Ha estallado la paz (29 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Ha estallado la paz
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Matías llegó a Bilbao sin avisar y se presentó de improviso en el taller de la abuela Mati. Era media mañana. Los encontró a todos empaquetando muñecas, a excepción de Jaime, que estaba en cama todavía, pues a la noche salía muy tarde del Frontón Gurrea.

—¿Qué, cómo ha ido?

Matías encontró a Carmen Elgazu extraordinariamente pálida y con ojeras. Carmen se hizo la tonta, no quiso decirle que de un tiempo a esta parte venía notando punzadas en el vientre, pues ella lo atribuía a achaques naturales a su edad.

Matías contestó a su anterior pregunta.

—Pues… regular. Me alegro de que no vinieses.

Carmen Elgazu lo miró, interrogante.

—¿Tienen trabajo?

—Difícil… Paz se irá a Madrid, a probar fortuna.

—¿A probar fortuna?

—La verdad es que no creo que esté ahí la solución —añadió Matías—. De modo que… hay problema.

Carmen Elgazu vio preocupado a Matías y se preocupó a su vez.

—¿Y qué crees tú que se puede hacer?

—No sé…

—¿Cómo es Conchi?

Matías hizo un gesto ambiguo. Y acto seguido dio a entender que si Paz fracasaba en Madrid habría que echarles una mano. «Les he dicho que no les abandonaríamos, que llevan nuestro apellido».

Carmen Elgazu lo miró.

—Bien… Pues, llegado el caso, hacemos lo necesario, ¿no te parece?

—No queda más remedio.

Matías hubiera deseado que Carmen fuese más expresiva, pero comprendió que no podía forzarla a ello. Entonces miró por enésima vez el retrato del abuelo, Víctor Elgazu Letamendía. Había algo duro en él. Debió de ser un hombre de filias y de fobias.

Pero la escena terminó ahí, pues la abuela Mati, en aquel momento, entró en el taller y viendo que las muchachas que ayudaban a Josefa y a Mirentxu se habían traído consigo un montón de tebeos, golpeó el suelo con el bastón y barbotó: «¡Majaderías!».

Matías, oyéndola, se olvidó de Burgos y sonrió.

Capítulo XIV

Confirmóse que el conde Galeazzo Ciano, Ministro de Asuntos Exteriores del Gobierno fascista italiano y yerno de Mussolini, llegaría a Barcelona el día 10 de julio.

La consigna de Madrid fue: «El recibimiento ha de ser apoteósico».

Mateo puso manos a la obra y desencadenó un alud de propaganda como no se recordaba otro igual. «¡Todo el mundo a Barcelona! ¡Gerona ha de dar ejemplo! ¡Hay que llenar dos trenes especiales y todos los autocares que hagan falta!».

Pronto se vio que la provincia respondería, como siempre, a la llamada.

Continuamente llegaban a Falange inscripciones de los pueblos. Al propio tiempo, en la Sección Femenina se confeccionaban escudos e insignias con los retratos de Franco, de Mussolini y de Hitler y se preparaban ramos de flores, uno de los cuales sería entregado personalmente por Marta al conde Ciano. Los chicos de las Organizaciones Juveniles se calaron la boina roja y ensayaron varias veces los himnos de rigor, sobre todo «Cara al Sol» y «Giovinezza». En cuanto al Gobernador Civil, camarada Dávila, publicó un mensaje en
Amanecer
que terminaba diciendo: «Será una jornada histórica».

Llegó la jornada histórica. Las altas jerarquías emprendieron temprano el viaje, en dos coches oficiales —el del Gobernador y el de Mateo—, con temblorosas banderitas en el radiador. La enfervorizada masa salió más temprano aún, acomodada en varios autocares y, por supuesto, en dos trenes especiales, la mayor parte de cuyos vagones, por obvios motivos de escasez de material, eran de ganado. Marta, dando ejemplo, quiso ir con sus subordinadas en uno de esos vagones, acompañada por Pilar, por Asunción, por las delegadas locales de algunos pueblos y por las hermanas Rosselló. Vagón asfixiante, que olía a cordero, pero en el que todo serían canciones y buen humor.

En el coche del Gobernador, que conducía el camarada Rosselló, iban nada menos que el doctor Chaos, el profesor Civil y «La Voz de Alerta». En el coche de Mateo iban José Luis Martínez de Soria, Jorge de Batlle, el capitán Sánchez Bravo, ¡y mosén Falcó, en representación del señor obispo! Ignacio, por esa vez, no estaría presente en el patriótico acto… La víspera se había trasladado a Perpignan, en compañía del coronel Triguero.

El Gobernador, cuyo potente coche se despegó en seguida —Mateo, a la salida de Gerona, al verlo salir zumbando, sacó la mano por la ventanilla y dijo «abur»— se sentó como solía hacerlo: echando el estómago para atrás, al objeto de reforzar sus músculos abdominales.

No era casual que los ocupantes del coche del Gobernador fueran precisamente los citados. Uno de los ejercicios favoritos del camarada Dávila era éste: reunir, en lo posible, a unas cuantas personas inteligentes, con las que poder dialogar sobre lo divino y lo humano.

En tal ocasión no cabía la menor duda de que se despacharía a gusto. ¡«La Voz de Alerta»! ¡El doctor Chaos! ¡El profesor Civil! En conjunto, representaban un importante sector de la intelectualidad gerundense, aunque cada cual a su modo. «La Voz de Alerta» era el énfasis, no exento de precisión; el doctor Chaos, la agudeza, con un punto de crueldad; el profesor Civil, la voz de la experiencia.

El Gobernador se sentía tan a sus anchas, que empezó repartiendo suspiros de satisfacción y caramelos de eucalipto. «¿No vamos todos a Barcelona a aplaudir al conde Ciano? ¡El eucalipto, si no estoy mal informado, simboliza precisamente la gratitud!». Todos aceptaron con agrado, excepto Miguel Rosselló, que dijo: «Perdona, pero esos dichosos caramelos huelen a demonios».

Sí, tal vez el camarada Rosselló iba a constituir la nota violenta. Se le veía concentrado en el volante. Desde que su padre había sido juzgado, continuaba cumpliendo con sus obligaciones, pero no hablaba apenas y si lo hacía era con acritud.

Por otra parte, la mañana se alzaba gloriosa en la carretera y en los campos, y resultaba difícil sustraerse al encantamiento. Algunos pueblos habían repuesto ya las campanas en la torre de la iglesia y los árboles del trayecto decían, una letra en cada árbol: «Gibraltar para España». El camarada Rosselló usaba guantes para conducir, pese al calor. Había comprobado que sin ellos las manos le resbalaban. Y por supuesto, estimaba que fumar conduciendo era también peligroso. De modo que avanzaba prietos los labios, sólo emitiendo de tarde en tarde algún que otro silbido.

Llegados a Fornells de la Selva, el Gobernador optó por empezar a hablar de lo humano. Se dirigió al profesor Civil y le preguntó por su esposa, a la que más de una docena de veces había prometido visitar.

—Profesor, si no es indiscreción, ¿cuál es exactamente la enfermedad que aqueja a su esposa?

El profesor Civil tosió, como si la pregunta lo hubiera azorado.

—¡Bueno! Mi esposa… pasó mucha hambre. Es difícil explicar lo que le ocurre. Pero el doctor Chaos me ha dado esperanzas. Me ha dicho que se pondrá bien.

El doctor Chaos asintió con la cabeza.

—¡Claro que se pondrá bien! No es nada grave.

El Gobernador le preguntó luego si era cierto que, durante su estancia en la cárcel, en período «rojo», grababa con la uña «cruces» en la pared encalada.

—Pues sí… —aceptó el profesor—. Era un truco corriente… Grabar esas cruces nos servía de consuelo y contra ellas los milicianos no podían hacer nada.

El Gobernador observó que el profesor Civil llevaba todavía larga, sin recortar, la uña del pulgar, como algunos taponeros. Intervino «La Voz de Alerta».

—¿Sabe usted, profesor, la suerte que han corrido esas cruces que usted marcó?

—No… ¿Qué ha pasado?

—Los detenidos del Seminario han rectificado sus extremidades y las han convertido en hoces y martillos… Naturalmente, utilizando también las uñas.

El profesor Civil se quedó estupefacto. El doctor Chaos contrajo la frente y, al hacerlo, su boca tomó la desagradable forma de un piñón.

El doctor Chaos aprovechó la ocasión para comentar, en tono más bien jocoso, que los españoles eran agresivos por naturaleza. «Durante la guerra se lanzaron más “mueras” que “vivas” y, según los observadores militares extranjeros, nuestros soldados demostraron ser mejores atacando que defendiendo».

El Gobernador, a quien se le había metido en la cabeza la desazonante idea de que su hijo Pablito hacía algunos gestos idénticos al doctor Chaos, dijo:

—Serían observadores ingleses o franceses, supongo…

El doctor Chaos miró con aire divertido a su interlocutor. En ese preciso instante cruzó veloz, casi rozándolos, un camión, y el camarada Rosselló, asomando la cabeza por la ventanilla, gritó: «¡So bruto! ¡Carcamal!». El exabrupto del muchacho fue tan espontáneo que el doctor Chaos miró a todos como diciendo: «Huelgan comentarios».

«La Voz de Alerta» se quitó las gafas de montura de oro y limpió los cristales con una gamuza que llevaba a propósito.

—Mi criada, Montse —explicó, imprimiendo al diálogo un viraje inesperado—, define muy bien eso de la agresividad. Cuando una persona le desagrada, dice: «Nada más verla, me entran dolores aquí». Y se toca el vientre.

El doctor Chaos soltó una carcajada. Miró a «La Voz de Alerta».

—Amigo mío, ¿puedo preguntarle si siente usted con frecuencia dolores en el vientre?

«La Voz de Alerta» se puso con calma las gafas y con calma devolvió la mirada al doctor.

—Pues sí… —aceptó. Y seguidamente, plagiándolo, repitió—: ¿Cómo lo ha adivinado usted?

El doctor Chaos volvió a encogerse de hombros.

—Uno de los deberes de todo médico es diagnosticar con rapidez.

Aquel peloteo hacía las delicias del Gobernador. ¡Oh, sí, el viaje iba siendo tal y como lo imaginó! Lástima que la anormalidad sexual del doctor Chaos le resultara ahora tan evidente. Sin embargo, ¿por qué tomárselo a la tremenda? Recordó las palabras de María del Mar, su esposa, al enterarse de ello. María del Mar lo encontró divertido. «Conque, ésas tenemos, ¿eh? Deberías organizarle un cursillo en la Sección Femenina».

—Doctor Chaos —intervino el Gobernador, sacando su tubo de inhalaciones—, puestos a diagnosticar con rapidez, ¿a qué atribuiría usted que el conde Ciano, en su último viaje a Berlín, se resistiera a cuadrarse ante la estatua del
Hombre Alemán
desnudo?

El doctor Chaos sonrió. Sonrió con naturalidad extrema.

—Muy sencillo —contestó—. Complejo de inferioridad…

—¿De inferioridad? ¿Por qué?

—El conde Ciano, como buen meridional, es bajito…

Llegados al pueblo de Arenys de Mar, coincidieron con una concentración de autocares que se dirigían también a Barcelona a esperar al conde Ciano. Ello y el enorme lienzo que cruzaba de parte a parte la carretera y que decía: «¡Viva Franco! ¡Viva Mussolini! ¡Viva Ciano!» —los «muera» no aparecían por ninguna parte— hizo que los cinco viajeros se enfrascaran en un apasionado diálogo en torno al tema del día: los sistemas totalitarios. De hecho, cada uno hizo algo así como una declaración de principios.

Fue el Gobernador quien abrió el debate, mostrándose, por supuesto, enteramente identificado lo mismo con el mecanismo de la Italia fascista que con el de la Alemania nazi. «Algo tendrán, ¿verdad? Progresan a un ritmo históricamente desconocido hasta ahora».

En su opinión, una de las aportaciones más destacables de estos sistemas era lo que sus adversarios llamaban «politizar» la cultura, pero que él definía como «elevar las cosas que afectaban a la Patria al nivel que pudieran tener las Matemáticas, la Gimnasia o la Química».

—¿Es que la cultura ha de ser neutra? Yo opino que no. Me parece muy bien que se enseñe a los chicos dónde está el Ganges y que amor se escribe sin hache; pero al propio tiempo hay que enseñarles lo que la Patria ha sido y, sobre todo, lo que ha de ser. Los pintores antiguos pintaban para la Corte, como muy bien sabe nuestro querido alcalde, ¡y no lo hacían del todo mal! De modo que me parece perfecto que se inculque al pueblo algo más que conocimientos. Por encima de éstos, hay que darle una fe. Aunque ello obligue a prescindir de algún que otro nombre como Voltaire…

—No se trata de instruir, sino de educar —remachó, inesperadamente, Miguel Rosselló.

El Gobernador le miró, sorprendido.

—Tú lo has dicho.

Sí, el camarada Rosselló acababa de romper su obsesivo silencio. ¿Qué le había ocurrido? Tal vez se estuviera cansando de pasarse los días meditando rencores. Tal vez el pensar que vería al conde Ciano le hizo olvidar el Penal. Como fuere, después de declarar, con rotundidad que asombró a todos, que Voltaire le caía gordo, ciñéndose a sus aficiones dedicó una parrafada a los coches de carrera que, a las órdenes de Mussolini, fabricaban los italianos.

—Son los más seguros, los de línea más estilizada y, desde luego, los más veloces —afirmó—. Me pregunto si ello no significa que Italia está dispuesta a llegar muy lejos.

El Gobernador miró de nuevo a su secretario, como se mira a un chaval ingenuo y travieso, y prosiguió diciendo que otra de las aportaciones totalitarias dignas de mención era el mantenimiento del orden público. El concepto no era nuevo —él mismo lo había repetido hasta la saciedad—, pero tenía una vigencia trascendental. Las democracias, con su falsa noción de la libertad, invitaban a la masa a transgredir la ley y a alborotar las calles; a alborotarlas frecuentemente con disparos. «Si creemos que todo el mundo tiene derecho a utilizar armas, estamos perdidos. Se empieza por cazar pájaros y se termina cazando a las madres que llevan sus hijos al parque». Mantener la disciplina, el sentido jerárquico, y someter los instintos del pueblo, a la larga creaba un sentimiento de solidaridad apto para cualquier empresa de alta temperatura. El pueblo abandonado a sí mismo desembocaba fatalmente, como quedó demostrado en España, en lo irracional. Aparecían pañuelos rojos, extraños casquetes y se entronizaba el amor libre. Mussolini, a base de policías, estaba a punto de acabar con los bandidos sicilianos y Hitler había conseguido que en Alemania transcurrieran días e incluso semanas sin apenas asesinatos y robos.

—Todo esto es primordial, ¿no les parece? Todos los pueblos necesitan un Moisés que baje del monte con las Tablas de la Ley.

La argumentación del Gobernador parecía convincente y se produjo en el coche un consenso general. ¡La experiencia «republicana» había sido tan catastrófica!

«La Voz de Alerta» fue quien con mayor entusiasmo se adhirió a las manifestaciones del Gobernador. Por algo él luchaba en Gerona para desterrar de las calles «el imperio de las alpargatas». Pero había algo más: los Estados totalitarios creaban grandeza, y este hecho no podía menos de gustar a un hombre de su talante, admirador del Renacimiento. Hitler poseía el sentido de lo colosal, ello no podía negarse; y en cuanto a Mussolini, no le iba en zaga. El atildado alcalde pudo comprobar esa realidad al huir de la zona «roja» y pasar por Italia. El fascismo estaba edificando en Roma un estadio enteramente de mármol; sustituía por autopistas los caminos de cario; saneaba las zonas palúdicas, ¡y repoblaba incluso de árboles los Apeninos, puesto que Mussolini se había propuesto enfriar un poco el clima del país, por estimar que el calor excesivo invitaba a la pereza! A eso podía llamarse atacar lo fundamental. Y era muy cierto que cinco años de reinado de la plebe no le habían dado a España ni un solo monumento digno de mención, porque las democracias se entretenían en pequeñeces. De acuerdo, pues, con el Gobernador. Se necesitaba un Moisés. Por eso él era monárquico y por eso en el fondo se identificaba mejor con el fascismo italiano que con el nacionalsocialismo alemán, habida cuenta de que aquél había sabido respetar la monarquía. Porque era preciso no olvidar un aspecto de la cuestión: ese Moisés, tan necesario, debía tener «casta»… Los Reyes Católicos la tenían, y descubrieron América. ¿Podía improvisarse la casta? Tal vez sí. A base de genialidad. No cabía duda de que el genio espontáneo existía; ejemplo, Napoleón, que surgió de la nada y que obligó a los arquitectos de París a ensanchar las avenidas confluyentes en
L'Etoile
hasta cien metros, lo que por entonces parecía una barbaridad.

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