Ha estallado la paz (83 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Ha estallado la paz
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—El doctor Chaos me da pena…

—¿Por qué, hija mía?

—Porque tiene mucha clase. Y no es feliz…

—¿Cómo va a serlo? Pero nosotros no tenemos la culpa, ¿verdad?

—No, claro…

Llegó el 25 de diciembre, Navidad… En el piso de los Alvear se celebró un almuerzo semejante al del año anterior, pero con la presencia de Mateo y de don Emilio Santos. Hubo que alargar la mesa todo lo que ésta daba de sí. Por fortuna, no se produjo el menor incidente con Paz, gracias a que Mateo supo tratarla con sumo tacto y a que mosén Alberto permaneció en el Museo Diocesano. Su sirvienta había caído enferma y juzgó elemental no dejarla sola en un día tan señalado. Manuel volvió a recitar su poesía dedicada al Niño-Dios y Eloy volvió a levantarse y a pegar en el aire un puntapié imaginario. Y tía Conchi volvió a marearse un poquitín… y a eructar.

En el Gobierno Civil la fiesta fue por todo lo alto. El Gobernador había soñado con reunir en Gerona para ese día a toda su familia: a los «cuatro hermanos Dávila», de que Mateo le habló. Pero sus gestiones fracasaron. Los dos hermanos que vivían en Santander cuidando de las fincas y del negocio de ganadería tenían muchos hijos y no pudieron desplazarse. Sólo los visitó el primogénito, coronel de Caballería en Madrid, que llevó obsequios para Pablito y Cristina. El coronel, en la mesa, habló con tal precisión y autoridad de una serie de asuntos relacionados con España y con la guerra, que a la hora del brindis Cristina le dio un codazo a su hermano, a Pablito, y le preguntó en voz baja: «Escucha…, ¿quién manda más, el tío o papá?». Una de las cosas que afirmó el coronel Dávila, a quien María del Mar colmó de atenciones, fue que Franco, cuando su entrevista con Hitler en Hendaya, llegó a la estación con una hora de retraso, haciendo esperar al Führer una hora larga… También se hizo lenguas del monumental belén instalado en el Parque del Retiro, en Madrid. «Más de cuatrocientas figuras, el Palacio de Herodes, el sepulcro de Raquel, la Fuente Sellada, el Portal de la Gloria… —El coronel añadió—: Es una maravilla. No creo que en Cataluña se haya hecho nunca nada igual».

Fue una Navidad extraña en Gerona y en el mundo. El conflicto internacional, las batallas en el aire, en el mar y en la tierra gravitaban sobre el ánimo de la gente.

Predominaban las plegarias por la paz. El Papa recibió, como todos los años, al Sacro Colegio Cardenalicio, que acudió a felicitarle, y en su mensaje les dijo que las condiciones indispensables para el «nuevo orden europeo» debían ser «La Paz con la Justicia». También anunció que la Iglesia, a través de Radio Vaticano, se encargaría de dar noticia de los heridos, de los prisioneros, de los refugiados, para que sus familiares supieran a qué atenerse. Este proyecto emocionó sinceramente al consiliario de Falange, mosén Falcó. «La Iglesia siempre en su sitio», dijo en casa de los Martínez de Soria, que le habían invitado. José Luis comentó: «De todos modos, desde el punto de vista militar eso puede tener sus inconvenientes».

Los partes oficiales darían cuenta luego de que la «actividad había sido escasa» durante la jornada, sin duda en homenaje al Nacimiento de Jesús. Sin embargo, Goebbels, en Berlín, declaró por la radio: «El mundo entero admira a Hitler. Nosotros, los alemanes, tenemos el privilegio de poder amarle». Y por otra parte, se supo que en Tierra Santa, en el pueblecito de Belén, por primera vez desde hacía dos mil años, la Nochebuena se había celebrado en la más completa oscuridad. Las autoridades británicas prohibieron incluso encender la tradicional hoguera de los pastores ante el templo. Las procesiones y desfile de los peregrinos se efectuaron en medio de las tinieblas, bajo la vigilancia de aviones ingleses.

Agustín Lago, que hubiera deseado compartir ese día con su amigo Carlos Godo, de Barcelona, almorzó en su modesta pensión con los dueños. A la hora del café y los licores les contó una serie de graciosas anécdotas de la guerra, con un desparpajo que admiró a todos, habida cuenta de que un casco de metralla le había arrancado a Agustín su brazo izquierdo. Por si fuera poco, el Inspector de Enseñanza Primaria no le quitó el ojo de encima a una sirvienta recién llegada, de seno robusto y andar picaresco.

«¿Qué? Está buena la chiquilla ¿verdad, Inspector?», aventuró el patrón. Agustín se ruborizó… pero consiguió contestar: «¡No me disgustaría enseñarle a leer!». El militante del Opus Dei se mordió el labio inferior al oír su propia frase; pero pensó para sí: «¡No ha pasado nada! Las cosas son como son».

Asunción celebró la festividad con más espíritu eclesiástico. A media tarde se dirigió personalmente al Palacio Episcopal, donde la esperaba el señor obispo. El objeto de la visita era entregarle a éste las llamadas Huchas del Granito de Trigo, que los alumnos del Grupo Escolar San Narciso habían llenado desde el inicio del curso.

Tratábase de una idea de la Directora de dicho Grupo, puesta en práctica aquel trimestre: los alumnos, cada sábado, habían ido vertiendo en la hucha correspondiente un granito de trigo por cada buena acción que hubiesen realizado durante la semana. Las huchas, por descontado, habían quedado repletas, al tope, y su destino —el destino del trigo en ellas recogido— era que las monjas de clausura lo convirtieran en hostias, hostias que se reservarían para los misacantanos. Cuando el doctor Gregorio Lascasas recibió de manos de Asunción la sorprendente y virginal ofrenda, le dijo a la muchacha:

«No creo que nada pueda gustarle tanto al Niño-Dios como estas huchas que acaba usted de entregarme. Muchas veces me pregunto si no será usted, verdaderamente, una elegida del Señor».

Navidad extraña en Gerona y en el mundo… ¿Y la lotería? La lotería, que en todas partes fue un éxito rotundo, se mostró tan caprichosa como siempre y favoreció con el gordo a Madrid; con el segundo premio a una serie de vecinos pobres del barrio de Gracia, de Barcelona; con el tercero, a unas cigarreras de Sevilla. Un guardia civil cobraría un millón de pesetas. Un ferroviario, medio millón. Matías comentó: «Eso es lo que me gusta: que la lotería favorezca a familias modestas». Eloy dijo: «Nosotros somos una familia modesta. ¿Por qué, pues, no nos ha tocado nada?».

En Gerona, sólo pedrea… Entre los favorecidos se contaban los componentes de la
Gerona Jazz
, gracias a un décimo que había comprado en Barcelona el batería, Fermín.

Paz cobraría unas pesetillas, que distribuiría en cuatro partes. Una, para el Socorro Rojo, del que recientemente, a propuesta de Jaime, el librero, había sido nombrada cajera; otra, para comprarle un vestido a tía Conchi; un vestido… ¡y champú!; otra, para comprarle una bufanda de lana a Manuel, pues en el Museo Diocesano hacía un frío que pelaba; la última, para comprarle a Pachín tres corbatas verdes, idénticas. «¿No lleva el comisario Diéguez siempre un clavel blanco en la solapa? —le dijo Paz al futbolista—. Pues tú llevarás también siempre un distintivo: corbata verde». Pachín sonrió… Y, como siempre, echó un soplo de humo a los ojos de Gol, el gato-mascota de la muchacha.

* * *

Un hecho era indudable: el más alegre de los almuerzos de Navidad tuvo lugar en los respectivos hogares de los hermanos Costa. Los hermanos Costa, el 24 de diciembre, fueron liberados. El previsto indulto se confirmó. Salieron de la cárcel en compañía de otros muchos reclusos igualmente beneficiarios del decreto.

En el interior del Seminario la liberación de los hermanos Costa constituyó una suerte de catástrofe. Los presos que continuarían allí tuvieron la sensación de quedarse huérfanos: tal era la fuerza estimulante de los dos ex diputados de Izquierda Republicana. Pero ¿qué hacer?

Los Costa salieron a las once y media de la noche, de la Nochebuena, como sombras, cruzándose con los fieles que se dirigían a la Catedral para asistir a la misa del gallo. Y dedicaron el día de Navidad íntegramente a sus esposas, las cuales, en las semanas precedentes, habían acondicionado como era menester los respectivos hogares, sitos en el mismo inmueble, en la calle de Ciudadanos.

El almuerzo navideño se celebró en el piso más alto: a los Costa les gustaba volar.

En los brindis una palabra dominó a todas las demás: la palabra libertad. ¡Por fin libres! Libertad condicional —no podían ausentarse de Gerona—, pero libertad. ¿No era aquello hermoso? ¡Dormir en una cama de mullido colchón! ¡Bañera con agua tibia!

¡Olor a mujer! «Lo más duro de la cárcel es eso: que huele siempre a hombre… ¿Comprendéis, pequeñas?».

Al día siguiente, festividad de San Esteban, los Costa permanecieron también en casa. Por un lado anhelaban salir a la calle a respirar; pero por otro, ¡era todo tan acogedor allí dentro!: pisar una alfombra, utilizar un cenicero, encender una lámpara, ¡los espejos! Llevaban meses sin verse de cuerpo entero. En los espejos de luna se contemplaron a placer. Tuvieron la impresión de haber envejecido mucho. Y era verdad.

—Sí, no le deis más vueltas: os han salido muchas canas.

—Lo curioso es que estamos más gordos.

—Os conviene una revisión médica a fondo.

—Tal vez…

Salieron el día 27. Todo preparado para Año Nuevo y para Reyes. Escaparates deslumbrantes. Y mucho frío… Un buzón monumental en la Rambla, para que los niños echaran en él sus cartas a los Magos de Oriente.

La ciudad los reconoció. Los reconoció en seguida. Y hubo reacciones muy diversas, lo cual los asombró, pues los Costa habían soñado con unánimes demostraciones de afecto. Nada de eso. Salidos de la cárcel, mucha gente los saludaba con indiferencia. «Enhorabuena», les decían al pasar, sin detenerse a estrecharles la mano. Peor aún: abundaban las actitudes de reproche e incluso de desprecio. Los obreros «rojos» los consideraban traidores, por sus actividades en Francia en favor de los «nacionales»; los «nacionales» a ultranza jamás los mirarían a la cara y estimaban que el indulto era a todas luces inmerecido.

Aquello supuso para los Costa una dura lección. Achacaron la general indiferencia «a que la gente tenía miedo». Sus esposas admitieron: «Es posible. De todos modos… ¡cuando conozcan vuestros proyectos!».

Sin embargo, era evidente que debían obrar con cautela. Nada de actos exhibicionistas, que resultarían improcedentes. Ni siquiera se atrevieron a ir al restaurante de la Barca a comer ranas. Ahora bien, había un par de visitas que no podían dejar de hacer. La primera, al cementerio, al panteón de su hermana Laura. Alquilaron un taxi y fueron allí. La lápida decía: Laura Costa. Caída por Dios y por España. Se santiguaron. La segunda visita fue para el notario Noguer. Quisieron darle las gracias por cuanto hizo por ellos a raíz del juicio. «Ya sabe usted dónde nos tiene… Cuente con nosotros». Apenas salieron, el notario Noguer le dijo a su esposa: «¿Te das cuenta? Como si de un momento a otro tuvieran que avalarme a mí…» En cuanto a visitar o no a «La Voz de Alerta», preferían reflexionar sobre el asunto. Entre otras cosas le reprochaban a su cuñado que le hubiera guardado a Laura tan corta ausencia, que hubiera vuelto a casarse.

El día 30 salieron ya menos angustiados. Se pasearon, un poco al azar, por la ciudad. ¡Cuántos cambios! Multitud de detalles, a los que sus esposas y los gerundenses en general se habían habituado, les herían la retina. ¡Qué cantidad de letreros, de carteles, de consignas! No quedaba libre un palmo de pared… Algunas de aquellas consignas los sobrecogían. «La finalidad del Frente de Juventudes es el Imperio». «Cada niño que muere es un ciudadano que se pierde para la Patria». «¡Gerundenses! Dios te está mirando…» Y aquellos retratos a la trepa, silueteados en negro, de Franco y de José Antonio.

También les sorprendió la riada humana que entraba y salía de las iglesias. De repente, al reconocer a determinada persona con el misal debajo del brazo, los hermanos Costa se miraban: «¿Ése también…?».

Se detenían ante las librerías. Aparte de los libros infantiles, propios de aquellas fechas, gran predominio de devocionarios, de catecismos, de vidas de santos, el Kempis… Un solo libro de historia: «El general Sanjurjo, su vida y su obra», por el Caballero Audaz. ¿Dónde estaban Baroja y aquellos folletos de Gorki sobre «los milagritos» de Lourdes?

En la Dehesa se emocionaron. «Esto siempre está igual. Esto es eterno…»

Recordaron el día en que, desde allí, partieron en abigarrados camiones los voluntarios para el frente de Aragón. «¿Te acuerdas de Porvenir, con la bocina? Estaba chiflado…» «¿Te acuerdas de Santi, con la pancarta que decía somos la rehostia?».

Sus esposas les dijeron:

—Mejor que no habléis de eso. Vosotros les hacíais el caldo gordo.

Todo les parecía destartalado: la huella de la guerra. Llevaban impresa en la memoria la imagen de la floreciente Francia, de la Francia de antes de la invasión alemana; Marsella, la Costa Azul… Ahora, en Gerona, además de la Fundición Costa, que se vino abajo cuando la inundación, solares sin edificar; construcciones cuyas obras se habían paralizado; restos de refugios antiaéreos; una especie de monotonía, de expresión única, en los semblantes. «¿A qué se deberá?».

¡El Estadio de Vista Alegre! ¡Su amado campo de fútbol! Aquello les gustó… El verde césped, rectangular y perfecto, y aquel pasillo subterráneo para los jugadores…

«¿Ese Pachín… será tan bueno como dicen?». Los hermanos Costa de pronto se entristecieron en el Estadio. No les importaba no poder salir de Gerona y saberse constantemente vigilados. Pero no poder formar parte de la junta del Gerona Club de Fútbol…

¡Ah, claro! Pese a sus proyectos, y a su talonario de cheques, debería pasar algún tiempo antes de adaptarse a su nueva situación. Entonces pensaron que la idea de la revisión médica era conveniente. Fueron a la Clínica Chaos y el doctor los atendió con solicitud. Análisis de sangre, de orina, radiografías, auscultaciones…

—Un poco anémicos. ¿Quién lo diría? Bueno, con vitaminas y un régimen alimenticio racional, todo arreglado.

Sus esposas los llevaron también al sastre. A un sastre recién llegado de un pueblo, pero que había aprendido el oficio en Lyon.

—¿Qué se les ofrece?

—Los señores desearían unos cuantos trajes…

—¿Unos cuantos? Un momento, por favor… Siéntense, por favor…

El día uno de enero se atrevieron a entrar en el Café Nacional para zamparse una copa de coñac. Y allí recibieron la primera prueba de adhesión espontánea. Ramón, el camarero, al verlos salió a su encuentro y les dijo en voz baja: «¡Viva la República!».

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