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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (56 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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Fueron unos meses duros, durante los cuales el Gobernador no pudo menos de recordar las advertencias del profesor Civil y del notario Noguer, al regreso de la Cerdaña, cuando él, entusiasmado por el recibimiento de que fue objeto, afirmó que el pueblo catalán era sentimental, tocado de infantilismo, y que debía gobernarse con sentido paternalista. «Los gerundenses —había objetado el profesor Civil— despertarán pronto de su beatitud y entrarán en un período de rabiosa ambición». «Mi impresión —había corroborado el notario Noguer— es que este espíritu de colaboración que encuentra usted ahora, es esporádico. ¡No querría decepcionarlo! Pero considero que la tarea de usted va a ser más compleja que la de mecer un niño en la cuna». El Gobernador, evocando estas palabras, barbotó: «¿Por qué habrá estallado, precisamente ahora, esa guerra europea? ¿Por qué?».

El Gobernador, decidido a actuar, empezó por practicar detenciones. Al dueño de un colmado de la Rambla, colmado La Inmaculada —denominación que desagradaba a Carmen Elgazu—, le fue descubierta una despensa repleta de géneros intervenidos, y el hombre ingresó en la cárcel. También fue detenido un funcionario del Servicio Nacional del Trigo, que se había convertido en el hombre de paja de un arrocero de Pals que se dedicaba a moler clandestinamente. Fue detenido el contable de Auxilio Social, hombre de confianza del profesor Civil, al que éste sorprendió en combinación con un importante mayorista de cereales. El comisario Diéguez, con su clavel blanco en la solapa, se dedicó a recorrer los trenes nocturnos y descubrió latas de aceite en la barriga de mujeres aldeanas que simulaban estar encinta. Etcétera. Todo ello originaba una desagradable situación, pues tales detenidos eran mezclados en la prisión con los reclusos políticos, los cuales los sometían a toda clase de vejámenes.

«La Voz de Alerta» sugirió una medida que al pronto encandiló al Gobernador y a Mateo: ofrecer a los denunciantes el cuarenta por ciento del importe de las multas. El ensayo resultó desabrido. Personas comúnmente sensatas deseaban sorprender en falta al prójimo. Se dieron casos de hermanos que se denunciaban entre sí. Un limpiabotas de la Rambla, llamado Tarrés, gracias a su fino oído, se enteraba de muchas anomalías y denunciaba. También el barbero Raimundo sucumbió a la tentación. Mitad por ambición, mitad por halagar a las autoridades, organizó una red de espionaje, compuesta en gran parte por mujeres del barrio y por chiquillos.

Ah, no, no todo era fervor patriótico en la ciudad y provincia, y las fogatas en las montañas escoltando el paso de los restos de José Antonio parecían quedar lejos. La noche era lo peor. De noche circulaban por los senderos los carros y las bicicletas, y hombres con sacos a la espalda. Eran bultos dedicados al estraperlo. De noche se apilaban las mercancías en los sótanos y en las buhardillas, y los avaros contaban el dinero. El notario Noguer, que contemplaba este despliegue como desde un palco, le decía a su mujer, con acento un poco cansado: «El país no tiene remedio».

Poco a poco la situación fue agravándose. Brotaron extrañas organizaciones, a veces sin nombre, a veces bajo el respaldo de una agencia. Agencias que se ofrecían para «facilitar» toda clase de documentos, desde células de empadronamiento hasta carnets de conducir. Algunas llegaron a garantizar que sacarían de la cárcel a tal o cual detenido. Una de ellas. Agencia Rojas, distribuyó por la comarca individuos con uniforme que obligaban a la gente timorata a comprar retratos patrióticos de Franco, de José Antonio, del general Mola… Y una empresa de pompas fúnebres tuvo la feliz idea de alquilar ataúdes para el trasiego clandestino de materias intervenidas. La Agencia Gerunda, bajo la dirección de la Torre de Babel y de Padrosa, se abstuvo de momento de toda acción ilegal, pero su asesor jurídico, Mijares, de la CNS, que tenía tres hijos, empezó a preguntarse hasta cuándo resistirían a la tentación. ¡Las posibilidades eran inmensas y su hoja de servicios le permitiría en muchas ocasiones obrar impunemente!

Sin embargo, lo que mayormente alarmaba al Gobernador eran las Sociedades Anónimas de que Manolo habló con Ignacio y con Marta. El jefe de Policía, don Eusebio Ferrándiz, le confirmó la existencia de firmes alianzas entre hombres de negocios y «peces gordos». ¡Ah, claro! ¿Es que la codicia iba a ser privativa de los limpiabotas de la Rambla y del dueño del colmado La Inmaculada!

El jefe de Policía descubrió que la Tejero, S. A., oficialmente dedicada a fabricar papel, no era sino un centro de contrabando que «importaba» desde agujas de gramófono hasta recambios de bicicleta y medicamentos. Los contrabandistas que utilizaba la Sociedad eran hombres del Pirineo que durante la guerra se habían dedicado a pasar gente a Francia. Hombres que conocían los vericuetos y que contaban con la ayuda de los pastores y de los habitantes de las masías. También utilizaban maquinistas de los trenes que llegaban asmáticamente —a veces, transportando a Ignacio— hasta la frontera.

Con todo, el descubrimiento más sensacional de don Eusebio Ferrándiz, quien desde que perdió a su hija en el accidente del Collell no se explicaba que la gente sucumbiera a tan burdas apetencias, fue el del funcionamiento interno de la llamada Constructora Gerundense, S. A. La Constructora Gerundense, S. A., cobró en cuestión de unos meses tal auge, que su brillo eclipsó a las demás. Podía decirse que ninguna actividad, ninguna transacción posible, escapaba a su ojo de cíclope. Su red se extendía coherentemente por toda la provincia, desde los pueblos fronterizos del interior hasta el litoral. Su especialidad era la expropiación de terrenos para edificar viviendas, y la adjudicación de subastas. Pero de hecho sus tentáculos lo abarcaban todo, sin excluir la fabricación de yeso y la recogida de alambre de espino.

El sistema de que se valía la Constructora Gerundense, S. A., era el de «lo toma o lo deja», sistema posible gracias a que el talonario de cheques de que disponía su administrador, un individuo oscuro, ¡qué había pertenecido a Izquierda Republicana!, era inagotable.

El Gobernador no acertaba a comprender cómo se las arreglaba la Constructora Gerundense, S. A., para salirse siempre con la suya. La Plaza de Abastos la había construido la Sociedad. El acondicionamiento de la Clínica Chaos lo llevaba a cabo la Sociedad. De la restauración de muchos templos se había hecho cargo la Sociedad, así como del tendido de muchos puentes. Sin contar con que en el transcurso del mes de febrero, y como por arte de magia, el Estado le adjudicó a un precio irrisorio más de sesenta viejos vagones arrinconados en las vías muertas de la estación.

El jefe de Policía hacía cuanto estaba en su mano para pillar en falta a la organización; jamás conseguía probarle nada al margen de la ley.

Hasta que, de pronto, el comisario Diéguez se enteró de que la Constructora Gerundense, S. A., había llevado a cabo la más audaz de las operaciones: la compra de una formidable partida de material de guerra anticuado, inservible, procedente del Ejército, de los Parques de Figueras y Gerona, material «destinado a chatarra». Dicho material no salió siquiera a subasta. Pasó a ser patrimonio de la Constructora Gerundense, S. A., sin que ningún competidor tuviera opción.

El expediente abierto en esta ocasión por el comisario Diéguez, del que se decía que había seguido unos cursillos con la Gestapo, dio el siguiente resultado: los componentes de la Sociedad eran, ni más ni menos, los hermanos Costa, el coronel Triguero y el capitán Sánchez Bravo… Ahora bien, ninguno de los cuatro figuraba con su nombre: los hermanos Costa estaban representados jurídicamente por sus esposas y el coronel y el capitán lo estaban por dos ex brigadas jubilados. ¡He ahí el resultado de aquellas conversaciones sostenidas en verano, en una mesa de la Rambla, por el jefe de Ignacio y el hijo del general! ¡He ahí por qué el chismoso señor Grote decía siempre, al verlos juntos: «¡Me gustaría saber qué se traen entre manos!».

El Gobernador se decidió a actuar sin pérdida de tiempo. Sin embargo, la papeleta no era fácil. Los estatutos de la Sociedad eran normales y los había redactado un abogado de Barcelona. De momento, optó por llamar a su despacho a su viejo amigo el coronel Triguero. La entrevista fue dura, sin concesiones. Como había dicho Marta: «No es cuestión de volver a las andadas».

El Gobernador, en cuanto tuvo enfrente al coronel, lo invitó a sentarse y le dijo:

—Creo que lo mejor es que vayamos al grano. Lo que voy a decirte no tiene nada que ver con el Servicio de Fronteras, que lo llevas muy bien. Se trata de tus actividades… marginales. De tus andanzas en la esfera de los negocios. Me veo en la necesidad de recordarte que perteneces al Ejército y que esto trae consigo la más absoluta incompatibilidad.

El Gobernador había supuesto que el coronel Triguero negaría su participación, dado que actuaba en la sombra. Pero no fue así. El jefe de Ignacio hizo como que espolvoreaba la pechera de su uniforme y replicó, con calma:

—¡Apuesto a que ves visiones! Todo está en regla…

—Lo sé —admitió el Gobernador—. La Sociedad de que formas parte es legal. Pero eso no importa. No puedo permitir que colabores con ella, que te aproveches de tu condición.

El coronel Triguero no se inmutó.

—Que yo sepa —dijo—, no está prohibido aspirar a tener una casita con jardín.

El Gobernador optó por la línea recta.

—En ese caso, la cosa es fácil: pides la baja del Ejército y te vistes de paisano —marcó una pausa y añadió—: De no ser así, vas a salir malparado…

El coronel Triguero, sevillano de origen, sonrió. Su seguridad era tal que se hubiera dicho que disponía de una baza escondida que en cualquier momento podía poner en un aprieto al Gobernador. Y no existía tal baza. Simplemente, era un amoral. A raíz de la guerra había decidido «darse la gran vida». Éste era el consejo que le había dado a Ignacio, una y otra vez, en el Servicio de Fronteras y el que lo inducía a esconder en su coche abultados paquetes en sus viajes de Perpignan a Figueras.

El Gobernador perdió su habitual compostura. Sus gafas negras parecieron dos grandes discos que dijeran:
stop
. En la mesa del despacho brillaba todavía el falso teléfono amarillo con el que, cuando recibía algún pelmazo, simulaba hablar directamente con Madrid. El coronel Triguero le dijo:

—No te excites. Te comprendo muy bien… De todos modos —añadió—, en tu caso cuesta muy poco acusar a los demás. Quiero decir… que resulta fácil ser honrado cuando se poseen, como tú, miles de cabezas de ganado en la provincia de Santander…

El Gobernador, entonces, súbitamente, recobró la calma. Se levantó y dio unos pasos por el despacho, contraído el abdomen. Se acordó efectivamente de su tierra, del señorío de su familia, que era rica, pero que siempre obró no sólo de acuerdo con la ley sino de acuerdo también con los postulados de equidad y comprensión.

—Siempre has sido envidioso —habló el Gobernador—. Eres el clásico hombre lleno de concupiscencia, que para desahogarse desprecia cualquier principio de buena crianza.

—Estás exagerando —contestó, sin perder la calma, el coronel—. ¡Lees demasiados libros de psicología! No hay más que lo que te he dicho: quiero una casita con jardín y que la mujer que cuide de él no sea siempre la misma… —Luego agregó—: Y no te las des de santón. Yo me dedico a comprar, legalmente, chatarra y otras cosillas; tú te dedicas, legalmente, a ser un virrey. Hasta los acomodadores de los cines se arrodillan cuando tú entras. Estamos en paz. Son las ventajas de haber ganado la guerra.

El Gobernador, al oír esto, sentóse de nuevo y, pegando un puñetazo en la mesa, dijo: «¡Basta!». El coronel entonces se levantó. Ni siquiera le dirigió una mirada de desafío. Encogió los hombros como si se encontrara ante un chiquillo que no comprendía las cosas y luego, esbozando un breve saludo militar, dio media vuelta y se retiró.

El camarada Dávila lo vio marchar y se sintió confuso. Una vez más lamentó haber dejado de fumar, no poder darle con la palma de la mano al mechero de yesca que utilizaba Mateo. Pensó en el doctor Chaos; también, y sin saber por qué, en el director del Banco Arús, Gaspar Ley, cuya sonrisa recordaba la del coronel. Pensó en las promesas que el Movimiento Nacional había hecho a los humildes y en Pablito, su hijo.

Le invadió un sensible malestar. Le vino a las mientes una frase de Hitler que había leído una noche en el frente, en víspera de una operación importante: «El hombre, cuando está solo, es más fuerte». Llamó al conserje y le ordenó que hasta nuevo aviso no quería ser molestado. A los pocos minutos reaccionó y, estirando el brazo, lo acercó al teléfono de verdad… al teléfono negro que tenía a su derecha.

Con todo, la escena más violenta fue la que, con pocas horas de intervalo, tuvo lugar entre el general Sánchez Bravo y su hijo. El general se enteró por el propio Gobernador de lo que estaba ocurriendo y citó a su hijo, el capitán Sánchez Bravo, precisamente en la Sala de Armas, donde antaño cruzaban irónicamente sus espadas el coronel Muñoz y el comandante Martínez de Soria.

El general llevaba ya muchos días sintiendo un vivo descontento por el comportamiento de su hijo. De hecho, no sabía qué hacer con él. En su trato social era de una manera; en casa, de otra. Su madre lo había mimado siempre demasiado y él había correspondido despreciándola, considerando a doña Cecilia un ser mediocre, desbordado por las prebendas de que disfrutaba. Se mofaba de sus eternos sombreros y collares y de que enviara al asistente Nebulosa a guardarle turno en la peluquería de señoras. Eso le parecía a él mucho más delictivo que comprar a precio irrisorio viejos vagones de ferrocarril… En cuanto a su padre, el general, lo consideraba un hombre casi perfecto, sin tacha, pero monolítico y corto de alcances. Le hacía gracia verlo mirar por el telescopio en busca de cielos insondables. Por supuesto, admiraba su competencia en el terreno profesional; pero, identificado con las teorías del coronel Triguero, decía de él «que no sabía vivir la vida».

El general se enfrentó con su hijo, al cual ordenó que se cuadrara y escuchara inmóvil lo que iba a decirle. Le recitó el capítulo de acusaciones. Le habló de las partidas de póquer, de su afición a la bebida, de sus excursiones al barrio de la Barca.

Por último, se detuvo especialmente en la compra del material de guerra usado.

—En resumen —dijo—, vas a renunciar inmediatamente a tu intervención en esa Sociedad. ¿Entendido?

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