marcos al miedo que tenía a que su mujer, la «guapetona Adela», la que quería alternar con las damas de la buena sociedad, le jugara una mala pasada. «Adela le trae a usted frito, Marcos, confiéselo… ¡Yo, en su lugar, no la perdería de vista…!». Eso último era un insulto, pero Marcos no reaccionaba. Era apocado. En casa, mientras Adela se contemplaba en el espejo —a menudo enteramente desnuda—, él se dedicaba a su colección de sellos de Ceilán y Madagascar. Se había especializado en esas dos islas, no sabía por qué.

Algunas noches Adela, que se aburría en casa, aparecía de pronto en la Rambla, en la tertulia. ¡Por todos los santos! Cada vez el sombrero de Matías se elevaba varios centímetros sobre su cabeza. Y cada vez Adela, sentándose a su lado, le decía: «¿Sabe usted, Matías, que su Ignacio es un picarón? Ayer me lo encontré y me piropeó como si yo tuviera veinte años…»

El otro contertulio, Carlos Grote, vivía feliz. Acostumbrado a las islas Canarias, en aquellas noches veraniegas se sentía como el pez en el agua. Cuando llegó a Gerona, en invierno, se consideró perdido; pero en agosto recobró la seguridad. Tenía mujer y tres hijos y, en su calidad de funcionario de la Delegación de Abastecimientos, disfrutaba de algunas ventajillas para nutrir la despensa. Era, por otra parte, el más chismoso y malpensado de la reunión. Siempre llegaba con la trompa llena de noticias… «La viuda esa, Oriol o como se llame, anda a la caza… ¡Y cobrará pieza! Al tiempo». «¿Les parece bien a ustedes eso de los Ejercicios Espirituales? Una semana encerrados, oyendo hablar del infierno. ¡Deberían prohibir ese numerito! Y el infierno debería estar también prohibido…» Galindo se ponía nervioso oyéndolo. «Basta, amigo canario… ¿Por qué no deja usted en paz a la gente y no nos cuenta aquel chiste de la sueca que hacía nudismo en Tenerife?».

* * *

Primer verano de posguerra. Agosto tórrido. Morían insectos en los faroles. Jaime, el «depurado», empujaba por las calles un carrito de helados marca
La Mariposa
. La idea de Esther, de fundar el Club de Tenis, prosperaba. La idea de «La Voz de Alerta», de fundar el Tiro de Pichón, prosperaba también. En las canteras próximas al cementerio había empezado a sonar, durante el día, el martilleo de los picapedreros, indicio de que los hermanos Costa, desde la cárcel y valiéndose de sus esposas, volvían a cuidar de sus negocios. En el restaurante del Puente de la Barca volvían a servir ranas y eran muchos los
gourmets
que se acercaban a los viveros y decían, señalando con el índice: «¡Ésa…! ¡Y esa otra también!».

La vida renacía y en consecuencia se oyó de nuevo la palabra «veraneo». La gente pensó como antaño en el placer del mar. Sin embargo, era todo tan reciente que fueron muy pocas las familias que pudieron tomarse unas vacaciones y trasladarse al litoral. El notario Noguer y su esposa alquilaron una casa en el pueblo de Calella. Manolo y Esther se fueron, con sus dos hijos, a San Antonio de Calonge porque les habían dicho que las puestas de sol en la bahía de Palamós eran una maravilla y porque Manolo no abriría su bufete particular hasta octubre. Varios concejales, que súbitamente habían salido del anónimo, se fueron con los suyos a
La Escala
, donde alquilaron barcas, y compraron flotadores y cañas de pescar. Apenas nadie más se ausentó de Gerona; y circulaban muy pocos automóviles.

Pero he ahí que «alguien» salió, volviendo a su antigua costumbre, de la ciudad —en este caso, la ciudad de Barcelona—, y se instaló en San Feliu de Guixols: Ana María y sus padres. Ignacio recibió de Ana María una postal fechada en aquel pueblo costero tan preñado de recuerdos. «A ver si un día tomas el tren y vienes a verme —le decía la muchacha de los moñitos uno a cada lado—. Me encontrarás en la playa que tú sabes, la de San Telmo, tumbada al sol; o sentada en alguna barca, leyendo. Mi padre no ha recuperado todavía su balandro de antes de la guerra; pero me ha comprado otro balón azul… Y el mar está donde siempre, respirando».

Ignacio se pasó unos minutos con la postal en la mano. Marta lo estaba esperando.

Sintió la necesidad imperiosa de acudir a la cita de Ana María. La letra de la muchacha era grande, preciosa, de «colegio de pago».

Lo malo era que el coronel Triguero lo tenía amarrado en Fronteras. Continuaba con sus viajes a Figueras y a Perpignan, e inmerso, solitariamente, en el mundo de los exilados y sus problemas. No había vuelto a ver a Canela. ¿Para qué? Pero continuaba ocupándose de los que morían en los hospitales franceses, de las mujeres que esperaban en la carretera el regreso de su «hombre» y seguía trayendo para España, en cada viaje, un montón de cartas, que de este modo salvaban la censura, puesto que Ignacio las echaba en cualquier buzón de Figueras o Gerona.

Habló con el coronel Triguero y éste, que rebosaba buen humor, le dijo: «La semana próxima tómate un par de días de vacaciones y vete donde quieras a remojarte el trasero. Pero llévate albornoz, porque tengo entendido que hay guardias civiles custodiando las playas».

Era cierto. La requisitoria del señor obispo sobre la moralidad en la costa había traído consigo ese bando del Gobernador. Parejas de guardias, fusil al hombro, se turnaban vigilando. Había que enfundarse el albornoz nada más salir del agua, bajo pena de multa a la primera infracción y de expulsión en caso de reincidencia. Así, pues, en la postal que Ignacio escribió a Ana María le puso: «Espérame el día 12. Pero procura tener sobornados a los guardias, porque mi deseo es ver el color de tu piel».

Llegó el día 12. Ignacio se dispuso a emprender el viaje a San Feliu de Guixols. La excusa que inventó para justificarse con Marta y con la familia, fue: deseaba visitar el campamento de verano que Mateo había instalado allí para los muchachos de las Organizaciones Juveniles. «Me apetece conocer aquello —dijo—. Ver a Mateo y a sus soldaditos de plomo». Uno de esos soldaditos era el pequeño Eloy.

Todo el mundo lo estimó natural e Ignacio subió al tren soñoliento que enlazaba Gerona con el pueblo costero.

El trayecto, que había de durar dos horas cumplidas, le dio tiempo a pensar mucho.

Primero se acordó del verano de 1933, durante el cual David y Olga reunieron en San Feliu de Guixols a sus alumnos —embrionaria anticipación del Campamento de Verano organizado ahora por Falange—, lo que le permitió a él conocer a Ana María. La imagen de Olga en bañador, saliendo del agua como una diosa, se le clavó de nuevo en la mente con un relieve inusitado: los cabellos alisados, el cuerpo color de aceituna. Al verla, Ignacio se había estremecido como pocas veces en su vida. Se acordó también de que David y Olga hicieron cuanto pudieron, en aquella Colonia, para convencer a sus alumnos de que el alma no era inmortal. ¿Con qué resultado? El alma seguía siendo inmortal y ahora los maestros, según la carta de Julio García, se encontraban exilados en Méjico, editando libros —¿qué clase de libros?— y probablemente echando de menos la humilde escuela de la calle de la Rutila y los acantilados de la Costa Brava.

Luego Ignacio pensó en lo que Gaspar Ley, el flamante director del Banco Arús en Gerona, le había dicho del padre de Ana María, cuando el muchacho fue a la oficina a reclamar sus haberes. ¿Por qué le incomodaba tanto a Ignacio que Gaspar lo llamara ahora don Rosendo y dijera de él que era «importante» y «algo tremendo»? Sin duda gracias a ello Ana María podía ahora tumbarse al sol en San Feliu de Guixols.

Luego, pensó en Ana María. ¿Qué sentía por la muchacha? Lo ignoraba… En realidad, aparte las postales suyas recibidas, los dos últimos recuerdos que tenía de la chica eran de signo contrario. Uno, el cálido beso que le dio al marcharse él con Moncho a Madrid, a incorporarse al Hospital Pasteur; otro, el anatema con que ella lo fustigó al enterarse, por boca del malogrado mosén Francisco, de la existencia de Marta.

La muchacha le dijo, en aquella ocasión: «Has jugado conmigo de una manera innoble».

La frase parecía zanjar el asunto. Pero Ignacio, ahora, mientras el soñoliento tren iba acercándose a su destino, cruzando por entre los dilatados campos que hacían presentir el mar, tuvo la secreta intuición de que Ana María seguía queriéndolo y de que la suerte de todo aquello, ¡pese a Marta!, no estaba echada.

Los hechos le dieron la razón. Ignacio llego a San Feliu de Guixols a media mañana y se dirigió raudo a la playa de San Telmo. No vio el balandro en el agua, porque no existía; pero vio el balón azul. Y a su lado, ¡tapada con albornoz!, pero hecha también «una diosa», a Ana María… Y la alegría de ésta al reconocer al muchacho se le contagió como a veces en un banco de peces se contagia el pánico o el afán de emigrar.

—¡Ignacio! Creí que no venías…

—¿Qué estás diciendo? ¿No te lo escribí?

—¡Ah, Ignacio, qué contenta estoy…!

Ignacio esta vez no había llegado allí cruzando por debajo del agua la valla que acotaba la zona de pago. Había llegado por el paseo del Mar, con americana, pantalones y zapatos. Sintióse tan ridículo vestido de aquella manera bajo el sol abrasador, que le dijo a la muchacha: «Perdona. Voy a desvestirme y vuelvo». Alquiló una caseta y a poco reapareció enfundado también en el albornoz reglamentario, albornoz rojo, largo hasta los pies, que tampoco lo favorecía demasiado.

—¿Dónde está tu padre?

—Se ha ido a pescar al rompeolas.

—¿Y tu madre?

—Se fue con él.

A Ignacio lo alegró indeciblemente que Ana María se encontrase sola. Se sentó a su lado en la arena, bajo un techo de cañas. Al sentarse le asomaron las piernas, blanquísimas, y se sintió ridículo de nuevo. Pero se olvidó de ellas. Vio a su lado el balón azul, lo acarició… y los dos muchachos se pusieron a charlar.

Ana María, siguiendo su costumbre, se interesó al momento por la familia de Ignacio. «¿Qué tal en tu casa? ¿Están bien? ¿No hay novedades? ¿Qué hace Pilar?».

Ignacio le dio los detalles precisos.

—Todos bien… ¡En fin! Aparte lo de César, no podemos quejarnos.

Ana María asintió.

—¿Sigue tu padre en Telégrafos?

—Sí. Con su bata gris… —Ignacio añadió, sonriendo—: Pero al salir se pone el sombrero.

Ana María trazaba con los pies nombres imaginarios en la arena. De vez en cuando se volvía hacia Ignacio y lo miraba con fijeza a los ojos.

—¿Y Pilar? Cuéntame detalles…

—Pues Pilar está hecha un bombón. Un bombón falangista, claro…

Ana María formó una O con los dedos pulgar e índice, como si fuera a decir:
Okey
.

Luego comentó:

—¿Sigue con tu amigo, con Mateo?

Ignacio se sorprendió de que Ana María se acordase del nombre de éste, y contestó:

—¡Ah, claro! Eso es cosa hecha.

Ignacio estimó entonces indispensable corresponder con Ana María y la preguntó por los suyos. Le dijo que ya sabía de ellos por Gaspar Ley, pero en realidad la conversación con éste había sido breve.

—¿No se resentirá tu padre de su estancia en la cárcel? ¿No estará enfermo o algo así?

Ana María protestó con energía, confirmando con ello los informes de Gaspar.

—¿Enfermo él? ¡No! En plena forma… —La muchacha añadió—: ¡Hasta qué punto! —Y miró el rompeolas, como si desde el lugar en que se encontraban pudiera reconocer la silueta de don Rosendo.

Ignacio, simulando la mayor naturalidad, preguntó:

—¿A qué se dedica ahora tu padre?

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