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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (25 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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—Lo sé, profesor. Pero él no hace más que obedecer. Yo, en cambio, participo en los procesos y me siento responsable…

—¿Por qué? Haces lo que puedes, ¿no?

—No lo sé…

—Me consta que has conseguido más de una absolución.

—Exactamente, dos.

—¿Te parece poco?

—¡Bah! Las sentencias son absolutamente arbitrarias. El mismo delito igual puede ser castigado con seis años que con doce años.

—Es muy natural.

—¿Natural?

—Claro… La arbitrariedad forma parte del juego. Cuando se juzga con impunidad, cualquier factor puede variar la sentencia. La prisa del Tribunal; una buena o mala digestión; si el día está nublado o hace calor…

Manolo se servía más coñac y se lo tomaba de un sorbo.

Diálogos agobiantes… Diálogos que acababan siempre con una alusión a la indiferencia que, pese a la gravedad del asunto, mostraba la población gerundense por lo que sucedía en Auditoría y en el cementerio. Sí, Manolo había comprobado que la gente se desentendía por completo del tema, lo mismo que se desentendía de lo que pudiera pasarles a los exilados. ¡La historia de siempre! Los vencidos formaban un mundo aparte, virtualmente sepultado.

También ahí el profesor Civil intervenía con precisión.

—Eso es también natural… Cuando las personas han sufrido con exceso o tienen miedo, rehuyen los problemas ajenos, los simplifican. Las guerras son el invierno, ¿comprendes, Manolo?

—Sí, claro…

No podía decirse que Manolo saliera del hogar del profesor Civil con el problema resuelto. Ni siquiera se sentía confortado. Pero por lo menos recababa fuerzas para callarse en público por espacio de dos o tres días.

Lo malo era que al regresar a su casa sus hijos volvían a preguntarle: «Papá, ¿cuándo volverás a llevarnos a hombros?». Lo contrario de lo que ocurría en casa del profesor Civil. Allí, en cuanto Manolo había salido, el profesor se dirigía al cuarto de su esposa. Y ésta, que desde la cama no se había perdido una sílaba de la conversación sostenida por los dos hombres, le reprendía cariñosamente:

—¿Por qué le has dicho que en cuanto una persona ha sufrido con exceso se desentiende de los demás? Tú has sufrido mucho y me cuidas que es un primor.

* * *

El profesor Civil estaba en lo cierto: la arbitrariedad era la nota descollante de los juicios sumarísimos. Pero ello no podía aplicarse exclusivamente a las personas que integraban el Tribunal. Eran también arbitrarios los fiscales, los testigos de cargo… y los propios acusados.

¡Cuántas reacciones imprevisibles! Sin ir más lejos, ahí estaba el caso de José Luis Martínez de Soria, hermano de Marta, que solía ejercer de «acusador». No era de ningún modo, como Manolo suponía, una máquina automática, implacable. Precisamente el muchacho se dejaba influir por elementos tan inefables como la simpatía o la antipatía, lo que lo afianzaba más que nunca en sus creencias sobre el aleteo de Satanás en torno al espíritu de los hombres. Para citar un ejemplo, el muchacho no olvidaría nunca lo que le ocurrió en el transcurso del juicio celebrado contra una bellísima muchacha llamada Elena, del pueblo de La Bisbal. Viéndola en el banquillo, fue tal su estremecimiento, que sobre la marcha escamoteó más de la mitad de los cargos que había acumulado contra ella. Y le salvó la vida. Ahora el recuerdo de Elena consolaba a José Luis más de una noche, lo reconciliaba consigo mismo y cada vez que se confesaba con el padre Forteza, tenía que morderse la lengua para no suplicarle al jesuita que, cuando visitara la cárcel de mujeres, le explicara a la chica lo que por ella había hecho.

Algo parecido podía decirse de los testigos de cargo. ¿Por qué algunos de ellos, inesperadamente, en el momento de la verdad, se sentían invadidos por una oleada de compasión y declaraban en favor del acusado? Todo el mundo recordaba al respecto lo que le ocurrió a la viuda de un propietario asesinado en el pueblo de Vidreras. La mujer había sido citada para que, por mero formulismo, identificara a uno de los milicianos que habían participado en la detención y asesinato de su marido. La mujer lo reconoció en el acto, con sólo verlo. Sí, era él. Aquel hombre estuvo en su casa, una noche de luna.

En la Sala se hizo un silencio que bien podía llamarse, por esa vez, sepulcral. Pues bien, la viuda, súbitamente incitada por algo superior al resentimiento, de improviso, musitó, con voz apenas audible: «No, no conozco a este hombre». El Tribunal se quedó estupefacto y el reo, que al principio abrió desmesuradamente los ojos, de pronto rompió a llorar de forma desgarrada. Luego, la viuda, de regreso al pueblo, declaró: «¿Quién soy yo para condenar a muerte a alguien?».

¿Y los acusados?… Los había que entraban en la Sala temblando, absolutamente derrotados, y que luego, a medida que iban escuchando el pliego de cargos, iban serenándose y acababan oyendo la sentencia con una sonrisa casi irónica. Por el contrario, otros, de apostura desafiante, de pronto empezaban a palidecer y al final sufrían un desmayo o se humillaban desesperados pidiendo perdón.

Alguien creía saber que los acusados más valientes acostumbraban a ser los del litoral, muy por encima de los de montaña. ¿Sería ello cierto? ¿El yodo del mar infundiría valor a los hombres? ¿Y sería cierto que las mujeres demostraban, por lo general, mayor entereza?

Secretos del corazón humano, que tal vez el doctor Chaos, si se le daba otra oportunidad, revelaría en alguna de sus charlas…

A lo largo del mes de junio fueron juzgadas varias personas muy conocidas en la ciudad.

La primera de ellas, el coronel Muñoz, el cual al finalizar la contienda se encontraba en una fonducha de Alicante, dudando entre pegarse o no pegarse un tiro. El coronel fue localizado en esa fonda, identificado y enviado a Gerona, donde se le juzgó —a puerta cerrada, puesto que pertenecía a la Masonería— una mañana de nubes bajas… Dada su condición de militar que boicoteó el Alzamiento, no disfrutó de ninguna eximente, únicamente fue informado de que «si denunciaba a otro masón que no figurase en el fichero» ello podría servirle de atenuante. El coronel Muñoz no tomó en consideración la propuesta y fue condenado a muerte y ejecutado. Su muerte fue poco ruidosa. De hecho, apenas si se enteraron de ella media docena de gerundenses. El hombre, gris a pesar de todo, había sido olvidado.

La segunda persona juzgada fue Alfonso Reyes, el ex cajero del Banco Arús. Ahí la sorpresa fue mayúscula. El hombre estaba convencido de que el fiscal de turno, un teniente llamado Barroso, no podía acusarlo sino de haber pertenecido a Izquierda Republicana y de haber levantado el puño con ocasión de algún desfile. Y se equivocó.

Alguien, no se sabía quién, le había denunciado como participante en la quema de varias iglesias y como delator de varias personas derechistas, entre ellas, el señor Corbeta, que murió fusilado al lado de César.

Alfonso Reyes protestó e Ignacio, que había solicitado testimoniar en favor de su amigo, hizo cuanto pudo para poder entrar en la Sala. Hubiera querido decir: «Todo eso es falso. Le conozco bien. Tenía sus ideas, pero no denunció a nadie ni quemó ninguna iglesia. Y a mí me favoreció. Era simplemente de Izquierda Republicana».

Ignacio no consiguió entrar… Y el defensor de oficio se limitó, según la costumbre citada por Manolo, a levantarse y a decir: «Pido para el acusado la máxima clemencia».

El Tribunal condenó al amigo de Ignacio ¡a la pena de veinte años y un día!, a cumplir en la penitenciaría de Alcalá de Henares, donde, según noticias, los reclusos se dedicaban a tallar cruces de madera con destino a las escuelas.

La mujer de Alfonso Reyes, también en la cárcel, quedó anonadada. En cuanto al hijo de ambos, Félix, recogido en Auxilio Social, después de llorar inconsolablemente, le preguntó al profesor Civil: «¿Y ahora qué voy a hacer?». El profesor le contestó: «No te preocupes. Cuidaremos de ti».

El tercer juicio, el más popular de cuantos se celebraron en la ciudad, fue el de los hermanos Costa. Los hermanos Costa, confirmando los rumores que circulaban al respecto, decidieron regresar a España y saldar cuentas. En la frontera fueron esposados y luego conducidos a Gerona, entre dos guardias civiles. Gracias a las gestiones de sus mujeres y de «La Voz de Alerta» no ingresaron siquiera en el Seminario; permanecerían en Comisaría, en una habitación que se acondicionó ex profeso para ellos. Los hermanos Costa protestaron contra semejante deferencia. «¡Qué más da! Lo único que desearíamos es que nuestra causa se viera cuanto antes». Su petición, ¡cómo no!, fue atendida, contrariamente a lo que les ocurría a gran número de detenidos anónimos, que veían pasar las semanas sin que nadie pronunciara su nombre. Cuarenta y ocho horas después de su llegada, los hermanos Costa fueron llamados a presentarse en
Auditoría de Guerra
. «¡Vamos allá!», exclamaron a dúo. Y allá se fueron, con un aire tan pimpante que Mateo, que aquel día, acuciado por la curiosidad asistió al juicio, comentó: «No me extrañaría que de un momento a otro sacaran unos puros habanos e invitaran a los miembros del Tribunal».

El expediente de los ex diputados de Izquierda Republicana «llegaba al techo», con abundancia de fotografías en las que aparecían en tal o cual acto público al lado de Cosme Vila, del Responsable, de David y Olga… Por añadidura, se les imputaba no haber utilizado su influencia para impedir la acción criminal de los Comités —la «pasividad grave», de que se hizo mención— y que en el entierro de Porvenir se les oyera gritar: «¡Muera el fascismo!».

Por fortuna, en este caso la defensa, a cargo de un teniente llamado González, pudo demostrar que uno de los acusados había ocultado en su domicilio al mismísimo señor obispo; que el otro había ayudado a escapar de Barcelona a su cuñado, «La Voz de Alerta», hecho que éste confirmó; que en Francia ambos habían prestado valiosos servicios al Movimiento Nacional, a través del SIFNE, a las órdenes del notario Noguer, etcétera. El Tribunal, que excepcionalmente deliberó por espacio de dos horas, condenó a los hermanos Costa a seis años y un día. Los hermanos Costa, al escuchar la sentencia, se abrazaron. «¡Gracias, muchas gracias!», gritaron. Sus esposas lloraron de emoción, pues tan corta pena implicaba —en virtud de los previstos indultos— que pronto se encontrarían en la calle. En resumen, los hermanos Costa, que en Francia, con cambalaches de toda índole, habían amasado una fortuna comparable a la de Julio García, entraron en la cárcel casi triunfalmente, repartiendo palmadas amistosas a los demás detenidos y diciéndoles: «Pero ¿qué caras son ésas? ¡Habrá que animar esto un poco!».

La población gerundense, en este caso, reaccionó. Quien más quien menos sentía por los hermanos Costa una admiración imprecisa y contó de ellos alguna anécdota divertida.

El día 20 de junio tuvo lugar el último de los juicios que en aquellas semanas llamaron la atención. Juicio que se apartaba de lo corriente y que había de repercutir por vía indirecta en el porvenir de varias personas: el acusado era el doctor Rosselló.

El comisario Diéguez se había salido con la suya. Desde que llegó a Gerona entró en sospechas de que el doctor —miembro de la Logia Ovidio, especializado en abortos y cirujano que en el Hotel Ritz, de Madrid, convertido en Hospital durante la guerra, hizo lo posible para salvar la vida de Durruti— estaba escondido en la ciudad. También entró en sospecha de que el Gobernador Civil lo protegía. De modo que siguió indagando por su cuenta, en espera de la ocasión propicia.

Y la ocasión se presentó con motivo de un viaje que el camarada Dávila, acompañado de Miguel, su chófer y hombre de confianza, tuvo que realizar a la capital de España; uno de esos viajes oficiales que le hacían exclamar a María del Mar: «¡Pero no hay manera de que te quedes en casa tres días seguidos!». El comisario Diéguez consiguió la autorización necesaria para que dos agentes suyos registraran el domicilio del doctor. Las hijas de éste, Chelo y Antonia, palidecieron, se echaron a llorar y querían impedirles la entrada a los policías; pero fue inútil. Éstos actuaban legalmente y sorprendieron al doctor en su habitación, leyendo tranquilamente, en mangas de camisa,
Los miserables
, de Víctor Hugo.

Media hora después, el doctor Rosselló ingresaba en la cárcel, en el Seminario.

Miguel y el Gobernador fueron advertidos urgentemente de lo que ocurría y precipitaron su regreso a Gerona. Pero ¿qué podrían hacer? Los cargos contra el doctor eran determinantes, sin que nadie pudiese aportar, como en el caso de los hermanos Costa, una lista de servicios personales prestados por él en favor de la «Cruzada».

—Doctor Rosselló, ¿reconoce usted haber sido miembro de la Logia masónica instalada en la calle del Pavo, número 8, llamada Logia Ovidio?

—Sí, desde luego. Lo reconozco.

Aquello bastó para que el juicio se celebrara también a puerta cerrada.

Fueron horas de zozobra, pues existía el precedente de la sentencia dictada contra el coronel Muñoz. Por fortuna, el doctor no era militar. Y además, pesaron, en definitiva, los buenos auspicios del Gobernador y, sobre todo, los méritos de los hijos del acusado; de Miguel, vieja guardia falangista, y de sus hermanas, que tanto habían colaborado con Laura en el Socorro Blanco, durante la guerra.

En resumen, el doctor Rosselló salvó la vida. El Tribunal, después de aplazar por dos veces la sesión, dio a conocer su veredicto: treinta años y un día de reclusión, a cumplir en el penal del Puerto de Santa María. El doctor, al escuchar el fallo, pidió que lo mataran, que prefería la muerte; pero el Tribunal se ratificó en su decisión.

El traslado al penal se efectuó al día siguiente. Y como es obvio, los hijos del doctor, que en aquellos meses de convivencia habían llegado a quererlo de veras, al verlo subir al tren, esposado y escoltado, sintieron en la sangre un dolor profundo, tan profundo como el desprecio que les inspiró la actuación solapada del comisario Diéguez.

Por supuesto, el Gobernador hizo luego todo lo inimaginable por consolarlos, hablándoles, como era natural, de «los indultos posibles». Todo inútil. El camarada Rosselló barbotaba: «¡Treinta años y un día! ¿Es que mi padre es un criminal?». Chelo, que precisamente empezaba a salir con Jorge de Batlle, exclamaba, por su parte: «Esto es injusto, es injusto. ¡Mi padre es medico, un gran médico, y no hizo más que cumplir con una labor humanitaria!».

Con todo, la reacción más formal fue la de la menor de las dos hermanas, Antonia.

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