Manolo, observando que Marta contemplaba el árbol con ceño, ironizó:
—No hagas juicios temerarios, por favor. En el cuarto de los niños hemos puesto un belén como Dios manda…
Ignacio, para decir algo, preguntó por los «reyes magos» de la casa, por los niños, Jacinto y Clara. «Los hemos mandado de compras —sonrió Esther—. Para que no nos den la lata».
Ante la chimenea había una mesa baja, redonda, cuya superficie era un mapamundi.
Minutos después estaban los cuatro sentados en torno. Y mientras Esther, utilizando una campanilla, llamaba a la doncella, Ignacio se puso a mirar el suelo, inspeccionando todos los rincones.
—¿Buscas algo? —le preguntó Manolo, quien tenía a mano, a su derecha, un pequeño tocadiscos.
—Sí, busco a Berta.
—¿A Berta?
Ignacio asintió con la cabeza.
—Era la mascota de Julio García. Una tortuga muy inteligente…
—Ya…
Manolo se interesó por la personalidad del ex policía.
—Un tipo colosal —opinó Ignacio.
—Sí, eso dice todo el mundo —comentó Manolo.
La doncella apareció con el servicio y depositó la bandeja sobre la mesa. Esther, palpó la tetera y luego llenó las cuatro tazas, preguntando a cada uno: «¿Con leche o con limón?». Ignacio, que no había probado nunca el té, lo pidió con limón y le supo a demonios. Pero no dijo nada y, estirando el brazo, tomó dos pastas a un tiempo, de lo cual se arrepintió.
Ignacio había hecho desde el primer día muy buenas migas con Manolo y Esther, y sabía que éstos le tenían en gran aprecio. No obstante, aquella tarde, sin saber por qué, se sentía acomplejado. Tanto, que cuidaba de sus ademanes como si estuviera ante un tribunal. Ni siquiera se había atrevido a pedirle a Manolo que le enseñara el despacho, el bufete en que trabajaba. Sólo había comentado, después de echar una ojeada a los libros de los estantes: «Ortega y Unamuno ¿eh? Te van a meter en la cárcel».
Esther, que parecía de muy buen humor y que jugueteaba graciosamente con su pelo, con su cola de caballo, abrió el diálogo. Primero felicitó a Marta por el vestido que llevó en el Casino, en el baile de gala —«de veras que te sentaba muy bien»— y luego… se dedicó a chismorrear, como hubiera podido hacerlo el mismísimo señor Grote. Menos mal que confesó: «¿Por qué negarlo? ¡Me chifla meterme con la gente!».
Habló de lo ridículo que resultaba que hubieran quitado los desnudos de la exposición de pinturas de la Biblioteca Municipal. El pintor se llamaba Cefe —abreviación de Ceferino— y era un pobre diablo. «Habrá sido cosa del obispo ¿no creéis?». A continuación se refirió a la viuda Oriol. Aseguró que coqueteaba con «La Voz de Alerta». «Eso termina en boda. Y si no, al tiempo». Por fin se refirió a Agustín Lago. «Es un tipo intrigante. ¿Qué opináis? Con sus gafas bifocales, con su aire intelectual… No tengo idea de lo que pueda ser el Opus, pero a juzgar por la vida que lleva ese caballero, debe de ser un batallón disciplinario».
Manolo soltó una carcajada.
—Mi padre me dijo que en Barcelona están a matar con los jesuitas… Pero aquí como el Opus es sólo Agustín Lago…
Marta comentó:
—¡Bueno! Pronto conseguirá adeptos, supongo. Cuando Mateo vino a Gerona no había tampoco más falangista que él.
Llegados a este punto, se produjo el primer quiebro en el diálogo. Manolo enfocó inevitablemente el tema de la Navidad. Tenía unos discos de villancicos que eran una maravilla. «Si queréis, luego oímos alguno».
Ignacio, después de decir que, como todos los años, él acompañaría a su madre a la misa del gallo, comentó que las fiestas de Navidad lo ponían siempre de un triste subido. «No lo puedo remediar. Nunca he podido alegrarme a fecha fija».
Manolo pareció sorprenderse. Marta, en cambio, compartió la opinión de Ignacio.
—Yo también me pongo muy triste por Navidad.
Manolo discrepó. Dijo que tal vez ello les ocurriera porque no tenían hijos. «Si tuvierais hijos…». Luego agregó, como si su propio comentario le hubiera parecido superficial:
—De todos modos, no es obligatorio alegrarse… Navidad es sobre todo amor.
Amor y, si es posible, comprensión…
—¡Monsergas! —protestó Esther, que se había reclinado con estudiada indolencia en su sillón—. ¡Alegrémonos en el Señor! ¡Alegrémonos, que ha nacido el Niño-Dios!
—Bueno, bueno, no te quejes… —contemporizó Manolo, ofreciendo a todos tabaco rubio.
Manolo tenía la costumbre de decirle «no te quejes» a Esther cuando ésta tenía razón.
La fusión en el aire del humo de los cigarrillos de Manolo y de Ignacio tuvo la virtud de dar otro quiebro a la conversación. Manolo, fiel a su costumbre, contó un par de chistes, nada vulgares, a decir verdad y luego, tras de reclamar de Esther otra taza de té, cogió su varita de bambú y se golpeó con ella repetidas veces la puntera del zapato.
A continuación dijo:
—¿Sabéis que estamos muy contentos de nuestra decisión de quedarnos en Gerona?
—¿De veras?
—Pues, sí. A Esther le costó decidirse. Temió que a mí me faltaran clientes y que a ella le sobrara tiempo para aburrirse. Pues bien, ni lo uno ni lo otro. Yo no doy abasto con tanto pleito y ella, con el tenis, el bridge y su afición a colocarme plumitas en el sombrero, se siente feliz.
Esther hizo un mohín.
—¡Bueno! —exclamó— Eso de la plumita es cosa de mi madre. Me escribió desde Jerez diciendo: «¡Procura que todo el mundo se entere de que Manolo es un pavo real!».
Ignacio soltó una carcajada.
—De todos modos, en Gerona habrá siempre más conventos que raquetas…
—¡Hum! —hizo Manolo—. Esther es capaz de alterar el orden de los sumandos.
El clima era tan cordial, que Marta aprovechó la ocasión para preguntarle a Manolo:
—Si no es indiscreción… ¿es cierto que te ocupas de la herencia de los hermanos Estrada?
Manolo asintió con la cabeza.
—Pues sí… Es uno de los pocos asuntos agradables que hasta ahora han llegado a mi bufete.
Intervino Ignacio.
—¿Por qué dices eso? Todo tendrá su interés, ¿no?
Manolo depositó en el suelo la varita de bambú y tomó un sorbo de té.
—No lo creas —contestó—. En general, a un abogado que empieza no se le encomiendan más que pleitos perdidos. Y perder tiene un interés profesional muy escaso, la verdad…
Ignacio se rascó con la uña la ceja derecha.
—¿Querrás creer que no te imagino perdiendo?
Manolo se encogió de hombros.
—¿Pues qué quieres que haga? Multas por estraperlo; multas por escuchar la BBC; colonos a los que sus amos quieren expulsar de la finca; inquilinos urbanos a los que los propietarios les han cortado el gas y la electricidad… ¿Cómo quieres defender eso?
Ignacio preguntó con estupor:
—Pero ¿cómo puede multarse a alguien por escuchar la BBC? ¿Y cómo puede cortársele a un inquilino el gas y la electricidad?
Manolo tuvo una expresión casi cómica.
—De una manera muy sencilla. Colocando en la denuncia la palabra desafecto… El eterno sistema, ya sabes.
Marta, cuya expresión era ahora seria, preguntó:
—Pero ¿y si la denuncia está justificada? Quiero decir, ¿si esos denunciados eran «rojos» de verdad?
Manolo miró con fijeza a Marta:
—Por favor, Marta. En Auditoría quedé harto de esa palabrita…
Esther procuró amenizar la cuestión. Se puso de parte de su marido.
—Manolo lleva razón —dijo—. Pensando en el futuro, es preferible que defienda ahora a los débiles, para que todo el mundo sepa a qué atenerse con él.
Marta parecía sentirse incómoda y Manolo intentó explicarse. Lo normal era que los fuertes abusasen, aprovechándose de la situación.
—Querida Marta, un día me dijiste que, gracias a Dios, en España ya no se hacía política; en mi despacho te darías cuenta de que eso no es verdad… Muchos alcaldes, o ex cautivos, o ex combatientes, se atreven a talar árboles sin permiso; o a instalar un matadero clandestino; o a poner en la leche el cincuenta por ciento de agua… Naturalmente, en todo esto ha influido la guerra europea. Algunos artículos empiezan a escasear y ello ha despertado la ambición —marcó una pausa y añadió—: Es una verdadera epidemia, te lo aseguro. Como el Gobernador no acierte a parar esto, dentro de seis meses media población vivirá del robo.
Marta se escandalizó mucho más de lo que se escandalizara por dentro al ver el árbol de Navidad.
—No lo entiendo —dijo—. Mi impresión es que todo el mundo procura ganarse lícitamente el pan.
Manolo apuntó con el índice a Marta, como siempre que alguien hacía un comentario que era acertado sólo a medias.
—En muchos casos así es. Pero luego hay los aprovechados. El dinero fácil tienta, ¿sabes, Marta?
Ignacio, que escuchaba particularmente interesado —recordaba los comentarios de Ana María sobre «los viajes que su padre realizaba a Madrid»—, inquirió:
—¿Y quiénes son los aprovechados?
Manolo se acarició la barbilla.
—Los hay de dos clases —explicó—. Los que cuentan con mucho dinero; y los que disponen de un teléfono oficial… —Observando que Marta ponía cara de pocos amigos, se dirigió a ella y añadió—: Lo siento, Marta, pero es el pan nuestro de cada día.
Marta protestó. Estaba convencida de que en todo caso «se trataba de incidentes aislados» y de que la buena fe de la mayor parte de los españoles sepultaría todo intento anómalo o de malsano egoísmo.
Manolo negó con la cabeza.
—No te hagas ilusiones, Marta. Y no olvides que tengo algunos años más que tú. Nuestra raza es peligrosa, créelo. Existen personas íntegras como el Gobernador, y como el profesor Civil, y como tu madre… Pero existen también personas que están siempre a la que salta. Y esas personas han encontrado la fórmula: la Sociedad Anónima. Es decir, fundan Sociedades Anónimas, en las que unos ponen el dinero y los otros el teléfono oficial…
Ignacio se echó para atrás en el sillón.
—¡Vaya, vaya! —exclamó—. Conque ¡ésas tenemos!
Esther, viendo el semblante dolido de Marta, le dijo, mirando con simpatía a la muchacha:
—Bueno, no hay que tomarse las cosas a la tremenda. ¿Qué creías, Marta? ¿Que nuestra querida España iba ahora a ser perfecta? Deberías acostumbrarte a aceptar los hechos tal y como se presentan.
Marta no estaba para consejos. Pese a que recordó que el propio Mateo le había dicho: «Como no vigilemos de cerca, se aprovecharán de la guerra los obispos y los terratenientes», no dio su brazo a torcer. Dijo que no era en absoluto cuestión de «aceptar las cosas tal y como se presentasen». El sacrificio había sido demasiado duro para permitir que se volviese a las andadas.
Ignacio, viendo la cara de Marta, entendió que aquello estaba desembocando en un callejón sin salida y decidió cortar.
—De todos modos —dijo—, si no existieran estas cosillas, Manolo tendría que cerrar el bufete, ¿verdad?
—¡Ah, claro! —contestó el aludido—. Todo es cuestión de tiempo. Cualquier día llama a la puerta un mirlo blanco y me da ocasión de lucirme…
Esther, que también quería zanjar el asunto, exclamó:
—¿Lo veis? Lo que quiere es lucirse… Ya salió el pavo real.
Manolo e Ignacio se rieron. Y éste propuso:
—¿No dijisteis que teníais en casa un belén como Dios manda? Me gustaría mucho verlo ¿A ti no, Marta?
Esther aceptó encantada. Se levantó sin más, y una vez de pie, ¡qué hermosa era!, se inclinó para marcarse la raya del pantalón. Seguidamente añadió:
—Cuando queráis vamos al cuarto de los niños.
Todos se levantaron. Marta tuvo que hacer un esfuerzo, pues el diálogo le había dejado mal sabor.
El cuarto de los niños, de Jacinto y Clara, era tan original y agradable que actuó de bálsamo. Juguetes aquí y allá y, en las paredes, pintadas con vivos colores, figuritas representando a los protagonistas de los más populares cuentos infantiles.
¡Ah, el belén! Era rústico y encantador. Lo habían instalado en la mesita de cabecera, entre las dos camas de los chicos. La cueva era de corcho, con la estrella y las figuras de la Virgen, de San José, del asno y del buey. Al fondo montañas, también de corcho, y un caminito por el que avanzaban los Reyes Magos, que todavía quedaban lejos.
Esther tomó al rey negro y dijo:
—Ahí tenéis una muestra de mi arte…
—¿Cómo?
Ignacio tomó la figura en sus manos y le dio varias vueltas.
—Pero ¿tú haces eso?
—¡Aja! Tengo mi pequeño secreto…
Manolo bromeó:
—Sí, un secreto de barro.
Marta había terminado por integrarse al grupo. Por un momento envidió a Esther, persona múltiple. La felicitó por sus dotes de «ceramista». Luego miró con detenimiento aquel cuarto y soñó con tener algún día en «su hogar» otro igual para sus hijos; y tal pensamiento la emocionó.
Regresaron a la sala de estar. Antes Ignacio pidió permiso para ir al lavabo —donde un eficaz desodorante le llamó la atención—, y al reunirse con los demás, otra vez en torno a la chimenea, se encontró ¡con que Esther había encendido una pequeña pipa!
Una pipa… alemana, obsequio del Gobernador.
Aquello dejó fuera de combate al muchacho. Decididamente, Manolo y Esther eran excitantes. Tenían estilo. Ignacio sintió repentinos deseos de ponerse a su altura, de impresionarlos a su vez. Sintió ganas de soltar una de sus parrafadas, pues sabía que, hablando, a veces su cerebro se ponía febrilmente en marcha y que entonces era capaz de establecer también hermosas asociaciones mentales.
Lo difícil era encontrar el tema adecuado. Viendo de reojo el árbol de Navidad se le ocurrió una idea. Dijo que en los países nórdicos, al acercarse el veinticinco de diciembre, se produciría en los bosques de abetos un pánico tremendo. Los pobres árboles debían de saber que llegarían inexorablemente hombres con sierras y hachas, dispuestos a efectuar la gran exterminación.
La fábula no obtuvo el éxito esperado.
—¡Jesús! —exclamó Marta—. Un poco tétrico, ¿no crees?
Entonces Ignacio, que estaba excitado, vio el tocadiscos al lado de Manolo y recordó que éste era un apasionado de la música de
jazz
. Impelido a hablar, efectuó un viraje.
—¿Queréis que os cuente lo que soñé anoche? Pues veréis… Soñé que yo era un
fox
lento… Todo el mundo bailaba a mi alrededor, con calma y ritmo. Y de pronto, mi nariz se convertía en saxofón…