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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (82 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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Ignacio, en cierto aspecto salió ganando, pues por fin podría disponer de una habitación para él solo. En efecto, Eloy se trasladó al cuarto de Pilar, en cuyas paredes, sin encomendarse a nadie, claveteó con chinchetas fotografías de los grandes ases del fútbol, aunque en este terreno el muchacho andaba un poco tristón pues el Gerona Club de Fútbol, pese a Pachín y al apellido del Presidente, perdía todos los partidos que jugaba en campo contrario, por lo que su clasificación era medianeja.

Sí, Ignacio, ¡por fin!, tendría en casa un rincón independiente. Quedóse con la cama de César y la sobrante se la dieron al pequeño Manuel, que hasta entonces había dormido en un camastro.

En un comercio de compra-venta de muebles Ignacio adquirió un sillón y cambió la pequeña biblioteca por otra mucho mayor, aunque le faltaban libros para llenarla. Esther le dijo que existían libros simulados, de cartón, con el título impreso en el lomo. Pero ¿dónde encontrarlos? Hizo una visita a Jaime, el librero de ocasión, cuyo pequeño negocio prosperaba. Ignacio hubiera comprado allí un arsenal. Pero se conformó con las obras completas de Freud, una edición barata en cinco volúmenes. ¡Con el tiempo que hacía que andaba tras ellas!

—Si me las vendes a plazos, me quedo con ellas— le dijo a Jaime.

—¡Qué cosas tienes! Llévatelas… y paga cuando quieras.

—De acuerdo. Mira. Ahí van cincuenta pesetas. El primer plazo.

—Haces una buena compra. Freud es muy interesante.

Ignacio llegó a casa contento como unas Pascuas. Enseñando los libros a su padre levantó el índice…; y Matías contestó con su clásico
slogan
:
Caldo Potax
.

—¿Qué libros son ésos? —preguntó Carmen Elgazu.

—Hablan de la libido, madre. No creo que te interesen.

—¿De la libido? ¿Y qué es eso?

Carmen Elgazu supuso que tenían relación con el trabajo de Ignacio en la abogacía.

—Así me gusta, hijo, que estudies. Por cierto: ¿no te aumenta el sueldo tu jefe? La boda de Pilar ha sido la ruina… ¿Te dije lo que me costó el sombrero?

Ignacio sonrió.

—No te preocupes, mamá. Creo que a primeros de año ganaré doscientas pesetas más.

—¡Ah, eso sería una bendición! Porque ahora, sin Pilar, necesitaré que Claudia me ayude lo menos cuatro horas diarias…

Ignacio colocó los libros de Freud, los cinco volúmenes, en su recién adquirida biblioteca, a la que Matías previamente había pasado una capa de nogalina que la dejó como nueva. Ignacio tomó al azar uno de los volúmenes y lo hojeó. Y encontró estas frases: «Cuando la relación amorosa con un objeto determinado queda rota, no es extraño ver surgir el odio en su lugar». «El odio es, en relación con el objeto, más antiguo que el amor». Ignacio, pensando en esas dos frases, no pudo menos de evocar a Adela, quien el día de la boda de Pilar, cuando el banquete, se le hizo tan odiosa como al doctor Chaos. También leyó: «La multitud no reacciona sino a estímulos muy intensos. Para influir sobre ella es inútil argumentar lógicamente. En cambio, será preciso presentar ante ella imágenes de vivos colores y repetir una y otra vez las mismas cosas». ¡Le pareció estar oyendo al Gobernador… y a Mateo!

Ahora bien, lo que él quería estudiar preferentemente en Freud era aquello que citó al hablar con su madre: la influencia de la libido y todo lo referente al alma colectiva y a la sugestión. Ignacio había tenido últimamente varias conversaciones con el doctor Chaos, cuya personalidad le interesaba cada día más, y deseaba capacitarse para tratar con él de estas cuestiones.

Otra novedad aportó Ignacio a lo que empezó a llamar «mi» habitación: claveteó en la pared varias reproducciones de cuadros de Picasso, que recortó de una revista.

Figuras retorcidas, como vistas simultáneamente desde ángulos distintos. No era un placer para la vista ni se sentía preparado para ahondar en aquellas composiciones, que por cierto eran la antítesis del concepto de que en cierta ocasión le habló mosén Francisco. Pero Picasso le interesaba. Sin duda era un rebelde… y dudaba de todo.

¿Podía pedirse más?

Carmen Elgazu, que ya se había horrorizado con los futbolistas de Eloy, se horrorizó mucho más al ver aquellos «mamarrachos» traídos por Ignacio, sobre todo porque parecían rodear, acosar, por todos lados, la imagen de San Ignacio, que su hijo conservaba en la mesilla de noche.

—Pero ¿qué significa esto si puede saberse?

—Nada, mamá. Es pintura moderna. No lo entenderías.

—¿Moderna? ¿A qué llamas tú moderno?

—No sé… El mundo avanza.

Carmen Elgazu se colocó sus lentes, que según y cómo le daban aire de marisabidilla, y se plantó frente a una de las reproducciones de Picasso: el rostro de un muchacho con un solo ojo.

—¿Quieres decir que un día llegaremos a tener esa facha?

Ignacio se rió.

—En cierto sentido, a veces la tenemos ya…

—¡Anda, hijo! Confío en que mis nietos saldrán de otra manera, como Dios manda.

—¡Oh, eso sin duda! Sobre todo si se parecen a Pilar… Y a ti.

Ignacio dio un beso a su madre y se quedó solo. Sentóse a la mesa, encendió un pitillo —¿por qué echaba también de menos, tan intensamente, a Pilar?— y cogió papel y pluma.

Querida Ana María: Lamenté mucho que no pudieras asistir ni siquiera de incógnito… a la boda de Pilar. Estaba preciosa de veras. Y todavía no me hago a la idea de que mi hermana se haya casado. Espero que la política no le estropeará la luna de miel… y la vida futura. Lo digo porque, según Freud, el odio es más antiguo que el amor…

Pienso comunicar pronto «lo nuestro» a mis padres. El día de Navidad quizá. Por supuesto, ya lo saben. Pero no de una manera oficial.

Me siento bien aquí, en mi mesa, pensando en ti. Mándame pronto una fotografía tuya grande, pues no dispongo de lupa para mirar las que te sacó Ezequiel. Una fotografía en la que se vean tus dos ojos… No uno solo como en esos intelectualísimos retratos de Picasso.

Cada día ocurren cosas. Ayer fue un día ajetreado. No sólo en el despacho, sino en casa. Primero dediqué un disco a mi padre. Lo dieron a la hora del almuerzo y en la mesa se armó la gran juerga. Y luego, a la noche, llamaron a la puerta y resultó que vino a verme un compañero mío de la guerra. No sé si te hablé de él alguna vez. Lo llamábamos
Cacerola
y era nuestro cocinero. Un chico romántico, ¡más romántico que yo! Ingresó de inspector en la
Fiscalía de Tasas
y solicitó la plaza de Gerona. La verdad es que no me lo imagino haciendo denuncias por ahí… Luego saldré con él a tomar café-café y hablaremos de nuestros tiempos en Esquiadores.

Te quiero, Ana María… La boda de Pilar me ha provocado una reacción lógica (si soy capaz de reacciones lógicas, ello significa que no pertenezco a la multitud, sino a mi Yo). Me ha hecho soñar en el día en que la novia seas tú y yo haga las veces de Mateo.

¿Cuándo será? No lo sé… He de trabajar mucho. He de aprender mucho. Cada día que pasa me convenzo más de que Manolo tiene razón: nada puede compararse al placer de las asociaciones mentales. Extraer del dato mínimo conclusiones mágicas. Y viceversa. ¿Recuerdas lo de Eugenio d'Ors?: hay que elevar la Anécdota a Categoría…

¿Les has dicho algo a tus padres…? ¿Sobre todo a tu padre, «don Rosendo Sarró»?

Te lo pregunto porque hablé con Gaspar Ley y el hombre me lanzó tres o cuatro indirectas…

¿Sigues estudiando inglés? Cuéntame todo lo que haces, todo lo que piensas…

Necesito verte, Ana María. Necesito verte muy pronto. Por Navidad lo más tardar. O te vienes tú aquí, o yo hago una escapada a Barcelona… Ya está bien de cartitas ¿no te parece? Claro que escribir tiene también su encanto… Ahora mismo lo estoy pasando bárbaro y hasta me he quemado los dedos con la colilla… Y más encanto tiene aún recibir el sobre del otro (el «otro» eres tú. ¿No te suena raro?) Pero preferiría tenerte a mi lado en carne y hueso.

Etcétera.

Repercusiones de la boda de Pilar. Y de la boda de «La Voz de Alerta». Ignacio estaba celoso… Se hubiera casado también en seguida. Aunque, en cuanto él se casara, ¿qué harían sus padres en el piso? Les quedaría Eloy… Ley de vida, claro.

¿Y Marta?
Amanecer
hablaba de ella, de sus actividades.

Había recibido en la Sección Femenina a una serie de «juveniles», ceremonia de traspaso que resultó muy emotiva, y organizaba para la cabalgata de Reyes un concurso de farolillos. Ojalá esos Reyes Magos le trajeran a Marta el remedio adecuado para curarse… la soledad.

Capítulo XLV

Los preparativos de la Navidad se parecieron mucho a los del año anterior, tal vez porque quien iba a nacer era Aquel que es siempre igual a sí mismo. Celebráronse más representaciones teatrales de los Pastorcillos, y la ciudad, mejor predispuesta a creer en el azar, gastó más en Lotería. En cambio, el champaña, los turrones y las golosinas en general estaban racionados y sólo la gente adinerada consiguió proveerse a medida de sus deseos.

Sin embargo, se produjeron algunas novedades. Dámaso, dueño de la Perfumería Diana, quiso romper una lanza en la Barbería de lujo del entresuelo de la Rambla.

Compró un secador eléctrico para secar el cabello. Obligó a los dependientes a llevar bata azul. Y, como número fuerte, contrató a una manicura, Silvia de nombre, que empezó a trabajar precisamente el día en que Mateo y Pilar regresaron de su viaje de bodas.

El barbero Raimundo, en el barrio de la Barca, desde su cuchitril, abarrotado de carteles de toros y de anuncios de Anís del Mono, al enterarse de la «idea» de Dámaso se carcajeó, al igual que los restantes barberos de la ciudad. «¡Secador eléctrico! ¡Bata azul para los dependientes! Una monada… ¡Y manicura! ¡Manicuras en Gerona! Que no me joda… Claro que hay algún que otro “equivocao”, como el doctor ese del perrito… Pero no tantos».

Una vez más Dámaso acertó. El mismo Ignacio se pasó a la Barbería Dámaso, cuyo espejo frontal, de una sola pieza, abarcaba toda la pared y donde podía uno leer toda clase de revistas. También se había ganado muchas simpatías uno de los dependientes, un madrileño llamado Herreros, que poseía el raro arte de contar más chismes que el señor Grote, pero sin que se notara. Mas la atracción principal la constituyó Silvia. Al principio, es cierto, nadie se atrevía a utilizar sus servicios. Hasta que un buen día el capitán Sánchez Bravo se decidió. «¿Por qué no?», dijo. Y Silvia, sentada en un taburete, muy juntas las piernas, le cortó las uñas que fue un primor. «Por favor, caballero…, ¿me da la otra mano?». ¡Dios! ¿Cuándo se había visto y oído en Gerona una cosa así? Pronto la crema varonil de la ciudad, sin excluir al doctor Andújar, imitó al capitán Sánchez Bravo. ¡Silvia era tan callada, sonreía tan imperceptiblemente!

¡Tenía unas pestañas tan largas…! La primera vez que Ignacio se hizo cortar las uñas se sintió hombre importante, y al regresar a casa miró las de su padre y exclamó: «¡Que horror! Tú también deberías ir…»

Galindo comentó, en el Café Nacional:

—Gerona va progresando. El año pasado, por estas fechas, los «christmas» del abogado Manolo Fontana. Este año, manicura en la Perfumería Dámaso… ¡No, si nos estamos civilizando!

Otra novedad que sorprendió a la población corrió a cargo de Sólita, la hija del Fiscal de Tasas, a la que éste, hablando con su amigo el general Sánchez Bravo, había calificado de «sargento».

Sólita entró de enfermera en la Clínica Chaos. Era una muchacha con muchos arrestos y ganas de aprender. Le oyó una conferencia al doctor titulada «Importancia de la anestesia» y al día siguiente se presentó a él ofreciéndose para trabajar en su Clínica.

Demostrados sus conocimientos, especialmente en lo que se refería al instrumental quirúrgico, el doctor Chaos, que lo que deseaba era disciplina en el quirófano, la aceptó.

Y ocurrió que… hicieron muy buenas migas en seguida. Sólita, aun sin conocer al madrileño Herreros y al señor Grote, había oído contar muchas cosas del doctor Chaos.

Pero replicó que aquello no le importaba nada, que el doctor Chaos era un cirujano competentísimo y muy educado, y que allá él con su vida privada. A su padre, el Fiscal de Tasas, le dijo: «Además, tanto mejor para mí… Me dejará tranquila».

Sólita daría, por supuesto, muchas sorpresas al doctor Chaos. La primera fue demostrarle que había oído hablar de un médico escocés, bacteriólogo, apellidado Fleming, que afirmaba haber descubierto una sustancia originada por un moho mucho más eficaz que las sulfamidas para matar los microbios patógenos sin atacar las células del enfermo.

—Pero ¿cómo sabe usted eso. Sólita?

—Recibo periódicamente revistas médicas americanas.

—¿Lee usted inglés?

—Perfectamente.

—Dígame… ¿Qué más sabe sobre esa sustancia?

—Pues… poca cosa más. Que el doctor Fleming la llama penicilina… Que hasta ahora la ha obtenido sólo en bruto… Que empezó a hacer pruebas cuando la primera guerra mundial… En fin, que ojalá el descubrimiento sea una realidad y que algún día dispongamos en la Clínica de unos cuantos frascos. Supongo que para el período postoperatorio sería fenomenal.

El doctor Chaos sonrió.

—Me gusta oírle hablar así, Sólita. No tenía yo en la Clínica con quién tratar de esos temas… Pues sí, es verdad lo que usted cuenta. El doctor Fleming ha descubierto eso. Yo me enteré por una revista alemana. Por cierto que daba un detalle que me llamó mucho la atención. Decía que el doctor, antes de encontrar este moho, efectuaba las pruebas a que usted aludió con elementos muy diversos: mucus nasal, saliva, clara de huevo… Y que el que mejor resultado le había dado habían sido las lágrimas. ¿No es curioso? ¡Ah, sí! El doctor Fleming exprimió durante años docenas de limones para poder llorar… —El doctor Chaos cambió de tono—. Por lo visto estaba convencido, como yo, de que las lágrimas pueden curar muchas cosas.

Sólita miró con fijeza al doctor Chaos. Se encontraban en el pasillo central de la Clínica.

—¿Por qué dice usted eso, doctor?

El doctor Chaos, mientras levantaba sus largos brazos, con las manos ya enguantadas, dispuesto a entrar en el quirófano, contestó:

—Por nada, Sólita. No haga usted caso.

Sólita no le obedeció. Reflexionó sobre aquello a lo largo de toda la operación, que fue rutinaria: un apéndice. Y luego siguió reflexionando. Y a la hora de la cena le dijo a su padre, don Óscar Pinel:

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