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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (55 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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Por ahí le dolía a María del Mar. Pablito y Cristina estaban en una edad difícil de su desarrollo y se veían bastante desasistidos por su padre. Éste continuaba haciendo viajes a Madrid cada dos por tres —ella sólo quiso acompañarlo una vez, y se aburrió en el hotel, mientras él andaba de uno a otro Ministerio—, yéndose de inspección por los pueblos, y no había día en que no tuviera un funeral por la mañana y una primera piedra o una reunión por la tarde. La vida familiar, reducida al mínimo. Todavía en los primeros tiempos, por la noche había diálogo en torno a la mesa; pero últimamente, aparte las famosas cenas obligatorias, el Gobernador llegaba a casa cuando podía y muchas veces los chicos estaban ya en la cama.

Esa falta de control paterno iba acarreando sus consecuencias, nada agradables en opinión de María del Mar. A Cristina, con sus doce años en sus virginales ojos, le había dado por pavonearse de su posición de privilegio y «del cargo que ostentaba papá». Por eso Pablito tuvo que advertirla mientras entregaba los juguetes a los niños de Auxilio Social. Por eso en el colegio escuchaba los avisos como quien oye llover y aceptaba como la cosa más natural del mundo los constantes halagos de que las monjas la hacían objeto. Y no le daba importancia a nada, porque nada le costó trabajo. Ahora los Reyes le habían traído de todas partes infinidad de regalos y apenas si les prestó atención. «Yo creo —le había dicho María del Mar a Esther— que le regalaríamos un Cadillac de verdad y se quedaría tan tranquila».

En cuanto a Pablito, era el reverso de la medalla. En su fuero interno continuaba rebelándose contra el «exceso de poder» de su padre, contra su impunidad, que intuía más que otra cosa, y ello lo llevaba a irritarse por cualquier bagatela, a desahogarse soñando despierto sueños eróticos y a no llevar con los demás chicos la vida de camaradería que le hubiera correspondido. Él hubiera querido llamarse Pablo, no Pablito. Y se llamaba no sólo esto último sino, principalmente, «hijo del Gobernador».

A ráfagas le daba por hundirse en el estudio, por ensimismarse en los libros; y por tocar la armónica, cada día mejor. Pero había días en que estaba insoportable y queriendo a su madre con amor casi morboso, aunque María del Mar esto se lo consentía de buen grado. De hecho, cuando en el campamento de verano Pablito contestó al test de Mateo escribiendo: «quiero ser un hombre», lo que quiso decir fue esto: «quiero ser yo, yo mismo, y no el hijo del Gobernador». El tema disgustaba al camarada Dávila.

—Está bien, está bien… Procuraré estar más con ellos. Mañana le diré al general Sánchez Bravo que no puedo ir a verlo, que Cristina me necesita.

—Haz lo que quieras, Juan Antonio. Yo continuaré queriéndote lo mismo. Me casé contigo y desde aquel momento te entregué mi vida. Pero repito que nada habré ganado con que no haya huelgas en la calle si por tu culpa nuestros hijos acaban siendo unos desplazados.

Pero los Reyes Magos trajeron algo más… Trajeron algo a escala nacional. En primer lugar, un Mercedes Benz que el Führer alemán le regaló al Caudillo —réplica del que el propio Führer utilizaba y del que anteriormente le había regalado a Mussolini— y que llegó a Barcelona a bordo del vapor Castillo Pueyo. En segundo lugar, la noticia de que España acababa de conseguir, por un azar favorable del destino, la definitiva solución, que bien podía calificarse de mágica, del problema de los carburantes…

Los detalles del hecho, publicados en el Boletín Oficial del Estado y cuyo texto
Amanecer
reprodujo íntegramente, causaron el mayor asombro entre la población.

Tratábase del invento de un sistema para fabricar gasolina sintética. La fórmula provenía de Alemania y había sido ofrecida al Jefe del Estado. Las pruebas realizadas al efecto habían dado resultado positivo. La nueva gasolina estaba compuesta por un setenta y cinco por ciento de agua, un veinte por ciento de plantas de fermentación y un cinco por ciento de un elemento desconocido, «que era la base del sensacional descubrimiento realizado por el ingeniero Albert Eider von Filek». Con ello España ahorraría anualmente una incalculable cantidad de divisas y la primera fábrica se levantaría cerca del río Jarama, en los términos municipales de Coslada y Barajas.

Amanecer
añadía, trascribiendo la nota del Boletín Oficial del Estado, que la gasolina en cuestión «era de color verdoso, que proporcionaba una llama más blanca que la gasolina, pero que no hacía humo y que su olor era agradable». ¡Esplendidez de los Reyes Magos! El general Sánchez Bravo creyó estar soñando y leyó
Amanecer
tres veces consecutivas. El Gobernador se abstuvo de opinar, al igual que su chófer y secretario, el camarada Rosselló, experto en automóviles. Igualmente, en el
Casino de los Señores
, el Jefe de Obras Públicas declaró, encogiéndose de hombros: «Si esto es así, España se colocará en cabeza de la técnica mundial y yo le regalaré a mi mujer un abrigo de visón».

Por descontado, España, como queriendo corresponder de alguna manera a esos obsequios «importados», ofreció también algo al exterior. Se lo ofreció a una nación que por aquellas fechas era considerada hermana: Finlandia, cuya lucha contra Rusia proseguía heroicamente. Sí, España, a través de la Acción Católica, envió a Finlandia, con destino a los fieles practicantes de este país, un espléndido cargamento de vino y otro de cera. Vino español para la consagración en la misa y cera española para que en los altares de las iglesias de Finlandia pudieran llamear los cirios. Era una ayuda simbólica, que en cierto modo venía a compensar aquel batallón de voluntarios al que quiso alistarse Mateo y que no llegó a organizarse. En esta ocasión, al leer la noticia nadie se tocó la nariz en señal de escepticismo. La idea era un hecho hondo y conmovedor. Alfonso Estrada, presidente de las Congregaciones Marianas, enamorado de Sibelius y buen conocedor de las leyendas finlandesas, le dijo a Pilar, en la oficina de Salvoconductos: «Verás cómo ese vino de las cepas españolas y cómo esa cera de nuestras abejas hacen retroceder a los rusos hasta Leningrado».

El último presente que trajeron los Reyes Magos fue una leve nevada. Blancos copos cubrieron por unas horas la ciudad, sepultando y embelleciendo las formas más familiares a los gerundenses. El ángel decapitado que coronaba el campanario de la Catedral se encapuchó, como lo había hecho en 1933. Pero pronto la nieve se derritió y el termómetro dio un bajón feroz. La cuesta de enero se convirtió en cuesta de hielo. Las familias utilizaban mil ardides para sacarles partido a las estufas y a los braserillos de que el Gobernador había hablado, pues no pasaban de un par de docenas las casas en que había calefacción. «Esto es la Siberia», decía la gente, ignorando que en Moscú la mujer de Cosme Vila empleaba las mismas palabras. Las oficinas que disponían de calentadores eléctricos, entre las que se contaba la de Telégrafos, se consideraban protegidas de los dioses. En la cárcel se produjo una explosión de sabañones, que afectó incluso a los hermanos Costa, pese a que una hada bienhechora envió a éstos guantes más sólidos que los que Carmen Elgazu le regalara a Paz. Los que redimían penas por el trabajo, ahora en la ampliación del cementerio y en la reparación de la vía del tren de Olot, soplaban en sus manos y hasta en el pico y la pala. Las noches eran por todo ello tan milagrosas, que no sólo el general Sánchez Bravo se emborrachaba de felicidad contemplando el firmamento, sino que incluso los serenos, venciendo la rutina, miraban de vez en cuando hacia lo alto sintiendo que aquello era hermoso.

Tantas fueron las piernas rotas y tantos los brazos fracturados que llegaron al Hospital, que el doctor Chaos decidió, un poco para congraciarse con quienes le andaban a la zaga desde que dio sus heterodoxas conferencias en la Cámara de la Propiedad, ser el Rey Blanco de sí mismo y ofrecerse una Clínica Particular, la Clínica Chaos, imitación, a escala gigantesca, de la consulta privada que había abierto su amigo el doctor Andújar. El agnóstico cirujano, que por lo visto disponía de fortuna personal, dio las órdenes oportunas para el acondicionamiento y puesta a punto de un edificio que el doctor Rosselló, en tiempos, quiso destinar a tal fin, en una zona tranquila, cerca del Estadio de Vista Alegre. Por supuesto, el nuevo establecimiento sanitario contaría con toda clase de servicios, incluido el de maternidad.

El doctor Andújar lo felicitó por su decisión.

—Realmente, es una magnífica idea. En Gerona hacía falta una clínica así y solucionarás incluso el problema de algunos médicos jóvenes que quieren licenciarse del Ejército. Tendrás un gran éxito y te resarcirás de las condiciones en que te ves obligado a trabajar en el Hospital.

—Sí, pero tendré que traerme de fuera el personal subalterno. Las monjas no me gustan, ya sabes. Y estoy dispuesto a pagar lo que sea para contar con un buen anestesista.

—¡Oh, claro! El anestesista es el alma del quirófano.

—El alma no sé. El alma, tal vez sea el enfermo; pero desde luego es una de las piezas clave.

Capítulo XXIX

El Gobernador no se bañaba en agua de rosas. Cruzaba, ¡a qué negarlo!, una etapa difícil. Sus disputas con María del Mar lo desasosegaban, como es natural, aunque estaba habituado a ellas y sabía que su esposa no cambiaría, que su único afán era renunciar a toda actividad pública y regresar a Santander. Pero él estaba decidido a continuar en la brecha, precisamente porque, pese a la inauguración de los comercios, al auge de la provincia en muchos aspectos y a la laboriosidad de sus habitantes, hechos que no se podían negar, ocurrían a su alrededor cosas que no le gustaban ni pizca. Cosas que a lo mejor no hubieran ocurrido en Almería si lo hubieran destinado allí; o por lo menos, no en igual medida.

Resumiendo, el Gobernador no estaba ciego y cuando preguntaba: «¿No te ilusiona todo esto?», se refería más bien al futuro que al presente. Sí, tenía plena confianza en el porvenir de España y no compartía las dudas del doctor Chaos respecto a la calidad de la raza, que juzgaba inferior a las llamadas nórdicas. Su fe en la eficacia del Movimiento Nacional era insobornable. Sin embargo, tenía plena conciencia de que todo cuanto Manolo y Esther decían sobre la creciente ola de inmoralidad que azotaba la provincia, era verdad.

Muchos factores se habían confabulado para que tal situación se produjese: las necesidades de la posguerra; la dureza de aquel invierno; la guerra internacional. Esta última cortaba de raíz las fuentes de suministro que hubieran podido hallarse en otros países. Nada podía llegar por la frontera francesa. Y en cuanto al mar, era un mar plagado de minas magnéticas y de buques de vigilancia, hasta el punto que los pocos mercantes españoles que iban a América, en uno de los cuales viajaba Sebastián Estrada, hermano de Alfonso, habían sido pintados con los colores de la bandera nacional, para que su neutralidad fuera reconocida y respetada.

De modo que el racionamiento impuesto por la Delegación de Abastecimientos y Transportes, donde trabajaban el señor Grote y Pilar, iba haciéndose cada día más riguroso, con la consiguiente alarma del vecindario y el aumento de la especulación. Ya
Amanecer
dedicaba entera la segunda página a reseñar las consabidas instrucciones: hoy reparto de arroz; mañana, de garbanzos; pasado mañana, de alubias. Prácticamente todo estaba intervenido, incluso el material óptico, y se había creado un organismo denominado Servicio Nacional del Trigo para controlar la distribución de la harina y la elaboración del pan. Para la circulación de determinados productos se expedían guías especiales. Se hablaba de la cebada como sucedáneo del café, de suerte que, en el Nacional, el camarero Ramón gritaba ya: «¡Un exprés de cebada!». Escaseaban el tabaco y el azúcar. En resumen, se había vuelto a una situación que distaba mucho de parecerse a la del período «rojo», pero que obligaba a las amas de casa a hacer toda clase de equilibrios. Los hados adversos habían decretado que la abundancia, que la maravilla de los escaparates rebosantes de artículos de toda índole, durara sólo unos meses. Manolo y Esther habían dicho: «Como el Gobernador no pare esto, media población vivirá del robo». La hipérbole apuntaba certero. Ahora bien, ¡qué difícil ponerle remedio! La Policía y la Guardia Civil se mostraron dispuestas a colaborar, pero hubieran sido necesarios tantos ojos como estrellas tenía el firmamento de enero. La guerra había enseñado a las gentes mil argucias para ocultar lo inocultable y para valorizar escandalosamente cualquier mercancía.

El Gobernador optó por añadir, al clásico sistema de las multas, el del bochorno público: hizo estampar en el periódico el nombre y los apellidos de los infractores. Pero no había forma de detener el alud. Cada día la lista de nombres era más numerosa y cada día era más audaz el ingenio de quienes querían amasar dinero a toda costa. Los tenderos sisaban; los joyeros compraban joyas procedentes de requisas de la guerra; los fabricantes de embutidos utilizaban carnes residuales; los constructores de viviendas ponían más arena que cemento; había quien acaparaba la calderilla; se adulteraban el alcohol… y hasta los tubos de inhalaciones. Los campesinos, los payeses, volvían a adueñarse de la situación. Querían comprar bañeras, objetos lujosos y aparatos de radio.

Las familias residentes en la ciudad, sobre todo en Gerona y Figueras, tenían que arrodillarse, ¡otra vez!, ante ellos. De nuevo la venganza del surco contra el asfalto. El Gobernador quería asegurar por lo menos el suministro del pan y del aceite, por considerarlos artículos básicos, pero no conseguía evitar las más extrañas mezclas. Por otra parte, aumentaron en forma insospechada los rateros. Gerona recibió una oleada de gitanos y gitanas, que robaban la ropa tendida en las azoteas y los cepillos de las iglesias. Aparecieron también infinidad de «traperos». Al principio, actuaban aisladamente, cada cual con su carrito; pero pronto surgió un almacenista al por mayor —¡el patrón del
Cocodrilo
!— que dirigió las operaciones. Alquiló dos grandes locales en el barrio, en los que una docena de mujeres, con un pañuelo cubriéndoles la cabeza, seleccionaban el cobre, la lana, el papel… Una anciana medio bruja, llamada Rufina, que hasta entonces había andado por el monte recogiendo hierbajos, se convirtió en la pieza maestra de este negocio de discriminación. La apetencia de los traperos se intensificó de tal forma que muy pronto, sin dejar de husmear en los montones de basura, se decidieron lisa y llanamente por robar: robar neumáticos, artículos de cuero, cañerías de plomo y hasta lavabos…

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