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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (87 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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El señor obispo, según el doctor Andújar, padecía de soledad. Su temperamento autoritario lo aislaba patéticamente. Se salvaba por la acción, por el trabajo cotidiano y por su indesmayable empeño apostólico; pero el doctor Andújar había advertido en los ojos del prelado ráfagas de honda tristeza. En su opinión cometía un grave error; escasez de consejeros. Escuchaba a los canónigos, a determinadas personas, pero en el momento de tomar una decisión rompía con los demás y la tomaba desde su más estricta y personal intimidad. Quería cargar él solo con la cruz. Se había tomado demasiado a pecho su papel de pastor. De ahí sus exageraciones en su Campaña Moralizadora. Y su reiterada lectura del Apocalipsis. De ahí sus resfriados… Sí, el doctor Andújar creía a pies juntillas que los estornudos del señor obispo eran de origen psíquico.

«¡Si mosén Alberto quisiera echarme una mano!», pensaba el doctor Andújar.

Porque mosén Alberto era el confesor del señor obispo. Lo fue desde el día en que éste entró en Gerona para tomar posesión de la diócesis. Pero mosén Alberto se interesaba más por la arqueología que por la neurología. A la sazón era feliz porque los miembros de la institución «Amigos de Ampurias», fundada en Barcelona, habían respaldado su antigua teoría según la cual el apóstol Santiago había desembarcado en aquel lugar para iniciar su predicación por España.

El doctor Andújar, que veía a menudo al doctor Chaos, puesto que éste, desde su drama veraniego, se había puesto en sus manos con la mejor voluntad, le dijo:

—Amigo Chaos, estoy desolado. He de admitir que tenías razón. Es muy difícil trabajar aquí. Tanto o más que en Santiago de Compostela. Sí, estoy con los que creen que la nueva campana de la Catedral emite un sonido demasiado grave.

El peor defecto del doctor Andújar era que hubiera deseado sanar al mundo entero.

Y que su cerebro no descansaba apenas, pues al encontrarse delante de otras personas leía, sobre todo en los ojos y en los tics de cada cual, en su interior, lo que resultaba fatigoso. ¡Menos mal que tales personas le daban a menudo grandes sorpresas, especialmente con respecto a su evolución, a su conducta! Ahí estaban, para citar dos ejemplos recientes, los casos de Paz y de Manuel Alvear. Paz, a los ocho días de morir su madre, decidió no llevar luto más allá de un mes y se personó en la Agencia Gerunda encargándole a la Torre de Babel que le buscara un piso mejor y más céntrico. En cambio Manuel, mucho más incapaz de evacuar las cargas del espíritu, no había vuelto a abrir un libro en el Instituto y se paseaba como alma en pena por las inmensas salas del Museo Diocesano, deteniéndose de vez en cuando ante la calavera que le habían regalado a mosén Alberto.

Por fortuna, el doctor Andújar se conocía a sí mismo y acertaba, en mayor grado aún que el Gobernador, con el método necesario para mantenerse en forma, pletórico de facultades y para no afectarse en demasía. Escuchar canto gregoriano lo ayudaba mucho. Y además era optimista por naturaleza. Estaba convencido de que, pese a todo, pese a las dificultades y al sonido grave de la campana, los gerundenses acabarían por rendirse a su anhelo de servidumbre, lo que le permitiría educar debidamente a sus hijos y que éstos continuaran riéndose cuando la nuez le subía y le bajaba con irresistible comicidad.

—Doctor Chaos, cada día estoy más convencido de que el hombre, para alcanzar el equilibrio, necesita darse, darse a los demás. Dicho de otro modo, el hombre necesita compañía. Y conste que ahora no me refiero a ti, a tu problema… Hay que abrirse, hay que abrirse… Abrir el corazón, como en el quirófano abres tú la barriga de tus pacientes.

El doctor Chaos no podía menos de preguntarse con quién se abría el doctor Andújar, aparte de su hija Gracia. Porque no cabía imaginar que su amigo pudiera compartir con su mujer, con la inefable doña Elisa, sus inquietudes profesionales, ni confiarle sus parciales fracasos. Claro que el doctor Andújar le hubiera dado «su» respuesta. Sin duda le hubiera dicho que le bastaba con que su matrimonio lo presidiera el amor. En ese campo, ciertamente, no podía quejarse. Doña Elisa lo quería con los entresijos del alma, y era una madre perfecta en materia de dulzura y de solicitud. Con sólo entrar en la casa ello era palpable: los muebles siempre intactos, la ropa siempre limpia, flores en la sala de espera, los hijos hablando en voz baja y merendando cada domingo, todos juntos, tostadas y chocolate caliente.

—Sí, te comprendo, amigo Andújar. Pero hay gente que se abre a los demás y no por ello es equilibrada ni halla la necesaria compensación. Si tu teoría fuera verdadera, todos los charlatanes serían felices.

—Esa objeción no es digna de ti, querido Chaos. Abrirse no significa precisamente hablar. Bien sabes a lo que me refiero; a veces basta con apoyar la cabeza en un hombro querido para sentirse consolado. Se trata de entregarse por dentro. A veces es suficiente con mirar, y hasta simplemente con sentir que la otra persona está cerca.

Eso lo conseguía sobradamente el doctor Andújar. Quería a su mujer y a sus hijos con la naturalidad y la hondura con que las raíces quieren al árbol que crece. Era un convencido de que una familia numerosa, si no era producto de la miseria, de la promiscuidad y del hastío, era un don de Dios. Y también quería a sus enfermos. Y, más aún, a quienes, estando enfermos, no acudían a él porque su título de psiquiatra los asustaba y porque temían que les preguntase si guardaban de la infancia algún recuerdo desagradable.

Por otra parte, ¡era tan hermoso sacar a alguien del pozo negro! A Marta; a la viuda Oriol; al alférez Montero; a Jorge de Batlle…

Pero ¡por Dios! ¿Y el Manicomio…? ¿Y cuándo podría sacar del pozo —del pozo de la agresividad— al comisario Diéguez?

Capítulo XLIX

Mes de febrero de 1941… El día 4 se celebró el segundo aniversario de la liberación de Gerona por las tropas «nacionales». Fue coincidente que la víspera, día 3, Marta recibiera una postal del legionario italiano Salvatore, fechada «en algún lugar de Albania». Por lo visto, Salvatore era uno de los millares de «camisas negras» del Duce que combatían contra los ingleses en el litoral mediterráneo, en el frente griego.

Salvatore decía escuetamente:
Ciao
… Y firmaba. Si
ciao
significaba «adiós», ¿significaba que Salvatore se despedía para siempre? ¿No estaría en algún hospital, herido de muerte? Marta barbotó: «¿Por qué existen las guerras, Señor?».

Las fiestas de la «liberación» se celebraron, según
Amanecer
, con «inusitado esplendor». Ceremonias religiosas y militares. A última hora, proyección en el Cine Albéniz de la película patriótica
Sin novedad en el Alcázar
, que obtuvo un resonante éxito. En el curso de la jornada se acordó conceder al Caudillo la medalla de oro de la ciudad. En el momento en que «La Voz de Alerta» firmó el documento a propósito, Carlota, que estaba a su lado, le dijo: «El día que se restablezca la Monarquía, acuérdate de concederle al Rey esa medalla. Pero que sea un poco mayor…» «La Voz de Alerta», ocho días después, se enteraría de que Su Majestad Alfonso XIII acababa de abdicar en Roma a favor de su hijo don Juan, confirmando con ello las noticias que desde hacía tiempo circulaban al respecto.

Fue un mes de febrero lleno, como todos los meses, de sorpresas: la vida continuaba siendo mar y no lago. En París falleció el filósofo Henri Bergson, por quien el notario Noguer y el profesor Civil sentían predilección, por cuanto había defendido siempre la primacía del espíritu sobre la materia. En Neyri (Inglaterra)
[1]
falleció también, ¡a la edad de ochenta y tres años!, Mr. Baden Powell, el fundador de los Boy Scouts. La noticia pasó casi inadvertida. Sin embargo, Mateo al leerla dijo que el Frente de Juventudes, y todos los niños del mundo, hubieran debido llevar un brazal negro durante una semana.

Habíase celebrado la fiesta de San Antonio Abad, con la bendición de las caballerías y el reparto de panecillos y roscones. La plaza de la Catedral se convirtió en asamblea de caballos, destacando los que intervenían en los concursos hípicos organizados por el capitán Sánchez Bravo. El señor obispo los bendijo, y al hacerlo pensó que aquellos nobles animales planteaban menos problemas que los seres humanos. Se dejaban engalanar sin pavonearse por ello; recibían el agua bendita sin creerse santos ni blasfemar; estaban siempre a las órdenes del jinete; y no sufrían —«sólo padecían»—, puesto que no tenían alma. Exagerando un poco, podía decirse de ellos que, con respecto al hombre, eran mártires, puesto que de un tiempo a esta parte acababan siendo sacrificados en los mataderos para abastecer las desnutridas carnicerías.

Ahora bien, la persona que en aquel mes de febrero, aniversario de la Liberación, hizo méritos suficientes para recibir una bendición especial, fue aquella a que se refirió el pensamiento del doctor Andújar: el comisario Diéguez. Por la sencilla razón de que cumplió, con afán digno de encomio, la voluntad del Gobernador Civil, las instrucciones que éste le había dado unas semanas antes a fin de congelar en lo posible la insana avidez de dinero que se había apoderado de la provincia.

El comisario Diéguez cumplió de tal modo, que muchos de los «indisciplinados» se tomaron una tregua, hicieron marcha atrás. A algunos no les dio tiempo, como por ejemplo a los componentes de Tejero, S. A., los cuales, convictos y confesos de una serie de delitos de contrabando, fueron a parar con sus huesos en la cárcel. Su presidente, un tal Pedro Riuró, antiguo agente de Bolsa, fue enviado a un batallón disciplinario que se encontraba perforando un túnel cerca de Garrapinillos, en la provincia de Guadalajara.

«Mande usted por ahí a sus hombres y demos un escarmiento —había dicho el Gobernador—. Objetivos, los que usted quiera… Si el culpable ostenta algún cargo, es autoridad, hágalo usted constar en el informe».

A tenor de estas palabras, una serie de personas cayeron en las garras del comisario Diéguez por infracciones de la más diversa índole.

Ambrosio, el contrabajo de la
Gerona Jazz
, fue acusado de estafar a la Compañía de Electricidad. Inventó un ingenioso sistema para que no corriera el contador y fue descubierto y sancionado.

Uno de los traperos del barrio de la Barca ingresó en la cárcel conjuntamente con frívol miembros de Tejero, S. A., sustituyendo a los presos políticos que habían sido indultados por Navidad. Descubrióse que tenía a su servicio una serie de mujerucas, que pasaban por las casas ofreciendo patatas a condición de que previamente les fuera entregado el saco para transportarlas; el hombre había reunido desde primeros de año cerca de quinientos sacos, que había vendido a muy buen precio, puesto que el yute escaseaba.

Galindo fue multado por resistirse a admitir la chapita de Auxilio Social que se exigía para entrar en el cine: multa de doscientas pesetas, sin posible apelación. «El Niño de Jaén», que iba para «bailaor», fue sorprendido robando un neumático de un camión de transportes y permaneció cuarenta horas en el cuartelillo, hasta que la Andaluza advirtió de ello a Mateo y éste lo sacó. El madrileño Herreros, dependiente de la Barbería Dámaso, fue multado a su vez por hacer correr el bulo de que España, pese a las circunstancias de escasez, enviaba víveres a Alemania.

Otra de las personas encartadas fue precisamente Rogelio, el joven camarero del Hotel Miramar, de Blanes. El muchacho resultó un pícaro de siete suelas. Al término de la temporada veraniega en dicho hotel, se instaló en Gerona dispuesto a estudiar algún plan que le permitiera vivir sin dar golpe. Probó con las sirvientas, enamorándolas e instándolas luego a que les robaran cubiertos de plata a los «señores»; pero una de ellas fue descubierta e, interrogada por el comisario Diéguez, «cantó». Rogelio ingresó también en la cárcel. Y al encontrarse entre rejas, el muchacho, que anteriormente nunca se había dedicado a nada ilegal, meditó y llegó a la conclusión de que el culpable de su estado de ánimo, de su corrupción, era el doctor Chaos. El incidente con éste le había dejado huella, tal vez al mostrarle la cara deforme de la vida. «Me las pagará —se dijo para sí—. Me las pagará».

Con todo, el servicio más importante prestado por el comisario Diéguez fue el de los abortos, y su víctima propiciatoria la comadrona Rosario, regidora de Puericultura de la Sección Femenina… Rosario, mujer complicada, de ambiciones ocultas, se había convertido, ¡quién pudo preverlo!, en la sustituta del doctor Rosselló, con la ayuda de un farmacéutico y a base de una clientela muy barata: prostitutas y algunas de las «andaluzas» que habitaban las cuevas de Montjuich. Marta, advertida del caso, no se tomó la molestia de mover un dedo a favor de Rosario, por cuanto el acto de su camarada de la Sección Femenina le repugnó sobremanera.

En resumen, la actuación del comisario Diéguez impuso la disciplina deseada por el Gobernador Civil y, sobre todo en los pueblos, provocó el pánico entre los alcaldes poco escrupulosos.

Ahora bien, había un aspecto de la cuestión que aparecía confuso: el «pozo de agresividad» en que vivía, de modo permanente, el comisario Diéguez. ¿Qué lo impulsaba a sonreír con tanta satisfacción cada vez que cumplía un servicio? ¿Era el suyo un homenaje a la justicia, al bien común, o un acto de secreta venganza?

En vano don Eusebio Ferrándiz, jefe de Policía, quien desde la pérdida brutal de su hija prefería esclarecer las causas a registrar los efectos, había hurgado en el espíritu del comisario Diéguez con el propósito de razonar su comportamiento; tropezaba con un muro.

—Comisario Diéguez, ¿podría decirme qué siente usted cuando descubre que una persona es culpable?

—¿Qué siento? Pues… ¿qué le diré a usted? Sé que mi obligación es levantar acta.

Sonsacarle todo lo que pueda…

—Comisario Diéguez, ¿y al inicio del interrogatorio, cuando cabe la posibilidad de que se esté cometiendo un error? ¿Qué es lo que siente usted?

—Pues… ganas de conocer la verdad del asunto. Soy policía, ¿no?

—¿Y si la persona resulta luego inocente?

—¡Ah! Son cosas que ocurren, ¿no es así? Si el individuo resulta inocente, pues se le piden excusas. Y se hace cargo…

La clave de la psicología del comisario estaba ahí, en opinión de don Eusebio Ferrándiz. En el momento más espontáneo decía individuo, no personas. Deformación profesional. El comisario Diéguez, desde este ángulo, era perdonable. Actuaba con la naturalidad y suficiencia con que en el campo nace la hierba.

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