—Eso significa que empieza a haber disciplina… Porque, antes, en verano, en los Ministerios no quedaba nadie.
El Gobernador le notificó también la inminente sustitución del Delegado Provincial de Sindicatos y los elogios que había oído respecto al Ministro de Trabajo, Juan Antonio Girón. El general se encogió de hombros. Era evidente que todo cuanto pudiera hacer el Sindicato, por vertical que fuese, le tenía sin cuidado. Referente al Ministro de Trabajo, al que sólo conocía por las fotografías de los periódicos, preguntó:
—¿Está usted seguro de que es un hombre competente?
—Seguro, mi general…
—Me alegra oírle decir eso…
El segundo tema tratado fue el de la guerra. Ahí el general se despachó a gusto y satisfizo cumplidamente los deseos del Gobernador de conocer su criterio.
Por supuesto, el general Sánchez Bravo se mostró completamente de acuerdo con la tesis sostenida por el Caudillo en su discurso del 18 de julio —el discurso registrado por Cosme Vila y sus camaradas— según el cual «los aliados estaban vencidos».
—No tienen nada que hacer —afirmó el general, con una contundencia que impresionó al Gobernador—. La máquina alemana es implacable. Stalin lo sabe y por eso reclama que los ingleses abran un segundo frente en Noruega, en Francia… o en las Islas Canarias. Pero ¿qué puede hacer el viejo Churchill? Aguantar nada más. Pedirles a las amas de casa inglesas que entreguen toda la cacharrería que tengan, para construir aviones, y hasta arrancar las verjas de las casas. E intensificar los bombardeos. Pero nada de eso impedirá el avance hacia Leningrado por el norte, hacia Moscú por el centro y hacia Odessa por el sur. Los partes de guerra cantan, ¿no es verdad, mi querido amigo Gobernador? Hitler se prepara para el asalto a la capital soviética —aquel día me emborracho yo, se lo juro, imitando a mi hijo una vez en la vida…— y por el Sur ha llegado ya a Nicolaief. Por cierto: ¿ha visto usted el último número de la revista «Signal»?
El Gobernador negó con la cabeza.
—Lo tengo en el despacho, pero no lo he hojeado todavía…
—Pues véalo usted cuanto antes. En Nicolaief los generales soviéticos han lanzado al combate incluso a los dementes, a los locos. Y a muchachos de quince y dieciséis años. ¿Sabe usted lo que eso demuestra? Pues muy sencillo. Que se encuentran en la misma situación que los rojos aquí, cuando la batalla del Ebro…
El Gobernador preguntó:
—¿Qué importancia le da usted a la reunión que han celebrado Roosevelt y Churchill en el Atlántico, a bordo de ese misterioso crucero norteamericano?
El general siguió mostrándose contundente.
—Con vistas al resultado final, ninguna. Pretenden extender más aún el área de la guerra, eso es todo. Por eso Inglaterra ha ocupado Abisinia, en África; el Irán, en el Próximo Oriente, y por eso se oponen a la petición japonesa de establecer bases en Indochina. Pero repito que se trata de simples maniobras de dispersión, que ya en nada pueden influir.
El Gobernador insistió:
—¿Y el «general invierno»? ¿No puede ser una dificultad? La Sección Femenina ha empezado a confeccionar abrigos para los voluntarios de la División Azul…
El gobernador militar de Gerona hizo un nuevo gesto negativo.
—No creo que sean necesarios. La conquista de Moscú se está perfilando y ello será un golpe definitivo. Tan definitivo, que Stalin deberá rendirse y marcharse a Siberia, en compañía de «La Pasionaria» y adláteres.
Al general le gustaba de vez en cuando decir adláteres, no sabía por qué. También le gustaba decir «tutti contenti».
Llegados ahí, el Gobernador se sirvió un poco más de coñac y abordó el último tema, el que afectaba directamente a su labor al frente de la provincia.
—¿Me permite, mi general, que le haga una consulta? Mejor dicho, ¿que le pida un consejo?
—No faltaría más…
—Muchas gracias… —El Gobernador, contra su costumbre, se arrellanó en el sillón—. Usted sabe que tenemos en Gerona a ese tal Mr. Collins, el cónsul inglés. Hay que reconocer que, aparte de sus sonrisitas, se comporta correctamente. El coronel Triguero —y me permitirá usted que toque madera al pronunciar este nombre— me asegura que Mr. Collins hasta ahora se ha ocupado exclusivamente en atender a los refugiados de su país, o del Canadá, que llegan heridos, o sin dinero, o faltos de documentación. O sea, que se ha limitado a lo que atañe a su cargo. Pues bien, tengo la impresión de que no podría decir lo mismo del cónsul alemán, Paul Günher, y de los agentes alemanes que se hospedan aquí, en el mismo hotel que Mr. Collins. En otras palabras, le diré que el comisario Diéguez ha llegado a la conclusión de que en su mayoría son agentes de la Gestapo y que pretenden sonsacarles, a dichos refugiados extranjeros, datos que puedan ser de interés para la política alemana.
El general irguió el busto, como el doctor Gregorio Lascasas cuando oía hablar de Lutero o de los enciclopedistas.
—¿Está usted seguro de lo que dice?
El Gobernador paladeó con lentitud su segunda ración de González Byass.
—Me temo que sí… Y la verdad es que no sé si debemos darles facilidades… o lo contrario —Marcó una breve pausa—. Eso es lo que he querido consultarle a usted.
El general reflexionó. Estaba muy lejos, en ese instante, de decir «tutti contenti». Por fin sentenció:
—Nada de facilidades… Opóngase usted a esta intromisión. La actuación del Caudillo en Hendaya nos dio la pauta: España ha de conservar su independencia. ¡Brrr…! —El general se levantó y dio unos pasos por la habitación—. Una cosa es enviar a Rusia una división de voluntarios y otra cosa permitir que en nuestro territorio uno de los países beligerantes, aunque sea amigo, se dedique al espionaje.
El Gobernador se mordió el labio inferior.
—¿No cree usted, mi general, que podríamos encontrar la manera de ayudar a dichos agentes alemanes…, sin que la cosa trascendiese?
El general se plantó, delante de su interlocutor.
—¡De ningún modo! Sería demasiado expuesto… Mr. Collins es inglés, y si algo tienen los ingleses es olfato… —La actitud del general era rígida—. Es de todo punto necesario evitar que ese hombre pueda presentarle a su Gobierno una queja justificada en contra nuestra.
El Gobernador se quedó meditabundo. Comprendió las razones del general. España tenía sus compromisos con Inglaterra, entre los que no era el menor una deuda de varios millones de libras esterlinas… Marcó una pausa y por fin dijo:
—De acuerdo, mi general. Procuraré zanjar el asunto… No va a ser fácil, pero lo procuraré.
El general lo miró con fijeza.
—Es una orden —le dijo.
El resto de la conversación fue intrascendente. El Gobernador, sabiendo que la pregunta halagaría al general, le preguntó cuándo se pondría la primera piedra de los nuevos cuarteles, tan necesarios.
—Muy pronto… —contestó el general—. El día 1 de octubre. Hemos tenido la suerte de que la viuda de don Pedro Oriol nos haya regalado unos solares espléndidos, al lado de la estación de Olot. Y la empresa
Emer
, con la que he firmado ya el contrato, nos ha puesto un precio razonable. —El general añadió—: Desde luego, hay que reconocer que en Cataluña existen también buenos patriotas…
En aquel momento abrió la puerta, sin llamar antes, el capitán Sánchez Bravo. Por lo visto se había escapado de la vigilancia de Nebulosa. Al ver al Gobernador se detuvo en el umbral y dijo:
—¡Oh, perdonen ustedes! No sabía que estuvieran aquí…
El general, cambiando de expresión, miró a su hijo con indisimulable cariño.
¡Estaba ahora tan contento con él!
—Pasa, hijo… El Gobernador y yo hemos hablado ya de todo cuanto teníamos que hablar.
El capitán Sánchez Bravo, que llegaba de la Barbería Dámaso, sonrió y entró en el despacho, cerrando luego la puerta tras sí.
—¿Qué tal por Santander, Gobernador? —preguntó, en tono cordial.
El Gobernador adoptó frente al capitán una actitud reservada, que no le pasó inadvertida al general.
—¡Bien! Aquello ha empezado a resurgir… —Seguidamente añadió, en tono irónico—: Precisamente el general me estaba diciendo ahora que también las empresas constructoras de aquí se muestran activas… y razonables.
El capitán Sánchez Bravo no se inmutó. Miró la botella de coñac. Le faltaba la copa correspondiente para poder utilizarla.
—Efectivamente… —dijo, al cabo—. Ayer estuve visitando las obras de la nueva cárcel, en Salt. Están casi terminadas. Quedará muy bien. Muy confortable.
El Gobernador, que se había levantado, parecía dispuesto a marcharse. No obstante, viendo que el capitán llevaba en la mano un ejemplar de El Mundo Deportivo, le preguntó, en tono tan irónico como el de antes:
—¿Qué tal se presenta la nueva temporada de fútbol, capitán?
—¡Oh, excelente! —contestó el hijo del general—. El Barcelona nos ofrece tres de sus jugadores reservas a cambio de Pachín…
El general miró a su hijo con expresión cómica.
—¿Quién es ese Pachín? —preguntó.
El capitán sonrió.
—¿Es posible que no lo sepas, papá? Pachín… Nuestro delantero centro… Licenciado hace un mes, por más señas.
El general barbotó:
—Ese fútbol…
El Gobernador, que había ido acercándose a la puerta, decidió por fin despedirse.
—Mi general —dijo—, le ruego que me ponga a los pies de su esposa. ¡La recordamos mucho! —El general inclinó la cabeza—. Capitán, mucha suerte… —El capitán Sánchez Bravo, sin dejar de sonreír, inclinó la cabeza a su vez.
En cuanto el Gobernador hubo salido, el general se volvió hacia su hijo y le preguntó:
—¿Qué mosca os ha picado a los dos? Parecíais perro y gato…
El capitán se dirigió hacia la botella de coñac.
—Nada, papá. Nos gusta bromear.
Llegó el otoño a paso de tortuga. El verano se resistió a morir. Todavía los rayos del sol doraban las fachadas, pero a la noche refrescaba y, según el general, experto en la materia, numerosas estrellas se eclipsarían para no reaparecer ya hasta la primavera.
Fue un final de septiembre ventoso. Los hilos telegráficos silbaban; Goering, el perro del doctor Chaos, estaba nervioso; los árboles en el bosque se encrespaban como pidiendo el milagro de la lluvia que haría brotar setas, algunas de ellas, venenosas.
Desaparecieron los carritos de helados. Las farmacias anunciaron toda suerte de remedios contra el catarro, y el aprensivo Marcos compró en una de ellas tres cajitas de pastillas del doctor Andreu, con el pretexto de que dejaban buen sabor de boca. En
Amanecer
volvieron a publicarse los anuncios de los sucedáneos del carbón. Los maniquíes en los escaparates de confección se pusieron abrigos y bufandas. La Andaluza comentó: «La cuesta de octubre es mala. Luego, con las Ferias —si no hay inundación—, la cosa vuelve a animarse».
Todo el mundo regresó a Gerona, a imitación del Gobernador y familia. Adela fue la primera. Sola en el piso, de pronto estiraba los brazos como desperezándose, ahíta de felicidad, frente a una fotografía de Playa de Aro. Su instinto tenía memoria.
Manolo, tal como estaba previsto, fue a Jerez de la Frontera, pasó allí tres días justos y regresó con los chicos, con Esther… y con la madre de ésta. La madre de Esther, familiarmente conocida por Katy, se empeñó en ir a Gerona. «Puedo quedarme con vosotros hasta Navidad. Aunque si os molesto, me echáis…» A Manolo, que no se llevaba muy bien con su elegante suegra, porque era muy entremetida y de talante pesimista —Manolo decía de ella que lo que más le gustaba eran los funerales—, le pareció que Navidad estaba al final de los tiempos… Pero sonrió y dijo: «¡No faltaría más!».
Ignacio conoció a la madre de Esther. Y le dijo a Manolo:
—Mi querido jefe, creo que tus escapaditas nocturnas se han terminado, hasta nueva orden…
—¡Oh, desde luego! —exclamó Manolo, acariciándose la barbita.
El doctor Chaos regresó también. Ese año no se había ido a ningún hotel de la Costa Brava. Se fue a las Islas Baleares, llevando incrustado en la mente el consejo que le diera el doctor Andújar: «Intenta con otro tipo de mujer distinta de Sólita, más joven y de formas más suaves». El doctor Chaos hizo todo lo contrario: claudicó. Se lió, en Palma de Mallorca, con un marino de veinte años, que le aceptó incluso dinero. De ahí que su vuelta a Gerona llevara el signo del bochorno personal. Porque además se había dado cuenta de que un cambio se había producido en él, de que ya no cedía impunemente a su anormalidad. Se había quedado en tierra de nadie. Por suerte, en Gerona se encontró con que la Clínica rebosaba de enfermos y el trabajo le ocupó muchas horas. Aunque en el quirófano, sin Sólita —¿qué estaría haciendo ésta en Rusia?—, se sentía desamparado.
El doctor Andújar lo llamó e insistió:
—Debes procurar curarte. ¡Hazme caso! ¡Prueba con otra mujer!
Nada que hacer. A los pocos días el doctor Chaos encontró en Gerona su nuevo efebo: un soldado del mismo pueblo que Nebulosa, al que sus compañeros llamaban «la Rosarito».
«La Voz de Alerta» y Carlota regresaron dos días más tarde que el doctor Chaos.
Regresaron de Puigcerdá tostados por el sol de la montaña y, apenas reinstalados en la casa, Carlota le planteó a su marido el problema de la esterilidad. «La Voz de Alerta» no tuvo más remedio que someterse a una minuciosa exploración en la consulta del doctor Morell, quien diagnosticó que el alcalde necesitaba de una ligera intervención quirúrgica.
—¿Está usted seguro, doctor?
—Completamente.
—¿Y quién puede encargarse de eso?
—El doctor Chaos.
¡Por los clavos de Cristo! «La Voz de Alerta» se negó en redondo.
—De ningún modo. Iré a Barcelona…
Carlota lo miró comprensiva.
—De acuerdo, cariño. Donde tú quieras. Pero que sea pronto…
Días después regresó Agustín Lago.
Agustín Lago, aparte unos días de descanso en Altea, donde se dedicó a respirar aire puro y a leer a García Morente, lo que le fue muy provechoso, decidió recorrer el Sur, Andalucía: Granada, Jaén, Sevilla y, por descontado, el litoral, desde Almería hasta Huelva. Huelva lo acongojó, especialmente por las condiciones en que trabajaban los mineros de Riotinto y porque le dijeron que por allí había leprosos. ¡Leprosos en España! Pero lo que más lo impresionó fue la desértica tierra almeriense. Pensó que Almería era un pedazo de África que, en alguna noche de pesadilla geológica, se desgajó de aquel continente, Dios sabría por qué.