—¡Si por lo menos aprendierais a jugar! —les reprochaban ellas—. Podríais tomar parte en los campeonatos…
—¿En los campeonatos? ¡Si mañana hemos de estar en Gerona otra vez, a primera hora!
—¡Oh, perdón! Se nos había olvidado.
Otra pareja que abandonó la ciudad: Jorge y Chelo. De entre todas las masías que aquél poseía eligieron una cerca de Arbucias, rodeada de inmensos prados, y empezaron a acondicionarla a su gusto. Carlos Godo fue precisamente el arquitecto que, a sugerencia de Agustín Lago, les hizo el proyecto, que les encantó. Por supuesto, instalaron en la casa calefacción. Y en unos terrenos aparte, junto a la vivienda de los colonos, la granja… Por fin Jorge había confesado que sí, que no le importaría permanecer muchos días del año en la masía y poner en ella una granja. ¡Ay, las vueltas que daba el mundo! El ex aviador Jorge de Batlle, que había soñado con volar sobre Moscú, sueño que ahora hubiera podido realizar, de haberse alistado en las escuadrillas de la División Azul, se pasaba el día rodeado de libros de Avicultura. ¡Los «desafectos» de Gerona podían estar tranquilos! Jorge no los iba a perseguir ni a denunciar. Le interesaban más las incubadoras, las mezclas alimenticias y la posibilidad de conseguir huevos de dos yemas.
Chelo le decía:
—¿Sabes que cada día tienes mejor aspecto?
Era verdad. Jorge mejoraba. Los aires de Arbucias, pueblo al que los «rojos» habían mandado a tantos y tantos niños para protegerlos de los bombardeos, niños que luego fueron llevados a Rusia y cuya suerte preocupaba ahora a Cosme Vila, le sentaban bien.
Por otra parte, adoraba a Chelo.
—Has sido mi ángel. Eres a la vez Marta y María.
—¡Eh, cuidado…! Soy Chelo nada más.
Sólo una nube en el horizonte de Chelo: había recibido una carta de su hermana, Antonia, fechada en el noviciado, en la que ésta le decía: «Me ha escrito papá desde el Penal. Se nota que está muy triste. ¡Recemos por él!». A gusto Chelo hubiera hecho un viaje al Puerto para visitar a su padre. Pero no se atrevió a proponérselo a Jorge. En este caso concreto, no sabía cómo él iba a responder.
Una veraneante feliz: Adela. La guapetona Adela había convencido a su marido, Marcos, para que le alquilara una casita en Playa de Aro para todo el mes de agosto.
Marcos se había resistido a ello, por la sencilla razón de que él tenía sus vacaciones en septiembre. Pero Adela, pensando en Ignacio —ambos se deseaban con el ardor de siempre—, le objetó que en septiembre a veces el tiempo se ponía malo. «Y yo necesito baños de sol, ya lo sabes. El médico me lo ha dicho».
¡Adela, en Playa de Aro, tendida sobre la dorada arena…! En cuanto los guardias civiles de que Julio García había hecho mención en su carta se descuidaban, ¡zas!, se quitaba el albornoz. Y le ofrecía al sol —en espera de Ignacio— su piel todavía tersa.
Incluso por las tardes se subía a la azotea y allí, sin más testigo que el cielo, se desnudaba por completo y se tendía sobre un colchón rojo, de goma, pensando, pensando…
Otro veraneante feliz: la Torre de Babel. La Torre de Babel se iba todos los fines de semana a Llafranch, con un Topolino que le había tocado en un concurso organizado precisamente por Caldo Potax. Caldo Potax había convocado un fácil concurso —la altitud exacta, sobre el nivel del mar, del Santuario de Nuestra Señora de Fátima—, ofreciendo como premio el diminuto coche. Los acertantes fueron muchos y se procedió a efectuar entre ellos el consabido sorteo, saliendo favorecido el ex empleado del Banco Arús, que sin duda estaba de buenas. ¡Los gerundenses se reían viendo a la Torre de Babel en el Topolino! Pero todo era propaganda para la Agencia Gerunda. La Torre de Babel, dada su estatura, para entrar en el vehículo se veía obligado a encogerse como mosén Iguacen ante el señor obispo, y para conducir debía separar grotescamente las piernas. Pero la Torre de Babel hacía todo eso con gusto y silbaba por esas benditas carreteras, rumbo a Llafranch… A veces —muy pocas— silbaba antiguas canciones de la UGT.
Dispersión veraniega… En las grandes plazas de toros, la llamada Fiesta Nacional iba recobrando el auge de otros tiempos. El señor Grote, en el Café Nacional, afirmaba que dicho auge coincidía siempre con las dictaduras, las cuales hurgaban con admirable ahínco en la llamada entraña de la raza. «Y en España, amigos, ya se sabe. Si hurgamos, de verdad de verdad, en la entraña de la raza, encontramos un toro».
En cambio, el fútbol se había concedido una tregua hasta el otoño, excepto la celebración de un partido internacional con la «nación hermana», Portugal. Dicha tregua influyó decisivamente en la conducta del capitán Sánchez Bravo, presidente del Gerona Club de Fútbol, el cual hizo saber a los restantes miembros de la Junta Directiva que hasta el 1 de septiembre no quería oír hablar ni de jugadores, ni de árbitros, ni de césped verde. «Necesito ocuparme de mis cosas, ¿comprenden?», alegó. «¡No faltaba más!».
Ah, las «cosas» del capitán Sánchez Bravo eran sencillas: el póquer, los Concursos Hípicos… y darle el golpe de gracia a su padre en el asunto de la construcción de los cuarteles. Podía decirse que el pleito estaba prácticamente resuelto a favor de la empresa
Emer
, de modo que el capitán esperaba que le cayeran de un momento a otro cien mil pesetas, en billetes sin estrenar. Mientras, se dedicaba a lo dicho y a Silvia, la manicura; es decir, competía, en circunstancias ventajosas, con Padrosa. Porque Silvia se pirraba por los uniformes. Por los uniformes y por actuar en el cine. Había leído en
La Vanguardia
que la productora Vizcaya Films ofrecía oportunidades a las señoritas de 17 a 25 años que quisieran ser estrellas. «Desde el lunes próximo —decía
La Vanguardia
— puede usted ser estrella de cine. Preséntese en Barcelona, calle Aribau, 150, bajos, y empezará su carrera». Silvia estaba dispuesta a hacer el viaje; pero el capitán Sánchez Bravo le dijo: «Mucho cuidado. Lo más probable es que el gerente de Vizcaya Films sea un tipo gordo, mucho más bajito que yo, con ojos de sátiro». «¡Jesús! —exclamó Silvia, juntando las piernas—. No me asuste usted, capitán…»
Los niños que no habían tenido cabida en los Campamentos, también holgaban. Y se dedicaban a bañarse en el Ter, a jugar a matar rusos —ya no mataban ingleses— y a apedrear los trenes que pasaban. Esto último constituyó una novedad, que sólo el doctor Andújar hubiera podido interpretar.
Paz Alvear, en cambio, no sólo no holgaba sino que podía decirse de ella que trabaja a destajo. ¡La
Gerona Jazz
! El dueño de Perfumería Diana le concedió las debidas vacaciones y por su parte la muchacha le dijo a Cefe: «Cefe, hasta octubre no me verás el pelo… y todo lo demás». Pero la
Gerona Jazz
le ocupaba todo el tiempo. A veces, por la tarde, tocaban en un sitio, y por la noche, en otro, lo que a los músicos les iba de perlas para el trasiego de productos alimenticios en el compartimiento del taxi y en el interior del bombo, bombo cuyas dimensiones eran tales que Paz temía que acabara llamando la atención. Damián, el director, sabía muy bien que el éxito de la orquesta se debía en gran parte a Paz. ¡Pero ésta se mostraba caprichosa y le planteaba problemas! últimamente, por ejemplo, se había empeñado en recibir lecciones de canto.
«Pero ¿es que no lo comprendes? —se desgañifaba Damián—. Si tu fuerza consiste precisamente en que tu voz es inaguantable… No aspirarás a cantar en el Liceo, ¿verdad?». Paz acabó dándole la razón. Lo malo de Damián era eso: que siempre tenía razón, que siempre la aconsejaba cuerdamente.
Mes de agosto, pues, triunfal para la prima de Ignacio. ¡Tomó posesión del piso que le había proporcionado Agencia Gerunda, piso bonito y alegre, aunque desamueblado por el momento! Sin embargo, llegó lo que tenía que llegar: el conflicto Pachín. Éste obtuvo la licencia prevista, causó baja en el Ejército y se marchó de Gerona rumbo a Asturias, a visitar a su familia, familia minera, en el pueblo de Cangas de Onís. Se despidió de Paz más enamorado que nunca. Loco por ella. Y prometiéndole regresar pronto y discutir juntos, como habían acordado, el porvenir… Pero a las tres semanas Paz no había recibido más que un par de cartas del chico, y precisamente en una de ellas éste le comunicaba que su fichaje por el Club de Fútbol Barcelona, para la temporada venidera, podía considerarse un hecho.
Paz, al leer esto, se encalabrinó.
—¡Como me haga una faena —le dijo a Damián—, lo mato!
—Por favor, muñeca, no digas eso… —le riñó el director de la
Gerona Jazz
—. Pachín dará muchos días de gloria a España con sus cabezazos. Respétalo… Ahora que tienes piso nuevo, debes empezar a ser patriota.
—Eres un bruto —gruñó Paz—. Un botarate… ¡Yo también ficharé por alguna orquesta de Barcelona!
—Ni pensarlo —replicaba Damián, moviendo la cabeza—. Aquí eres «sensacional». En Barcelona serías una más… A menos que te decidieras por algún cabaret, lo que a Pachín le sentaría como una patada en las espinillas…
El gran consuelo de Paz era su tío Matías, al que visitaba en Telégrafos con frecuencia. La sonrisa de Matías al verla la compensaba de muchos sinsabores. «¡Entra, entra, sobrinita! Me ayudarás a pegar estos telegramas…» Paz pegaba uno siempre, simbólicamente, en el papel azul. Y luego se sentaba a fumar un pitillo con su tío y con el depurado Marcos.
—Estoy reventada… Anoche terminamos a las cuatro…
—¿Qué te ocurre? ¿Estás afónica?
—Siempre lo estoy por las mañanas. Y no debería fumar… Luego, después de comer, se me pasa.
—¿Quieres tomarte un café?
—Bueno…
Marcos, al oír esto, se levantaba y le ofrecía el termo que llevaba siempre consigo, mucho más pequeño que el que les fue entregado a los voluntarios de la División que salieron para Rusia.
El otro consuelo de Paz era Gol, el gato, que ahora, en el nuevo piso, vivía como en un mundo alucinante. Gol echaba de menos —y a veces a su ama le ocurría lo mismo— los mugrientos rincones del piso que fue del Cojo.
¿Y Marta…? ¿Qué era de Marta en aquella estación veraniega?
Lo de siempre: el Campamento en Aiguafreda, el Campamento llamado División Azul… Tomó posesión de él dos días después de la marcha de los divisionarios. Y en él pasaba las horas intentando olvidar a Ignacio. Para ello hacía cantar a las chicas una y otra vez el himno
Prietas las filas
y una melodía cuya letra decía:
Bajo el sol y cara al mar está nuestro campamento de educación y solaz…
Lo cual no significaba que la vida le resultara monótona. Siempre ocurrían cosas, y siempre había algo que celebrar. Por ejemplo, el 3 de agosto hubo gran holgorio en el Campamento. Había sido declarado
Día del Amanecer
, no en atención al periódico gerundense sino a que en tal fecha Cristóbal Colón salió por primera vez rumbo a América… Día de América. Marta hizo a las niñas a su cargo un discurso que le salió muy bien. Cantó la gesta de los Reyes Católicos y de los conquistadores castellanos y extremeños. Añadió que, según varios historiadores, era muy posible que Colón no fuera italiano, sino español, y explicó a su adolescente auditorio que los primeros grandes cartógrafos del mundo fueron asimismo españoles —exactamente mallorquines y catalanes— y que a ellos se debía el primer mapa del Mediterráneo, de aquel mar ilustre en cuyas orillas tenían ellas instalado el Campamento.
Otra fecha importante en Aiguafreda fue el 8 de agosto. El día 8 de agosto murieron, en circunstancias muy diversas, Bruno Mussolini, hijo del Duce, y Rabindranath Tagore, el poeta indio preferido de Gracia Andújar.
Bruno Mussolini murió en accidente de aviación en los alrededores de Pisa. Su vida joven y heroica se inclinó mucho más que la famosa Torre de dicha ciudad; y el Duce acudió a llorar a su lado. En cuanto a Rabindranath Tagore, murió, a los ochenta años de edad, en Calcuta, víctima de una grave dolencia. Su legendaria barba se quedó yerta para siempre, y acudieron a llorarlo todos los poetas jóvenes de la tierra.
Marta trazó rápidamente la semblanza de los dos hombres. De Bruno Mussolini dijo que a los diecisiete años abandonó estudios y familia para ir a luchar a Etiopía, y que desde entonces había servido, siempre como aviador, a su patria… y a España, puesto que combatió en una escuadrilla italiana cuando la guerra civil española. «Ha muerto como un héroe, mientras probaba un nuevo tipo de cuatrimotor de bombardeo». De Rabindranath Tagore dijo que a los dieciocho años había escrito ya siete mil versos y que fue también un gran patriota, que defendió toda su vida la causa de su pueblo, la India, contra el colonialismo inglés. «Hace diez años devolvió al Rey de Inglaterra todas las condecoraciones que había recibido de sus manos, por considerarlas símbolos de deshonor, puesto que la policía británica efectuó por aquellas fechas una cruel matanza entre la población india».
—Camaradas, recemos, junto a la hoguera de este Campamento, un padrenuestro por el alma de Bruno Mussolini, símbolo de la juventud heroica, y otro padrenuestro por el alma de Rabindranath Tagore, símbolo de la vejez y de la sabiduría. Los dos acaban de escribir, cada cual a su manera, su último verso. Que Dios los tenga en su gloria.
Ignacio, aquel verano, vivía dos vidas: una, la de Gerona, con sus padres, con Manolo, con su trabajo, con Pilar; otra, la de los fines de semana, con sus visitas a Adela, en Playa de Aro, y a Ana María, en San Feliu de Guixols.
Con respecto a Ana María, Ignacio disfrutaba en aquellos meses de una gran ventaja: don Rosendo Sarró, muy ocupado con el volframio y similares, estaba siempre de viaje o al frente de su despacho en Barcelona. Apenas si hacía alguna que otra escapada a San Feliu de Guixols. Ello dejaba el campo libre a la pareja, pues la madre de Ana María había terminado por decirle a su hija: «Conoces mi criterio: creo que te estás precipitando. Pero considero que ya eres mayorcita. Por lo tanto, haz lo que quieras».
La vida de Ignacio en Gerona era intensa. El ritmo lento que el calor había marcado a la ciudad no rezaba para él. La salud del muchacho era tan espléndida que le sobraban energías. Había perdido hasta la costumbre de dormir la siesta. Ahora, después de comer, se dedicaba a escribir cartas. Le había entrado la comezón de la correspondencia, un poco porque descubrió que llegar a casa y oír que su madre le decía: «Hay varias cartas para ti», lo hacía sentirse importante. Rasgaba los sobres con aire disimuladamente solemne, enarcando un poco las cejas. Luego guardaba las cartas en el bolsillo, sin dar explicaciones; a veces se acercaba al balcón del comedor y, pese a las ordenanzas municipales, tiraba los sobres al río.