Por último, viendo que todo aquel preámbulo no servía para nada, puesto que Pilar continuaba sin alertarse, sin soñar en cuál iba a ser el desenlace, se fatigó de tanta dilación y, con el tono más natural y amable que pudo arrancar de sí mismo, le pidió a su mujer que lo mirara… y le dijo:
—Pilar…, he decidido alistarme. Creo que es mi deber. Pilar, al oír esto, hizo una mueca. Pero inmediatamente reaccionó. Una sonrisa se dibujó en sus labios, un poco abultados. Mirando la copa de coñac que Mateo sostenía en la mano, tuvo la sospecha de que éste se había alegrado un poco y de que, en consecuencia, el muchacho le había jugado aquella broma, aun a sabiendas de que podía haberla asustado.
Sin embargo, Mateo no se movió. Y su expresión era indefinible… Entonces Pilar, sin alarmarse aún, dejó a un lado las agujas de hacer calceta —el hilo se le enredó en las manos y ella volvió a sonreír— y por fin, levantándose, se acercó a Mateo, poco a poco, hasta acabar por sentarse en sus rodillas. Una vez sentada le rodeó el cuello con sus brazos y le besuqueó.
—¡Qué tontolín eres…! —susurró—. ¿Por qué me gastas bromas así? ¿No comprendes que puedes asustarme?
Mateo sintió que los besos de su mujer le quemaban.
—Lo siento, Pilar, pero no es broma… Me alisto… Te repito que creo que es mi deber.
Pilar, entonces, se puso en pie. Y retrocedió, desorbitados los ojos. Abrió la boca y miró a Mateo como si fuera a volverse loca. Mateo, con el alma rota pero con el pensamiento libre, recordó las palabras pronunciadas por el sacerdote en el altar, el día de la boda: «en lo bueno y en lo malo…»
—¡Mateo…! ¡Te has vuelto loco!
Fue un grito desgarrado. Pilar conocía a su hombre. Y ahora que lo había mirado a distancia, había comprendido que no estaba borracho y que su decisión era cierta.
—Pilar, por favor, escúchame…
Pilar rodó por el suelo. Su cuerpo se dobló y cayó. Acudió Tere, la criada: «¿Qué le ocurre a la señorita?». Mateo se arrodilló a los pies de Pilar y la acomodó en el sillón.
Pensó que acaso hubiera debido decírselo de otra manera. Hablar antes con don Emilio.
O con Carmen Elgazu… O marcharse, pretextando cualquier cosa y escribir una vez cruzada la frontera.
Pero lo cierto era que ya se había planteado a sí mismo la cuestión, comprendiendo que cualquier procedimiento era inútil, que llegaría el momento en que Pilar debería enfrentarse con la realidad.
No, aquél no era un desmayo como el de la viuda del comandante Martínez de Soria. Costó Dios y ayuda conseguir que Pilar recobrara el conocimiento. Hubo que abrir todas las ventanas, acostarla. Su palidez era mortal. E iba murmurando, de vez en cuando: «No, no…, no es verdad…»
Sí lo era. Mateo se mantuvo firme.
—Tú sabes que te quiero. Pilar… Si hubiese sabido que esto iba a ocurrir, hubiéramos aplazado la boda. Pero conoces mis convicciones. Las conoces de siempre. La Patria es sagrada para mí…
Pilar se había quedado sin fuerzas. Era una mancha exangüe en aquella cama altísima, de línea antigua, que con tanto cariño eligió.
—Pero ahora… no estoy yo sola… Espero un hijo. Un hijo tuyo, Mateo…
—Ya lo sé, Pilar… ¡Por Dios, sé valiente! Quiero a ese hijo como tú… Pero he de ir. No tengo más remedio. Aunque sé que volveré…
Pronunció estas palabras sin convicción. Porque Mateo sabía lo que era la guerra.
Aunque Pilar no lo oyó siquiera. Había cerrado dulcemente los párpados, como si fuera a dormirse, y de repente había estallado en un llanto inenarrable, que hizo que Tere, la criada, comprendiendo al fin de qué se trataba, se retirase.
Luego se produjo en la alcoba un silencio tan delgado que se cortaba a sí mismo.
Pilar de vez en cuando movía un pie. Mateo no pensaba sino en una cosa: en si el choque habría podido complicar el embarazo y perjudicar a Pilar o al hijo. Pilar se había colocado panza arriba en la cama, con las piernas ligeramente separadas.
Entonces se oyó el llavín de la puerta: era don Emilio Santos. Llegaba feliz, porque había podido andar desde la Tabacalera sin fatigarse. Además, el sol era hermoso. Iba hacia el ocaso. Lo vio un momento por encima del tejado de la Estación.
—Tere…, ¿me preparas un taza de café?
Mateo salió al encuentro de su padre. Lo esperó en el comedor. Le dijo lo que ocurría.
El primer impulso de don Emilio Santos fue propinarle a su hijo un terrible bofetón.
Pero la mirada de Mateo, que adivinó sus intenciones, lo paralizó.
—Eso no, padre…
Se oía un ruidillo en la cocina, como si en los fogones hirviera un samovar.
Don Emilio Santos dio media vuelta. Quiso darle la espalda a su hijo.
—¿Dónde está Pilar?
—En la cama… Se ha acostado.
El padre de Mateo se dirigió a la alcoba: Pilar, al verlo, haciendo un esfuerzo se incorporó. Entonces don Emilio se sentó a su lado, en el borde del lecho y la abrazó con ternura y con ternura la invitó a que se tendiera de nuevo.
—Pilar, hija…
Pilar no acertaba a hablar. Además; todavía no se había acostumbrado del todo a llamar «padre» a don Emilio Santos. A veces, sí. Pero en ocasiones solemnes, y aquélla lo era, no le salía.
—¡Está loco! ¡Se ha vuelto loco! —gritó, gritó casi, don Emilio Santos, deseando que Mateo, que continuaba de pie en el comedor junto al balcón, lo oyera—. ¡Hay que impedir que cometa esa barbaridad!
Pilar acertó por fin a balbucear:
—No podremos hacer nada… Lo más seguro es que se haya alistado ya…
Mateo oyó aquellas palabras. La clarividencia de Pilar casi lo irritó. Pero al momento se le pasó. Comprendió que no era él quien tenía derecho a pedir explicaciones.
Tere apareció con la taza de café para don Emilio Santos, pero éste la rechazó.
—Luego, luego…
Otra vez el silencio en la casa. Y los sollozos.
El forcejeo duró media hora lo menos. Intentos de Mateo para que se hicieran cargo.
Todo inútil. Sus palabras —Rusia, Patria, deber— caían en el vacío. Parecían rimbombantes. Por lo visto, las palabras, con un hijo en las entrañas de la mujer, cambiaban de significado.
Don Emilio Santos sentenció:
—Todavía estás a tiempo, Mateo… Si no cambias de opinión, habrás de atenerte a las consecuencias…
No se sabía exactamente lo que don Emilio quería indicar con eso. Entonces ocurrió lo imprevisto. Pilar sacó fuerzas de flaqueza y se incorporó en la cama. Luego puso los pies en el suelo y con raro acierto los introdujo en las zapatillas que yacían allí.
Seguidamente, y sin decir nada, se fue al teléfono y marcó un número: el número de Ignacio, en el despacho de Manolo.
—Ignacio, soy Pilar… ¡Ven, por favor! Te necesito…
Y colgó.
Mateo se puso furioso, aunque no acertó a protestar. Dudó entre marcharse o irse al lavabo a frotarse la nuca con agua fría. Eligió esto último. Y luego orinó, mirando de frente, a la pared, como si allí estuviera el enemigo de sus ideales.
A gusto hubiera permanecido en el lavabo hasta que Ignacio llegara, pero era imposible. Tuvo que salir. Vio a Pilar sentada en el comedor, con aire infinitamente abatido. Y a don Emilio Santos tomándose, ahora sí, la taza de café.
Se encerró en el despacho y se distrajo pasando la mano por los lomos de los libros.
Y tratando de encender un pitillo con su mechero de yesca.
Ignacio tardó unos quince minutos en llegar; a todos les parecieron una eternidad.
Cuando el muchacho entró en el comedor, Mateo estaba también allí, dispuesto a recibirlo. Mateo quería comunicarle él mismo lo que estaba ocurriendo, pero Pilar se le anticipó. Pilar, por dentro, todavía no daba la causa por perdida… En un momento dado, estando en la cama, le había penetrado la esperanza. Porque… ¡Mateo la quería tanto! Aquello era un rapto, un deslumbramiento, e Ignacio conseguiría hacerlo desistir.
—Perdona que te haya llamado así, Ignacio… Pero es que… Mateo quiere alistarse en la División Azul.
Fue una escena borrascosa. En cuanto Ignacio, previa consulta con Mateo, comprendió que la cosa iba en serio, discutió con éste como jamás lo había hecho.
Aquello le parecía indigno. Una canallada. Un hombre que fuera hombre no podía casarse y a los seis meses irse a la guerra porque sí, sin necesidad. Para dárselas de héroe. En nombre del Imperio o de otra majadería similar. Un militar debía aceptar el hecho, era su profesión. Pero un paisano… Aunque llevase una camisa de color especial… La guerra era una cosa horrible y para sentirse atraído por ella era preciso haber perdido el juicio.
Ignacio retó a Mateo. Lo retó a que lo convenciera de que aquel acto era necesario.
La División Azul, ese holocausto simbólico, debía ser algo exclusivamente para solteros. «Yo podría alistarme, si no prefiriera el Derecho al fusil. Pero tú, casado y esperando un hijo, no…» ¿Acaso para los sueños del Führer era necesaria la carne de Mateo… y la carne de Pilar? Y todo por hacer honor a un himno romántico. O, tal vez, para salir retratado en
Amanecer
.
Mateo, en varias ocasiones, estuvo a punto de gritar: «¡Basta ya!». O de acercarse a Ignacio y agarrarlo por la solapa. No lo hizo porque temió que Pilar volviera a caerse redonda al suelo. Pero lo cierto es que, cuanto más hablaba Ignacio, más distante se sentía de él y más convencido de que su deber era no transigir y acudir al banderín de enganche. Al fin y al cabo, desde que el mundo era mundo, había sido así siempre.
Siempre el hombre, al partir para una empresa grande, había dejado una mujer hecha un mar de lágrimas.
Ignacio leyó en el pensamiento de Mateo. Entonces intentó un último recurso:
—Lo que te ocurre a ti es que te da miedo la vida, la vida tal y como la vivimos los demás. Es más fácil dar órdenes a un flecha previamente colocado en la puerta que estudiar, como yo, un expediente de separación de bienes. Por eso no has terminado todavía la carrera de abogado, ¿verdad? A cada convocatoria: una excusa… Estamos en junio: esta vez la excusa… va a ser la División Azul. Van a ser esos comisarios rusos que encierran a sus soldados en un refugio, como tú vas a hacer con Pilar, y luego lo taponan. ¡Magnífico…! También es más fácil irse por ahí con una estrella en el pecho que cuidar de la familia, que aguantar la monotonía de las horas junto a la mujer que hace calceta.
Pilar, pendiente de la escena, comprendió por la actitud de Mateo que Ignacio perdería también la batalla… Mateo se sentía herido, profundamente herido, y era obvio que estaba a punto de echar de casa a Ignacio. Por su parte, don Emilio Santos respiraba con dificultad; con tanta dificultad que acabó levantándose y encerrándose en su cuarto.
Mateo no se tomó la molestia de contestar a Ignacio punto por punto. Consiguió dominarse. Comprendía que aquello era doloroso. Pero él seguía creyendo que un hombre podía tener razones superiores por las cuales abandonarlo todo y darse. Por lo demás, Pilar supo desde el primer momento cómo era él. «Me aceptó tal como soy. Y me conocía. Pilar sabe que he arrastrado tras de mí a otros camaradas, lo cual me obliga. ¡Claro que Hitler no necesita de la carne de Pilar! Pero yo necesito cumplir con mi deber. En cuanto a lo de salir retratado en el periódico, te lo perdono porque te llamas Ignacio».
Al término de estas palabras, Ignacio miró a Mateo tal como éste había supuesto: con desprecio. Cabeceó varias veces consecutivas… Por fin, comprendiendo que la suerte estaba echada, se dirigió a Pilar:
—Lo siento, hermana… El padre de tu hijo está deshumanizado… No hay nada que hacer.
Salió de la casa. Y mientras andaba comprendió que le tocaba a él ir al piso de la Rambla y comunicar la noticia a sus padres. En las paredes vio los consabidos carteles: «Para vengar a España. Para estar presentes en la tarea de Europa. Alistaos a los banderines de enganche contra el comunismo». Al pasar delante de Perfumería Diana, por la fuerza de la costumbre miró adentro: Paz había colocado un pequeño espejo en un estante y estaba arreglándose el pelo.
Matías y Carmen Elgazu perdieron el habla. Al enterarse por boca de Ignacio, de la decisión de Mateo, sintieron que envejecían de repente.
—Pero… ¡Esto es horrible!
Carmen Elgazu se acercó a Ignacio y lo asió de los brazos.
—¿Qué dice Pilar…? ¡Dios mío, pobre hija mía! ¿No hay forma de impedirlo, Ignacio? ¿Y si hablaras con el Gobernador?
Ignacio se encogió de hombros.
—Es de suponer que el Gobernador le dará la enhorabuena…
Matías se acercó al balcón que daba al río y musitó:
—Debí haberlo imaginado…
No acertaban a coordinar. Trazaron mil planes en pocos minutos. Pero ¿qué planes?
De nada serviría que Matías y Carmen fueran a ver a Mateo y se enfrentaran con él. No podían inmiscuirse en aquello. «Es el marido… Pilar se casó con él».
Los vaticinios de Ignacio se cumplieron. Todos los complots familiares se estrellaron contra la decisión irrevocable de Mateo, quien no encontró sino un aliado: el pequeño Eloy. El pequeño Eloy no se atrevió a manifestarlo en voz alta, pero admiró el gesto de Mateo. Pese al recuerdo de Guernica. Pese a lo mucho que quería a Pilar.
Además también resultó cierto que el Gobernador le dio a Mateo la enhorabuena.
Aunque añadió: «Lo lamento por tu mujer… Para ella, claro, es un mal trago».
En cambio, Mateo se encontró con la sorpresa de que Marta se puso en contra suya.
Marta, que desde el primer momento había ordenado a las muchachas de la Sección Femenina que se organizaran para atender a los voluntarios, le dijo a Mateo:
—Es un error… Tú deberías quedarte. Mi madre y yo convencimos a José Luis para que se quedara —Marta añadió, apartándose el flequillo de la frente—: Yo perdí a Ignacio… por cosas parecidas a ésta. Y te juro que es doloroso perder a quien se ama…
Mateo rechazó de plano el argumento.
—Te equivocas, Marta. Tú habías perdido a Ignacio el primer día. Vivíais… dos mundos. Lo que me sorprende es que ahora pareces renegar del tuyo…
Marta puso cara triste.
—¿Qué voy a decirte? No reniego de nada. Pero a veces, cuando estoy sola, me hago preguntas.
Mateo zanjó el asunto.
—¡Bueno! Lo tuyo es natural. Eres mujer. Pero yo… Y me sorprende que José Luis se haya vuelto atrás.
Manolo y Esther, como es lógico, se abstuvieron de intervenir. Pero le dijeron a Ignacio: «Menudo cuñado te tocó en suerte…» Esther añadió: «Yo me di cuenta de cómo era Mateo en aquel baile que celebramos en el gimnasio de los anarquistas, cuando hizo pedazos los discos de canciones “rojas” que llevó Alfonso Estrada».