Ha estallado la paz (81 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Ha estallado la paz
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Paz, tía Conchi y Manuel habían sido especialmente invitados por Matías. Pilar deseaba que aquel día su prima pillara una gripe y tuviera que quedarse en casa. Pero no fue así. De modo que la «sensacional vocalista», que no recordaba haber entrado jamás en una iglesia, estuvo presente, si bien obligó a tía Conchi y a Manuel a colocarse en el último de los bancos reservados a la familia; lo contrario de Eloy, que se arrodilló en el primer banco y que lo que realmente hubiera deseado era hacer de monaguillo.

En la misa, en el momento de la Elevación, sonó el Himno Nacional. Y luego oyóse un coro de ángeles: Marta, pese a los festejos de la jornada, se las compuso para enviar el Coro de la Sección Femenina. Pilar reconoció las voces de sus amigas y los ojos se le humedecieron. También se humedecieron los de mosén Alberto cuando pronunció las palabras absolutas: «Yo os declaro marido y mujer».

En el banquete, que se celebró en el restaurante de la Barca, bajo el cual discurría el Ter, ya amansado, hubo brindis a granel y Matías y don Emilio Santos repartieron puros habanos a todos los varones, mientras se decían el uno al otro: «Dentro de un año, abuelos…» Adela, que apenas si conseguía quitarle a Ignacio la vista de encima, bebió más champaña de lo preciso y se fue de la lengua contándoles a sus vecinos de mesa, entre los que se contaba el doctor Chaos, su luna de miel con Marcos, que resultó un fiasco por cuanto el hombre Marcos se resfrió en el tren y se pasó los quince días tosiendo y tomándose la temperatura.

Mateo y Pilar se despidieron por fin. Desaparecieron a la chita callando… Un taxi los llevó al cementerio, donde depositaron en la tumba de César el ramo nupcial. Y luego, en tren, iniciaron el viaje de boda.

Fue el suyo un viaje mitad amoroso, mitad patriótico. Pilar se hubiera conformado con lo primero, pero… Pernoctaron en Barcelona —lo «desconocido» resultó doloroso para Pilar, quien se acordó de las advertencias de Ignacio— y al día siguiente, a Madrid.

En Madrid se encontraron con una copiosa nevada. En realidad nevaba en toda Castilla, y la metáfora de la tierra vistiendo también el traje nupcial acudió fácilmente a su pensamiento. Por suerte, en el hotel la calefacción funcionaba a partir de la puesta del sol y encontraron en él un buen cobijo.

—Mateo…, ¡cuántos años esperando estos momentos!

—Es cierto, Pilar. Pero ahora ya está. Y para siempre.

—¿Me querrás mucho? Ya oíste a mosén Alberto: en lo bueno y en lo malo…

—Claro que te querré, pequeña.

—Me gusta oírtelo decir.

—Pues te lo diré otra vez: para siempre… y en lo bueno y en lo malo.

Lo bueno fue, por el momento, eso: la efusión, la fusión de los dos en uno solo, en un solo ser, que pronto habría de resultar perfecta. Lo malo fue el frío. Mateo quiso visitar Toledo, las ruinas del Alcázar. A Pilar le costó un poco emocionarse, pues el termómetro señalaba siete bajo cero y la nieve confería a las venerables piedras formas caprichosas, estrafalarias.

—Vámonos de aquí, Mateo. Te lo ruego. No puedo más…

—Fíjate. Ahí estalló la mina comunista…

—Sí, ya lo veo. Pero vámonos, por favor…

—Ahí era donde Moscardó imprimía el periódico…

—¿Y con qué se calentaban? ¿Podían encender fuego…?

Al regreso a Madrid, otra vez la vertiente amorosa.

—Te quiero, Mateo.

—Yo también a ti.

—Cuidaré de tu padre como si fuera el mío.

—Eso espero. Se merece todo cuanto hagamos por él.

Mateo le enseñó a Pilar la zona de la Ciudad Universitaria, teatro de tantas luchas, donde se hicieron fuertes las Brigadas Internacionales y donde murió Durruti. «Aquí cayeron centenares de hombres. Fue algo espantoso. Pero ahora esto se reconstruirá. Afluyen donativos de toda España. Una Ciudad Universitaria modélica, en la que quién sabe si nuestros hijos estudiarán un día…»

—¿Tan lejos querrás mandarlos?

—Bueno, es un decir…

¡Dirigiéronse al Alto del León! Pero la nieve les impidió llegar a la cumbre. Mateo se mordió los puños. Había soñado con aquella visita. Con lo mucho que allí, bajo las chabolas, había gozado y sufrido.

—Allí tenías que verme. Me dejé crecer la barba…

—¡Qué horror! Las barbas pinchan. Te prefiero así.

—¿Cómo lo sabes si no lo has probado?

Otra vez a Madrid y visitas obligadas a Núñez Maza, en Propaganda; a Salazar, en Sindicatos; a María Victoria, en la Sección Femenina.

—¡Enhorabuena, tortolitos!

—¡Que sea por muchos años!

—¿Qué preferís, niño o niña?

Mateo habló con sus camaradas de los temas que le interesaban. De la muerte de Azaña, ocurrida el 2 de noviembre en Francia, en Montauban. Salazar le aseguró que Azaña se confesó antes de morir, que pidió la asistencia de un sacerdote. «Una confesión que duró cinco horas. Para que veas. A la hora de la verdad…»

Núñez Maza estaba satisfecho porque acababa de crearse el Consejo de la Hispanidad, con vistas a la proyección a Hispanoamérica. «Sin embargo —dijo—, los exilados ejercen allí una tremenda influencia. Muchos intelectuales han ido al copo en puestos importantes, y no sólo en Méjico; también en el Perú y en Uruguay, y en la propia Argentina. Los comunistas han formado varias células en La Habana, disfrazadas con nombres de entidades culturales, y lo mismo cabe decir de Santo Domingo. También en los Estados Unidos se meten por todas partes. Las Universidades les abren las puertas. ¡Ese Roosevelt! Mal rayo lo parta. Es masón y nos dará mucho que hacer. Los anarquistas han anclado sobre todo en Venezuela y Colombia. En fin, que el Consejo de la Hispanidad tendrá que roer un hueso duro. Sobre todo porque los españoles, cuando están fuera trabajan. Y se han llevado allí la experiencia de nuestra guerra civil…»

Pilar intervenía:

—¿Y tú cuándo te casas, Núñez Maza? Ya va siendo hora ¿no te parece?

—No sé, chica. ¡Tengo tanto que hacer!

—Razón de más. Tu mujer te ayudaría.

—¡Psé! Nunca se sabe… Si te sale aficionada a los trapitos…

Mateo cogió del talle a Pilar.

—Búscatela como yo. Femenina por los cuatro costados… y además estudiando a Carlos Marx.

Pilar hizo un mohín.

—¿A Carlos Marx? Ése fue peor que Roosevelt.

María Victoria estuvo un poco desagradable. Después de las consabidas felicitaciones, se puso a hablar mal de los catalanes.

—Ya se lo dije a José Luis. Yo, en Gerona, ni hablar. Me moriría. Si quiere casarse conmigo, viviremos aquí, en Madrid.

Pilar la contradijo.

—Pues a mí Gerona me gusta. Se está bien allí. Ahora hemos estrenado campana en la Catedral…

Mateo añadió:

—Y vuelven a tocar sardanas. ¡Por cierto que José Luis bailaba una, en la Rambla!

—¡Anda, vamos! —cortó María Victoria—. Hasta ahí podíamos llegar.

Mateo hubiera querido visitar otros muchos lugares: Brunete, Belchite, el Santuario de Nuestra Señora de la Cabeza. E ir a Valladolid. Y a Salamanca y Burgos. Pero continuaba nevando y todo estaba intransitable. Pilar le susurraba al oído: «Tanto mejor. Con lo bien que estamos en el hotel…»

Mateo renunció a muchos sitios. Pero, naturalmente, había uno de ellos que era sagrado: El Escorial. Lo reservaba para la última visita, y así lo hizo. El colofón.

Salieron en el coche de Núñez Maza, conduciéndolo éste con extrema pericia, y se postraron ante la tumba de José Antonio con mucho más recogimiento que el que embargó en aquel mismo lugar a Heinrich Himmler, Jefe Superior de la Policía alemana, que lo había visitado unas semanas antes. Mateo lloró a los pies de la losa fría de José Antonio. Y también Pilar. «José Antonio, ayúdanos… Ayúdanos a ser fíeles a tu mandato.»

A la salida de El Escorial, Mateo le preguntó a Núñez Maza si no sería posible visitar las obras iniciadas en el Valle de los Caídos, que estaba allí mismo, a pocos kilómetros, cerca del pueblo de Guadarrama.

—No creo que haya inconveniente… —dijo Núñez Maza—. Aunque no veremos nada. Están trabajando simplemente en la carretera de acceso al lugar donde se levantará la Basílica. El terreno es rocoso y los barrenos explotan que da gusto.

—De todos modos, me gustaría verlo.

El coche, con cadenas, se dirigió al lugar. Los guardias, al ver la banderita, y previa inspección de la documentación de Núñez Maza, saludaron y los dejaron pasar. Pronto oyeron una explosión. Y luego otra.

Y de pronto, vieron a los hombres que allí trabajaban, vistiendo las más extrañas prendas para protegerse del frío. ¿Cuántos habría? Pasarían del millar… La temperatura debía de ser inferior a los doce grados bajo cero. Había barracones de madera de los cuales salía humo, el humo de las estufas.

Núñez Maza les explicó:

—La mitad de estos hombres pertenecen a una Empresa Constructora; los demás, son presos que redimen penas.

Mateo preguntó:

—Podrían escapar fácilmente, ¿no?

—¿Escapar…? ¡Oh, sin duda! Pero ¿adonde irían?

Mateo miró la nieve en torno.

—Sí, claro. No llegarían muy lejos…

Se apearon del coche. Parejas de la Guardia Civil patrullaban por entre los trabajadores de pico y pala. Era duro aquello. Muy duro.

—¿Cuántos metros tendrá la cruz?

—No lo sé exactamente. Creo que unos ciento veinte. Y habrá hospedería y unos cuarteles.

El panorama era desolador. Era el desierto helado. Las rocas parecían enemigas del hombre, aunque la nieve las acariciase. Haría falta mucha dinamita.

Pilar estaba un poco asustada. El lugar le parecía demasiado tétrico. Ella hubiera preferido algo así como el Valle de San Daniel, verde y jugoso.

—No seas boba. La grandeza reside precisamente en esto, en que el paisaje es lunar. España no es Versalles. ¡Apañados estaríamos! España es, en parte, esto que aquí ves…

Pilar movió la cabeza.

—Claro…

Mateo se acercó a los prisioneros. Los miraba a la cara. Todos tenían una gota helada en la nariz. Recordó la batalla de Teruel y a Teo.

Núñez Maza le preguntó si buscaba a alguien y Mateo le dijo:

—Pues sí… A un tal Reyes, de Gerona… Debe de estar aquí. Estaba en Alcalá de Henares pero, según noticias, pidió el traslado, quizá para abreviar más la condena.

—¿Querrías hablar con él?

—No, no. Sólo verlo.

Núñez Maza se dirigió a un capataz y éste consultó una lista.

—¿Alfonso Reyes? Sí, trabaja allí… Yo los acompañaré.

Anduvieron cosa de doscientos metros. Hasta que, a una distancia de un tiro de piedra, Mateo y Pilar reconocieron al ex cajero del Banco Arús. Tenía un pico en la mano y no parecía cansado en absoluto. Un pitillo le colgaba de los labios, apagado al parecer.

Pilar se emocionó increíblemente. Recordó que aquel hombre había ayudado a Ignacio en la zona «roja», cuando en el Banco los demás empleados se metían con él. Y recordó a Félix, su hijo, que el profesor Civil acogió en Auxilio Social y que ahora no hacía más que dibujar.

Todos guardaron silencio. Y entonces se oyó la canción de los picos, como en las canteras de Gerona propiedad de los hermanos Costa, situadas sobre el cementerio.

Llegaban camiones con víveres. Los guardias civiles, bajo sus capotes, estaban tranquilos, mirando de vez en cuando el humo que salía de los improvisados barracones de madera.

«Muchas gracias, capataz». Regresaron al coche. Y emprendieron el regreso a Madrid.

Mateo y Pilar no tenían ganas de hablar, pero Núñez Maza sí.

—¡Será un monumento grandioso! El nuevo Escorial. El Caudillo en persona dirigirá las obras.

Siguió contando cosas. España había restablecido sus relaciones diplomáticas con Chile, y la Argentina Había enviado un barco de trigo. «Una buena ayuda, que hay que agradecer». Estaban ya muy lejos y a Pilar le parecía oír todavía, intermitentemente, la explosión de los barrenos.

Esa visita al Valle de los Caldos impresionó mucho a la chica.

—Tengo miedo —le dijo a Mateo— de que trasladen aquí los restos de César…

—¡Qué cosas tienes! César está bien donde está.

—Eso creo yo.

Permanecieron todavía dos días en Madrid. Fueron al teatro ¡y a un cabaret! Pilar se divirtió horrores y las luces violeta la excitaron de tal modo que para bailar con Mateo se le colgó del cuello.

—Si tu madre te ve, le da un ataque.

—¿Por qué? Soy una mujer casada, ¿no?

—¡Huy! Es verdad…

La orquesta que tocaba se llamaba
Columbio Jazz
. Y la vocalista también sensacional, también con larga cabellera rubia, Dorita.

Por fin enviaron un telegrama a Gerona. «Llegamos mañana».

Así fue. Llegaron a Gerona a media tarde, fatigados —en el tren todas las mujeres llevaban cestas y bultos— y en la estación, y pese al retraso, se encontraron con toda la familia esperándolos.

Carmen Elgazu, al ver a Pilar, tuvo la impresión de que su hija había cambiado horrores en aquellos doce días. Le pareció mucho mayor, más mujer.

Hubo abrazos y risas.

—Sólo una postal ¿eh? ¿Tan ocupados estabais?

Mateo bromeó.

—La culpa es de Pilar. No me soltaba un momento.

Los novios se dirigieron a su hogar, al piso de la plaza de la Estación. Todo estaba en orden. Reinaba en él una gran paz. La cama era alta, altísima… Pilar había ganado la partida.

Don Emilio Santos dijo:

—Bien, hasta luego. Salgo a dar una vuelta.

—¿A estas horas? ¿Por qué?

—Tengo trabajo en la Tabacalera. La gente quiere fumar ¿comprendéis? Cuando hace frío, la gente quiere fumar…

Al quedarse solos, Pilar se dirigió al despacho de Mateo. ¡Un pájaro disecado sobre un pedestal! Y las paredes llenas de libros.

—Parece un templo, ¿verdad?

Mateo se acercó por la espalda a Pilar y la rodeó con el brazo.

—Un templo, eso es… Y tú serás el monaguillo.

* * *

La boda de Pilar dejó un gran hueco en el piso de la Rambla. Pilar tenía sus defectillos, como todo el mundo, pero llenaba la casa. Sobre todo cuando estaba alegre y le daba por reír. Todos recordaban salidas suyas de cuando era más pequeñita, como aquella que tuvo un día a mitad del almuerzo: «Papá, ¿es cierto que los rusos persiguen a las monjas y las tocan?».

Resultaba un tanto difícil acostumbrarse a su ausencia. Carmen Elgazu pensaba: «Si por lo menos tuviéramos teléfono…» Matías, a veces, al llegar a casa, daba vueltas como si le faltara algo, como si no supiera qué hacer. En uno de esos ratos se sentó a la mesa del comedor y escribió una larga carta a Julio García, al Hotel Lincoln, de Nueva York, contándole pormenores de la boda. Julio García, al recibirla, le dijo a doña Amparo Campo: «Tenemos que mandarles algo… Por ejemplo, una pequeña figura que represente la estatua de la Libertad».

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