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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (101 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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Amanecer
dio cuenta puntual de la marcha de las inscripciones. Cádiz iba en cabeza. Pero lo cierto es que el movimiento abarcaba la nación entera: Valencia, Barcelona, Sevilla, Madrid, Guipúzcoa… Sucedíanse las noticias emotivas: se habían alistado numerosos obreros de la Constructora Naval del Ferrol; de un pequeño pueblo de Pontevedra habían acudido a la capital de la provincia cuarenta camaradas; muchos jefes y oficiales del Ejército reclamaban también el honor de alistarse… ofrecíanse capellanes castrenses, enfermeras, y alguno de los rusos blancos que formaban parte de aquel Coro que cantó en Gerona, en el Teatro Municipal.

La División, por lo tanto, sería heterogénea. ¡Habría incluso veterinarios! Y algunos aviadores y zapadores y sanitarios y un contingente de fuerzas de la Guardia Civil… Si efectivamente llegaba el invierno y la campaña no había concluido, harían falta esquiadores…

Gerona, por supuesto, no iba a quedarse atrás. El relámpago patriótico había caído también sobre la ciudad antiguamente amurallada, despertando algunas conciencias. La gente se preguntaba: «¿Quiénes se alistarán?». En el Grupo Escolar San Narciso se hablaba del maestro Torrus. En Telégrafos se hablaba de un cartero que coleccionaba sellos de Rusia. Eloy temía que se alistara el capitán Sánchez Bravo, presidente del Gerona Club de Fútbol.

La intuición popular, por una vez, erró el tiro. Ninguno de los citados se presentó en las oficinas del banderín de enganche, abiertas en la plaza de San Agustín.

El primer voluntario de la ciudad que se alistó fue
Cacerola
. El amigo de Ignacio continuaba a disgusto en la
Fiscalía de Tasas
. Tan pronto como leyó que Rusia le había robado a España seis mil niños, a los cuales había que rescatar costase lo que costase, decidió responder a la llamada y se presentó en la plaza de San Agustín, dispuesto a estampar su firma. «Necesitarán cocineros, ¿no es así?». No dijo más.

Detrás de la mesa, en funciones burocráticas, se encontraban los capitanes Arias y Sandoval.

—Enhorabuena, chico. Encabezas la lista…

Cacerola
preguntó:

—Podremos tener madrinas de guerra, ¿no?

—¡Claro que sí!

—A mí me gustaría… Gracia Andújar.

—¡Oh! Es de suponer que aceptará.

El segundo voluntario fue Alfonso Estrada. El presidente de las Congregaciones Marianas lo consideró un deber. Acudió a la celda del padre Forteza y salió de allí con una bendición especial. «Me parece bien, hijo, me parece bien… La vida está hecha para que la entreguemos, poco a poco o de golpe. La causa es noble. Dios quiera, sin embargo, que no te pongan uniforme alemán…»

Alfonso Estrada abandonaría, pues, la oficina de Salvoconductos y los libros de Filosofía. Ahora ya no le contaría a Pilar cuentos de miedo; ahora los viviría él, en el frente ruso. Y ya no tocaría al piano música de Sibelius, música descriptiva del viento de Finlandia; tendría que guarecerse él del viento real, como los soldados del Afrika Korps se resguardaban en África del
khasim
, que hacía vomitar.

El presidente de las Congregaciones Marianas se alistó en homenaje a la Virgen. Y lo hizo con una entereza singular. Estaba seguro de que no le ocurriría nada. «No tiene mérito —les dijo a los capitanes Arias y Sandoval—. No me ocurrirá nada». Tenía la certeza de que regresaría pronto y de que se traería consigo, en el macuto, un icono que más tarde mostraría con orgullo a sus hijos e incluso a sus nietos.

El capitán Arias, al entregarle la documentación en regla, le preguntó, sonriendo:

—¿Quieres tú también madrina de guerra?

Alfonso Estrada contestó:

—Ya la tengo. Es Asunción, la maestra. Me está bordando un escapulario de la Virgen del Carmen.

El siguiente voluntario fue mosén Falcó, el asesor religioso de Falange. Se creyó en el deber de dar ejemplo y lo dio. Su entrevista con el señor obispo no careció de emoción.

—Pero… ¡hijo! ¿Lo ha pensado bien?

—Sí, señor obispo…

—Le felicito, le felicito… Tiene usted valor.

Mosén Falcó, que sabía que el señor obispo había sentido siempre ciertos recelos con respecto a Falange, comentó:

—Es de suponer que algunos de los muchachos querrán confesarse de vez en cuando…

—¡Claro!

—Quiere usted darme su bendición?

—¡No faltaría más! Arrodíllese…

Mosén Falcó se arrodilló. El doctor Gregorio Lascasas irguió su ancho busto aragonés. «In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti…» Sonó, en aquel momento, la gran campana de la Catedral. Oíanse gritos de niños que jugaban frente a Palacio.

—Que Dios le proteja, hijo mío… Escríbame tan pronto como pueda.

Cinco soldados artilleros se ofrecieron también voluntarios. Eran amigos. Desde que se conocieron en el cuartel, en la mili, no se separaban. No habían hecho la guerra española y tenían sed de aventuras. Se lo jugaron a cara o cruz. Salió cara y se alistaron.

«Seguro que esto nos valdrá una cruz…»

El capitán Arias les preguntó:

—¿Esto es efecto del coñac, o habéis reflexionado debidamente?

—No nos gusta el coñac. Sabemos lo que hacemos.

El capitán Arias insistió:

—La guerra es algo serio…

—Rusia es culpable. Querernos alistarnos.

—De acuerdo, muchachos… ¡Arriba España!

—¡Arriba!

Otro voluntario: José Luis Martínez de Soria. Pero su madre lo disuadió.

—¡Hijo! Murió tu padre; murió tu hermano… Marta y yo estamos solas. ¿Por qué has de irte? ¿Has hablado ya con María Victoria?

—Sí, ella se ha alistado ya… Se va de enfermera…

—José Luis, hijo… ¡te lo prohibo! No sé si tengo derecho a hacerlo, ¡pero te lo prohíbo…! ¡Por favor, José Luis! ¿No ves lo solas que estamos?

La viuda del comandante Martínez de Soria se echó a llorar con tal desconsuelo, que por un momento a José Luis, teniente jurídico, le pareció que su madre faltaba a la dignidad. Por otra parte, Marta guardaba un mutismo casi hiriente. Desde que Ignacio la había dejado, a veces hacía eso, se inhibía y no se sabía lo que estaba pensando.

José Luis, que hasta ese momento había obrado por instinto, sin reflexionar —«Rusia es culpable»—, de pronto pensó que Rusia era enorme… y que las aguas del Dniéper, de que hablaban los partes de guerra, debían de bajar turbulentas y con fuerza para arrastrar un sinfín de cadáveres.

Miró con calma a las dos mujeres. Sus ojos eran de luto. Realmente, ¿a qué exponerse? ¿No había ofrecido ya su vida cien veces? ¿No había ya bastante sangre Martínez de Soria regando la tierra?

La viuda del comandante Martínez de Soria, inesperadamente, perdió el conocimiento. Se quedó inmensamente pálida y la cabeza le cayó sobre el pecho.

Entonces Marta acudió a ella, junto con José Luis. La reconfortaron con agua de colonia. Por fin José Luis dijo simplemente:

—Está bien. No me iré… —Y salió de la casa dando un portazo.

En cambio, quien se alistó fue Rogelio, el camarero… ¡Sorprendente reacción!

Rogelio, al salir de la cárcel, cumplida la condena que le fue impuesta por haber jugado sucio con las sirvientas, se encontró sin norte, próximo a la desolación. Andaba por Gerona sin saber qué hacer. Había pedido trabajo en un par de cafés, sin resultado. «No hay clientes, ya lo ves… Esos mejunjes que servimos, los espantan».

Entonces leyó uno de los carteles. «¡Español! ¡Alístate…!». ¿Por qué no? Rogelio no había hecho nunca nada digno de su vida. Una vida gris, como la luz de Gerona en invierno, como el trabajo de los hombres que al atardecer alumbraban en la Rambla los faroles de gas.

¡Si se alistaba se convertiría en héroe! Y conocería otras gentes, otros muchachos, que lo mirarían con respeto. Y conocería otras tierras… Porque, para ir al frente ruso, había que cruzar Francia y Alemania… ¡Francia! ¡Con lo bien que estaban las francesitas! Tal vez les permitieran darse una vuelta por París… ¡Y Alemania! ¡Con lo bien que estaban las alemanas! Aquellas cincuenta que habían visitado Gerona… Algunas, tabú. Pero otras… Y todas se habían duchado, según noticias, y se habían zampado jugo de limón.

—¿Nombre y apellidos?

—Rogelio Ros Bosch.

—¿Edad?

—Veinte años.

—¿Profesión?

—Camarero.

—No has hecho la mili, claro…

—Ahora la haré.

—¿Eres de Falange?

—No, señor.

—¿Por qué te alistas?

—Rusia es culpable.

El capitán Sandoval miró a Rogelio. Éste había adoptado un aire de seguridad, casi de indiferencia, que ponía los pelos de punta. Fumaba con el cigarrillo esquinado, con cierto cinismo.

—De acuerdo. Pero has de traer dos fotos. ¡Arriba España!

—¡Arriba!

El capitán Arias lo llamó en el último momento.

—¿Has dicho que eres camarero?

—Sí, señor.

—Te nombro mi asistente…

Rogelio abrió los ojos.

—¿Cómo…?

—Sí… Capitán Arias. Nos encontraremos en la Dehesa, el viernes, a las diez de la mañana.

Rogelio cabeceó.

—Muy bien… —De pronto, el muchacho sonrió y adoptando aire de camarero fino añadió—: ¿Desea algo más el señor?

Horas después se personó en el banderín de enganche una mujer. Tendría… unos treinta años. Su aspecto era un tanto hombruno, si bien los ojos la traicionaban, daban testimonio fiel de su feminidad. Y su cutis era suave, sin arrugas. Con el peinado corto y una gran seguridad en los ademanes. Llevaba un bolso caro, de piel de cocodrilo.

Zapatos de tacón alto. Distinguida, sin afectación.

Daba la impresión de haber sufrido, de estar sufriendo. Ello se le notaba en el rictus de la boca y en cierto escepticismo que aureolaba toda su persona. Quería alistarse, pero nada en ella delataba el menor entusiasmo patriótico. Los capitanes Arias y Sandoval, al verla entrar, se habían levantado.

Era Sólita. Sólita Pinel, la hija mayor del Fiscal de Tasas, la ex ayudante de quirófano de la Clínica Chaos. Quería alistarse de enfermera. «Supongo que podré ser útil… Durante la guerra estuve treinta meses en Zaragoza, en varios hospitales».

Los capitanes Arias y Sandoval la conocían. Se miraron, extrañados, el uno al otro.

—Señorita…, reciba usted nuestra enhorabuena. Es usted valiente.

—No lo crean…

—¿Cómo que no?

Sólita se encogió de hombros. El bolso de cocodrilo se le balanceó en el antebrazo.

—He traído las fotografías… El carnet de Falange… ¿Qué otra cosa se necesita?

Sólita no había comunicado su decisión más que al doctor Andújar, con quien estaba en contacto desde lo que le ocurrió en el Hotel Majestic con el doctor Chaos. El doctor Andújar le había dicho:

—Váyase, Sólita… Ponga usted tierra de por medio. Yo no puedo hacer nada. Si su padre pone inconvenientes, dígamelo…

Sólita obtuvo también el consentimiento paterno. ¡Y he ahí que, mientras los capitanes Arias y Sandoval tomaban los datos requeridos, tuvo, al revés que Alfonso Estrada, el presentimiento de que ella no regresaría de la aventura! Que se quedaría en Rusia para siempre, «en algún lugar cerca de Bialystok, o de Minsk», muerta. Muerta por un bombardeo, por una bala, o segada su cabeza por la hoz de un joven militante comunista, arrojado… y varonil.

—De acuerdo. Sólita… El viernes, a las diez de la mañana, en la Dehesa.

Sólita asintió.

—Si no les importa, de momento no vestiré de enfermera. Iré con camisa azul y boina roja.

El jueves, víspera de la concentración prevista en la Dehesa —habían empezado ya a llegar voluntarios de Barcelona y afluían de todas partes donativos para obsequiar a los divisionarios—, se presentó en el banderín de enganche Mateo. Mateo Santos, jefe provincial de FET y de las JONS.

Los capitanes Arias y Sandoval se levantaron, se cuadraron y lo saludaron extendiendo el brazo.

—Les pido mil perdones… —dijo Mateo sonriendo—. No he traído ningún aval.

Amanecer
publicaría luego en primera página la fotografía de Mateo; y Pilar la pegaría más tarde, muchísimo más tarde… en el álbum que guardaba y cuya etiqueta decía:
Prensa
.

Mateo, en cuanto leyó el discurso del ministro Serrano Súñer —«¡Rusia es culpable!»— y supo que se organizaba una expedición de voluntarios, sintió en lo más hondo que su obligación era ir. Le vino a la memoria su reciente diálogo con el Gobernador: «Si hubiera hombres políticos, no nos encontraríamos en esta situación».

Alistarse era un golpe de efecto, un golpe político. Ejemplaridad. Los jefes locales que no se alistaran, alegando que debían sembrar las tierras o cuidar del archivo de Falange, se sentirían avergonzados. Y quienes hubieran podido acusarlo a él de buscar prebendas, de aprovecharse de la victoria, de disponer de coche oficial, se acurrucarían en un rincón sin pretexto para seguir calumniándolo.

Ahora bien, ¿y las circunstancias familiares? Pilar esperaba un hijo. La curva de su vientre iba notándose cada vez más. Pilar hacía gimnasia, por consejo de Esther, y satisfacía sus pequeños caprichos golosos, por consejo de su madre. Últimamente había decidido que ya no cabían dudas: el bebé sería varón y se llamaría César.

Estaba, además, don Emilio Santos… Su padre, que volvía a sentir la alegría de vivir después de su período de recuperación. Mateo imaginó su asombro, el temblor de su nariz, y recordó sus palabras con ocasión de la guerra ruso-finlandesa: «Pero ¡hijo! ¿Es que no puedes vivir sin un fusil en la mano?». Luego tendría que enfrentarse con Matías, con Carmen Elgazu… y con Ignacio. ¡Ignacio! ¿Por qué éste le preocupaba de un modo especial?

Nada lo arredró. Ninguna consideración. No se miró al espejo porque le dio miedo.

Se encerró en su despacho de jefe provincial y miró el crucifijo, que lo presidía, y luego el retrato de José Antonio, cuyas cinco rosas, ya marchitas, que adornaron su tumba, habrían llegado ya a Nueva York.

No esperó mucho a comunicárselo a la familia. ¿Para qué retardar el momento?

Cuanto antes, mejor. Así les daría tiempo a hacerse a la idea…

Entendió que la primera que debía enterarse era Pilar. Aguardó un momento en que don Emilio Santos no estuviera en casa. Dio muchas vueltas antes de afrontar la cuestión, mientras Pilar hacía calceta, feliz. Sentado en el comedor, con una copa de coñac en la mano, Mateo habló de Rusia, de Inglaterra, de la Academia de Ávila, en la que hizo los cursillos de alférez provisional… Habló de los once millones de asesinatos que se les calculaban a los soviets; de los planeadores de Creta —tres, enganchados en la cola de cada Junker—; de una frase de José Antonio al Tribunal que lo juzgó: «Creemos que una Nación es importante, en cuanto encarna una Historia Universal».

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