Faltaban tiendas dedicadas a la reparación de máquinas de escribir —descacharradas con la guerra—, de aparatos de radio, de plumas estilográficas…; surgieron como por ensalmo, aquí y allá. ¡Inauguróse incluso una llamada Galería de Arte, donde se enmarcarían cuadros, se venderían reproducciones —Picasso, prohibido— y se venderían antigüedades! Eso, era lo útil y directo. La vuelta a la normalidad.
Por lo demás ¡eran tantas las cuestiones por resolver! Ahí estaba la
Inspección de Enseñanza Primaria
. Faltaban tres semanas para la apertura de las escuelas y todavía seguían en trámite, en la mesa de Agustín Lago, los expedientes que la Comisión Depuradora de los maestros había incoado. La impresión del inspector jefe, en vista de las respuestas dadas por los maestros a los pliegos de cargos y de los avales con que las acompañaban, era que acertó en el pronóstico que le había hecho al Gobernador: alrededor de un cincuenta por ciento de los titulares deberían ser expulsados, separados de la carrera y otro veinte por ciento trasladados a otros pueblos. ¡El problema era grave! Sería preciso cubrir las vacantes que se produjeran. Agustín Lago dijo: «Por suerte, han pedido el ingreso una serie de ex seminaristas, y varios ex alféreces provisionales han hecho ya los correspondientes cursillos. ¡Pero no podemos perder más tiempo! Hay que firmar los nombramientos».
Otra papeleta era la confección del programa de las Ferias y Fiestas de San Narciso, que tenían lugar a fines de octubre. Serían las primeras después de la guerra: era preciso dar el golpe, inundar de alegría la ciudad. La Comisión de Festejos, formada en su mayor parte por concejales del Ayuntamiento, se mostraba optimista. «Continuamente llegan peticiones de feriantes que quieren montar su barracón. Parece ser que tendremos hasta circo, lo que siempre resulta agradable. Y si resolvemos el problema de la energía eléctrica, vendrán incluso autos de choque».
«La Voz de Alerta», que por fin se había decidido a reabrir su consulta de dentista —pronto colocaría en el balcón el correspondiente rótulo de letras doradas sobre fondo negro—, comentó: «Eso estaría bien. A la gente le gusta embestirse de mentirijillas».
—¿No permitirán todavía tocar sardanas?
—¡Qué pregunta! Ni soñarlo…
Pequeña espina clavada en el corazón de los ciudadanos como la Torre de Babel, como Padrosa. Los jugadores de bochas de la Dehesa «no veían motivo que justificara la prohibición». Los «productores» de la fábrica Soler, pese a la gloriosa tarde del 18 de julio en la piscina y de la opinión del camarada Arjona, Delegado Sindical, no se sentían todavía dispuestos a bailar por soleares. «Sería un detalle del Gobernador que por las Ferias se tocasen sardanas». Los componentes de la antigua
Cobla Gerona
, que ni siquiera se habían atrevido a presentar la solicitud, andaban todos, al igual que Jaime, buscando cómo ganarse su pecunio: unos repartían recibos de la Compañía de Gas y Electricidad; otros, de las Mutuas. El antiguo director, un tal Quintana, que tocaba el fiscorno, aprendía el oficio de sastre. Se lo enseñaba en su casa un cuñado suyo que perteneció a un Comité y que desde la entrada de los «nacionales» vivía oculto detrás de un tabique.
Septiembre, complejo en la tierra, nítido en el aire. Francia enviaba, además de repatriados y de lo que Fronteras conseguía recuperar —últimamente, la llamada valija de Álvarez del Vayo, que contenía nada menos que la corona de la Virgen de la Merced, patrona de Barcelona—, ráfagas de viento fresco, de tramontana, que exaltaba a los taponeros del Ampurdán y que se llevaba las nubes con la facilidad con que la aviación de Hitler había despejado de enemigos el cielo de Polonia.
Muchas familias, sobre todo en el campo, se quejaban de que sus hijos, los mozos de la casa, que habían servido obligatoriamente con los «rojos», ahora continuaban vestidos de caqui, cumpliendo el servicio militar. El reenganche… «¿Hasta cuándo? Se habrán pasado media juventud con el fusil en la mano». Menos mal que recibían carta de la novia; menos mal que las novias sabían esperar…
Tía Conchi, en el bar
Cocodrilo
, le preguntó al patrón:
—¿Y qué significa eso que escribes en los cristales: «se sirven almejas, mejillones y ensaladilla nacional»?
El patrón le contestó:
—No voy a poner ensaladilla rusa, ¿verdad? ¿O es que quieres que me metan en la cárcel?
El hombre más desconcertado por el pacto de no agresión germano-ruso, y también por la entrada de las tropas rusas en Polonia —mucho más que el general Sánchez Bravo, que el doctor Andújar, que Mateo y que todos los gerundenses juntos—, era Cosme Vila, residente, desde el mes de junio, en Moscú, en compañía de su mujer e hijo, el chavalín que en Gerona se mordía el pulgar del pie derecho.
Y no había para menos. Desde su llegada a la capital de la Unión Soviética, formando parte de los cuatro mil exilados españoles —cifra aproximada— que el Kremlin admitió, Cosme Vila no había hecho sino oír toda clase de injurias contra Hitler y el nazismo. Las injurias fueron tantas que al ex jefe comunista gerundense llegó a parecerle aquello una obsesión. Ciertamente, no sólo los militantes del Partido calificaban siempre a los gobernantes del Führer de «saqueadores subhumanos», sino que en los campos de tiro los blancos contra los que había que disparar estaban formados por siluetas nazis, y en las escuelas los muchachos jugaban «a comunistas contra nazis», juegos en los que estos últimos llevaban invariablemente la peor parte.
Por si fuera poco, en muchos cines de la capital rusa se daban sin descanso películas anti alemanas, como
El profesor Mamlock
y
La familia Oppenheim
y, según Cosme Vila pudo enterarse, muchas de las purgas ordenadas por Stalin en el seno del Partido y del Ejército habían descansado sobre la base del peligro nazi, del peligro de que Alemania atacara a la URSS.
Pues bien. He ahí que, de repente, en aquel 23 de agosto, no sólo en la Escuela de Formación Política a la que Cosme Vila asistía se prohibió el uso de la palabra «fascismo» aplicada a los nazis, sino que las bibliotecas y librerías fueron expurgadas en cuestión de horas de toda propaganda anti alemana, mientras la cruz gamada y la hoz y el martillo se ensamblaban en todos los edificios públicos y se empezaba, por contraste, a ridiculizar a John Bull, al Tío Sam y a un ciudadano francés que en las caricaturas aparecía siempre bebiendo vino tinto.
¿Qué pensar? Cosme Vila exclamó ante su mujer, que en Moscú no hacía más que preguntar dónde podría conseguir una cacerola de aluminio: «¡Esto es para volverse loco!».
En el fondo era raro que Cosme Vila se expresara así, pues tiempo había tenido, desde que salió de Gerona, de familiarizarse con los virajes de su país de adopción,
la Patria del Proletariado
. En realidad había ido de sorpresa en sorpresa, hasta el extremo que si «La Voz de Alerta» hubiera podido publicar en
Amanecer
la odisea del jefe comunista gerundense, se hubiera apuntado, a no dudarlo, uno de los más grandes éxitos de su carrera periodística. Tanto más cuanto que nadie en la ciudad tenía la menor noticia «de lo que había podido ocurrirle a Cosme Vila».
La primera sorpresa para éste tuvo lugar, como es sabido, en Francia, cuando el comisario Axelrod se negó a admitir en Rusia a Gorki y al resto de sus camaradas. «Se impone una selección. ¿Te das cuenta, Cosme? La experiencia nos demuestra que no todos los camaradas se aclimatan en la URSS». Cosme Vila no comprendió por qué no se aclimataban en la URSS todos los camaradas; pero se calló.
La segunda sorpresa la tuvo llegado el momento de trasladarse a Moscú. Él creyó que haría el viaje en avión, como lo habían hecho algunos prohombres del Partido. No fue así. Le avisaron que saldría por vía marítima, del puerto de
El Havre
, a bordo de uno de los buques soviéticos que hacían la línea regular Nueva York-Leningrado. Irían con él otros trescientos exilados españoles y capitanearía la expedición el propio Axelrod, por parte rusa, y por parte española el camarada Jesús Hernández, miembro del Comité Central.
La tercera sorpresa, ésta de gran calibre, la tuvo a poco de iniciarse la travesía. El buque que le tocó en suerte fue el
Komrodost
, bastante confortable, que curiosamente estaba al mando de una mujer, detalle que causó el mayor asombro a la esposa de Cosme Vila. Todo iba a las mil maravillas —el entusiasmo de los trescientos exilados era tan grande que muchos de ellos habían tirado el equipaje al mar, convencidos de que en Leningrado serían recibidos como héroes y colmados de obsequios—, cuando he aquí que, inesperadamente, el dirigente Jesús Hernández convocó una reunión urgente en un salón del barco llamado «Rincón de Lenin».
Cosme Vila y todos los demás, entre los que figuraba Eroles, el jorobado ex jefe de la checa de la calle de Vallmajor, acudieron a la reunión convencidos de que recibirían instrucciones… y buenas noticias. Y no fue así. Jesús Hernández, a boca de jarro, sin previo aviso, echó sobre todos sus oyentes tal chorro de agua fría que Cosme Vila notó en su espíritu que no olvidaría aquello de por vida. La charla fue muy breve; sin embargo, su contenido fue tan denso que el barco pareció envejecer.
—Camaradas —dijo Jesús Hernández—, pronto vais a contemplar la verdad soviética no con los ojos del ideal, sino con los de la verdad cruda. En la URSS queda poco tiempo para las diversiones. La vida es de una dureza infinita. El nivel de los proletarios es muy bajo. Se elabora a destajo o mediante normas muy elevadas. Con la producción de un obrero español en el curso de ocho horas, en la Unión Soviética difícilmente se podrían untar de mantequilla cien gramos de pan diarios. El triunfo del socialismo requiere máquinas, máquinas, máquinas. Las primeras generaciones proletarias están destinadas al sacrificio, a las penalidades. Todo el esfuerzo se dirige a la gran industria. Se carece de lo más indispensable. Se hace cola por lo más inverosímil. Hay miseria y hambre en las capas de los obreros menos calificados. Veréis infinidad de gentes vestidas con extremada pobreza en las ciudades y cubiertas con harapos en las aldeas. Es lastimoso, pero la gran misión de la Rusia socialista tiene que cumplirse sin sentimentalismo. Para las mujeres será una odisea encontrar alfileres u horquillas para el cabello, polvos para la cara o lápices de labios. No hay salones de belleza, se fabrica en serie. No hay cafés, ni restaurantes, ni bares, ni tabernas como en los demás países. El régimen no puede perder el tiempo en esas minucias. Cada ciudadano tiene su tarjeta de racionamiento y su comedor colectivo. También os chocarán las costumbres. Veréis en las fiestas particulares a las gentes emborracharse como si fuese una necesidad y en los retretes públicos, donde no existen puertas ni separaciones, veréis discutir o leer el periódico mientras se aligeran el intestino o la vejiga. Una de las plagas la constituyen los niños abandonados, sin hogar, que vagan por todo el país y que son auténticos delincuentes. Tragedia que ha obligado al Gobierno a establecer la pena de muerte para los mayores de doce años… El problema de la vivienda es atroz, pues millones de campesinos se han ido a las ciudades a causa de la industrialización. La familia que pueda disponer de cuatro metros de espacio, debe considerarse privilegiada. Etcétera.
Los rostros de los oyentes reflejaron el mayor estupor, sobre todo porque quien les hablaba, el camarada Hernández, había estado en Rusia una larga temporada, allá por 1931, como alumno de la «Escuela Leninista». Era, por tanto, testimonio de excepción.
Tampoco podía imaginársele derrotista, por cuanto Axelrod había escuchado el discurso sin mostrar cara complaciente, pero sin tampoco contradecirle.
Jesús Hernández terminó:
—Camaradas, hay una frase de Lenin que dice: «Los hechos son verdades duras». La sesión ha terminado. ¡Salud!
Una vez fuera del «Rincón de Lenin», los oyentes dieron salida a los sentimientos que los embargaban. Eroles le preguntó a Cosme Vila:
—¿Has oído…? Pero ¿es posible todo eso?
Cosme Vila, cuya gran cabeza despedía destellos, se dominó y respondió:
—Claro que lo he oído.
El jorobado Eroles daba vueltas alrededor de Cosme Vila como un bufón.
—Pero… ¿eso significa que en Rusia no vive todo el mundo igual, que no pasa todo el mundo las mismas privaciones?
Cosme Vila escupió al mar, aun cuando escupir no era su costumbre.
—Claro que no —contestó, tranquilo—. En Rusia se vive la primera etapa del socialismo, según la cual cada uno recibe a tenor de lo que produce.
Eroles se quedó inmóvil.
—¿Así, pues, existen clases?
—No es ésa la definición. Hay diferentes categorías de trabajo en el conjunto de los productores. Pero existe una diferencia respecto al capitalismo. En Rusia, un simple peón puede aspirar a ser ingeniero y un soldado a ser general. En el campo capitalista, en cambio, sólo los burgueses tienen acceso a los estudios y a los cargos superiores.
Eroles se fue a trompicones hacia su camarote, en el momento en que la mujer de Cosme Vila, que por fortuna no había asistido a la charla en el «Rincón de Lenin», salía con el crío al encuentro de su hombre y le decía:
—Qué bonito está el mar a esta hora, ¿verdad?
Sí, era bonito, en verdad. El mar, el Báltico, estaba bonito, aun cuando el plateado gris de sus aguas fuera más triste que el azul de las aguas del Mediterráneo, que tanto emocionaba al profesor Civil. Cosme Vila repasó en un momento toda su trayectoria revolucionaria, desde que en el Banco Arús leía a escondidas
El Capital
, de Marx, sin entender gran cosa de él, hasta que le ordenó a Gorki emparedar a Laura y a mosén Francisco. Había vivido la gran experiencia española y había sido violentamente expulsado por esos burgueses a los que aludió al hablar con Eroles, burgueses que supieron, ¡hasta qué punto!, empuñar las armas y demostrar que sí, que los hechos eran a veces verdades duras. Se encontraba camino de Leningrado y de Moscú. ¿Qué le diría a su mujer cuando ésta buscara en vano polvos para la cara —tenía la manía de empolvarse— y un poco de pintura para los labios? Le diría que el socialismo necesitaba máquinas, máquinas, máquinas… «Sí, claro… —le replicaría ella, con su insoportable timidez—. Pero ¿y yo? Yo necesito polvos para la cara».
El barco, el
Komrodost
, prosiguió su ruta… y llegó a Leningrado. Y allí se produjo la cuarta sorpresa para Cosme Vila: Jesús Hernández no les había mentido, tenía razón.