Al regreso se detuvo en Barcelona, a instancias de Carlos Godo. ¡Qué inteligente hombre! Afirmaba que en los años próximos la arquitectura sufriría un cambio profundo, bajo la presión del crecimiento demográfico —las guerras terminaban un día u otro— y de la necesidad de emplear material más barato. También afirmaba que Agustín Lago vivía en Gerona demasiado solo… y que por esta razón, además del deber apostólico y del deber profesional, le urgía atraerse allí algún amigo para el Opus Dei.
«Hemos de ensanchar nuestro campo, Agustín. Y nuestra vida personal es corta…»
Agustín Lago llegó a Gerona con esta idea en la cabeza. ¡Atraerse un amigo para la Obra! A lo primero pensó en Alfonso Estrada, presidente de las Congregaciones Marianas; pero Alfonso Estrada se había ido lejos, a Rusia… ¿A quién podría dirigirse, pues? Evocó unos cuantos nombres: el ex alférez Montero, Miguel Rosselló, Mijares, Ignacio Alvear… ¡Ah, cuan difícil era abrir brecha! El Opus Dei exigía mucho y daba poco. Era una suerte de compromiso directo entre el alma, la persona y Dios.
Ignacio había llamado la atención de Agustín desde el primer momento. Pero, entre todos, parecióle el más inabordable. ¡Bueno, tal circunstancia no lo amilanó! Todo lo contrario. Era una suerte de reto… estimulante. Y la Gracia estaba ahí, esperando. ¡Si consiguiera captar al muchacho! Sería el tipo idóneo para iniciar la cadena.
Agustín Lago decidió: «El Señor, cuando lo considere oportuno, me indicará el modo de llamar a su puerta».
Decidió eso, por cuanto de momento le había salido al paso una íntima dificultad: la sirvienta de la pensión, que se había dado cuenta de que Agustín se estremecía al verla y que, muy coqueta, le preguntaba a diario: «¿Le he hecho bien la cama al señorito?».
Latigazo de la carne. Lección de humildad. Agustín Lago se sumergió en la meditación de Camino, donde pudo leer: «Por defender su pureza, San Francisco de Asís se revolcó en la nieve, San Benito se arrojó a un zarzal, San Bernardo se zambulló en un estanque helado… Tú ¿qué has hecho?». El pensamiento lo consoló sólo a medias, pues en Gerona no había nieve ni estanque helado, y por su parte él no se sentía con ánimo para arrojarse a un zarzal…
¿Y el próximo curso escolar? ¿Y los maestros? ¡Ay, también ese asunto presentaba mal cariz! De Madrid seguían diciéndole: «Paciencia, Inspector, paciencia. ¿No comprende que España ha estado abandonada durante siglos?».
Tal abandono era cierto. Pero ¿podía esgrimirlo como argumento ante quienes en la provincia confiaban en su gestión? Pobres maestros… El verano había sido ruinoso para ellos. Con él se les acabaron las «permanencias» y la cuota mensual que, al igual que en toda Cataluña, percibieron por cada alumno durante el curso anterior. Cobraron la paga limpia, por lo que en su mayor parte anduvieron mendigando traducciones o clases particulares, a semejanza de los maestros depurados, cuya papeleta también había resuelto… sólo a medias.
Amanecer
se llenó de anuncios que decían: «Preparación de Bachillerato. A domicilio». «Repaso de asignaturas. A domicilio». «Lecciones de latín y de francés». Uno se anunció: «Aproveche el verano para reformar su letra. Tener buena letra es indispensable para triunfar».
Agustín Lago, al leer dichos anuncios, había sentido pena en el alma. Y ahora, con el próximo curso en puertas, muchos titulares habían decidido sencillamente nombrar un sustituto, lo que les permitiría buscarse otro trabajo que les rindiera más. Otros habían obtenido del médico baja por enfermedad. Otros se mostraban dispuestos a organizarse de tal modo las clases que pudieran entretanto corregir pruebas de imprenta…
¿Qué autoridad moral tendría para prohibir semejantes abusos? Grave responsabilidad…
Los hermanos Costa dieron también por finalizado el veraneo de sus esposas.
Fueron a buscarlas a Palamós y, el día señalado, 30 de septiembre, Carlos Civil hizo entrega oficial a las autoridades, en nombre de
Emer
, de la nueva cárcel levantada en el pueblo de Salt, cárcel cuya solidez había merecido los elogios del capitán Sánchez Bravo.
La inauguración de dicho edificio, contra lo que hubiera podido suponerse, pasó casi inadvertida. Sólo se enteraron del acontecimiento los familiares de los detenidos; al revés de lo que ocurrió con la inauguración, el mismo día, del Cine Ultonia, que despertó la curiosidad de toda la población.
Pero el caso es que la nueva cárcel existía. Y que el día 2 de octubre, por la noche, se inició el traslado de los mil presos que quedaban en el Seminario, el cual por fin quedaría vacío y a disposición del prelado de la diócesis. Dichos presos fueron trasladados en camiones y no faltaron quienes, en el momento de subir al vehículo correspondiente, sintieron un nudo en la garganta, ante el temor de que el chófer emprendiera el camino del cementerio… Pero no fue así. Y al darse cuenta de que en efecto no había trampa y se dirigían al pueblo de Salt, casi gritaron de gozo, bajo las estrellas. ¡Recorrer, aunque fuese por unos minutos, las calles! ¡Sentir cómo el oxígeno de la libertad —oxígeno sin tapias alrededor— penetraba en sus pulmones! ¡Qué hermosas eran las fachadas, los faroles! ¡Qué emoción ver la silueta de los serenos y cómo les agradecieron a los noctámbulos que hubieran permanecido dialogando en las esquinas!
Lástima, eso sí, que el trayecto no lo hubieran hecho a la luz del día… Ello les hubiera permitido ver las tiendas, y los cafés, ¡y cuerpos de mujer! Algunos de los reclusos llevaban ya más de dos años sin salir. Los huesos les dolían con el traqueteo del camión. Los más indiferentes fueron los que redimían penas trabajando. Éstos estaban ya acostumbrados al exterior y les decían a los otros: «No seáis mentecatos. Lo único que veríais de día serían los carteles de la Falange».
El señor obispo, una vez bendecida la nueva cárcel, se trasladó al Seminario para tomar posesión de él. Lo asustó el hedor, el hedor que brotaba de las paredes, de los waters… ¿Cómo era posible que aquello hediera tanto si las rejas dejaban pasar el aire?
Las celdas de los condenados a muerte olían a paja y a blasfemia. ¡Cuánto trabajo costaría acondicionar aquello, convertirlo en un edificio digno de las nuevas hornadas de seminaristas que allí deberían estudiar y santificarse!
El otoño devolvió también a la sensacional Paz Alvear al mostrador de Perfumería Diana, puesto que la
Gerona Jazz
terminó con sus compromisos. Como se dijo, la campaña de la orquesta había sido gloriosa, y además en el piso de Paz, recién estrenado, había ya los muebles indispensables; pero la muchacha vivía unos días de una violencia interior que la retrotraía a la época de Burgos.
Pachín se había ido… Había fichado, como estaba previsto, por el Barcelona Club de Fútbol. El muchacho asturiano se desplazó a Gerona para discutir el asunto con Paz; pero desde el primer momento ésta se dio cuenta de que la decisión era firme en la mente de Pachín. Por otro lado, las razones que él aducía eran sólidas. Barcelona era su oportunidad… Podía llegar a vestir la camiseta de internacional… Y en tres o cuatro años podía amasar una buena cantidad de dinero que les permitiera casarse con holgura.
«¿Te das cuenta? Tengo veintidós años… ¡Me parece estar soñando!».
¡Tres o cuatro años! Paz se enfureció.
—¡Me voy contigo a Barcelona! También allí encontraré una orquesta y una perfumería…
Entonces Pachín se colocó a la defensiva. Apenas si se tomó la molestia de dulcificar el tono.
—Sé razonable, mujer. Aquí tienes a tu tío Matías y a Ignacio. Y yo allí me deberé a mi Club… Ten un poco de paciencia. Y cuando llegue la hora, haremos las cosas como es debido.
Paz comprendió. Y se mordió los labios hasta casi hacerlos sangrar. Pachín ensayó entonces una sonrisa e intentó abrazar a la muchacha, pero ésta se le resistió. «Me das el esquinazo, ¿eh? Como si fuera una palurda de pueblo. ¡Te juro que no va a serte tan fácil!».
Fue una escena violenta, que terminó en llanto por parte de Paz. Llanto que Pachín contempló colocado en jarras, como un jugador en el momento de aguardar el comienzo del partido.
Pero al día siguiente Pachín se marchó… y Paz se quedó sola, con una gran sensación de desconcierto. Y de nada le sirvió que Dámaso, en la Perfumería Diana, le dijera: «Pero ¡mujer! ¡Si con tu tipejo puedes aspirar a lo que quieras!». El amor propio de la muchacha seguía susurrándole al oído planes de venganza.
La Torre de Babel, al enterarse de que Pachín se había ido «así por las buenas», le dijo a Padrosa:
—Ahora quien se lanzará al ataque seré yo…
Padrosa, mientras mordía su clip de turno, comentó:
—Te deseo mejor suerte que la que yo he tenido con Silvia. ¡Y eso que he llegado a prometerle un acorazado!
La Torre de Babel señaló el letrero de Agencia Gerunda y contestó:
—Agencia Gerunda lo resuelve todo…
Si Jaime, el librero, que había ya trocado su quiosco por una tiendecita situada en la calle de Albareda, pagada a plazos y en cuya parte trasera organizaba románticas reuniones catalanistas, hubiera repartido todavía
Amanecer
, en aquellas últimas semanas habría subrayado con lápiz rojo las siguientes noticias:
«El Papa, Pío XII, había recibido en audiencia especial a veinte soldados alemanes y les había dado a besar el anillo».
«Había aparecido en el cielo, solemnemente, una aurora boreal, visible en todo el norte de Europa, ocasionando la más viva agitación entre los astrólogos».
«En la catedral de Nápoles, en el día preciso, 20 de septiembre, habíase repetido como cada año el milagro de la licuación de la sangre de San Jenaro».
«En el frente soviético, entre los prisioneros que las tropas finlandesas habían hecho a los rusos, habían aparecido dos muchachos españoles, uno de ellos llamado Celestino Fernández, natural de Avilés, y el otro Rubén Vicario, natural de Santurce. Ambos habían sido llevados a Rusia en 1937».
«El Caudillo había firmado gran cantidad de indultos y, prosiguiendo su viaje por el norte de España, había presidido en San Sebastián las tradicionales regatas de traineras».
«Se había inaugurado el pantano de Muedra, en la provincia de Soria».
«Los ingleses no movilizados seguían pasando sus fines de semana en el campo, en los parques o en las playas».
«El Laboratorio Ofe ofrecía a las madres lactantes, esposas de los voluntarios de la División Azul, un tubo semanal de Madresol, que favorecía la crianza».
«Marcos Redondo, el genial cantante de zarzuela, había obtenido en el Teatro Municipal de Gerona un éxito apoteósico».
Todas estas noticias habían suscitado en el Café Nacional los correspondientes comentarios, especialmente las referidas a la audiencia concedida por Pío XII, al milagro de la catedral de Nápoles y a la actuación de Marcos Redondo en el Teatro Municipal.
El solterón Galindo no comprendía que Pío XII hubiera recibido a un grupo de soldados alemanes. «Sólo me cabría en la mollera si hubiera recibido simultáneamente a un número igual de soldados ingleses». Al señor Grote se le hacía cuesta arriba admitir que la sangre de San Jenaro se licuara anualmente con tan asombrosa puntualidad. «¡Ah, esos napolitanos! —exclamó—. No se equivocan ni en los años bisiestos». Referente a Marcos Redondo, Matías, que había ido a escucharlo, dijo que mientras existiera una voz tan bien impostada como la suya la zarzuela no moriría. «Me ha puesto los pelos de punta —comentó—. En Madrid lo hubieran sacado a hombros».
No obstante, produjese en Gerona una novedad que no trascendió a la población pero que repercutió en Ignacio mucho más que todas las noticias precedentes: la visita de Moncho, su inolvidable amigo de la guerra, sobrino de don Carlos Ayestarán, que fue su jefe de Sanidad en Barcelona y que, como tantos otros exilados, había triunfado de lleno en Sudamérica, en Chile concretamente, en cuya capital había instalado un modernísimo laboratorio farmacéutico, de acuerdo con el consejo que Julio García le diera en París.
Moncho anunció por telegrama su llegada e Ignacio fue a esperarlo a la estación.
Los dos muchachos se abrazaron con la misma efusión con que Ignacio, al regreso de Esquiadores, había abrazado a Mateo.
—¡Moncho!
—¡Ignacio!
—¡Mis respetos al ilustre médico!
—¡Mis saludos al ilustre abogado!
—Ya creí que no vendrías…
—¿Desde cuándo dejo de cumplir una promesa?
Ignacio se negó en redondo a que Moncho, que llegaba dispuesto a pasar en Gerona dos o tres días, se instalara en un hotel. Quiso que se quedara en el piso de la Rambla, para lo cual hubo que enviar a Eloy a dormir a casa de Pilar, lo que para el chico —mascota del Gerona Club de Fútbol y, en opinión del masajista Rafa, la máxima figura del equipo juvenil— constituyó una agradable aventura.
Matías y Carmen habían oído hablar tanto de Moncho, que lo recibieron como si fuera un ministro. Carmen le dijo: «Espero que me diga usted lo que le gusta comer. Y si tiene frío en la cama, le pondré otra manta…»
—¡Por Dios! —protestó Ignacio—. Podéis tutear a Moncho. Es como si fuera yo…
—Sí, por favor —suplicó Moncho—. Me sentiré más cómodo.
Moncho, dos años mayor que Ignacio, un poco más alto, con la cabellera de un rubio dorado, ofrecía un aspecto envidiablemente saludable. Y es que desde el fin de la guerra no había abandonado el alpinismo ni el esquí. Continuaba creyendo, mucho más que
Cacerola
, que la montaña era fuente de salud y un remedio ideal para evacuar los malos humores. Se había pasado medio verano en el Pirineo de su provincia, Lérida, en la región de los lagos, y ahora esperaba con fruición las primeras nevadas para irse a La Molina, a deslizarse por las blancas pistas. Cuando supo que Ignacio apenas si había hecho un par de excursiones a Rocacorba y a la ermita de los Ángeles, Moncho pegó, sonriendo, un puñetazo en la mesa.
—Ignacio, eso está pero que muy mal… ¡Dentro de poco, a criar barriga! Y a quejarte de que te duelen los riñones.
El léxico que Moncho empleaba eran auténticas banderillas para Ignacio, quien recordaba de su amigo que era zurdo; que tenía un reloj de arena; que coleccionaba fotografías del Himalaya; que se ponía mucho azúcar en el café; y recordaba también que tuvo una media novia, a la que llamaba Bisturí, porque se dedicaba a pinchar con ácidos corrosivos los neumáticos de los camiones «rojos» que se preparaban para ir al frente de Aragón.