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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (108 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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—Todo es subconsciente, ¿comprendes, Ana María? Nos movemos por impulsos ignorados, como esa agua que viene de lejos. Por impulsos que no son nuestros, que no nos pertenecen. A ti, por ejemplo, te asusta el viento. Lo he notado; a mí, por el contrario, me gusta. ¿Por qué será? Algún antepasado tuyo se vería envuelto en una galerna o en un huracán… A mí, como sabes, me dan asco los mariscos… Hay aquí algo oculto, remoto… Debes leer a Freud. ¡Y preguntarle qué son los sueños! Por cierto, ¡si te contara lo que soñé anoche! Oh, sí, todo tiene un significado, incluso esa voracidad que nos invade a veces al ver una tostada de pan untada con mantequilla…

San Feliu de Guixols estaba hermoso porque los pescadores, en los bancos del paseo del Mar, tomaban el sol y miraban el rizado del agua más allá del puerto y la Punta de Garbí, intentando profetizar el tiempo que haría. Ignacio decía que los pescadores miraban raramente al cielo, o que sólo lo hacían como orientación, con un sentido funcional. Lo que les interesaba de veras era el mar. «Los que miran al cielo son los campesinos, la tierra, la tierra escueta y parda, es terriblemente inexpresiva. Es mucho más expresivo el mar».

Una nota desagradable en el mar de San Feliu de Guixols: el balandro de don Rosendo Sarró. Se lo habían construido durante el invierno, de acuerdo con sus instrucciones. Allí estaba, como una bandera, como una admonición. Blanco, con unas franjas encarnadas. Un poco como si fuera de la Cruz Roja… Se llamaba Victoria.

—¿Por qué le pusisteis ese nombre? Debía llamarse Ana María…

—No, Ana María no le pega a un balandro. Aunque Victoria tampoco me gusta. No sé…

—Yo sí lo sé… —decía Ignacio—. Tu padre le puso un nombre autobiográfico.

Ana María se reía. Aquel verano había mucha más gente que el anterior.

Amistades de Ana María y de los padres de ésta. Ignacio fue presentado a ellas. Todavía Ana María no se atrevía a decir: «Mi novio…», o «mi prometido…» Decía: «Os presento a un amigo… Ignacio Alvear».

El nombre gustaba a las amigas de Ana María. Y les parecía bien que fuera abogado y que tuviera el pelo negro y unos ojos que perforaban las cosas. Ahora bien, ¿y su familia? ¿De qué familia era? Porque Ana María rehuía, durante la semana, salir a solas con otro muchacho…

—Su padre es funcionario de Telégrafos.

Los pensamientos de las amistades de la familia Sarró retrocedían. Pero a Ana María no le importaba. «Son señoras cursis. Y mis amigas, niñas bien…» Ana María era valiente, lo era su amor. Lo era tanto, que la chica se había puesto a estudiar mecanografía y taquigrafía con el objeto de ayudar a Ignacio una vez casados. Su madre le había comprado una máquina portátil y se pasaba un par de horas cada tarde tecleando. Y tres veces a la semana iba a clase de taquigrafía con un esperantista de San Feliu, un hombre que escribía a una velocidad increíble. «Como siga usted así, pronto escribirá más de prisa que yo». Ignacio se sentía conmovido por aquella prueba de buena voluntad.

—Es lo menos que puedo hacer. Porque no puedo estudiar Derecho Romano, ¿verdad? Soy ya vieja para eso…

Ana María gozaba con cualquier cosa. Bailando sardanas, desde luego. Trenzaba los pasos con gracia singular. Y se miraban haciendo signos de aprobación. También gozaba mucho saliendo de paseo en bicicleta con Ignacio. Ana María tenía una bicicleta rutilante, último modelo. Ignacio se veía obligado a alquilar una, vieja y torcida, de manillar alto y ridículo, pero que servía para la ocasión.

A veces, pedaleando, pedaleando, llegaban hasta Playa de Aro… E incluso hasta Palamós. El asfalto y la brisa incitaban a su juventud a esforzarse. «¡Ana María… espérame! ¡Que yo llevo un cacharro!». «¡Nada de eso…! ¡Demuestra que hiciste la guerra!».

Claro que se lo demostraba… De pronto le daba alcance en cualquier tramo solitario de carretera y entonces se apeaban y se sentaban en la cuneta y se besaban.

Nada más. Ignacio respetaba a la muchacha de forma tal, que Ana María se lo agradecía. «Te lo agradezco, Ignacio…» Ignacio no podía decirle que a quien debía agradecérselo era a Adela.

Era un verano espléndido, sin apenas nubes. Y eso que Ignacio, puesto en guardia a raíz de su conversación con Manolo, procuraba adivinar cuáles podían ser, más adelante, los motivos de roce con Ana María.

Poca cosa. Encontraba escasas discrepancias. Alguna vez Ana María le reñía porque no le interesaban la música, ni el teatro, ni el ballet. Ignacio se preguntaba si aquellos baches de educación llegarían a tener tanta importancia como el vaho en los espejos del baño y como un dolor en la tercera vértebra. Tal vez sí. Tal vez sí. Manolo no hablaba nunca gratuitamente. De todos modos, ¿existía algún matrimonio perfectamente sincronizado, aun perteneciendo a la misma clase? Sus padres, Matías y Carmen, no estuvieron nunca de acuerdo en la manera de educar a los hijos. La cuestión era saber soportarse. ¿Soportarse? ¿Cómo era posible que utilizara ya este verbo, si las bicicletas estaban allí, esperando a su juventud, y el asfalto era gris, pero cómodo, y la brisa mecía a sus espaldas los cañaverales?

Ana María reflexionaba también por cuenta propia. Sobre todo en la playa, por las mañanas. Lo que más le preocupaba de Ignacio, aparte de la inestabilidad emotiva, crónica, del muchacho —de repente éste parecía ponerse una careta y era capaz de cualquier desplante, por simples ganas de mortificar—, eran sus dudas religiosas. Los domingos por la mañana iban a misa y él asistía a ella distraído, pensando en las musarañas. En ocasiones adoptaba incluso una postura irónica. Y cuando el párroco soltaba alguna barbaridad, lo que ocurría a menudo, le daba un codazo y le decía: «Eso es una idiotez».

Lo malo era que Ignacio parecía estar documentado en heterodoxia… Porque Ana María tampoco aceptaba de la religión una serie de costumbres externas, anacrónicas. Y la molestaban la intolerancia y la excesiva seguridad. Pero había algo para ella sagrado, tan sagrado como para el profesor Civil: los Evangelios… Pues bien, ahí radicaba precisamente el punto de fricción. Ignacio no le ocultaba que de un tiempo a esta parte los Evangelios le parecían contradictorios. Que algunos, como el del «sagaz administrador», no los comprendía. Y que era muy difícil saber a ciencia cierta lo que Cristo dijo, puesto que Cristo habló en arameo —como Teresa Neumann, la estigmatizada, cuando estaba en trance— y la Iglesia no ofrecía sino traducciones. A menudo, traducciones de traducciones…

—¿Qué significa, en arameo, espíritu? ¿Lo sabes tú…? ¿Y hombres de buena voluntad? ¿Y la palabra Padre? ¿Y la palabra cielo? ¿Qué quiso dar a entender Jesús cuando dijo: «si no os hicierais semejantes a los niños no entraréis en el reino de los cielos»? ¿Que hemos de renunciar a nuestra madurez?

Ana María sufría.

—Pero ¿por qué has de torturarte así? Doctores tiene la Iglesia, ¿no te parece?

—Sí, claro… Pero ¿quién me garantiza que esos doctores han avanzado más que yo?

—¡Por Dios, Ignacio! ¡No hables así!

Ignacio procuraba tranquilizarla.

—Ana María, pequeña…, no te preocupes. No he perdido la fe. No creo perderla nunca. Te amo a ti y amar es ya creer en Dios… Lo que ocurre es que aspiro a ser religioso de una manera más consciente. ¡Sí, ya sé lo que vas a decir! ¡Vas a decir que quiero un Dios a mi medida! No se trata de eso. Más bien se trata de lo contrario. Presiento que Dios es mucho más grande de lo que quieren hacernos creer, de lo que nos han dicho hasta ahora. ¡Bueno! Dejemos eso por hoy… ¿Sabes lo que me hace falta? Confesarme… Esta semana me confesaré con el padre Forteza y el próximo domingo oiré la misa, toda la misa, de rodillas. ¿Vale? Bien… Pues vamos a celebrarlo. Vámonos al rompeolas a ver el mar…

* * *

El 31 de agosto ocurrió en San Feliu de Guixols algo chusco. Un comerciante de harinas fue obligado por el Fiscal de Tasas, don Óscar Pinel, a pasearse todo el día por las calles con un cartel que rezaba:

«He tratado de estraperlar cinco mil quilos de harina a Auxilio Social. Soy un sinvergüenza».

La gente se desternillaba de risa. Ignacio y Ana María, por el contrario, miraron a aquel hombre con una mezcla de confusos sentimientos. Ignacio no podía olvidar las palabras de Manolo: «Antes de un año tendremos que habérnoslas con tu futuro suegro…» Y Ana María pensaba también en su padre, en frases aisladas que le había oído por teléfono.

El hombre del cartel representaba unos cincuenta años. Al parecer era un propietario de Castillo de Aro, que poseía varios molinos. Tenía aspecto campesino; pero miraría poco al cielo, era de suponer… Se le veía tan angustiado, que daba pena.

¡Cinco mil quilos de harina a Auxilio Social!

—Vámonos… Eso me crispa los nervios.

—A mí también.

Se fueron a contemplar escaparates. A Ana María le gustaban las perfumerías. En una de ellas leyeron un letrerito que decía:

No se pinte los labios. Avívelos con Marilú.

Es un consejo Pimpinela.

—¿Quién es ese Pimpinela? —preguntó Ignacio, mirando con fijeza a los labios de Ana María, sin pintar.

Ana María se rió.

—Un fabricante-filósofo, que conoce a las mujeres más que tú…

Anocheció en San Feliu de Guixols. Ignacio y Ana María entraron en un café, que les recordaba el del Frontón Chiqui, de Barcelona. Hablaron de la guerra. Ambos deseaban, pese a todo, no sólo que Mateo saliera con bien de la aventura, puesto que ésta no tenía ya remedio, sino que llegara a Moscú.

—Entre los alemanes y los rusos, nos quedamos con los alemanes, ¿verdad?

Ana María guardó como siempre en el pequeño bolso el envoltorio de los terrones de azúcar, para su colección.

—De acuerdo…,
monsieur
Voltaire.

A continuación la chica añadió:

—Y hablando de Moscú… ¿Cuándo nos casamos?

Ignacio hizo un guiño expresivo.

—¡Voy a decírtelo!: el día que me guste la ópera…

Ana María se santiguó.

—¡Jesús! Voy a quedarme para vestir santos…

Capítulo LX

Las primeras cartas que se recibieron de los voluntarios de la División Azul las recibieron Gracia Andújar e Ignacio. Ambas las firmaba
Cacerola
.

Cacerola
le contaba a Gracia Andújar, su madrina de guerra, que se encontraba bien, lo mismo que los demás compañeros, en el campamento de Grafenhwor, en Alemania, en la región de Nuremberg. El general que iba a mandar la División, general Muñoz Grandes, había llegado ya al campamento. De momento ocupaban el tiempo adiestrándose, haciendo ejercicios de tiro… y jugando con las barajas que les regalaron al pasar por Vitoria. No sabían cuándo partirían para el frente ruso. La población alemana los había recibido maravillosamente. Él,
Cacerola
, vivía en la pura gloria, pues siempre había deseado conocer otras tierras. «De momento lo único que desearía es que me mandases una fotografía tuya, para tenerla en la tienda y poder mirarla siempre que quiera». Gracia Andújar fue en seguida al fotógrafo, pasando antes por la lujosa Peluquería Dámaso, dispuesta a satisfacer el primer deseo de su ahijado, de quien Ignacio le había dicho: «Es el corazón más puro que he conocido. El único peligro que corres es que antes de tres meses te pida que te cases con él».

La carta dirigida a Ignacio, firmada también por
Cacerola
, estaba precisamente fechada el 18 de julio. Era una carta nostálgica, recordando los tiempos de Esquiadores. «Lástima que no estés aquí, Ignacio. ¡Aprendí tanto a tu lado! Cada vez me doy más cuenta de lo triste que resulta ser ignorante. Muchos camaradas se ponen a hablar de cosas que no entiendo. Algunos chapurrean ya algunas palabras en alemán. Yo no conozco más que una:
Verboten
, que al parecer significa prohibido. Confío en que Mateo conseguirá que me pongan de cocinero, que es para lo que sirvo, aunque aquí hay que cocinar con mantequilla y todo el mundo preferiría el aceite. He conocido a una chica alemana que se llama Hilda… ¡Bueno, no se lo digas a Gracia Andújar! Adiós, Ignacio. Te escribiré otra vez cuando pueda».

La carta siguiente llegada a Gerona era de Sólita. Iba dirigida a su padre, don Óscar Pinel, Fiscal de Tasas. Era muy escueta y rezumaba tristeza. Sólita decía que había hecho amistad con otra enfermera, llamada María Victoria, «que era precisamente la novia de José Luis Martínez de Soria». «Es una muchacha de gran vitalidad, que me ha tomado mucho afecto. Está un tanto asustada porque no sabe siquiera poner inyecciones y aquí hay que vacunar a todo el mundo; pero su alegría es contagiosa, lo que me hace mucho bien. Yo me defiendo lo mejor que puedo, aunque me encuentro todavía un poco desconcertada. ¡Ha sido un cambio tan brusco! ¿Y tú, cómo estás! ¿Y el general? Dale muchos recuerdos. Y escríbeme pronto y cuéntame cómo te las arreglas sin mí…»

También mosén Falcó, al asesor religioso de Falange, escribió al señor obispo notificándole que la vida religiosa en el campamento de Grafenhwor era muy intensa, «con muchas comuniones en las misas de los domingos».

Por supuesto, Pilar se llevó la palma en cuestión de recibir cartas. Mateo le escribió cuatro en quince días. La primera decía así:

Espero que, pese a tu disgusto, te dignarás leer esta carta, que te escribo con todo mi cariño. Y espero también que andando el tiempo comprenderás que no tenía opción y que hice lo que debía. Y que más tarde, cuando todo haya pasado y me encuentre otra vez a tu lado y al lado de nuestro hijo, del hijo que esperamos…, te enorgullecerás de que tu marido haya tomado parte en esta nueva Cruzada contra el comunismo.

Aquí me he encontrado con otros muchos camaradas también casados. Y he comprobado, hablando con ellos, que no todas las mujeres han reaccionado como tú.

Las hay que fueron las primeras en alentar a sus maridos a que se alistaran. Uno de estos camaradas, con el que he hecho buena amistad, que se llama Olano, tiene un hijo ¡de cinco meses! Y aquí está… Desde luego, mucho más feliz que yo.

No puedo negarte que tu comportamiento me ha afectado como pocas cosas en la vida. Me resultará difícil olvidar que ni tan sólo quisiste ir a despedirme a la estación.

Pero no dudo que reflexionarás y que cambiarás de actitud. Yo, entretanto, tengo tu fotografía en la cartera y no me acuesto nunca sin contemplarte un buen rato y sin darte un beso muy fuerte.

Me dijiste que me comprenderías si yo fuera militar… ¿No te das cuenta de que ser de Falange es formar parte de una Milicia, es decir, que en el fondo es lo mismo? ¿Qué diferencia hay entre llevar el uniforme caqui o la camisa azul? Uno y otro convierten las cuestiones patrióticas en cuestiones de honor.

Adiós, Pilar… Y hasta siempre. Te abrazo con todo mi amor.

MATEO

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