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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (42 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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Por supuesto, Cosme Vila, pese a su buena voluntad, cultivaba algunas reservas mentales… Por ejemplo, le hubiera gustado poder salir de la capital y viajar por el campo en cualquier dirección, conocer otras comarcas de la URSS; pero les estaba prohibido. Únicamente se les permitió hacer una excursión a la aldea de Toguskaia, donde había un centenar de niños españoles educándose bajo la dirección de una maestra de Oviedo, llamada Regina Suárez, que los atendió muy bien y que desde ese día efectuó periódicas visitas al domicilio de Cosme Vila. Dicha maestra creía conocer la causa de aquel confinamiento: las zonas agrícolas de Rusia producían mucha tristeza y sus moradores eran mucho más reacios que los obreros de las fábricas a integrarse en la Revolución.

También le hubiera gustado a Cosme Vila, como es natural, relacionarse con los prohombres españoles del Partido, con aquellos que habían sido sus ídolos y sus jefes en España; pero apenas si tenían oportunidad. A los internados en la Escuela Superior de Guerra, en la Academia Frunze, no había quien les echara la vista encima. A Cosme Vila le dolía especialmente no poder establecer contacto con el Campesino, que era sin duda el español más popular en Rusia, hasta el punto que en los colegios se relataban sus gestas y se repartían fotografías suyas, en las que solía vérsele «persiguiendo a los italianos en Guadalajara», o bien montando guardia con su despanzaburros en lo alto de un cerro.

Por lo que respecta a los restantes jefes, a los jefes estrictamente políticos, que residían en Moscú —Uribe, Checa, el propio Jesús Hernández, Castro, Ciutat, etcétera—, tampoco había manera de verlos. Al parecer, todos andaban atareadísimos «redactando informes para justificar la derrota de España», pues, según noticias, Stalin les había formulado, a través de Dimitrov, la inevitable pregunta: «¿Por qué la guerra española ha terminado en forma tan inesperada y luctuosa?». Cosme Vila y sus camaradas no consiguieron sino saludar esporádicamente, en un mitin, a la Pasionaria, sin duda la más influyente en Moscú, y a Palmiro Togliatti, el dirigente italiano que en España se llamó «Alfredo» y que fue, con mucho, el hombre que a Cosme Vila le causó más fuerte impresión.

Cosme Vila, pues, debía contentarse con platicar con los tres camaradas que compartían con él el piso de la calle Bujanian: Puigvert y Soldevila, de Barcelona, y Ruano, de Madrid. Éste, que era intelectual, siempre decía que a él las mujeres moscovitas trabajando en la calle, en trabajos de hombre, le daban mucha pena. En principio, los cuatro camaradas solían estar de acuerdo cuando hablaban de Rusia y en desacuerdo cuando hablaban de España. Por descontado, se llevaban bien y la mujer de Cosme Vila hacía cuanto estaba en su mano para que todos se sintieran «en casa»; aun cuando la comida habitual: gachas, sopa de coles, sopa de berzas, etcétera, los fatigaba mucho, por su monotonía.

* * *

Día señalado, por muchas razones, en aquel hogar de la calle Bujanian, era cuando llamaba inesperadamente a la puerta la maestra asturiana, Regina Suárez, escapada de su colegio de Toguskaia. Regina era una mujer de unos treinta y cinco años, extremadamente animosa, hija de minero, que no tenía pelos en la lengua. Ah, no, ella no estaba conforme, ni mucho menos, con todo lo que veía, ni creía que «los grandes espacios y la vastedad del territorio ruso» justificaran una serie de anomalías que podían registrarse con sólo echar una ojeada en torno. Ella había viajado un poco en los dos años que llevaba allí y había podido ver las condiciones en que muchos obreros trabajaban; condiciones que imaginaba debían soportar los pobres camaradas españoles que desde la estación de Moscú habían sido enviados al Sur… «¿Os gustaría encontraros ahora, en premio a vuestra labor en España, trabajando con agua hasta la rodilla en cualquier mina del Kanjijstán?». Cierto que la URSS iba convirtiéndose en una potencia industrial de primer orden y que no lo hacía por capricho, sino porque el enemigo era fuerte y había que pararle los pies; pero el precio estaba resultando un tanto exagerado.

Cuando llevaran más tiempo en el país acaso comprendieran lo que quería decir… Y mejor lo comprenderían aún el día que, por casualidad, como a ella le había ocurrido, pudieran franquear el umbral de la casa de un jefe del Partido. ¡Bueno, ella se permitía hablar de ese modo en familia, convencida de que su hoja de servicios, que se inició a los doce años en Oviedo, la inmunizaba contra sospechas y malos pensamientos!

Necesitaba desahogarse, eso era todo, especialmente porque su labor de maestra le estaba resultando muy difícil, por cuanto sus alumnos eran españoles y no rusos. En efecto, le ocurría que, si se amoldaba estrictamente a las consignas rusas, sus alumnos la ponían en constante aprieto, por la sencilla razón de que no habían nacido en Minks o en Novgorod, sino en Gijón o en Málaga, y en consecuencia utilizaban su masa gris.

Nunca olvidaría al respecto la pregunta que un buen día le espetó a boca de jarro un espabilado chico de Murcia: «Si Rusia es tan potente ¿por qué ha permitido que perdiéramos la guerra en España?». Era una muestra que podría multiplicar por mil. Los alumnos tampoco acertaban a comprender los términos en que ella, por orden superior, debía referirse al camarada Stalin. Leerles, por ejemplo, todos los sábados, el poema de Djamnboul, en el que éste llamaba a Stalin «Padre de los pueblos, Creador del paraíso terrenal, Grandísimo sol que brilla, más grande que el Universo», etcétera, provocaba un estupor que era sin duda contraproducente. Claro que Stalin era el digno sucesor de Lenin; sin embargo, lo dicho, dicho estaba, ¡qué caramba! ¡Y otra cosa! Se atrevía a aconsejarles que no aventuraran ningún juicio definitivo sobre la URSS hasta que no llegara el invierno. «Entonces, cuando llegue la nieve, cuando veáis los trineos y los caballos a trote ligero, os enfrentaréis con la verdadera cara de Rusia. Y os colocaréis también en la cabeza un gorro de astrakán… aunque a lo mejor habréis de explicar de dónde lo habéis sacado».

Cosme Vila y sus camaradas, al advertir que escuchaban esos discursos de Regina Suárez sin tomar medidas drásticas o por lo menos sin obligarla a callarse, quedaban asombrados. En el fondo, se notaban un tanto cambiados, como si se les despertara, sobre todo a Cosme Vila y al intelectual Ruano, un espíritu crítico que en España no hubieran concebido siquiera. Por otra parte, la maestra tenía autoridad. Su padre fue un gran militante y ella, ya en 1934, anduvo por Asturias enfrentándose con los moros.

—De acuerdo, Regina… No todo puede ser un lecho de rosas, ¿verdad?

—Eso digo yo…

El día en que Regina les notificó que acababan de salir de Moscú tres camaradas españoles, cuyos nombres se callaba, con la orden de instalarse en Méjico y asesinar a Trotsky, Cosme Vila irguió el busto y tensó su ancho cinturón.

—¿Y tú cómo sabes eso?

Regina hizo un mohín.

—¡Ah, ja…! ¡Tengo un pajarito que me lo cuenta todo!

Regina era una mujer culta. Sabía muchas cosas de Rusia, además de dominar ya el idioma, y a menudo gozaba poniendo en apuros a sus anfitriones, así como en San Sebastián gozó «La Voz de Alerta» poniendo en apuros a Javier Ichaso.

—¿A que no sabéis lo que significa vodka?

—No…

—Significa «agüilla», y ello por la facilidad con que los rusos la beben…

—¡Menuda agüilla! —exclamaba la mujer de Cosme Vila.

Regina continuaba:

—¿A que no sabéis quién construyó el Kremlin?

—Arquitectos rusos, es de suponer…

—Pues os equivocáis… La fortaleza la construyeron artistas italianos, contratados por Iván III. Artistas del Renacimiento… ¡Bueno, no es para ponerse así, hombres! Consolaos pensando que las cinco torres las construyó más tarde un inglés llamado Gallosway…

La mujer de Cosme Vila exclamó en esta ocasión:

—¡Ah! ¿Entonces esa mole que tanto asusta a mi crío no es rusa?

La mujer de Cosme Vila… Era, tal vez, el problema más arduo con que había de enfrentarse el ex jefe comunista gerundense. Más menudita que nunca, se afanaba cuanto podía, pero la había invadido la añoranza. Nunca había comprendido, ni siquiera en Gerona, lo que era el comunismo, lo que pretendía; pero ahora la cosa la desbordaba por todos lados. Cada día, cuando a primera hora de la mañana los hombres salían para ir a la Escuela y se quedaba ella sola en casa con el niño, le entraba una tristeza infinita y unas ganas locas de ver a sus padres, que debían de morirse de pena en Toulouse. No conseguía situar en su mente la posición de Rusia en el mapa del mundo; sólo sabía que estaba muy lejos y que no había perspectivas de retornar a Gerona. ¿Por qué todo aquello? ¿Por qué Cosme Vila no continuó trabajando en el Banco Arús? Los árboles de la Dehesa, en aquella época, deberían de estar hermosos… No podía ir al cine; no podía recorrer tiendas, porque no las había; no tenía amigas —Regina Suárez, la maestra, apenas si le hacía caso—; las ocupaciones de sus vecinas, su indumentaria, su gesticulación y su aire resignado la desconcertaban, y cuando a veces la saludaban desde la ventana con una inclinación de cabeza, no acertaba a corresponder con naturalidad. Aquello era un hormiguero. Y por si fuera poco, Ruano, el madrileño, de tarde en tarde, si Cosme Vila se ausentaba un momento, la miraba con descarada procacidad… pese a que ella no podía siquiera pintarse los labios. ¿Y a quién recurriría si se ponía enferma? ¿Y cuando llegara el invierno, el famoso invierno de que la maestra hablaba siempre? ¿Qué significaban Plan Quinquenal,
koljós
, Academia Frunze, estepa? Nunca oía hablar de amor.

Sentía una secreta admiración: el Campesino. Y es que, según les contó Regina Suárez, la primera vez que le dijeron al guerrillero extremeño, como a todos los demás, que debía olvidarse de que era español, contestó rotundamente: «Eso no…» Así debían ser los hombres. Tampoco ella olvidaría nunca dónde nació. Ella, menudita, y confundiendo las letras rusas del periódico con patitas de mosca, no se rusificaría jamás y haría lo imposible para que su hijo imitase su ejemplo. Su hijo, su querido hijo, al que Cosme llamaba, medio en broma, Wladimir, pero que para ella seguía llamándose «mi rey», aun cuando no pudiera encontrar para su delicada piel ni tan sólo un bote de polvos de talco.

El día de la capitulación de Polonia —Cosme Vila llevaba ya cerca de cuatro meses en Rusia—, el ex jefe gerundense se acordó especialmente de Gerona, de su tierra natal.

Se acordó incluso de los campanarios de la Catedral y de San Félix, «que debían de estar presidiendo, junto con «La Voz de Alerta», los avatares diarios de la dictadura de Franco en la ciudad». Cosme Vila se pasó toda la mañana con el ánimo un tanto excitado, hasta el punto que les escribió a sus suegros, que continuaban en Toulouse, una carta cariñosa, amén de otra carta a Gorki, un poco más explicativa que las anteriores. Y por la noche, en la Radio, se dirigió a los hipotéticos oyentes de Gerona, con una voz distinta a la de los demás días, y les dijo: «Aquí, Radio Moscú. Emisora al servicio del Proletariado. Camaradas de Gerona, no os desesperéis. Sabotead cuanto podáis las órdenes de vuestros verdugos. Estamos con vosotros. Os enviamos un saludo desde la Plaza Roja, donde en estos momentos brillan las cinco estrellas en las cinco torres del Kremlin, fortaleza sin par, construida por arquitectos rusos que ya en su época presentían la Revolución. Rusia está a vuestro lado, desde Odesa al maravilloso lago Baikal, y para liberaros un día de la tiranía fascista sus doscientos millones de habitantes, unidos fraternalmente, trabajan en las minas y en los colectivos, en los campos ubérrimos y en la ciudad, y estudian en las Universidades, sin distinción de clases. Ahora estos esfuerzos os parecen lejanos; pero todos convergen hacia un fin premeditado en la mente de nuestro jefe, el camarada Stalin. Y llegará un día en que se producirá la eclosión. Entonces, radioescuchas de Gerona, no sólo dichos esfuerzos os parecerán justificados, sino que en el mundo entero se iniciará la época gloriosa del socialismo, en la que no tendrán cabida ni las proclamas de los obispos ni las procesiones de Corpus, que invitan a la resignación. ¡Salud, camaradas de Gerona! ¡Sabotead las órdenes de vuestros verdugos! ¡Os habla Moscú! Y luchad contra las viles democracias Francia, Inglaterra y los Estados Unidos, que cuando vuestra guerra civil os traicionaron y os dejaron indefensos a merced de los moros y de la pandilla de Franco».

Capítulo XXI

En la fecha anunciada, el veintiséis de septiembre, Ignacio y Mateo aprobaron en Barcelona el tercer curso de Derecho. Todo ocurrió como estaba previsto; los exámenes fueron «patrióticos», no hubo dificultad. Ignacio se presentó a ellos con camisa azul y cuatro condecoraciones de guerra; Mateo, con la estrella de alférez y una retahíla de emblemas y símbolos. Además, rubricaron con aparatosos ¡Arriba España! cada uno de los ejercicios escritos. Aprobados. Fueron exámenes colectivos, como las absoluciones en caso de emergencia. Colectivos y alegres. En las aulas, bromas y risas. Y fuera, a la salida —les dieron las notas en el acto—, himnos y canciones. Los cafés próximos a la Universidad se llenaron de aupas a la Revolución Nacionalsindicalista. En realidad, los aprobados fueron tantos que el porvenir jurídico de la región parecía garantizado por mucho tiempo. La nota más original la dio un ex legionario. Era tal su euforia que, blandiendo la papeleta, miró a todo el mundo y gritó: «¡Viva la Muerte!».

Ignacio comunicó la noticia por teléfono a Ana María. No le quedaba tiempo para salir con ella, pues, por orden del coronel Triguero, tenía que regresar a Gerona aquella misma noche. «Además, he venido en el coche oficial de Mateo, y Mateo quiere regresar también en seguida. Hazte cargo…» Ana María no se hizo cargo. Supuso que el muchacho había dado un paso atrás con respecto a su actitud amorosa en San Feliu de Guixols, en aquella gloriosa mañana de playa. Pero no se desmoralizó. Se encerró en su cuarto —el padre de la muchacha había adquirido una espléndida torre en Sarria— y le escribió una larga carta a Ignacio. Carta que, antes de echarla al buzón, enseñó a Charo, la esposa de Gaspar Ley, la cual comentó: «Chica, si después de un madrigal de este calibre el jovenzuelo no pica, es mejor que te metas en un convento».

En el trayecto Barcelona-Gerona los dos muchachos, Mateo e Ignacio, sostuvieron un diálogo abierto, cordialísimo, como en sus mejores tiempos. Hablaron de Pilar.

Mateo estaba dispuesto a casarse con ella pronto, aunque le preocupaba la situación internacional. Hablaron de Marta, quien había tenido el gesto de ayudar a Esther a consolidar en Gerona, contra todo pronóstico, tres mesas de bridge. Hablaron del doctor Andújar, el psiquiatra recién llegado a la ciudad para hacerse cargo del Manicomio. «Me causó una gran impresión —dijo Ignacio—. Claro que a mí los médicos me la causan siempre. Pero de veras tiene algo especial. Es digno. Debe de ser un hombre de valor».

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