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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (77 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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Ahora había dejado el cortapapeles y jugueteaba con la pluma estilográfica que su padre le había regalado a principios de curso.

—¿Tantas cosas se olvidan, papá…?

Pablito habló en un tono enigmático. El Gobernador temió que verdaderamente Pablito sacara de aquel juego conclusiones exageradas.

—Hijo… Ya te lo advertí antes. Todos esos… datos acaban perdiendo importancia, según la profesión que luego se ejerce… Y si en un momento dado los necesitas, los encuentras en una Enciclopedia.

Pablito había arrugado el entrecejo.

—Pero… todo esto es cultura, ¿no?

—¡Cuidado! —replicó el Gobernador—. ¿Quién te ha dicho que saber quién fue Noab signifique cultura? Se puede ser un memorión y ser un ignorante de tomo y lomo…

Pablito escuchaba con suma atención.

—No acabo de verlo claro…

—A ver si acierto a explicarme —prosiguió el Gobernador—. Una cosa es aprenderse unas asignaturas —que es lo que se hace al estudiar el Bachillerato— y otro cosa es ser un hombre culto. Tener cultura… es tener sentido del mundo. Haber vivido… Conocer pronto a las gentes… La cultura no tiene nada que ver ni con las fechas ni con los prismas poligonales.

Pablito guardaba silencio. Por fin preguntó:

—¿Por qué no me pones un ejemplo que me explique la diferencia?

Al Gobernador le hubiera gustado en aquellos momentos fumar en pipa y que el humo se elevara en espiral.

—Muy fácil… Me has preguntado por el año exacto en que nació Miguel Ángel. Un hombre culto es el que al contemplar una estatua del artista siente que comprende lo que éste quiso expresar, el significado de la obra, aunque ignore la fecha en que Miguel Ángel nació.

Pablito respiró, un tanto aliviado. Por nada del mundo hubiera querido que su padre lo decepcionase. No obstante, la teoría de éste se le antojó un poco cómoda tal vez.

—Lo ideal sería conocer las dos cosas, ¿no papá?

El Gobernador estuvo a punto de contestar: «¡Ah, claro!», pero reaccionó interiormente y aclaró:

—Pues… te diré. Difícilmente las dos cosas van unidas. La gente instruida… acaba examinando en un Instituto. O trabajando en un laboratorio. O en una oficina… La gente culta va mucho más allá. Es la que crea algo, la que mueve el mundo… —el Gobernador añadió—: Junto con los artistas, claro…

Pablito continuaba sumamente interesado.

—En Gerona, por ejemplo… —preguntó—, ¿a quién llamarías tú una persona instruida y a quién una persona culta?

El Gobernador reflexionó.

—Una persona instruida… no sé. Supongo que tu profesor de Historia lo es. ¡Y nuestro querido Alcalde, por supuesto! Una persona culta…, pues el doctor Andújar. Y también lo son el doctor Chaos y el profesor Civil… ¡E incluso Mateo!

—¿Mateo?

—Sí. ¿Por qué pones esa cara? Mateo es culto. Supongo que ha olvidado también el número de obispos que se reunieron en Trento. Pero se ha formado… un concepto de la verdad, ¿comprendes?

Pablito, al oír esto, arrugó el entrecejo de nuevo. Y objetó:

—¿Un concepto de la verdad…? Supongo que hay hombres cultos que tienen de ella opiniones muy distintas. Estoy pensando en la religión. El doctor Chaos, del que has dicho que es culto, es ateo. En cambio, el doctor Andújar y el profesor Civil son muy religiosos…

El Gobernador explicó:

—Eso es natural. Yo no te dije que el hombre culto poseyera la verdad, sino que tiene un concepto de ella. De modo que tienes razón. Esos conceptos pueden ser no sólo distintos, sino incluso opuestos.

Pablito pareció inquietarse. Iba encogiéndose en la silla, achicándose.

—Entonces… ¿la cultura no garantiza estar en lo cierto?

—No.

—En ese caso, ¿para qué sirve?

—Para avanzar poco a poco… Para ir eliminando errores. Sirve, por ejemplo, para saber rectificar —el Gobernador sintió deseos de tomarse una taza de café…—. Por ejemplo, cuando esta guerra termine, se sabrá quiénes tuvieron razón: si ellos, los anglófilos, o nosotros, los que creemos en Alemania. Y se habrá avanzado un poco…

—Sin embargo, tú ya tienes una convicción. Y me has enseñado a mí a tenerla.

—Claro…

—¿Y estarías dispuesto a rectificar?

El Gobernador se hubiera puesto a gusto las gafas.

—Confío en que no será necesario…

A Pablito se le ocurrieron mil objeciones, sobre todo pensando en Manolo y Esther.

Manolo debía de ser también hombre culto, y deseaba que ganaran los ingleses. Se disponía a decir algo, pero de pronto advirtió que su padre le miraba con tal amor, con un amor tan inmenso, que se olvidó de las objeciones y le pareció comprender que aquello sí era una gran verdad. Una verdad que duraría toda la vida…

Se puso contento. ¡Cuánto tiempo hacía que no tenían ambos un diálogo así!

—¿Sabes lo que te digo? —añadió Pablito—. Que prefiero a los artistas. Tengo la impresión de que son los que avanzan con más rapidez.

—¿Lo dices porque tú escribes versos? —ironizó el Gobernador.

—No, no, nada de eso…

Pablito miró también a su padre con ironía. También lo quería mucho. No obstante, la tesis de éste planteaba, el grave problema que desasosegaba al muchacho, desde hacía tanto tiempo. Si nada era
a priori
verdaderamente seguro, el acto de gobernar, de ser «virrey», y no digamos el de imponer una doctrina determinada —so pena de castigar con multas… o con cárcel— era muy arriesgado.

Llegó a pensar que un hombre verdaderamente culto no se atrevería nunca a dar ninguna orden. Pablito se embarulló un poco y una vez más se sintió torturado al reflexionar sobre aquello.

—Papá…, ¿puedo hacerte una pregunta sin que te molestes?

—¡Claro, hijo! Para eso estoy aquí, charlando contigo…

—Un chico de mi edad, ¿qué ha de pensar de vosotros, los mayores? Del general, de Mateo… e incluso de ti. ¿Que habéis sido cultos?

—No sé a qué te refieres.

—Me refiero a que hicisteis una guerra… Y a que ahora hay otra guerra. Y la guerra es algo espantoso, aunque uno de los dos bandos defienda una verdad.

El Gobernador se puso serio.

—No es fácil contestarte, Pablito… Comprendo muy bien tu objeción. Pero hazte cargo de que la vida obliga a concretar. Si crees que una cosa es injusta, tienes que combatirla. Y en el mundo hay siempre cosas injustas… —El Gobernador, inesperadamente, se fijó en que su hijo, enfundado en el pijama, parecía todavía un niño, y ello lo enterneció—. Además… ¿no escribiste tú una especie de himno a José Antonio cuando su traslado a El Escorial? ¿Qué te impulsó a hacerlo? José Antonio había hablado de utilizar las pistolas…

Pablito se quedó desconcertado. Por un momento, admiró mucho a su padre.

—Yo creo que lo que me impresiona de José Antonio es que era un poeta… —dijo por fin.

—¡Pamplinas! —replicó el Gobernador—. Se expresaba poéticamente, pero era un pensador… Defendía una doctrina. La historia le dará la razón. Y ello demostrará… que fue un hombre culto.

Aquí terminó el diálogo, porque en ese momento entró, acicalada, María del Mar… con las zapatillas de su marido ¡y con una taza de café!

—¿Qué? —preguntó en tono dulce—. ¿Están de acuerdo padre e hijo?

El Gobernador, que casi le agradeció a María del Mar su interrupción, contestó:

—Desde luego.

Pablito rectificó su postura en la silla, sentándose con mayor seguridad, y habló mirando a su madre también con dulzura:

—Pues te diré… Me parece que sólo ha quedado claro que la Química es un tostón.

—¿Sólo eso? —protestó María del Mar, arrodillándose a los pies de su marido para quitarle los zapatos.

El Gobernador comentó:

—Pablito desearía que la vida fuera una multiplicación: dos por dos, cuatro, y ya está.

María del Mar movió la cabeza.

—Pues menudos chascos se va a llevar el hombrecito.

Pablito miró a su madre.

—Yo no he dicho que me gustaría que la vida fuera eso. Pero me preocupa, eso sí, darme cuenta de que nadie sabe lo que es.

María del Mar se levantó y miró a su hijo.

—Tu madre lo sabe… —dijo, con convicción.

—¡Ah!, ¿sí? Pues dímelo…

—La vida es amor. La vida es conseguir que la gente se ame.

—¿Lo estás viendo? —intervino el Gobernador, dirigiéndose a su hijo—. Tú ganas… Tu madre es también una artista.

Pablito miró al suelo. Marcó una pausa. Y por fin dijo:

—Lástima que tú no lo seas también.

Capítulo XLII

Los Alvear recibieron inesperadamente una carta de Julio García… fechada en Nueva York. El membrete ponía: «Hotel Lincoln. Quinta avenida». Era una carta bastante larga, en la que Julio explicaba a sus amigos, en un tono mucho más serio que de ordinario, que, debido a los bombardeos, Londres se había convertido en un horrible infierno, en vista de lo cual «él y su querida esposa, doña Amparo Campo, habían decidido cruzar el charco e instalarse en los Estados Unidos». Julio García terminaba la carta suplicándole a Matías que, a ser posible, le enviara por correo, de vez en cuando, el periódico
Amanecer
. Doña Amparo Campo, en una posdata, les confesaba que personalmente echaba mucho de menos a París, «ciudad que le había llegado al corazón».

A Matías e Ignacio, que llevaban meses sin noticias de José Alvear, como tampoco de David y Olga, les alegró saber que Julio García y doña Amparo estaban a salvo.

Ignacio, bromeando, aventuró la posibilidad de que Julio perfeccionara rápidamente su inglés y que, flanqueado por otros exilados importantes que, según noticias, rondaban la Casa Blanca, «acabase haciendo amistad con el propio Roosevelt».

Londres, horrible infierno… La expresión correspondía exactamente a la idea que daban de la guerra los corresponsales de la prensa española en Berlín y Roma. Manolo y Esther leían las crónicas de dichos corresponsales con el corazón en un puño. Sí, las cosas marchaban bien, al parecer, para Hitler y Mussolini, sobre todo desde su alianza con Tokio. Cierto que la aviación británica daba crecientes muestras de actividad, y que las defensas de antiaéreos, de globos de barrera y de escuadrillas de caza aumentaban su potencia; pero Inglaterra no conseguía con ello impedir la sistemática destrucción de los centros clave de su feudo insular. La ciudad de Coventry había sido arrasada. Las fábricas de Bristol, convertidas en cenizas. Había sido bombardeado el mismísimo Palacio Real inglés, el palacio de Buckingham, aunque los reyes resultaron ilesos. Total, que la máquina destructora puesta en marcha por el mariscal Goering adquiría caracteres apocalípticos.

Parecía, pues, muy lógico que Julio García escribiera desde Nueva York… Julio García seguía siempre el camino del oro y a Nueva York iban a parar, día tras día, las reservas de oro no sólo de Inglaterra, sino de los demás países invadidos por Alemania.

Lo único incomprensible era, en opinión de muchos gerundenses, que la población inglesa resistiera, pues aquel infierno, según había declarado el Führer alemán, no cejaría, sino todo lo contrario.

En el mar las cosas se desarrollaban de otro modo, debido a la potencia de la escuadra inglesa, que combatía incluso en el Mediterráneo, entre Sicilia y Malta, y que probablemente era la única razón por la cual el desembarco alemán en Inglaterra no se había producido. «No es lo mismo —decía Manolo, aferrándose al menor detalle optimista— cruzar el Canal de la Mancha por el aire que cruzarlo por mar. Churchill dispone de acorazados, ha sembrado las costas inglesas de minas magnéticas y sus marinos poseen una pericia extrema. Posiblemente el plan de Hitler es no arriesgarse y conseguir la rendición a base de bombardeos».

El padre Forteza, que seguía los acontecimientos con el mismo fervor con que se ocupaba de la causa de beatificación de César y de consolar a Marta, le dijo a Esther que durante su estancia en Alemania había oído asegurar repetidamente que Hitler le tenía al agua un miedo casi supersticioso. Que no se bañaba nunca de cuerpo entero en el mar y que incluso había llegado a confesar: «En tierra firme soy un héroe; en el mar, un cobarde». El padre Forteza especulaba sobre la posibilidad de que este miedo estuviera influyendo en los sucesivos aplazamientos de la anunciada invasión.

Pese a todo, los submarinos alemanes recorrían los océanos y hundían tal cantidad de buques ingleses que
Amanecer
empezaba a ser llamado por los gerundenses
La Tonelada
, pues muchos de sus titulares se referían, con gran alarde tipográfico, a las toneladas que, según Berlín, dichos submarinos precipitaban cada día al fondo del mar.

Había quien llevaba la cuenta de dichos hundimientos, y que tenía la impresión de que el mando alemán abultaba considerablemente las cifras.

La impresión general en Gerona era de que «aquello no podía durar». Por otra parte, Italia colaboraba con firmeza, no sólo atacando a Egipto desde Libia, sino que ahora exigía de Grecia la cesión de varios lugares estratégicos para luchar contra Inglaterra.

«Sería curioso —comentó el profesor Civil— que Mussolini, admirador de los arquitectos del Imperio Romano, destruyera ahora la Acrópolis ateniense».

José Luis Martínez de Soria y otros oficiales jóvenes, incluyendo al capitán Sánchez Bravo, creían que Hitler acabaría desembarcando en Inglaterra. «Napoleón no se atrevió a hacerlo —decían—, pero Hitler posee… lo que a Napoleón le faltó». El hermano de Marta había seguido con atención la forma de combatir del Ejército alemán y su admiración no tenía límites. En el Casino contaba que cada soldado de Hitler llevaba consigo en el macuto un ejemplar de los llamados «los diez mandamientos para el comportamiento en la guerra», mandamientos que prohibían a los combatientes utilizar balas dum-dum, maltratar a los prisioneros, hurtar, etcétera. El primero de dichos mandamientos decía: «El soldado alemán combatirá de modo caballeresco para la victoria del pueblo». Además, José Luis afirmaba que los aviadores germanos que atacaban a Inglaterra introducían, en su forma de actuar, innovaciones extraordinariamente sagaces, como por ejemplo la de simular que un avión había sido tocado y que se caía, para que los antiaéreos ingleses dejaran de apuntar hacia él. Dicho avión, al llegar cerca del suelo, dejaba caer su carga mortífera… y luego volvía a elevarse tranquilamente, mientras otro aparato repetía en otro lugar la misma operación.

El general Sánchez Bravo se mostraba un poco más cauto que los jóvenes oficiales.

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