Ha estallado la paz (57 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Ha estallado la paz
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El capitán Sánchez Bravo, presidente del Gerona Club de Fútbol, que llevaba el pelo cortado a cepillo, al estilo alemán, simuló asombrarse.

—¿Qué te ocurre, papá? Yo no figuro en ninguna Sociedad.

—Me da igual. Sé que tienes parte en esa Constructora y que pones a su servicio tu influencia.

—¿Mi influencia?

—Sí, la influencia de tu uniforme.

El capitán Sánchez Bravo parpadeó. Luego miró las tres estrellas de su bocamanga.

Luego, las medallas que le relucían en el pecho.

—Hice la guerra, papá… Cumplí como los buenos y como tú me enseñaste. ¿He de vivir el resto de mi vida con la paga de capitán? Estoy cansado de comer rancho.

El general puso cara apoplética.

—¡Habráse visto! Te mandaré al calabozo…

El capitán Sánchez Bravo no perdió la serenidad.

—Escucha, papá, por favor… No te excites. Intenta comprender. No me mezclaré en ningún negocio turbio ni me dedicaré a la trata de blancas. Pero no veo por qué no puedo tener amigos…

—¿Amigos? ¿A eso le llamas tener amigos? ¿A liarte con diputados rojos que cumplen condena y con putas del barrio?

—Desenfocas la cuestión, papá… A mi edad… se tienen caprichos.

—¡Basta ya! Renuncia a esa Sociedad.

—Te repito que no formo parte de ella.

El general juntó los pies.

—No te moverás del cuartel hasta que yo te lo ordene.

Dio media vuelta y se fue.

El capitán Sánchez Bravo, al quedarse solo, torció el gesto. Se quedó pensando un buen rato, mirando los tejados de Gerona a través del ventanal. Luego miró los escudos de armas y las banderas.

Súbitamente, le invadió una indefinible tristeza. Menos curtido que el coronel Triguero, la actitud de su padre le había impresionado. Por un momento recordó su formación castrense, puesta a prueba a lo largo de toda la campaña y rubricada con dos cicatrices. Cuando la terrible batalla de Teruel, en la que soportó los veinticinco grados bajo cero, sin que se le helara el espíritu, él mismo hubiera gritado «¡ladrones!» a quienes hubieran osado hablar de pasar factura más tarde. Y ahora, obsesionado por la vida a flor de piel, caía en la trampa, en tanto que otros muchos oficiales, si bien perdían un poco el tiempo jugando, vaso en mano, interminables partidas de cartas o de dominó, eran honestos y, por supuesto, incapaces de hacer nada que manchase la victoria obtenida con las armas.

Claro que el coronel Triguero opinaba que «la guerra era la guerra, pero que la paz era la paz» y que lo que les ocurría a los hombres como el general era que «les bastaba con exhibir su fajín de mando en los cuarteles».

El capitán Sánchez Bravo, presidente del Gerona Club de Fútbol, se pasó la mano por la frente. Sudaba. Le temía a su padre y le parecía estar oyendo a su madre, doña Cecilia, cuando se enterara de lo ocurrido: «Pero ¿es cierto, hijo, que te dedicas a comprar trenes? ¿Por qué, en vez de esas tonterías, no te buscas por ahí una buena chica, sabiendo la alegría que con ello le darías a tu madre?».

¡Cuánto costaba tomar una decisión! Porque en el fondo, lo que más lo emborrachaba no eran ni el alcohol, ni las mujeres, ni el afán de ganar dinero; lo que le emborrachaba de veras era la sensación de poder. La seguridad de que alguien supiera que él, el capitán Sánchez Bravo, formaba parte de la Constructora Gerundense, S. A., bastaba para concederle a ésta todas las facilidades. ¡Incluso algunos árbitros de fútbol se impresionaban al saber que él era el presidente del Club!

Decidió tomarse la cosa con calma. Se sentó, sin abandonar la Sala de Armas, y encendió un pitillo. Debía reflexionar.

Pasó por allí Nebulosa, el asistente. Lo llamó y le pidió que le limpiara las polainas, mera excusa para hablar con alguien.

El asistente obedeció y pronto se arrodilló a los pies de su capitán. Entonces éste le preguntó:

—Dime, Nebulosa. ¿Por qué no te licencias? ¿O es que piensas quedarte en el Ejército?

El asistente hizo con la cabeza un expresivo movimiento.

—¿Qué voy a hacer, mi capitán? Me temo que no sirva ya para otra cosa…

—Ya… ¿Y tu pueblo? ¿No lo echas de menos?

—Ya no me tira el campo… Me he acostumbrado a esto —marcó una pausa—. Estoy bien aquí, con el general.

El capitán sonrió.

—Puedes llegar a sargento. O a brigada…

—¡Ojalá!

El capitán Sánchez Bravo se repantigó en el asiento. Le gustaba pensar mientras le limpiaban las polainas.

—¡Ay, Nebulosa! Lo que yo daría por estar en tu lugar, para tener tan sensatas aspiraciones…

—¡Qué cosas dice usted, mi capitán!

* * *

En casa de los Alvear se planteó, con motivo de la escasez alimenticia, un problema de conciencia. Pilar, en su condición de empleada de la Delegación de Abastecimientos, disfrutaba de un reparto especial, que colmaba con creces las necesidades de la familia.

¿Era lícito aceptar aquello?

Estaba visto que nadie era perfecto… Los Alvear aceptaron el trato de favor, sin discutir siquiera el asunto. A lo más que llegaron fue a ceder una parte a la familia de Burgos, que lo pasaba muy mal. Ignacio se sintió algo decepcionado al respecto, especialmente pensando en su madre, Carmen Elgazu. «Muchas novenas a Santa Teresita, pero doble ración que los demás».

Tal vez fuera perdonable… Tal vez Carmen Elgazu obrara cuerdamente. Carmen Elgazu deseaba por encima de todo que no les faltara nada ni a Matías, menos fuerte que antes, ni a los chicos, ni al pequeño Eloy, que con eso de jugar al fútbol y crecer desmesuradamente, no conseguía verse saciado.

Carmen Elgazu, por otra parte, se dio cuenta de que se avecinaban días todavía más difíciles y se dedicó a sobornar maliciosamente a los dueños de los comercios vecinos, obsequiándolos, gracias a don Emilio Santos, con cigarros habanos procedentes de las secretas reservas de la Tabacalera.

Pero no paraba ahí la cosa. Inesperadamente se produjo un acontecimiento que hubiera podido resolver con mayor holgura aún el problema alimenticio de la familia. El mismo día en que el general Sánchez Bravo arrestó a su hijo, «La Voz de Alerta» por mediación de Mateo, le propuso a Matías ser concejal del Ayuntamiento.

Matías se quedó estupefacto… y rechazó. «¿Yo concejal? Pero ¡qué entiendo yo de política! El alcalde está loco».

Pilar se irritó.

—¿Lo ves, papá? Así no hay manera… Nos quejamos de que la gente no es honrada. Y te ofrecen un puesto a ti, que sabrías serlo, y rechazas. ¿No crees que tu obligación sería colaborar?

Matías negó con la cabeza, mientras se acercaba a la radio y la ponía en marcha, para escuchar como todas las noches la BBC de Londres.

—No insistas, hija. No me veo yo en las procesiones con chaqué y subiendo luego a Palacio a besarle el anillo a Su Ilustrísima…

Capítulo XXX

Las últimas noticias que Jaime, poeta y ahora librero de ocasión, subrayó en
Amanecer
, fueron las siguientes:

«El coronel Beigbeder, comisario español en Marruecos, ha dirigido un mensaje deseando prosperidad a todos los pueblos islámicos».

«El Gobierno español proyecta dar gran impulso a la cría del gusano de seda».

«Churchill ha declarado, a raíz de la guerra ruso-finlandensa: Todo el mundo puede comprobar que el comunismo hace abyecta el alma de los pueblos».

«En la colección de fieras del Retiro, de Madrid, ha muerto de frío el oso polar que figuraba en él, considerado como una de las piezas más valiosas».

«El valor cívico se demuestra desenmascarando ante la autoridad al propagador de bulos».

«Existe el proyecto de invitar a los trabajadores a volar, por turnos, en trimotores de los que intervinieron en la Cruzada, para que se familiaricen con el paisaje de España».

«Se ha reanudado la fabricación de papel de fumar en las fábricas de Alcoy».

«El Führer ha dicho: Si el mundo estuviera lleno de demonios, los venceríamos».

Por fin Ignacio obtuvo la licencia. Colgó definitivamente el uniforme. En el último viaje que hizo a Perpignan buscó a Canela por todas partes sin dar con ella. Se trajo para España, como siempre, un montón de cartas que le entregaron los exilados, al objeto de que las echara en el buzón de Figueras, sorteando con ello la censura. Ignacio cumplió su promesa y, como en anteriores ocasiones, al hacerlo le pareció que llevaba a cabo una obra humanitaria.

En Figueras se despidió de Nati y de las demás mecanógrafas, obsequiándolas con cajas de bombones, y estrechó la mano del coronel Triguero. Éste, que le había tomado afecto, le dijo:

—¡Apuesto a que cuando seas abogado defenderás a los pobres!

—No lo sé, mi coronel… Es pronto para hablar de eso.

—Te molestaba la vida militar, ¿verdad?

—Pues, sí… No puedo negarlo.

—¡Bah! También tiene sus ventajillas…

—No lo dudo.

—¡Bien! Dale recuerdos al Gobernador…

—Así lo haré.

—Buena suerte, muchacho.

Ultimo viaje de Ignacio, de Figueras a Gerona, en el tren renqueante de la frontera.

Llegada a casa, felicitaciones, ¡ducha! Al ducharse, le pareció que se desembarazaba de una vez para siempre de los esquís, del fusil y de aquellos soldados aragoneses que se pasaron la guerra hablando de mujeres y de vacas. Se presentó al Gobernador… pero no para transmitirle los saludos del coronel Triguero, sino para darle cuenta de su nueva situación.

—Muchas gracias, camarada Dávila. En realidad, estos meses han sido de descanso, gracias a ti.

—¡Huy! No te hagas ilusiones. Ahora tendrás que trabajar de firme.

—Sí, es verdad.

Trabajar de firme había de consistir principalmente en prepararse para los exámenes de junio. Faltaban cuatro meses escasos. Ignacio sabía que dichos exámenes serían también «patrióticos», pero no en el grado en que lo fueron los de octubre. Así, pues, era preciso estudiar… Pero, además, necesitaba ganar dinero. ¿Dónde? ¿En Sindicatos? ¿En la oficina de Ex Combatientes? ¿En la agencia de la Torre de Babel…?

El conflicto se le resolvió por sí solo y de la mejor manera. Manolo le propuso: «¿Por qué, en esos meses que faltan, no te vienes ya a mí despacho? Sólo por las mañanas y cobrando una pequeña remuneración. Después de junio, ya con el título en el bolsillo, te impondré la placa de pasante y estudiaremos las condiciones definitivas».

¡Albricias! Ignacio no supo qué decir. Estrechó con fuerza la mano de Manolo.

—No sabes lo que eso significa para mí. ¡Muchas gracias!

Por su parte, el profesor Civil se avino a darle dos horas diarias de clase, de siete a nueve de la noche —Mateo, absorbido por la Falange, renunció hasta nuevo aviso—, y el resto del tiempo podría dedicarlo a estudiar.

Cabe decir que la buena voluntad del viejo profesor y de Manolo lo ayudaron muchísimo en la ardua tarea de adaptar su ánimo a la vida civil… Porque el cambio no era fácil. Instalarse de nuevo en el piso de la Rambla lo desconcertó y, sobre todo, cargó sus espaldas con una gran responsabilidad. En efecto, ahora no podría ya achacar sus caprichos, los espasmos de su carácter, al hecho de estar movilizado. Ahora el futuro dependía de él, de su comportamiento y de su sentido del deber. Dependía de él aprobar; corresponder a la confianza que le había otorgado Manolo; y modernizar un día la oscura cocina en que su madre se quemaba las pestañas.

Todo salió a pedir de boca. El profesor Civil, que cuando daba clases se sentía rejuvenecer, se tomó con tal entusiasmo la tarea de enseñar a Ignacio, que éste se contagió. Contagio que buena falta le hacía, dado que el muchacho, como era de suponer, había olvidado por completo el poco Derecho aprendido antes de la guerra. Por fortuna, él puso de su parte la mejor voluntad. Había perdido el hábito de los libros; pero se sentía fuerte, conseguía concentrarse y no le importaba, esta vez, de verdad, tener la luz encendida hasta las tantas. El calendario era un reto —junio estaba allí mismo—, pero en casa todos le decían: «Aprobarás. No te quepa duda. Aprobarás».

Tocante al despacho de Manolo, había de constituir para él un estímulo todavía mayor. No sólo porque entre sus paredes empezó a familiarizarse con el léxico de la profesión, sino porque le dio ocasión de comprobar que ésta le gustaba. Ah, sí, los «casos» con que Manolo se las había a diario, y que por supuesto no se referían sólo a multas y a desahucios, despertaron su curiosidad. Ignacio se dijo a sí mismo que el esfuerzo compensaba. Dióse cuenta de que ser abogado era un poco ser médico y confesor; siempre y cuando se obrase con recta intención. Porque cada pleito era un enigma y cada cliente una intimidad que se abría. Por otra parte, ¡qué buen estilo tenía Manolo! Manolo aplicaba a la abogacía su sentido de alegría y riesgo, compatible, por lo demás, con la minuciosidad, y ello le daba resultados sorprendentes. Por si fuera poco, en el despacho había, en calidad de ayudante, un vejete que se sabía de memoria los áridos volúmenes del Aranzadi y que era un ejemplo a imitar. Este vejete, llamado Nicolás, le decía siempre que los sumarios disciplinaban la mente, porque no sólo obligaban a alinear —y a valorizar— los datos, ¡sino a tomar en última instancia una decisión! Tomar una decisión… ¿No era éste el supremo objetivo que Ignacio debía proponerse? Así lo creía Esther, quien cada mañana, con tenacidad digna de encomio, entraba sonriendo en el despacho a saludar a Ignacio para preguntarle si le apetecía una taza de café y para repetirle incansablemente, al igual que en el piso de la Rambla: «Aprobarás».

Ignacio, sensible a esas manifestaciones de afecto, afrontó con noble ímpetu la nueva etapa que se abría ante su vida. A veces, claro, se descorazonaba, pues algo superior a él le roía por dentro, manteniéndolo pese a todo en un estado de perpetua incertidumbre. ¡Ay, su empeño de razonar lo de por sí irrazonable! ¿No sería un francotirador, un ente solitario y marginal, puesto que era incapaz de entusiasmarse por una determinada organización? Poseía el carnet de Falange, pero no asistía a ningún acto. No se sentía a gusto en las Congregaciones Marianas, pese a la seducción personal del padre Forteza. La Acción Católica se le antojaba empírica, sosa. ¡No le gustaba el fútbol! ¿Qué le ocurría? Por suerte, el doctor Chaos, a quien conoció en casa de Manolo con motivo de redactar éste los estatutos de la Clínica Chaos, le dijo algo que le animó: «No te apures, muchacho. Tu inconformismo demuestra una cosa: que quieres ser tú y no otro, que no naciste para formar parte del rebaño».

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